Mario Vargas Llosa - Literatura y política: dos visiones del mundo


Conferencia - 11 de mayo del 2000



     Excelentísimo señor rector, señores profesores, señoras y señores,
     queridos amigos, ante todo permítanme agradecer al Instituto Tecnológico
     de Monterrey por honrarme con esta invitación a ocupar la cátedra creada
     como homenaje a Alfonso Reyes.
     Leí por primera vez a Alfonso Reyes cuando era muy joven, en mi primer año
     de universidad en Lima, y tengo todavía muy vivo en la memoria el
     sentimiento que fue para mi leer ese pequeño texto, es joya exquisita que
     se llama Visón de Anáhuac, esa descripción entre imaginaria e histórica de
     la capital prehispánica, escrita en una de las prosas más elegantes, más
     claras y más inteligentes de la lengua castellana. Desde entonces soy un
     admirador y un lector devoto del maestro regiomontano.
     Creo que leer a Alfonso Reyes es siempre un enriquecimiento. Por su
     sabiduría, desde luego y también por su extraordinaria belleza de su
     prosa, una de las más limpias, elegantes, cultas y al mismo tiempo
     asequibles de nuestra vieja y rica lengua.
     Creo que hay muchas cosas qué admirar en Alfonso Reyes; la primera, su
     manera universal de ser latinoamericano. Pocos intelectuales
     latinoamericanos han vivido con una curiosidad tan abierta, que los haya
     llevado a explorar prácticamente todas las culturas y también a cruzar las
     barreras del tiempo hasta llegar a convertirse verdaderamente en un
     ciudadano universal. Y pocos han tenido la capacidad extraordinaria de
     convocar en sus escritos, en sus ensayos, en sus poemas, a veces en sus
     artículos o notas periodísticas una riquezas tal de ideas, de enseñanzas y
     también de creaciones.
     Aparte de su sabiduría, de la inmensa cultura de la que estuvo dotado, es
     indispensable señalar como una de las mayores enseñanzas de los mejores
     ejemplos de Alfonso Reyes el no haber perdido de vista, jamás, que la
     literatura se dirige a un público y la verdadera literatura no se contenta
     jamás con llegar a los especialistas, sino que quiere ir más allá de ellos
     y alcanzar ese basto auditorio. Es otra de las grandes cualidades de
     Alfonso Reyes. Fue capaz - y esta es una virtud rarísima, ahora y en el
     pasado- sin hacer la menor claudicación al rigor, escribir para todos de
     una manera que todos entendían y podían disfrutar. A Alfonso Reyes lo
     pueden leer los lectores más cultos y exigentes, los aristócratas de la
     inteligencia y lo puede leer también -disfrutando y gozando a cada página-
     el lector profano, aquel que no tiene un bagaje cultural especialmente
     rico, que leyendo a Reyes, tiene sin embargo la sensación de acceder a
     instancias sumamente elaboradas y refinadas del pensamiento y la creación.
     Yo lo he seguido leyendo desde entonces y aveces releyendo. Y por eso hago
     esta introducción para ustedes sepan con cuanta alegría, con cuanto cariño
     he aceptado la invitación de ocupar esta cátedra en homenaje a un escritor
     al que creo deber tanto.
     Mi propósito es acercar dos aspectos que muchos escritores de nuestro
     tiempo en México, en América latina, en el mundo occidental y acaso, en el
     mundo entero, consideran írritas la una a la otra: la literatura y la
     política. Y en cierto modo lo son. La literatura no puede estar en ningún
     caso confinada dentro la actualidad. Una literatura que depende del
     presente, del ahora, del aquí, es una literatura efimera que perece con lo
     veloz y transitorio de la actualidad. La literatura tiene que
     trascenderla, tiene que poder hablar de la misma manera, persuasiva,
     emocionante, deslumbrante, sorprendente, al lector de hoy y al de mañana.
     Y al lector de esta sociedad y a los lectores de sociedades muy distintas,
     con tradiciones, con lenguas, costumbres muy diferentes dentro de aquellas
     de las cuales esa obra nació. La literatura no puede tener esa dependencia
     de lo práctico que tiene evitablemente la política. Por el contrario,
     sirve par sacarnos de esa praxis en la que estamos prisioneros como seres
     humanos. La política en cambio, es el ahora y el aquí y tiene que ver
     fundamentalmente con una problemática que nos rodea, que nos acosa, que
     nos angustia, nos exalta o nos motiva para actuar. Se mide
     fundamentalmente por sus resultados prácticos. La literatura no. Aunque
     los que leemos estamos seguros de que la literatura tiene consecuencias
     prácticas y concretas en nuestra existencia, no podemos probarlo, no hay
     manera de probar que El Quijote o que La Comedia Humana o que La guerra y
     la paz hayan contribuido de una manera mensurable, específica a mejorar la
     vida de los seres humanos.
     Por otro lado, la literatura es una actividad que nace en soledad, a
     través de un individuo que para producirla se aparta de los demás; ese
     tipo de individualidad que está detrás de la creación literaria, en la
     política simplemente no existe. La política requiere el entrevero social,
     el entramado de esas vidas que se cruzan y se descruzan; dentro de una
     comunidad no es, no ha sido, no podrá ser jamás obra de un individuo. La
     literatura sí; y lo que no puede ser la literatura es esa acción
     entreverada del conjunto social que es la política. Quizá una de las
     experiencias a mi más me haya impresionado conocer a través de ensayos, es
     un intento durante la revolución cultural China, de destruir ese carácter
     individualista que parece, que bueno, yo creo es indisociable de la
     creación literaria. Ahí, como seguramente algunos saben, se intentó
     destruir la individualidad en todos los dominios de la vida social,
     incluso en el del arte. Y a los escritores y a los artistas también; se
     les incitó o se les obligó a renunciar a ese aislamiento, a la soledad en
     que naturalmente suelen hacer la obra artística. Y se los incitó a
     escribir inmersos en actividades colectivas. El resultado fue la
     desaparición de la literatura, el silencio de esa voz, secreta, intima,
     distinta del texto literario. Podíamos seguir enumerando todo aquello que
     diferencia, literatura y política. Esto les parece obvio a muchos
     escritores contemporáneos que ven la política a distancia, aveces con
     desdén e incluso con desprecio; consideran que la política es una
     actividad engolada, retórica, sin sustancia que atrae a gente poco
     creativa, ambiciosa. La literatura de nuestros tiempos, la literatura de
     los más jóvenes es una literatura que se ha a apartado, que parece negada.

     En lo que se llama la literatura light, la literatura liviana, la
     literatura ligera que es la tendencia predominante de la literatura
     contemporánea, la política no tiene cabida. Muchas veces he tenido
     discrepancias con escritores jóvenes, que se burlaban de esos escritores
     de las generaciones anteriores que no podían separar su trabajo
     intelectual, literario de una cierta visón de la política. Y sobre todo de
     aquellos que querían, a través de la literatura, realizar una cierta
     finalidad política. Esa intensión es juzgada como vanidosa, jactanciosa,
     ¿cómo puede la literatura pretender tener efectos sociales, resultados
     políticos? ¿acaso ésa es la razón de ser de la literatura? Quienes
     pensaron alguna vez que podían cambiar la vida, la historia, escribiendo
     novelas parecen, desde la perspectiva de los escritores contemporáneos, de
     los cultores de la literatura light como ingenuos, vanidosos o idealistas
     totalmente desconectados de la realidad. Sin embargo, algo muy distinto
     ocurría cuando yo era niño, adolescente y empezaba a sentir en mi la
     vocación literaria. En esa época, los fundamentos de la literatura
     liviana, que sólo pretende ser literatura y entretener a condición de ser
     una literatura hecha con rigor, con un domino de las formas, ejercitando
     la imaginación de la manera más audaz era inconcebible, porque la política
     y la literatura parecían absolutamente asociadas, aunque fueran distintas,
     en una empresa común.
     Escribir era actuar, a través de los cuentos, de las novelas, de los
     poemas, uno actuaba. Ejercía su condición de ciudadano, de miembro de una
     comunidad que tiene la obligación social y cívica de participar en el
     debate y en la solución de los problemas de esa sociedad. Esa era una idea
     que compartían escritores de muy distintas posiciones políticas. Había
     escritores de derecha, por ejemplo, el filosofo Gabriel Marcel, filosofo
     católico. El crítico, ensayista de derecha, de extrema derecha en buena
     parte de su vida Eugene O´Neill. Y desde luego escritores, diríamos de
     centro, reformistas, un François Mauriac o como un Graham Green en
     Inglaterra. Y desde luego escritores que estaban más bien en la izquierda
     del espectro político, un Sartre, un Camus, un Merlo Ponti y cito sobre
     todo a los franceses porque los escritores y pensadores franceses tenían
     en esos años - les hablo de los años cincuenta – sesenta -, una enorme
     influencia en todo el mundo y desde luego en América Latina.
     El debate intelectual, filosófico, político entre esos intelectuales era
     intenso, era muy intenso y a veces extraordinariamente enriquecedor desde
     el punto de vista de las ideas y de los valores, pero marcado por ese
     denominador; ningún escritor de los más leídos influyentes en ese tiempo
     hubiera imaginado que la política y la literatura podían ser enteramente
     disociadas y vistas como enemigas irreconciliables. Todo lo contrario.
     Recuerdo la impresión que me causó leer en un libro de Jan Paul Sartre,
     uno de mis mentores intelectuales durante mi juventud, ese prólogo, esa
     presentación que escribió para ese primer número de la revista que dirigió
     a partir de la posguerra, en 1945 Los tiempos modernos, (Le temps
     moderns). Es un texto que me sobrecogió y a me inundó de entusiasmo. ¿Qué
     es lo que decía ese texto del que yo llegué a saber párrafos de memoria?
     Decía: “las palabras son actos. A través de la escritura uno participa en
     la vida. Escribir no es un ejercicio gratuito, no es una gimnasia
     intelectual, no en una acción que desencadena efectos históricos, que
     tiene reverberaciones sobre todas las manifestaciones de la vida, por lo
     tanto es una actividad profunda, esencialmente social. Y ya que es así
     nosotros tenemos la obligación, a la hora que nos sentamos frente a la
     página en blanco y tomamos una pluma, de ser responsables, de saber que
     aquel acto que iniciamos, garabatear unas líneas, desarrollar un
     pensamiento, va a tener unas consecuencias y que esas consecuencias van a
     recaer sobre nosotros desde el punto de vista mortal y desde el punto de
     vista social y ya que es así, nosotros tenemos la obligación de
     comprometernos”; ésa era una palabra clave de la época.
     ¿Qué quería decir comprometerse, comprometernos como escritores? Quería
     decir asumir, ante todo es convicción, de que escribiendo no sólo
     materializábamos una vocación, algo a través de lo cual realizábamos
     nuestros más íntimos anhelos, materializábamos una predisposición anímica,
     espiritual que estaba en nosotros, sino que a través de ella también
     ejercitábamos nuestras obligaciones de ciudadanos y de alguna manera
     participábamos en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los
     problemas, de mejorar el mundo. Esas ideas vistas desde la actualidad
     parecen muy remotas, prehistóricas, y sin embargo ese era el aire
     intelectual de la época, lo que unía a escritores de muy distintas
     culturas, de muy distintos países e incluso, como dije, de posiciones
     políticas. Así comencé a escribir; no me sentía un político, pero hubiera
     sido para mí imposible concebir una literatura que estuviera totalmente de
     espaldas a la política.
     Estas ideas de los grandes escritores, de los existencialistas, tuvieron
     una vigencia muy fuerte en América Latina, por razones precisamente de
     orden político. Nosotros vivíamos en una época -que no ha desaparecido del
     todo- de problemas políticos atroces, es decir de dictaduras, había sobre
     todo dictaduras militares de distintos signo en todo el continente. Las
     democracias eran escasas y frágiles y todas ellas parecían estar en una
     cuerda floja, al borde del abismo, siempre a punto de desplomarse con un
     golpe militar. Las sociedades latinoamericanas estaban corroídas por la
     injusticia, había tremendas desigualdades, desequilibrios sociales, la
     explotación era visible de una insolencia a veces sublevante. Los
     contrastes entre riqueza y pobreza, entre cultura e ignorancia, entre
     modernidad y atraso nos saltaban a la vista. El ideal de una sociedad
     justa, de una sociedad con oportunidades para todos, de una libertada a la
     que tuvieran realmente acceso todos los ciudadanos de un país
     latinoamericano parecía algo remoto, tan inalcanzable y entonces, que
     alguien que nos dijera que a través de esa vocación que era la nuestras,
     la de escribir poemas, la de escribir novelas, obras de teatro o ensayos
     literarios, podíamos combatir esa realidad que nos entristecía o nos
     indignaba, resultaba por su puesto algo muy persuasivo. Y no solo
     persuasivo, algo que nos justificaba en nuestra vocación, algo que nos
     decía que, contrariamente a lo que en el pasado o incluso en el presente,
     muchas personas creían, la literatura no era un lujo, no era algo que se
     podían permitir solamente esas sociedades que habían alcanzado un nivel de
     desarrollo y de cultura, en las que ciertos ambientes podían, como quien
     se dedica a un deporte esquisto y raro, hacer literatura… No, esas voces
     nos decían por el contrario, la literatura es un instrumento formidable de
     transformación, de resistencia a la injusticia, de lucha contra la
     explotación, contra la adversidad. A través de la literatura uno puede
     abrir la conciencia de sus contemporáneos, hacerles ver aquello que,
     porque viven en sociedades tan profundamente injustas y manipuladas por
     poderes corrompidos y dictatoriales, no pueden ver los mecanismos que
     están detrás de las injusticias, de la explotación, de la violencia
     convertida en poder.
     Eran ideas ingenuas, como se vio después. No es verdad que una novela o un
     poema, tan generosamente motivado en este designio de tipo social y ético,
     pueda cambiar una realidad histórica o una realidad política, lo comprobó
     el propio Sartre, que fue uno de los grandes teóricos de la literatura del
     compromiso. Él escribió prácticamente toda su obra guiado por estas
     convicciones y pese a la gigantesca influencia que él tuvo y que tuvieron
     quienes pensaban como él, la realidad política en Francia, en Europa, en
     el mundo, no evolucionó en la dirección que ellos esperaban; al contrario,
     en muchos casos evolucionó en la contraria. En el caso de Sartre, esa
     revolución socialista a la que el se adhirió y por la que el combatió con
     cierta independencia, con cierta heterodoxia, no sólo no ocurrió, sino lo
     que vino en cambio, fue más bien, un movimiento hacia el orden, para no
     hablar usando esa formula tan consabida hacia la reacción. La quinta
     república de Gaulle, tan inmensamente popular entre los franceses, y que
     inauguró toda una nueva época en la historia de Francia, estaba
     exactamente en las antípodas de lo que Sartre y gente afín a él esperaban.
     Y eso fue afectando tremendamente la labor creativa de Sartre. Dejó sin
     terminar su ciclo novelesco de los caminos de la libertad y en un momento
     dado dejó de hacer literatura de creación para escribir solamente ensayos;
     llegó incluso en un momento de su vida, a descreer de todo aquello que
     había creído en su juventud y que nos había hecho creer a nosotros
     discípulos y sus lectores por todo el mundo.
     Yo recuerdo que mi decepción de Sartre comenzó un día de mediados de los
     años sesenta en que leí una entrevista que le hizo Le Monde de París. Era
     una entrevista justamente sobre éso, sobre el compromiso, sobre la
     literatura y la política, y de pronto, ahí en las respuestas de Sartre se
     translucía una inmensa decepción con la literatura, no con la política y
     decía algo que a mí me afecto en lo personal. Decía, “Yo entiendo que un
     escritor africano renuncie a hacer literatura para luchar de una manera
     más efectiva por una revolución, por un cambio social que permita algún
     día a su país darse el lujo de tener una literatura”, y frente a los
     problemas sociales decía: “la literatura no tiene poder, no tiene peso
     suficiente como para contrarrestarla.” Y se ponía como ejemplo así mismo,
     decía: “La nausea, frente a un niño que se muere de hambre, no tiene
     poder. No tiene peso alguno, no sirve para nada.” Yo recuerdo haber
     sentido como una acto de traición hacia quien, como yo y miles de jóvenes
     en el mundo entero le habíamos creído y habíamos escrito con esa buena
     conciencia que él nos dio, haciéndonos creer que escribiendo también
     luchábamos por la justicia, también actuábamos para reformar la historia
     en la buena dirección.
     He citado el caso de Sartre y estos dos extremos de su actitud frente a la
     literatura y la política, porque creo que la relaciónentre la literatura y
     la política debería situarse en un punto intermedio, entre esos dos
     extremos, entre quienes creen que la literatura puede ser un arma, un
     instrumento de acción política y social, y de quienes creen que por el
     contrario que la literatura y la política son cosas esencialmente
     distintas y que tratar de acercarlas y fundirlas, de alguna manera
     destruyen la literatura y no tiene la menor consecuencia política.
     Creer que la literatura no tiene nada que ver con la política y que si se
     acerca a ella, de alguna manera se degrada es creer que la literatura es
     un juego, distracción, entretenimiento. Tengo el convencimiento de que, si
     la literatura sólo es éso y sólo propone éso, está condenada a
     empobrecerse e incluso a desaparecer. No creo que proponiéndose solo
     entretener, la literatura pueda sobrevivir en una sociedad en la que hay
     tantas maneras de entretener, divertir, distraer, apartar a la gente de lo
     que es la rutina cotidiana. Hay entretenimientos que son más
     espectaculares y menos exigentes que la literatura, aquél que proporciona
     los grandes medios de comunicación, por ejemplo. El cine, es un arte
     entretenido por definición. La televisión, no se diga. Y además películas,
     programas de televisión, hoy día demás las nuevas técnicas audiovisuales
     despliegan ante el público unas posibilidades de entretenimiento a través
     de la imagen casi infinitas. Y esas formas tienen además la ventaja para
     el espectador promedio de la mínima exigencia intelectual que las
     acompaña. El 99.9% de las películas o de los programas de televisión sólo
     exigen de nosotros la pasividad, vienen a nosotros, nos bañan, nos
     embriagan, nos llevan por un mundo generalmente ligero, superficial y a
     veces inmensamente entretenido. No creo que la literatura puede realmente
     competir con esos géneros si se propone solo entretener. La literatura
     exige un esfuerzo, descodificación de las palabras. Aún la literatura más
     primitiva, más primaria, más elemental, exige ese mínimo esfuerzo
     intelectual que los grandes medios masivos audiovisuales no exigen.
     Entonces, esa competencia es una competencia, mortal para la literatura.
     Aquellas obras literarias que exigen de nosotros un inmenso esfuerzo y
     que, sin embargo estamos dispuesto a hacer, porque leyéndolas tenemos la
     sensación de que nos acercamos a algo desconocido, a una dimensión de la
     experiencia humana que hasta ese momento apenas adivinábamos y que ahí,
     gracias a esa obra literaria, se nos presenta como una realidad que
     podemos abarcar y comprender.
     Cuando uno lee a Tolstoi por ejemplo, lo cito porque es uno de los autores
     que a mi más me ha importado, que he leído con más devoción y creo que
     también desde mi punto de vista de mi trabajo de escritor con más
     provecho. Cuando se lee a Tolstoi, por, uno se sumerge en ese universo que
     es La guerra y la paz y entra y participa con los personajes de la novela
     en lo que fueron las guerras napoleónicas, el avance de los ejércitos de
     Napoleón por las estepas rusas y lo que esto significó en Rusia y la
     manera como ese pueblo resistió y como estos episodios épicos
     repercutieron en la vida de las personas, de todos, de los grandes, de los
     poderosos, y también de los anónimos, de los siervos, de los campesinos. Y
     a través de estas experiencias, tan ajenas, geográfica, temporalmente para
     un lector de nuestros días, empezamos de pronto a aprender muchas cosas
     sobre nosotros mismos y sobre nuestro derredor, y empezamos a descubrir lo
     que son esas complejas estructuras de relación entre el poder político y
     la ciudadanía y el poder político y el poder militar, y la función que
     juega en esa sociedad el pensamiento, las ideas; como ese mundo abstracto,
     invisible, inmaterial está sin embargo, impregnando todo aquello que
     ocurre y cómo en función de eso, ciertos valores aparecen tan
     convincentes, tan necesarios, y otros, por el contrario, como meros
     embelecos, como fraudes. Cómo podemos, cuando terminamos esa experiencia,
     decir que la literatura es sólo entretenimiento, sólo un juego del
     espíritu, un malabarismo, un espectáculo. No, es evidente que en nosotros
     la experiencia de leer La guerra y la paz o las novelas equivalentes algo
     ha cambiado en nosotros, no sólo como lectores, sino como seres humanos.
     Algo que no sabíamos ha llegado hasta nosotros con esa experiencia como
     lectores. Y si ha sido así, si esa experiencia de alguna manera ha
     enriquecido nuestra sensibilidad, nuestra conciencia; nos ha hecho más
     capaces, por lo menos, de comprender aquello que ocurre en torno, en el
     mundo social en el que formamos parte.
     Entonces, esa literatura pues es algo más que entretenimiento, es una
     literatura que de alguna manera, a través de esas conductas que son la de
     lectores afectados por esa experiencia, se convierte en una forma de
     acción. Sin embargo, esto que para mi es una realidad indiscutible, es una
     realidad también inverificable; no hay manera de demostrarlo, no existe
     una sola prueba concreta de que una gran obra ha provocando una secuencia
     de acciones en lo llamaríamos de una manera grandilocuente, el camino de
     la justicia, del bien, palabras que con mucha razón, por lo mal usadas que
     han sido, muchas veces pone la carne de gallina. Sin embargo, hay una
     realidad: el mundo esta mal hecho. Hay mucho sufrimiento, hay mucho dolor,
     hay mucha injusticia a nuestro rededor y toda persona sanamente inclinada
     quiere, siente, que aquello debería cambiar Y es indudable que una buena
     obra literaria, además de hacernos gustar el placer, de lo que es un
     lenguaje bien manejado, es capaz de despertar en nosotros unas resonancias
     emotivas, alertar nuestra inteligencia, enriquecer nuestro conocimiento;
     algún efecto tiene que tener en esa realidad tan dolorosa, tan lastimada,
     que es la realidad social, prácticamente en todas las sociedades, aunque
     desde luego en unas muchísimo más que en otras.
     Yo estoy seguro que efectivamente es así, que esa literatura que es
     grande, lo es no sólo por razones estrictamente literarias, sino porque en
     ella, el talento, el dominio del lenguaje, la sabiduría en el uso de las
     formas sirve para que en nosotros se produzca unos cambios, ya no solo
     como individuos, amantes de la belleza literaria, sino como ciudadanos,
     como miembros de un conglomerado social. Creo que el efecto político, que
     se puede llamar político, de la literatura más visible es el de despertar
     en nosotros una sensación respecto a las deficiencias del mundo que nos
     rodea para satisfacer nuestras expectativas, nuestras ambiciones, nuestros
     deseos; y que éso es político, ésa es una manera de formar ciudadanos
     alertas y críticos sobre lo que ocurre en rededor. Todo poder, también el
     poder democrático, pero sobre todo y fundamentalmente el poder
     autoritario, el poder totalitario, aquel poder que quiere controlar el
     movimiento de la sociedad, a la vida entera de un país, de una nación,
     quiere siempre convéncenos de que la vida está bien hecha, de que la
     realidad que ese poder maneja, organiza, encamina, va en la buena
     dirección y que vivimos en el mejor de los mundos; eso es natural, esa es
     la justificación natural de todo poder.
     En el caso de la sociedad democrática, aquella pretensión es
     constantemente fiscalizada por una prensa crítica, por unas fuerzas
     política de oposición y por una información que se despliegue y le permite
     al ciudadano, comprobar hasta qué punto es cierto y hasta qué punto es
     falso aquello de que vivimos bien y vamos para mejor. Pero en las
     dictaduras, en las sociedades autoritarias, aquella convicción se impone a
     través de una manipulación de la información y el ejercicio de la censura
     y distintas formas de coerción. Mientras exista una buena literatura en
     una sociedad, yo creo que no hay poder que puede convencer a ese público
     de lectores que la vida esta bien hecha y que vamos para mejor. Creo que
     la literatura es el mejor antídoto que ha creado la civilización frente al
     conformismo que revela aquella convicción. La literatura nos demuestra que
     la vida esta mal hecha, que no es verdad que vayamos para mejor, incluso
     aquellas sociedades que las cosas van mucho mejor que en otras. ¿Y cómo no
     lo demuestra? No lo demuestra, no con argumentos políticos, en eso si se
     equivocaron los escritores que pensaron obtener finalidades políticas
     escribiendo poemas o novelas políticamente. No, nos demuestra que el mundo
     está mal hecho exponiéndolos a la experiencia de mundos que si están muy
     bien hechos. A mundos, donde a diferencia del mundo en que vivimos, todo
     es bello, incluso aquello que es feo, que es horrible y es atroz. Y nos lo
     demuestra también mostrándonos unos mundos donde a diferencia del mundo
     real, los actos aparecen explicados por las motivaciones por las raíces
     intelectuales, sentimentales que están detrás de las conductas de los
     ciudadanos. Dándonos de este modo una visión coherente, totalizadora de la
     vida misma que no podemos llegar a tener jamás cuando somos parte de esa
     vida que esta continuamente haciéndose, y deshaciéndose, y que nos priva,
     de toda perceptiva para juzgarla cabalmente.
     El mundo de la literatura, el mundo del arte, es el mundo de la
     perfección. Es el mundo donde la belleza, que es lo que en última
     instancia le da su independencia, su verdad, su autenticidad, nos enfrenta
     a la acabado, a lo absolutamente abarcable con el conocimiento, con la
     conciencia además con una visón esférica que jamás llegamos a tener.
     Entonces, cuando nosotros regresamos de una gran novela, de ese mundo de
     ilusión, de ese espejismo, deslumbrante que es el de una ficción lograda
     que se nos impone como una verdad irresistible a este mundo nuestro, ¿cuál
     es la reacción natural? El cotejo es inevitable. Y la conclusión de ese
     cotejo es el de que pequeño es este mundo comparado con ese mundo tan
     grande, tan rico del que acabamos de salir. Y que feo, mediocre y sórdido
     es este mundo comparado con ese mundo donde todo aprecia tan bello,
     incluso las peores aspectos de la condición humana, las manifestaciones
     más sombrías, tétricas, crueles de lo que es el hombre tenia un encanto
     que el escritor, el creador había conseguido impregnarle, que a nosotros
     nos lo hacia aceptable, incluso emocionante y por lo tanto bello.
     Yo creo que un ciudadano soliviantado por el contacto de la ficción, de la
     ficción lograda de la que se vive como una experiencia auténticamente
     compartida, es inevitablemente un ciudadano crítico frente a la realidad
     ,y, por lo tanto un ciudadano políticamente incorrecto. Un ciudadano al
     que es mucho más difícil hacerle pasar gato por liebre. Que está en un
     estado de perpetua desconfianza a lo que ve, porque está inconscientemente
     cotejando aquello que veo con aquello que ha leído, con aquello que ha
     pasado a formar parte de su experiencia vital. Y que expuesto a esa
     riqueza, a esa diversidad que es el mundo de la ficción, difícilmente se
     contentará ya como alguien resignado, fatalista a ese mundo en el que
     vive. Estará en perpetua exigencia de algo distinto, de algo mejor.