MARIO VARGAS LLOSA - LOS PURIFICADORES
HACE veinte o treinta años si había un hecho histórico que el mundo entero
reconocía a rajatabla era el Holocausto, el exterminio de seis millones de
judíos por el régimen nazi y sus vasallos. Una mayoría lo condenaba con
horror, y, sin duda, una minoría de racistas fanáticos lo celebraba en
secreto. Pero nadie, con sentido común, se hubiera atrevido a negar que la
Shoa ocurrió, pues las pruebas y testimonios del incalificable genocidio
eran abrumadores. En plazo tan breve, las cosas han cambiado. Y, en una
demostración más de los poderes de la ficción, y su capacidad para
contaminar de fantasía y mentira todos los aspectos de la vida -incluida
la Historia-, el Holocausto ha pasado a ser una verdad controvertida, a la
que una corriente intelectual y política que recluta sus adeptos no sólo
en los márgenes extremistas sino, también, en sectores respetables y
prestigiosos de la inteligentzia, pone en tela de juicio y rebate, como
una fabricación ideológica.
Ha puesto el tema de actualidad el juicio, entablado en Londres, por el
historiador británico David Irving contra la norteamericana Deborah
Lipstadt, que, en su libro Denying the Holocaust: the Growing Assault on
Truth and Memory ("Negando el Holocausto: el ataque creciente contra la
verdad y la memoria") acusa a Irving de antisemitismo y de "haber
aplaudido el internamiento de los judíos en campos de concentración". El
historiador dice que estas acusaciones son falsas, equivalen a un
linchamiento profesional, y exige reparaciones. En verdad, Irving,
especialista en temas alemanes y autor de varios libros sobre el Tercer
Reich, es mucho más sutil y peligroso que un antisemita explícito: es un
anti-anti nazi, que es la manera más inteligente de seguir promoviendo, en
los tiempos modernos, el odio y la guerra contra los judíos.
En sus libros y conferencias no niega que murieran algunos millones de
judíos durante la guerra mundial; niega que Hitler hubiera firmado un solo
documento ordenando el genocidio, e, incluso, ofrece por el Internet mil
dólares a quien pruebe que está errado. Niega también que existieran
cámaras de gas, las que, a su juicio, podrían haber sido construidas por
los polacos, después de la guerra, para atraer turistas. Los campos de
exterminio nazi, como Auschwitz, eran simples campos de trabajo donde,
durante la contienda, claro está, "murió mucha gente". El Holocausto sería
una leyenda, fabricada de pies a cabeza por los lobbies judíos, y por
razones políticas, entre ellas la defensa de los intereses de Israel.
Tesis similares a las del historiador británico han circulado también por
Francia, a través de varias plumas. Una de ellas, la del historiador
Robert Faurisson, que, en una tesis doctoral, pretendió demostrar la
inexistencia de las cámaras de gas. Su libro dio origen a una sonora
polémica, y terminó en un proceso en el que Faurisson fue condenado a una
multa de cien mil francos por violar la ley francesa "contra el racismo y
la negación de los crímenes contra la humanidad" aprobada en 1972. Pero el
más famoso de los "negacionistas" -o anti-anti nazi- francés es el
veterano Roger Garaudy, antiguo ideólogo del Partido Comunista, convertido
primero al cristianismo y ahora al islamismo, cuyo libro, "Los mitos
fundadores de la política israelí", también condenado por los tribunales
franceses y alemanes por negar el Holocausto, se ha convertido en una
especie de Biblia contemporánea del novísimo antisemitismo, el que se
enmascara detrás de ropajes menos impresentables: antisionismo,
nacionalismo, cristianismo, anticomunismo.
En el último número de Les Temps Modernes aparecen tres ensayos
escalofriantes sobre la ofensiva intelectual que, en dos países de la
Europa Central -Hungría y Rumania-, cuna del más rancio y virulento
antisemitismo, llevan a cabo los anti-anti nazis, multiplicando las
iniciativas para purificar la historia reciente de sus países de toda
responsabilidad en la Shoa, y, al mismo tiempo, para reivindicar,
limpiada, la imagen de gobiernos, líderes y partidos políticos que
colaboraron con Hitler y contribuyeron de manera decisiva con las
deportaciones y matanzas de judíos. El profesor George Voieu, de la
Universidad de Bucarest, revela, por ejemplo, la influencia que el libro
de Roger Garaudy ejerce entre los intelectuales nacionalistas rumanos, que
lo citan con respeto, como una fuente valiosa de consulta, y una baza en
su campaña a favor de la rehabilitación histórica del mariscal Ion
Antonescu, el dictador aliado de Hitler y diligente proveedor de los
campos de exterminio nazis con judíos rumanos, que fue ejecutado en 1946
por crímenes de guerra. No sólo el mariscal es objeto de estos empeños;
también un partido fascista y antisemita, la Guardia de Hierro (asimismo
conocida como La Legión del Arcángel Miguel), creada en 1927 por Corneliu
Zelea Codreanu, y que ayudó a Antonescu a tomar el poder en 1940,
reaparece en el debate histórico revisionista, con el rostro mejorado,
como una fuerza política que, pese a sus errores, defendió la religión y
la identidad rumana cuando se hallaban en peligro de extinción. Por su
parte, en la misma revista, Randolph L. Braham, pasa revista a los
esfuerzos intelectuales que tienen lugar en Hungría para exonerar al
gobierno de Horty, otro leal aliado de Hitler durante el conflicto
mundial, de los 600.000 judíos húngaros asesinados en los campos de
concentración con la entusiasta colaboración de las autoridades magiares.
También en ese caso, la llave maestra de la operación es el chantaje
nacionalista. Los `purificadores' históricos silencian los intentos de
reabrir el debate sobre la responsabilidad de la sociedad y las
autoridades de Hungría en el exterminio de esa comunidad, acusando a
quienes lo intentan de "traidores" que calumnian al pueblo húngaro
presentándolo como fascista.
Los purificadores no han ganado la batalla, desde luego, y es dudoso que
la ganen. Pero, poco a poco, han ido consiguiendo que una realidad
histórica reciente, incontrovertible y atroz, la aniquilación de seis
millones de judíos, vaya moviéndose del dominio de la historia, que se
supone objetivo y científico, al sinuoso e inestable de la política, que
subjetiviza los hechos y los disuelve con facilidad en escurridizas
sombras chinescas. Es un gran éxito de los anti-anti nazis que mucha gente
erice sus antenas críticas cuando se habla de la Shoa, porque teme que
este tema encubra una defensa cerrada, acrítica, del Estado de Israel,
temor que es un puro disparate, claro está. También lo es suponer que los
horrores del Gulag comunista anulan los del Holocausto nazi. Las
ideologías que inspiraron ambos crímenes contra la humanidad eran
distintas, pero la vertiginosa crueldad y la descomunal estupidez
reflejada en esas matanzas no se pueden juzgar ni condenar
comparativamente, porque no existió entre ellas la menor relación de causa
a efecto, como tratan de probar los purificadores nazis (o los comunistas
deseosos de atenuar los extremos del Gulag agitando el espectro de las
cámaras de gas). Hitler no exterminó a los judíos para defenderse de la
URSS, sino porque los consideraba una raza inferior y vil; y los
asesinatos de Stalin no tenían como objetivo defender al socialismo contra
la amenaza nazi, sino acallar las críticas y blindar su poder absoluto. El
Gulag y Auschwitz sólo pueden relacionarse como dos manifestaciones de los
excesos monstruosos a que puede llegar el fanatismo cuando se alza con el
control totalitario de una sociedad.
Sin embargo, en los tres ensayos de Les Temps Modernes se advierte que,
junto con los argumentos chovinistas y nacionalistas, los purificadores se
valen con mucha frecuencia del Gulag como una explicación, un atenuante, y
hasta un eximente, del Shoa. Éste es, más o menos, el aberrante
razonamiento. Los horrores de los campos de concentración nazis hay que
enmarcarlos dentro del contexto de una lucha contra el comunismo, una
fuerza creciente que amenazaba extenderse por toda Europa y esclavizarla.
Muchos dirigentes, agitadores y responsables comunistas, tanto en la URSS
como en Europa Central y, por supuesto, en Alemania, eran judíos. Esto
explica que la lucha contra el comunismo, por la defensa de la soberanía
nacional, la religión cristiana y la cultura propia se tiñera a veces de
lamentables ribetes antisemitas. Y los espantosos crímenes que se
cometían, en nombre del marxismo y la sociedad sin clases en la URSS de
Stalin, explican -aunque no los justifiquen- los extremos exagerados a que
llegó el Tercer Reich.
Este razonamiento es aberrante, ante todo, porque es falso. El exterminio
de los judíos no fue decidido por razones políticas sino racistas, es
decir, con prescindencia total de lo que ocurría con la URSS, un régimen
con el que Hitler no tuvo empacho, incluso, en aliarse por un tiempo. Y,
por lo demás, la verdadera magnitud de los crímenes de los campos de
concentración soviéticos no fue conocida sino después de la Segunda
Guerra, entre otras razones, porque, como relata Solzhenitsyn en el
`Archipiélago del Gulag', las peores matanzas en aquellos centros de
exterminio estalinianos tuvieron lugar no antes sino después de la derrota
del nazismo. Pero, aun si no hubiera sido así, aun si, como sostienen los
purificadores, el Holocausto hubiera sido una "reacción desproporcionada"
a las violencias cometidas por Stalin, ¿en qué forma disminuiría o
entibiaría este hecho la apocalíptica crueldad de aquel crimen colectivo
cometido contra seis millones de personas, buen número de las cuales eran
niños y ancianos, por el mero hecho de pertenecer a una colectividad
cultural y étnica distinta?
El Holocausto es uno de esos hechos que nos dejan anonadados, que parecen,
por su salvajismo y enormidad, fuera del alcance de la razón humana. Y,
sin embargo, no es cierto.
Fue, más bien, el resultado de unas ideas y convicciones perfectamente
claras, a las que el poder absoluto y el fanatismo permitieron llevar a la
práctica. La sociedad alemana tuvo la responsabilidad mayor, por haber
aceptado a Hitler y al nazismo, que nunca ocultaron sus propósitos
racistas, pero el antisemitismo no fue, ni es, una enfermedad alemana,
sino una plaga muchísimo más extendida, y con raíces, todavía no
extirpadas, en sociedades tan cultas y democráticas como la francesa o la
sueca, según han venido a recordarlo incidentes muy cercanos. Para
entender la Shoa es imprescindible investigar a fondo el origen y la
expansión de aquel virus antiquísimo, y sus constantes metamorfosis, así
como la responsabilidad de cada sociedad y cada pueblo con lo sucedido en
Auschwitz. Pero no está ocurriendo, y, por eso, la operación purificadora
de los Irving, Faurisson, Garaudy y muchos otros, continúa, impertérrita,
su tarea de convertir la historia en ficción y de alcanzar una cierta
legitimidad en nombre de la defensa de la soberanía cultural. Así, por
ejemplo, un prestigioso intelectual húngaro, Sandor Csoôri (citado por
Randolph L. Braham) acusó, no hace mucho, a "la comunidad liberal judía
húngara de querer `asimilar' a los magiares a su manera de ser y de
pensar".