MARIO VARGAS LLOSA - LA VIOLENCIA DE LA CALMA



LOS centenares de obreros belgas de Renault, en Vilvoorde, amenazados de
quedarse sin trabajo por el inminente cierre de la fábrica, salieron a
manifestarse por las calles enarbolando una poética pancarta: Non a l'horreur
économique! La imagen no era de su invención. Se la habían prestado de un libro
de Viviane Forrester, novelista, biógrafa de Van Gogh y de Virginia Woolf y gran
dama del mundillo intelectual parisiense, que han leído hasta las piedras en
Francia, se ha traducido a una veintena de lenguas y trepa también en Alemania,
en estos días, las listas de libros más vendidos. Intrigado por su excelente
título, fui a la acogedora biblioteca berlinesa del Instituto francés en la
Kurfürsterdamm y lo leí en un par de horas.
Es una amena ficción, de un género que detesto -el terrorífico-, pero tan bien
escrita, en una prosa ligera, resbaladiza, animada de tanto en tanto por efectos
truculentos y delicados arrebatos líricos, que se digiere sin dificultad, con
agradable sorpresa, sin tiempo de aburrirse. De buena gana yo la hubiera
presentado al Prix Novembre, del que tengo el honor de ser jurado, pero,
desafortunadamente, no califica, pues la señora Forrester ha tenido la astuta
coquetería de presentar su libro no como la lograda novelita que es, sino como
un ensayo, como una descripción objetiva y racional de lo que el adolescente
Rimbaud llama, en el epígrafe de su libro, nos horreurs économiques. Esta
impostura es literariamente inobjetable y de antecedentes tan robustos como la
gran novela de Nabokov, Fuego pálido, que simula ser la edición crítica y
erudita de un poema, o los artículos bibliográficos de Borges sobre libros
inexistentes.
Como toda ficción, L'horreur économique está elaborada a partir de fantasmas,
súcubos, fetiches, engendros irracionales, a los que las mejores novelas suelen
rescatar de la gaseosa inconsciencia colectiva donde flotan amorfos, y encarnar
en personajes concretos. El miedo que alimenta la fantasía de Viviane Forrester
lo viven hoy muchos millones de franceses y alemanes y no es raro, por eso, que
su libro haya tocado un nervio tan sensible en estos dos países y en otros que,
como Francia y Alemania, viven angustiados por el desempleo, el paro, que
tienden a percibir, no como fenómeno pasajero y coyuntural, es decir, explicable
y remediable, sino, en palabras de la señora Forrester, como catástrofe natural:
un maremoto, un ciclón o un tornado. Al problema de la caída de los niveles de
empleo, su libro no propone la menor solución. Por el contrario, el más
explícito mensaje que sus páginas lanzan a las masoquistas muchedumbres de
lectores que lo han adoptado, es que la desaparición del trabajo en nuestro
tiempo no tiene paliativo ni reversión posibles.
Según su tesis, se ha iniciado una nueva era en la historia humana,
caracterizada por esta atroz realidad, sin precedentes en todo lo que lleva la
especie de vivido: la reducción sistemática del mercado laboral, el que, como la
piel de zapa de la novela de Balzac, seguirá encogiéndose hasta su mínima
expresión, y dejando fuera de él, en las tinieblas exteriores de la indefensión,
la inercia y el perecimiento, a la mayoría de la humanidad. Sin embargo, no es
éste el tema principal del libro, sólo uno de sus melodramáticos motivos. El
asunto central es una conspiración, de la que participan los grandes
responsables de este apocalipsis en ciernes -los capitalistas, naturalmente- y
sus cómplices (gobiernos, partidos políticos, funcionarios, economistas,
comunicadores), para ocultar a las víctimas presentes y futuras (los que ya han
perdido su trabajo y los que lo perderán a mediano o largo plazo) la siniestra
verdad, que disimulan tras piadosas mentiras: supuestos cambios de política
económica que podrían enmendar la tendencia, estadísticas manipuladas,
demagógicas promesas, etcétera. Y, mientras tanto, las calles de las ciudades se
llenan de mendigos que viven en refugios de cartones, y crece el cerco de
barricadas marginales, donde un ejército creciente de miserables y desesperados
vive, como Madame Bovary en su aldea normanda, de sueños irrealizables. Este
estado de cosas ha generado aquella violencia de la calma en que, según Viviane
Forrester, estamos atrapados, una situación que previsiblemente irá agravándose
hasta desembocar ¿en qué? (La respuesta vendrá, sin duda, en un próximo libro).
La señora Forrester no presenta una sola prueba justificatoria de su pesimista
concepción de la realidad social contemporánea -aunque, adelantándose a esta
mezquina objeción, ha adosado al final de su libro una cuantiosa lista de
ensayos económicos, históricos y sociológicos- pero ¿por qué hubiera tenido que
hacerlo? Las ficciones muestran, no demuestran, y en la suya los paisajes son,
como las arquitecturas de Piranesi, sobrecogedoramente persuasivos. Sus
afirmaciones tienen, también, una elegancia retórica que inhibe la réplica, pues
parece una majadería, una impertinencia, estropear, diciendo que son falsas,
frases tan musicales y bonitas: ¿Es `útil' vivir si uno no es aprovechable para
el provecho?; la expansión de los negocios satura el planeta en detrimento de
las vidas; La supresión del empleo se ha convertido en un modo de gestión
empresarial cada vez más en boga, la variable más segura del ajuste económico,
una fuente prioritaria de ahorro, un agente esencial del beneficio; una nueva
forma de civilización- en la que sólo un mínimo porcentaje encontrará una
función que cumplir; De la explotación a la exclusión y de la exclusión ¿a la
eliminación?
Por lo demás, no habría manera, aunque uno se lo propusiera, de refutar
racionalmente la teoría de la señora Forrester según la cual la desaparición del
empleo es obra de una maquinación del grupo ínfimo de poderosos empresarios,
dueños de transnacionales, banqueros y especuladores bursátiles, que, gracias a
esta cruel operación quirúrgica, engordan sus fabulosos patrimonios, porque ella
no apela a la razón, sino, como hacen siempre las ficciones, a las emociones,
instintos y demonios de las personas. Y, en ese dominio, semejante `teoría'
sirve, pues da una apariencia de sensatez y consistencia científica a lo que es
sólo mito, ignorancia, inseguridad, miedo y superstición. Tampoco había manera
de demostrar, en la Edad Media, que el incendio que destruía una cosecha no era
obra de la hechicería de una bruja. Muchos sabían que semejante asociación era
una patente falsedad, pero ¿cómo lo hubieran demostrado? Los actos de fe tienen
mucha más solidez que las verdades científicas y, aunque no resuelvan los
problemas, producen una paradójica tranquilidad y satisfacción en quienes los
padecen sin entenderlos. El capitalista de la señora Forrester es como la bruja
del inquisidor: un chivo expiatorio a quien responsabilizar y odiar por algo que
nos atormenta y no sabemos cómo combatir de manera eficaz.
El éxito de L'horreur économique es una prueba fehaciente de que la supuesta
desaparición de las ideologías, esos actos de fe o verdades reveladas con
pretensiones de conocimiento científico, es una ilusión. El libro ha sido
comentado y discutido como un ensayo serio, controvertido, audaz, y nadie, que
yo sepa, lo ha catalogado como lo que es: una superchería, una fabulación sin el
menor contacto con la realidad concreta. Ningún comentarista de los que me ha
tocado leer se ha tomado siquiera el trabajo de advertir, en relación con este
libro, que la señora Forrester no parece haberse percatado de que el fenómeno de
la caída del empleo, muy cierto en Francia, no es de modo alguno compartido por
todo el resto del planeta, como su libro deja entender, y que, por lo mismo, el
paro en Francia podría deberse, no a una infernal conspiración planetaria, sino,
más prosaicamente, a las políticas equivocadas de unos gobiernos incapaces.
En verdad, en el campo del empleo, sí hay algo que destacar, en los últimos
años, tanto en el mundo desarrollado como en el Tercer mundo, no es su
desaparición, sino su formidable crecimiento. Ésta es una realidad estadística
que ha quedado enterrada por los irracionales temores que provoca el aumento del
paro en ciertos países industriales, por su resistencia a reconvertir sus
industrias y su cultura económica de acuerdo a la revolución tecnológica de
nuestro tiempo y la apertura veloz de mercados mundiales. De ello concluyen que
el fin del mundo se avecina. Pero, la realidad es muy distinta. En Estados
Unidos, en los años ochenta, durante el período Reagan, se crearon unos veinte
millones de puestos de trabajo, y en los noventa, durante los gobiernos de Bush
y de Clinton, más de once millones (datos del Department of Labor). En Gran
Bretaña, entre 1983 y 1990, surgieron tres millones trescientos mil nuevos
empleos, y entre 1990 y 1997, dos millones más. Comparativamente, estas cifras
están todavía por debajo del ritmo de creación de empleo en un pequeño país tan
cercano a Francia como Holanda, de cuya existencia no parece estar al tanto la
señora Forrester, y que ha sido en los últimos cinco años, en Europa, el que más
rápidamente ha hecho crecer su mercado laboral.
En el mundo llamado subdesarrollado, las cifras no son menos impresionantes. En
América Latina y en Asia (y, por supuesto, Oceanía, con el despunte formidable
de Nueva Zelanda) ha habido una verdadera explosión de ese mercado, con la
creación de muchas decenas de millones de nuevos empleos, gracias al despegue
industrial, la modernización y las oportunidades abiertas a esos países gracias
a la satanizada globalización. China es el ejemplo más espectacular, pero no el
único. Japón ha alcanzado casi el pleno empleo, con sólo 2% de paro.
Naturalmente, hay todavía un gran número de países (y medio continente africano)
donde este fenómeno no se da, y, por el contrario, el empobrecimiento continúa y
el problema de la marginación y el paro alcanza pavorosas proporciones. Pero, el
hecho es que hoy, por primera vez en el largo curso de la historia humana,
gracias a la interdependencia global resultante de la volatilización de las
fronteras económicas, se ha abierto la posibilidad, a todas las sociedades sin
excepción, aun las más primitivas, de tomar un atajo veloz y, quemando etapas,
alcanzar un ritmo de desarrollo que en el pasado sólo se lograba mediante el
sacrificio de muchas generaciones.
Esto tiene un precio, desde luego, y a veces muy alto. Exige una reconversión de
todo el sistema industrial y comercial y un abandono de viejos y tenaces
prejuicios y hábitos, como por ejemplo, el de querer conservar a toda costa una
identidad nacional inmune al contagio anglosajón. Ninguna sociedad tiene la
obligación de modernizarse, desde luego, como ninguna tuvo, en el pasado, la de
reemplazar la cultura religiosa por la de las Luces, o la brujería por la
ciencia, o la alquimia por la química. Pero, el aferrarse a una tradición, a un
pasado, a unas costumbres, tiene también un altísimo precio, y es el que
comienzan a pagar, en el campo del empleo, en Europa, los países que, en vez de
hacer lo que Gran Bretaña y Holanda, hacen lo que esa excelente escribidora que
es Viviane Forrester: buscar brujas para quemar, que desahoguen nuestras rabias,
conjuren nuestros miedos, justifiquen nuestra ineficacia y nos den, además, la
buena conciencia de los justos.