MARIO VARGAS LLOSA - LOS CUENTOS DE LA BARONESA
Letras Libres (Letras Libres (México) N° 5 Mayo de 1999
La baronesa Karen Blixen de Rungstedlund, que fue una gran escritora y firmó sus
libros con el seudónimo de Isak Dinesen, debió de ser una mujer extraordinaria.
Hay una foto de ella, en Nueva York, junto a Marilyn Monroe, cuando era ya sólo
un pedacito de persona consumida por la sífilis, y no es la bella actriz sino
los grandes ojos irónicos y turbulentos y la cara esquelética de la escritora
los que se roban la foto.
Nació en Dinamarca, en una casa a orillas del mar, a medio camino entre
Copenhague y Elsinor, que es hoy algo muy afín a ese ser imaginativo e
inesperado que ella fue: un enclave de plantas y pájaros exóticos. Allí está
enterrada, en pleno campo, bajo los árboles que la vieron gatear. Había nacido
en 1885, pero daba la impresión de haber sido educada con un siglo de atraso,
ese que se inició en 1781 y terminó con el Segundo Imperio en 1871, que ella
llamaba "la última gran época de la cultura aristocrática". Entre esos años
ocurren casi todas sus historias. Espiritualmente, fue una mujer del dieciocho y
del diecinueve, aunque, según confesó en una de las charlas radiales de sus
últimos años, sus amigos sospechaban que tenía "tres mil años de antigüedad".
Nunca pisó una escuela; fue educada por institutrices asombrosas que a los doce
años la hacían escribir ensayos sobre las tragedias de Racine y traducir a
Walter Scott al danés. Su formación fue políglota y cosmopolita; aunque danesa,
escribió la mayor parte de su obra en inglés.
Los cuentos y las historias la hechizaron desde niña, pero su vocación
literaria fue tardía; la aventurera, precoz. Ambas las heredó del padre, el
simpatiquísimo capitán Wilhelm Dinesen, quien, luego de una arriesgada carrera
militar, a mediados del xix se enamoró de los pieles rojas y otras tribus de
Norteamérica y se fue a vivir entre ellos. Los indios lo aceptaron y lo
bautizaron con el nombre de Boganis, que él puso en la carátula de sus memorias.
Terminó ahorcándose, cuando Karen tenía diez años. Como corresponde a una
baronesa, ésta se casó muy joven con un vago primo enfermo, Bror Blixen, y ambos
se marcharon al África, a plantar café en el interior de Kenia. El matrimonio no
anduvo bien (el mal francés que devoró en vida a Isak Dinesen se lo contagió su
marido) y terminó en divorcio. Cuando Bror volvió a Europa, ella decidió
permanecer en África, manejando sola la hacienda de setecientos acres. Lo hizo
por un cuarto de siglo, en una terca lucha contra la adversidad. Su vida en el
continente africano, con el que llegó a consubstanciarse y de cuyas gentes y
paisajes su irreprimible fantasía compuso una visión sui generis, está
bellamente recordada en Out of Africa (1938), tierna y risueña evocación de su
peripecia africana y del extraordinario marco en el que transcurrió.
Mientras hacía de pionera agrícola, luchaba contra las plagas y las
inundaciones y administraba sus cafetales, en las primeras décadas del siglo, la
baronesa de Rungstedlund no tuvo urgencia en escribir. Sólo garabateó unos
cuadernos de notas en los que aparecen en embrión algunos de sus futuros
relatos. La atraían más los safaris, las expediciones a comarcas remotas, la
familiaridad con las tribus, el contacto con la Naturaleza y los animales
salvajes. El primitivo contorno, sin embargo, no le impidió tener una refinada
vida cultural, fraguada por ella misma y enriquecida por lecturas y el trato de
algunos curiosos representantes de la Europa culta que llegaban a esos parajes,
como el mítico inglés Denys Finch-Hatton, esteta y aventurero salido de Oxford
con quien Karen Blixen mantuvo una intensa relación sentimental. No es difícil
imaginárselos, discutiendo sobre Eurípides o Shakespeare, después de haberse
pasado el día cazando leones (no sorprende, por eso, que el único escritor del
que Hemingway habló siempre con una admiración sin reservas fuera Isak Dinesen).
El aislamiento en aquella plantación africana y el estrecho círculo de
expatriados europeos con los que alternaba en Kenia, explican en buena parte el
tipo de cultura que sorprende tanto al lector de Isak Dinesen. No es una cultura
que refleje su época sino que la ignora, un anacronismo deliberado, algo
estrictamente personal y extemporáneo, una cultura disociada de las grandes
corrientes y preocupaciones intelectuales de su tiempo y de los valores
estéticos dominantes, una reelaboración singularísima de ideas, imágenes,
curiosidades, formas y símbolos que vienen del pasado nórdico, de una tradición
familiar y de una educación excéntrica, marcada por la historia escandinava, la
poesía inglesa, el folclor mediterráneo, la literatura oral africana y las
leyendas y maneras de contar de los juglares árabes. Un libro capital en su vida
fue Las mil y una noches, ese bosque de historias relacionadas entre sí por la
astucia narradora de Sherezada, modelo de Isak Dinesen. África le permitió
vivir, de manera casi incontaminada, dentro de una cultura caprichosa, sin
antecedentes, creada para uso propio, que aparece como horizonte y subsuelo de
su mundo, a la que debe tanto la originalidad de los temas, el estilo, la
construcción y la filosofía de sus cuentos.
Su vocación literaria tuvo estrecha relación con la bancarrota de sus
cafetales. Pese a que los precios del café se venían abajo, ella, con temeridad
característica, se empeñó en proseguir los cultivos, hasta arruinarse. No sólo
perdió la hacienda; también, su herencia danesa. Fue, cuenta ella, en ese tiempo
de crisis, al comprender que el fin de su experiencia africana era inevitable,
cuando comenzó a escribir. Lo hacía en las noches, huyendo de las angustias y
trajines del día. Así terminó los Seven Gothic Tales, que aparecieron en 1934,
en Nueva York y en Londres, después de haber sido rechazados por varios
editores. Publicó luego otras colecciones de cuentos, algunas de alto nivel,
como los Winter's Tales (1943), pero su nombre quedaría siempre identificado con
sus primeros siete cuentos reunidos en aquella obra, una de las más fulgurantes
invenciones literarias de este siglo.
Aunque escribió también una novela (la olvidable The Angelic Avengers),
Isak Dinesen fue, como Maupassant, Poe, Kipling o Borges, esencialmente
cuentista. Es uno de los rasgos de su singularidad. El mundo que creó fue un
mundo de cuento, con las resonancias de fantasía desplegada y hechizo infantil
que tiene la palabra. Cuando uno la lee, es imposible no pensar en el libro de
cuentos por antonomasia: Las mil y una noches. Como en la célebre recopilación
árabe, en sus cuentos la pasión más universalmente compartida por los personajes
es, junto a la de disfrazarse y cambiar de identidad, la de escuchar y decir
historias, evadirse de la realidad en un espejismo de ficciones. Semejante
propensión llega a su apogeo en "The Roads Round Pisa", cuando la joven Agnese
della Gherardesca (vestida de hombre) interrumpe el duelo entre el viejo
Príncipe y Giovanni para contarle a aquél un cuento. Ese vicio fantaseador
imprime a los Seven Gothic Tales, como a los de Sherezada, una estructura de
cajas chinas, historias que brotan de historias y se descomponen en historias,
entre las que discurre, ocultándose y revelándose en un ambiguo y escurridizo
baile de máscaras, la historia principal.
Sucedan en abadías polacas del siglo dieciocho, en albergues toscanos del
diecinueve, en un pajar de Norderney a punto de ser sumergido por el diluvio o
en la ardiente noche de la costa africana entre Lamu y Zanzíbar, entre
cardenales de gustos sibaríticos, cantantes de ópera que han perdido la voz o
contadores de cuentos desnarigados y desorejados como el Mira Jama de "The
Dreamers", los cuentos de Isak Dinesen son siempre engañosos, impregnados de
elementos secretos e inapresables. Por lo pronto, es difícil saber dónde
comienzan, cuál es realmente la historia —entre las historias engarzadas por las
que va discurriendo el subyugado lector— que la autora quiere contar. Ella se va
perfilando poco a poco, de manera sesgada, como de casualidad, contra el telón
de fondo de una floración de aventuras disímiles que, algunas veces, figuran
allí como meras damas de compañía, y otras, como en "The Dreamers", gracias al
desconcertante final, resultan articuladas y fundidas en una sola coherente
narración.
Artificiales, brillantes, inesperados, hechiceros, casi siempre mejor
comenzados que rematados, los cuentos de Isak Dinesen son, sobre todo,
extravagantes. El disparate, el absurdo, el detalle grotesco e inverosímil,
irrumpen siempre, destruyendo a veces el dramatismo o la delicadeza de un
episodio. Era más fuerte que ella, una predisposición invencible, como en otros
la risa o el melodrama. Hay que esperar siempre lo inesperado en los cuentos de
Isak Dinesen. En la inverosimilitud veía ella la esencia de la ficción. Se lo
dice al cardenal de "The Deluge at Norderney" la perversa y deliciosa Miss Malin
Nat-og-Dag, mientras conversan rodeados por las aguas que sin duda terminarán
por tragárselos, al exponerle su teoría de que Dios prefiere las máscaras a la
verdad "que ya conoce", pues truth is for tailors and shoemakers (la verdad es
para sastres y zapateros). Para Isak Dinesen la verdad de la ficción era la
mentira, una mentira explícita, tan diestramente fabricada, tan exótica y
preciosa, tan desmedida y atractiva, que resultaba preferible a la verdad. Lo
que el príncipe de la Iglesia predica en ese cuento: Be not afraid of absurdity;
do not shrink from the fantastic (No temas lo absurdo, no rehuyas lo fantástico)
podría ser la divisa del arte de Isak Dinesen, pero delimitando la noción de lo
fantástico a lo que por su desmesura y extravagancia difícilmente encaja en
nuestra concepción de lo real y excluyendo la vertiente sobrenatural de lo
fantástico, pues, en estos relatos, aunque resucite un muerto y abandone el
infierno para venir a cenar con sus dos hermanas —el corsario Morten de Coninck
de "The Supper at Elsinor"—, la fantasía, pese a sus excesos, tiene siempre una
raíz en el mundo real, como ocurre con las representaciones teatrales o los
circos.
El pasado atraía a Isak Dinesen por la memoria del ambiente de su infancia,
por la educación que recibió y su sensibilidad aristocrática, pero, también, por
lo que tiene de inverificable; situando sus historias un siglo o dos atrás,
podía dar rienda suelta con más libertad a esa pasión antirrealista que la
animaba, a su fervor por lo grotesco y lo arbitrario, sin sentirse coactada por
la actualidad. Lo curioso es que la obra de esta autora de imaginación tan libre
y marginal, que poco antes de morir se jactaba ante Daniel Gillés de no tener
"el menor interés por las cuestiones sociales ni la psicología freudiana" y
ambicionar sólo "inventar bellas historias", surgiera en los años treinta,
cuando la narrativa occidental giraba maniáticamente en torno a las
descripciones realistas: problemas políticos, asuntos sociales, estudios
psicológicos, cuadros costumbristas. Por eso André Breton consideró que sobre la
novela pesaba una suerte de maldición realista y la expulsó de la literatura.
Había excepciones a ese realismo narrativo, escritores que estaban en entredicho
con la tendencia dominante. Uno de ellos fue Valle-Inclán; otro, Isak Dinesen.
En ambos el relato se hacía sueño, locura, delirio, misterio, juego, ni más ni
menos que la poesía.
Los siete cuentos góticos del libro son admirables; pero "The Monkey" lo es más
aún que los otros, y, de todos los que la autora escribió, el que mejor
sintetiza su mundo disforzado, refinado, de exquisita factura, retorcida
sensualidad y desalada fantasía. Todo es coherente y macizo en esta deliciosa
joya y por eso resulta difícil decir en pocas palabras de qué trata. En sus
breves páginas se las arregla para contar historias muy diversas, sutilmente
emparentadas entre sí. Una de ellas es la sorda lucha entre dos temibles
mujeres, la elegante priora de Closter Seven y la joven y silvestre Athena, a
quien aquélla se ha propuesto casar con su sobrino Boris, valiéndose de todos
los medios lícitos e ilícitos, incluidos los filtros de amor, el engaño y el
estupro. Pero la indomable priora tiene al frente a una voluntad tan inflexible
como la suya en la joven giganta que es Athena, criada a la intemperie de los
bosques de Hopballehus, y que no tiene el menor empacho en romperle al galante
Boris dos dientes de un puñetazo y en luchar con él cuerpo a cuerpo, en su
combate semimortal, cuando el joven, azuzado por su tía, intenta seducirla.
Nunca sabremos cuál de estas dos epónimas mujeres vence en ese forcejeo,
porque esta historia es interrumpida de manera fulminante, cuando el lector está
por averiguarlo, con la sorprendente irrupción de otra historia, que, hasta
entonces, ha estado reptando, discreta como una culebra, debajo de la anterior:
las relaciones de la priora de Closter Seven con un mono de Zanzíbar, que le
regaló un primo almirante, y al que ella mima. La violenta aparición del mono
—entra a la habitación rompiendo la ventana de la priora y presa de fiebre que
sólo puede ser sexual— cuando la superiora del claustro está a punto de rematar
su emboscada obligando a Athena a aceptar a Boris como esposo, es uno de los
episodios más difíciles de contar y más magistralmente resueltos de la
literatura. Es un hiato, un escamoteo tan genial como el paseo del fiacre por
las calles de Rouen en el que van Emma y León, en Madame Bovary. Lo que ocurre
en el interior de ese fiacre lo adivinamos pero el narrador no lo dice, lo
insinúa, lo deja adivinar, azuzando con su silencio locuaz la imaginación del
lector. Un dato escondido semejante es este cráter narrativo de "The Monkey". La
astuta descripción del episodio abunda en lo superfluo y calla lo esencial —las
relaciones culpables entre el mono y la priora— y, por eso mismo, esta nefanda
relación vibra y se delínea en el silencio con tanta o más fuerza que ante los
ojos espantados de Athena y Boris, que presencian la increíble ocurrencia. Que,
al final del relato, el saciado mono termine encaramado sobre un busto de
Immanuel Kant es como la quintaesencia de la delirante orfebrería que amuebla el
mundo de Isak Dinesen.
Entretener, divertir, distraer: muchos escritores modernos se indignarían
si alguien les recuerda que ésa es también obligación de la literatura. Las
modas, cuando aparecieron los Seven Gothic Tales, establecían que el escritor
debía ser la conciencia crítica de su sociedad o explorar las posibilidades del
lenguaje. El compromiso y la experimentación son muy respetables, desde luego,
pero cuando una ficción es aburrida no hay doctrina que la salve. Los cuentos de
Isak Dinesen son a veces imperfectos, a veces demasiado alambicados, jamás
aburridos. También en eso fue anacrónica; para ella contar era encantar, impedir
el bostezo valiéndose de cualquier ardid: el suspenso, la revelación truculenta,
el suceso extraordinario, el detalle efectista, la aparición inverosímil. La
fantasía, abundante y excéntrica, enrevesa de pronto una historia con exceso de
anécdotas o la encamina en la dirección más infortunada. La razón de esos
sacrificios o malabarismos es sorprender al lector, algo que siempre consigue.
Sus cuentos suceden en una indecisa región, que ya no es el mundo objetivo pero
que aún no es lo fantástico. Su realidad participa de ambas realidades y es, por
eso, distinta de ambas, como sucede con los mejores textos de Cortázar.
Una de las constantes de su mundo son los cambios de identidad de los
personajes, que viven emboscados bajo nombres o sexos diferentes y que, a
menudo, llevan simultáneamente dos o más vidas paralelas. Se diría que una plaga
de inestabilidad ontológica ha contagiado a los seres humanos; sólo los objetos
y el mundo natural son siempre los mismos. Así, por ejemplo, el renacentista
cardenal de "The Deluge at Norderney" resulta ser, al final de la historia, el
valet Kasparson que asesinó a su amo y lo suplantó. Pero, en este dominio, la
apoteosis de la danza de las identidades la encarna Peregrina Leoni, apodada
Lucífera o Doña Quijota de la Mancha, cuya historia transparece, a través de una
verdadera miríada de otras historias, en "The Dreamers". Cantante de ópera que
perdió la voz, del susto, en un incendio en la Scala de Milán, durante una
representación de Don Giovanni, hace creer a sus admiradores que ha muerto. La
ayuda en sus designios su admirador y su sombra, el riquísimo judío Marcus
Coroza, que la sigue por el mundo, prohibido de hablarle o hacerse ver por ella,
pero siempre a mano para facilitarle la huida en caso de necesidad. Peregrina
cambia de nombre, personalidad, amantes, países —Suiza, Roma, Francia— y oficios
—prostituta, artesana, revolucionaria, aristócrata que vela la memoria del
general Zumala Carregui— y fallece, finalmente, en un monasterio alpino, bajo
una tormenta de nieve, rodeada de cuatro amantes abandonados, que la conocieron
en distintas instancias y disfraces y sólo ahora descubren, gracias a Marcus
Coroza, su peripatética identidad. La caja china —historias dentro de historias—
es utilizada con admirable maestría en este relato para ir componiendo, como un
rompecabezas, a través de testimonios que en un principio parecen no tener nada
en común, la fragmentada y múltiple existencia de Peregrina Leoni, fuego fatuo,
actriz perpetua, hecha —como todos los personajes de Isak Dinesen— no de carne y
hueso sino de sueño, fantasía, gracia y humor.
La prosa de Isak Dinesen, como su cultura y sus temas, no remite a modelos
de época; es, también, un caso aparte, una anomalía genial. Al aparecer Seven
Gothic Tales, su prosa desconcertó a los críticos anglosajones por su elegancia
ligeramente pasada de moda, su exquisitez e irreverencia, sus juegos y
desplantes de erudición, y su escaso, para no decir nulo, contacto con el inglés
vivo y hablado de la calle. Pero, también, por su humor, la delicadeza irónica y
risueña con que en aquellos relatos se referían crueldades, vilezas y
ferocidades indecibles como si fueran nimiedades de la vida cotidiana. El humor
es en Dinesen el gran amortiguador de los excesos de todo orden que habitan su
mundo —los de la carne y los del espíritu—, el ingrediente que humaniza lo
inhumano y da un semblante amable a lo que provocaría repugnancia o pánico. Nada
como leerla para comprobar hasta qué punto es cierto que todo se puede contar,
si se sabe cómo hacerlo.
La literatura, tal como ella la concibió, era algo que a los escritores de
su tiempo espeluznaba: una evasión de la vida real, un juego entretenido. Hoy
las cosas han cambiado y los lectores la comprenden mejor. Al hacer de la
literatura un viaje hacia lo imaginario, la frágil baronesa de Rungstedlund no
rehuía responsabilidad moral alguna. Por el contrario, contribuía —distrayendo,
hechizando, divirtiendo— a que los seres humanos aplacaran una necesidad tan
antigua como la de comer y adornarse: el hambre de irrealidad. -