MARIO VARGAS LLOSA - VIDA Y MISERIAS DE ELIAN





     EN la tristísima aventura que lleva viviendo el niño cubano Elián
     González, desde que quedó abandonado en medio del Caribe a merced de los
     tiburones y fue salvado en extraordinarias circunstancias por un pescador
     que lo llevó a Miami, el gran triunfador ha sido Fidel Castro. Incluso
     quienes lo tenemos por uno de los más sanguinarios y repugnantes
     dictadores que haya producido la fauna autoritaria latinoamericana,
     debemos quitarnos el sombrero: en su cuadragésimo segundo año de dominio
     absoluto sobre la desdichada isla de Cuba, el tirano más longevo del
     hemisferio occidental se las ha arreglado, manipulando con fría lucidez y
     escalofriante cinismo el caso de Elián, para que, por un buen número de
     meses, nadie hable de la satrapía en que ha convertido a su país, ni de la
     catastrófica situación económica que padece el pueblo cubano, sino del
     niño mártir y de la controversia jurídica y política en torno a su
     destino; para desprestigiar al exilio cubano, presentándolo ante la
     opinión pública internacional como intolerante, extremista e insubordinado
     contra la legalidad; y para acorralar a la justicia y al gobierno de
     Estados Unidos de tal modo que parezcan dándole la razón y actuando según
     sus designios. A esos extremos grotescos hemos llegado: Fidel Castro,
     defensor de la patria potestad y valedor de un pobre padre al que los
     bandidos nazi-fascistas de Miami querían robarle su hijo, y el gobierno y
     la justicia estadounidenses dándole la razón.
     Sin embargo, en vez de indignarse, conviene tratar de examinar lo ocurrido
     con serenidad. Parece inútil, a estas alturas, recordar que, quien está en
     el corazón de esta historia, es un niño de pocos años, de padres
     divorciados, que ha vivido una de las más terribles experiencias que cabe
     imaginar -la fuga de Cuba en condiciones más que precarias, el naufragio y
     la muerte de su madre y casi todos los otros fugitivos, y las largas horas
     a la deriva en alta mar encaramado en una llanta-, lo que debería haberle
     ganado un mínimo de consideración y de respeto, pues es obvio que quien ha
     pasado por semejante trance, es un ser desgarrado, con un profundo trauma
     como secuela por delante. Pero no ha sido así, y desde un primer momento,
     Fidel Castro primero, y, luego, el exilio de Miami, vieron en el niño un
     instrumento que podía ser utilizado en la lucha política para ganar puntos
     contra el adversario. Error fatal del exilio, que cayó ingenuamente en la
     trampa tendida por el dictador, fue aceptar una puja política sobre un
     asunto que debió confinarse en el estricto plano jurídico. Como cabía
     suponer que el principio de la patria potestad, universalmente aceptado,
     prevalecería a los ojos de la justicia, era imprudente y riesgoso
     convertir a la tesis del arraigo de Elián en Estados Unidos en una bandera
     de la lucha contra la dictadura, porque esa batalla era difícil, para no
     decir imposible, de ganar. Eso es lo que ha ocurrido hasta ahora, y
     probablemente se confirme cuando el tribunal de Atlanta dé su veredicto
     definitivo: que Elián vuelva con quien ejerce sobre él ese derecho
     incuestionado de la paternidad..
     Que esta solución fuera previsible, y ajustada a ley, no quiere decir que
     sea justa. Yo creo que es injusta e inmoral, porque, dadas las
     particularísimas circunstancias del caso del niño cubano, a quien el
     tribunal de Estados Unidos va a entregar a Elián no es a su padre, sino a
     Fidel Castro, que es la única persona que ejerce de verdad la patria
     potestad sobre todos los cubanos de la isla de Cuba, como lo explicó, en
     un artículo admirable refutando el libelo propagandista que escribió
     García Márquez sobre este tema, el historiador Manuel Moreno Fraginals.
     Pero ésta es una verdad ética y política, y los tribunales de los países
     democráticos no juzgan en función de realidades políticas y morales, sino
     de leyes, aunque éstas contradigan y hagan escarnio de aquéllas, como ha
     sucedido en este caso. Con su buen olfato de animal político que nunca se
     ha apartado del designio central de su existencia -permanecer aferrado con
     uñas y dientes al poder absoluto del que disfruta hace más de cuatro
     décadas- Fidel Castro advirtió el excelente provecho que podía sacar de
     Elián y se puso en acción.
     Para saber que su designio no era la defensa de la niñez desvalida, basta
     echar un vistazo a su prontuario. Hace apenas siete años, en 1993, el
     dictador cubano, sin que lo turbara el menor escrúpulo moral, mandó hundir
     el remolcador Trece de Marzo en el que trataba de huir de la isla un buen
     número de cubanos indefensos, y entre las víctimas perecieron cerca de una
     docena de niños, algunos de ellos de pocos meses. Y el escritor cubano
     César Leante acaba de dar testimonio, citando el ejemplo de sus propios
     hijos, sobre la suerte de niñez y adolescencia que depara el régimen
     castrista, con sus escuelas regimentadas, campos de trabajo obligatorio,
     servicio militar de tres años y aventuras militares internacionales para
     satisfacer la megalomanía del líder. Así que cabe poner en duda que la
     formidable movilización desatada por Fidel Castro hace meses en "defensa"
     de Elián González obedezca a sentimientos altruistas suyos en favor de la
     paternidad. En verdad, era una maniobra psicológica de distracción en el
     frente interno, y una astuta provocación al exilio de Miami para inducirlo
     a adoptar unas posturas y actitudes que dañaran su imagen y parecieran
     confirmar los rasgos de extremismo y cerrazón con que lo describe la
     propaganda castrista. En ambos objetivos, el dictador ha triunfado en toda
     la línea. Desde el exterior, los mítines multitudinarios que se llevaban a
     cabo a diario, por toda la isla, reclamando el regreso de Elián, daban la
     misma lastimosa impresión que esas grandiosas manifestaciones populares
     estalinistas, hitlerianas, maoístas, o de Kim Il Sung, que pretendían
     mostrar la compacta unidad política de un pueblo uniformado detrás del
     líder máximo, y en verdad mostraban la absoluta servidumbre y
     regimentación de una sociedad, despojada de la más insignificante cuota de
     libertad, iniciativa y espontaneidad, convertida en un ejército de
     autómatas, y actuando ciegamente en función del miedo, la propaganda, el
     servilismo y las consignas del poder. Pero, es probable que, desde
     adentro, el espectáculo adoptara otro cariz y que, machacados por la
     información unilateral incesante y demagógica de todo un sistema mediático
     orientado a la manipulación psicológica del pueblo, muchos cubanos se
     tragaran los embustes oficiales y salieran a manifestarse de buena gana,
     en contra de los "secuestradores" de Elián y a favor del pobre padre
     despojado de su hijo. Si hasta destacados poetas, y un Premio Nobel,
     pusieron su pluma al servicio de semejante farsa ¿qué cabe esperar del
     desorientado cubano del común, sin otras fuentes de información que las
     que destila sobre él la propaganda del régimen? Durante varios meses, el
     hambre, las miserables condiciones de vida, la indigna condición de
     cautivos políticos, y la falta total de libertades y garantías ciudadanas,
     pasaron a segundo plano, para ese pueblo movilizado en zafarrancho de
     combate "por la liberación de Elián".
     ¿Por qué respondió el exilio a esta maquiavélica provocación pretendiendo
     retener al niño en Miami a como diera lugar, aun en contra de los
     tribunales y la administración de Estados Unidos? En muchos casos, sin
     duda, por un genuino sentimiento de solidaridad con la madre de Elián, que
     perdió la vida tratando de que su hijo viviera como un ser libre, y por
     cariño hacia el desventurado niño. Pero, en muchísimos otros, por
     desesperación y frustración, ante un régimen que, pese a haber arruinado
     el país y haberlo convertido en un campo de concentración, parece más
     inconmovible que nunca, con una comunidad internacional cada vez más
     indiferente a la suerte de los cubanos, y que, resignada a Fidel Castro
     como a una alimaña ya inofensiva para todos los demás (salvo el pueblo
     cubano), lo ayuda a sobrevivir, enviándole masas de turistas y dólares, o
     montando allí industrias que aprovechan el trabajo esclavo que el régimen
     les ofrece, y reclamando el fin del embargo estadounidense porque ¿por qué
     negarle a la dictadura cubana lo que se concede a la dictadura china o
     vietnamita? Yo entiendo muy bien la atroz sensación de impotencia y de
     rabia que debe a veces abatirse sobre esos cubanos que, en el exilio,
     sienten que se pasan los años y que sus esfuerzos para minar y acabar con
     la tiranía que asola a su país son inútiles, que el siniestro tiranuelo
     sigue allí, indemne e insolente, sin ceder un milímetro en lo que
     concierne a la represión y a las libertades públicas, o a los derechos
     humanos, y que son ellos quienes, más bien, envejecen, o mueren, con la
     horrible sensación de la derrota.
     Pero la lucha política no debe ceder jamás a la irracionalidad y a la mera
     pasión, sin que se desnaturalicen los ideales y los principios. La
     superioridad del exilio sobre la dictadura es que ésta está erigida sobre
     la arbitrariedad y la fuerza y que aquél defiende un sistema de libertad y
     de legalidad, en el que los derechos humanos están protegidos y el interés
     general se define por un sistema jurídico que las autoridades libremente
     elegidas tienen la obligación de hacer respetar. Los exiliados de Miami
     que, en un insensato desplante, se negaron a acatar las decisiones
     judiciales y administrativas que ordenaban entregar a Elián a su padre, no
     sólo cometieron un error político; hicieron un daño a su causa, privándola
     de su mejor justificación, que es el respeto a la legalidad, base del
     sistema democrático. Este respeto no puede estar subordinado a la justicia
     de una causa, pues, si así fuera, lo que terminaría por imperar en la
     sociedad sería el caos, la anarquía y esa arbitrariedad que es el mejor
     caldo de cultivo para las dictaduras. La conducta del gobierno
     norteamericano en este asunto ha sido bastante penosa, sobre todo la noche
     del 22 de abril, cuando, con el agravante de la nocturnidad, mandó asaltar
     la casa de los parientes de Elián en Miami a un comando encasquetado y
     armado como si fuera a tomar a sangre y fuego un cubil de terroristas. Lo
     ha dicho de manera inmejorable un columnista de The New York Times,
     William Safire: lo ocurrido allí "ha desprestigiado a Clinton, indignado a
     los moderados y degradado a Estados Unidos". Por eso, las encuestas
     muestran que, aunque una mayoría de norteamericanos estaba a favor de que
     Elián fuera entregado a su padre, una mayoría aún mayor condena por
     excesivo el despliegue de fuerza bruta empleada para capturar al niño y
     llevarlo a Washington. La fotografía del soldado robotizado apuntando un
     enorme fusil ametralladora a un Elián aterrado, que se encoge en los
     brazos del pescador que le salvó la vida, perseguirá a Clinton tanto como
     su propensión a bajarse los pantalones delante de las secretarias de la
     gobernación de Arkansas y de la Casa Blanca, seguramente contribuirá a la
     derrota del Partido Demócrata frente a los republicanos en las próximas
     elecciones, y acaso impida a Hillary Clinton ganarle al alcalde Giuliani
     la senaduría por New York que ambos disputan. No deja de ser paradójico
     que un Presidente bajo cuya administración Estados Unidos ha alcanzado la
     mayor prosperidad económica en su historia, sea recordado, en el futuro,
     sobre todo, por propasarse con las oficinistas a su servicio, y por mandar
     un truculento comando militar a capturar como si se tratara de un asesino
     de alta peligrosidad a un niñito de pantalón corto, en una casa donde el
     FBI no encontró una sola arma, a la que no protegía un solo guardaespaldas
     y donde nadie opuso la menor resistencia física a la incursión militar.
     Cuando, loco de contento por lo sucedido, Fidel Castro proclamó que
     aquella noche había sido la primera, en cuarenta años, en que Estados
     Unidos y Cuba habían vivido una tregua y un acercamiento, dijo una
     inquietante verdad.
     Toda esta penosa historia ilustra, de una manera muy vívida, una antigua
     realidad: las dictaduras tienen unas ventajas indiscutibles sobre las
     democracias cuando se trata de dirimir diferencias sobre el terreno de la
     legalidad, una legalidad que impone unas reglas de juego que éstas se
     hallan obligadas a respetar y que limitan su accionar, pero que aquéllas
     no respetan en absoluto salvo en los casos concretos en que favorecen sus
     tesis. En el caso de Elián se ha visto con meridiana claridad cómo la ley,
     dentro de una sociedad democrática, podía servir los intereses de un
     inescrupuloso sátrapa, que se ha servido de ella para infligir un revés a
     sus adversarios y darse, por un momento, un baño de legitimidad. La patria
     potestad es respetable, aun cuando en este caso sólo sirva para darle un
     poco de oxígeno al totalitarismo cubano y para debilitar la imagen
     política del exilio de Miami.
     ¿Cuál será el destino de Elián, si regresa a Cuba? No es difícil
     imaginarlo. Por un tiempo, mientras Fidel Castro pueda sacarle todavía
     algún provecho político, la mojiganga continuará. El niño pródigo será
     objeto del embeleso popular, el pajecito del régimen, y su fotografía,
     sonriendo en brazos del Comandante regalón -acaso mesándole cariñosamente
     las barbas con sus manitas- ante una multitud que brinca y aúlla de
     felicidad, dará la vuelta al mundo, y acaso un destacado escribidor con
     muchos lauros dedique un elaborado reportaje a mostrar el precioso trabajo
     de orfebrería psicológica en que un puñado de maestros, analistas y
     doctores de la Revolución, lleva a cabo para devolver al pionero Eliancito
     el equilibrio mental y emocional luego de las tormentosas pruebas a que lo
     sometió la gusanería instrumentada por el imperialismo. En su bellísima
     casa con piscina, Elián tendrá la impresión de que en Cuba se vive con más
     comodidades y opulencias que en Miami y disfrutará mucho cuando, en los
     desfiles, en la tribuna de honor, los manifestantes lo saluden y coreen su
     nombre. Hasta que, más tarde o más temprano, Elián, acaso niño todavía,
     acaso adolescente, dejará de servir al gran histrión y su vida
     experimentará otro de esos cambios radicales que la jalonan desde que
     nació: el regreso al anonimato, a la grisura y la escasez y la falta de
     horizontes que es el destino compartido de la inmensa mayoría de sus
     compatriotas, y a la abulia y la resignación que permiten sobrevivir
     dentro de las sociedades estupradas por un dictador. O, quién sabe, a la
     silenciosa y creciente rebeldía que lleva a muchos de sus compatriotas a
     actos tan temerarios como militar en un grupo de derechos humanos, o de
     información, lo que puede conducirlo a la cárcel, o, incluso, a treparse a
     una balsa de fortuna y lanzarse una vez más al mar, como hizo su madre con
     él en brazos años atrás, dispuesto a todo -a morir ahogado o devorado por
     los tiburones- con tal de escapar de esta patria avasallada a la que lo
     devolvieron, en estricta aplicación de la ley, jueces, gobernantes y
     soldados de la más poderosa democracia del mundo.