MARIO VARGAS LLOSA - LA MUERTE DE LA NOVELA
Letras Libres (México) N° 3 Marzo de 1999
No habrá sido la menor sorpresa de este viaje por las abruptas tierras de
la frontera entre la República Dominicana y Haití, encontrarme con un
artículo de Eduardo Mendoza, reproducido en un pequeño diario de esta
apartada región, anunciando la muerte de la novela. Para alguien que lleva
tres años empeñado en escribir una novela de sofá, y que ha subido hasta
estas anfractuosidades cordilleranas exponiéndose a la voracidad de los
mosquitos a raíz de aquel empeño, las opiniones de Mendoza sobre el estado
de salud del género novelesco resultan más bien deprimentes. Sobre todo,
porque su maldito artículo es bastante persuasivo.
Él se defiende de quienes lo han criticado por haber extendido una
partida de defunción a la novela, alegando que su tesis sólo afecta a una
subdivisión o subgénero, no a toda la especie; pero esto, en lugar de
arreglar las cosas, las empeora, ya que la variante a la que se refiere,
la llamada "novela de sofá", es en realidad la única que importa (la que
abarca de Tolstoi a Faulkner, de Cervantes a Proust, de Balzac a Kafka);
las otras, las novelas de "tumbona" o "toalla y sombrilla" —vasto universo
donde cohabitan de Xavier de Montepín a Tom Clancey, y del Caballero Audaz
a Anne Rice— difícilmente podrían perecer, pues nunca llegaron a vivir,
fueron gestadas en series, como las hamburguesas y hot-dogs, para ser
consumidas y desintegrarse en las entrañas del consumidor.
Mendoza recuerda, con reprimida nostalgia, la época en la que la novela tenía
autoridad, porque el conjunto de la sociedad veía en ella algo más importante
que un mero pasatiempo: un género encargado de representar la realidad. Es
decir, de organizar de manera coherente e inteligible el caos en que transcurren
las existencias humanas y permitir a éstas entender el mundo al ver expuesto su
funcionamiento, el transcurso del tiempo, las motivaciones secretas de los actos
y las conductas, en las ficciones. En efecto, los lectores de Los miserables de
Victor Hugo se precipitaron a saquear la imprenta donde se horneaban los
volúmenes de la segunda parte de la novela no sólo porque estaban impacientes
por saber la evolución de las aventuras de Jean Valjean, Marius y Cosette; sobre
todo, porque esta omnisciente ficción les explicaba el mundo en que vivían y les
daba pistas sobre qué eran y dónde estaban, algo que, antes, sólo la religión
sabía hacer.
¿Cuándo se resquebraja esa fe en la novela y se inicia la "era de la
sospecha", como la bautizó Nathalie Sarraute? Según Mendoza, con esa confusa
transición que se llama el "posmodernismo", que él prefiere denominar la
"posvanguardia". El afán experimental se apodera del género y, en los años
cincuenta y sesenta, "aquellos experimentos, encaminados a forzar los límites de
las convenciones narrativas, pusieron en evidencia lo limitado de los límites y
lo convencional de las convenciones". La novela pierde autoridad porque se
convierte en un juego. Muy brillante a veces, que resulta en audaces pases de
ilusionismo verbal y pirotecnia constructiva; pero, a esos disforzados juglares,
los novelistas, se les puede conceder la función de divertir o sorprender, ya no
la de hacer la vida verosímil, comprensible el mundo.
Por ese camino, la novela, al tiempo que pierde ambición y seguridad en sí
misma, se va refugiando cada vez más en la exclusiva tarea de entretener,
erradicando de sus fines toda pretensión filosófica, doctrinaria o moral. Ha
principiado la época de la novela ligera, que divierte sin preocupar, como un
partido de futbol o un programa de preguntas y respuestas en la televisión.
Ahora bien, dice Mendoza, la novela light, "forma honesta, civilizada e
instructiva de entretenimiento", es la "novela que, a mi modo de ver, ya no da
más de sí". ¿Por qué este desahucio? Sospecho que debido a la competencia de
otros géneros de ficción, los audiovisuales, con los que la novela light será
incapaz de medirse. Los primeros en reconocer su extrema indefensión contra las
historias que cuentan la pequeña y la gran pantalla son los propios novelistas
light, la inmensa mayoría de los cuales escriben novelas más para ser
convertidas en películas que para conquistar a los lectores. De hecho, los
grandes best-sellers literarios son, hoy, cada día más, los libros que han
pasado ya por la pantalla, chica o grande, y recibido de ella su consagración
como productos entretenidos. Esta dependencia total de la palabra respecto de la
imagen es el principio del fin de la novela, y, acaso, de lo que hasta ahora
entendíamos por literatura.
El diagnóstico de Eduardo Mendoza es probablemente certero, pero, pese a
ello, yo no desespero de que la novela de sofá sobreviva e, incluso, sea capaz
en el futuro de dar frutos tan óptimos como en el pasado. Mi esperanza no es
gratuita, se funda en el siguiente razonamiento. Aunque existe la tendencia a
considerar a la novela el género literario popular por excelencia, la verdad es
que siempre fue un género de minorías, aunque, sin duda, minorías más numerosas
que las que leían poesía, o frecuentaban los teatros para espectar dramas y
tragedias. El entretenimiento de veras popular jamás lo proporcionaron los
libros, sino los circos, las ejecuciones e inquisiciones públicas, los estadios,
y, en épocas modernas, la radio, el cine, la televisión y, pronto, el Internet.
Por leve y trivial que sea, un libro exige un esfuerzo intelectual, una
reelaboración conceptual e imaginaria de la materia verbal que a la mayoría de
los seres humanos, aun en las sociedades más cultas, les divierte muy poco,
mucho menos, en todo caso, que aquellas actividades o espectáculos donde pueden
renunciar a toda obligación de discernimiento crítico o de co-participación
creativa (algo que es inconcebible con la operación de leer literatura, aun de
misérrima calidad). No digo que esté mal que sea así; digo sólo que siempre ha
sido así, y que, quienes, leyendo ficciones, la han pasado muy bien, pese, o
precisamente por, la inversión de trabajo intelectual e imaginativo que ello les
exige, han representado siempre un sector relativamente pequeño del conjunto de
la sociedad.
La idea de que la literatura pudiera ser el alimento espiritual de todos es
una ilusión contemporánea, derivada de la repugnancia que, para una noción
socialista o democrática de la cultura, reviste la noción de elite, de un
público exquisito y minoritario dentro del cual surgirían y serían apreciadas y
cultivadas las artes y las letras. Sin embargo, ésa es una realidad que en lo
sustancial no ha variado con la democratización de la educación y la elevación
de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos. Ha variado sólo el volumen de las
minorías interesadas en la literatura, la música, la pintura, la danza, que es
ahora mayor que en el pasado. Pero nunca ha dejado de ser una porción
relativamente pequeña, comparada al todo social.
No veo por qué no seguiría ocurriendo lo mismo en el futuro. Esta
afirmación es el corolario de mi supuesto anterior, según el cual a la mayoría
de la gente jamás le resultó divertido leer ficciones, pues prefería verlas
representadas a través de formas mucho más triviales, que no exigían casi un
esfuerzo de reelaboración intelectual. Tengo la convicción de que siempre
(bueno, en nuestra época siempre es un mero sinónimo de mañana, cuando más)
habrá unas minorías para las que esa necesidad de irrealidad, de salir de sí, de
perderse por un tiempo equis en un mundo de fantasía, que parece constitutivo a
la especie humana, jamás será suficientemente aplacada con las imágenes banales,
directas, elementales, de superficie, o estúpidas, de las auténticas diversiones
populares.
La literatura light trata de parecerse a estas diversiones reduciendo al
máximo los obstáculos al lector, simplificando la forma y esquematizando los
contenidos de la ficción para que ésta sea digesta y amena como una comedia
cinematográfica o un buen programa de televisión. Esta manera de proceder
tendrá, sin duda, a la larga, el efecto contrario al que buscan sus autores: en
vez de salvar para la literatura a grandes masas de lectores, convencerá a éstos
de que la ficción escrita es mucho menos entretenida que la producida por los
grandes medios audiovisuales de manera serial. Si hay un espacio propio para la
literatura en el mundo del futuro, se definirá, no por su proximidad y parecido,
sino por su diferencia y distancia, con el espacio privativo de la imagen. Es
decir, estará hecho esencialmente de palabras y de fantasía, y se ofrecerá al
lector como un desafío y una propuesta de colaboración intelectual, para,
soñando aquél junto al autor, construir una ficción que, a la vez que redime a
ambos temporalmente de las pequeñeces y miserias de la existencia real, les
sirva de brújula para guiarse con más seguridad —con una visión menos ingenua y
más crítica— a través de las complejidades y tumultos de la vida. Miro a mi
alrededor y no veo nada que reemplace a la "novela de sofá" en esta manera
soberbia de defenderse contra la miseria de esa condición humana que condena a
hombres y mujeres a una sola vida, cuando desean tener mil.
Eduardo Mendoza sugiere, citando la opinión de Ignacio Echevarría y de
otros críticos, que la decadencia de la novela podría deberse a que "el sustrato
último de la novela es la épica y nuestra época no produce situaciones épicas".
No me convence para nada, ante todo porque no es verdad que nuestra época esté
reñida con la épica, si entendemos ésta como la aventura exterior, el ser humano
saliendo de sí mismo para hacer frente a lo desconocido y creciéndose, rompiendo
sus límites para combatir contra los demonios y los dioses, a fin de sobrevivir.
Lo cierto es que, acaso como nunca antes en el largo discurrir de la
civilización, ha estado la existencia humana enfrentada a riesgos tan atroces de
violencia, e incluso de extinción, como en ésta, la era de las armas atómicas y
bacteriológicas y de los descubrimientos científicos y la revolución genética,
que, desde los higiénicos recintos de un laboratorio, permite, por ejemplo,
deshacer y rehacer cambiada lo que antes llamábamos "naturaleza" humana.
Probablemente, la vida actual es más imprevisible, sorprendente, arriesgada y
misteriosa que aquella, remotísima, en la que un aeda ciego cantó las hazañas de
los héroes homéricos. Que no haya aparecido todavía, no me impide creer que, en
este momento, un secreto deicida fragua, empeñado en una lucha mortal con las
palabras de una lengua viva, una ficción que será para mi tiempo lo que fueron,
para los suyos, el Ulises, Esplendor y miseria de cortesanas o Tirant lo Blanc,
y que alcanzaré a leerla antes de volverme fantasma. -
Santo Domingo, 16 de enero de 1999