MARIO VARGAS LLOSA - LA NIÑA DE PATAYA
EMPLEADO modelo de los transportes públicos franceses según sus jefes y
compañeros de trabajo, el parisino Amnon Chemouil, solterón de 48 años,
descubrió en 1992 los encantos de Tailandia. No los de su bravío paisaje
tropical, ni los de su antiquísima civ lización y sus templos budistas,
sino los del sexo fácil y barato, u na de las industrias florecientes del
país. En el balneario de Pataya, a poca distancia de Bangkok, pudo hacer
el amor con prostitutas muy jóvenes, por las que siempre sintió
predilección. Desde entonces, decidió pasar sus vacaciones en aquel
paraíso exótico, al que volvió en 1993 y 1994.
En el tercero de sus viajes, conoció en un bar de Pataya a otro turista
sexual, el suizo Viktor Michel, también un entusiasta, en materia amorosa,
de la juventud, o, más bien, de la niñez, principalmente masculina.
Incitado por su flamante y experimentado amigo a iniciarse en los placeres
de la pedofilia, Amnon Chemouil consintió. Viktor se encargó de todo:
encontró a la celestina y tomó un cuarto de hotel. Aquélla compareció a la
cita con una sobrinita de once años y desplegó ante los clientes el
abanico de servicios que la niña podía ofrecer, con las correspondientes
tarifas. Amnon escogió la felación, que era una verdadera ganga: apenas el
equivalente de 125 francos (unas 3.100 pesetas). Pese a que la niña
lloriqueó un poco al principio, porque quería ver la televisión en vez de
trabajar, el parisino quedó tan satisfecho, que, además de pagar lo
pactado a la tía-alcahueta, dio a la pequeña una propina de 25 francos.
Todo lo sucedido en aquel cuartito de hotel de Pataya quedó filmado por
una cámara portátil del exquisito Viktor Michel, que, además de pedófilo,
es también voyeur. A poco de regresar a París y reintegrarse a sus
juiciosas labores de servidor público en la RATP, Amnon recibió una copia
de aquel vídeo, que le envió desde Suiza su amigo Michel, como recuerdo de
aquella excitante travesura. El parisino lo incorporó a su colección de
películas pornográficas, que rayaba ya el centenar.
Meses o años después, Viktor Michel, debido a su debilidad por la
puericia, se vio en problemas con la policía suiza, bastante menos
tolerante que la tailandesa en materia sexual (¡Ah, manes de Calvino y
Rousseau!). Al registrar su domicilio, aquélla encontró, entre otras
delicadezas, el vídeo que documentaba las eyaculaciones de Amnon Chemouil
(tres, al parecer) en aquel hotelito de la esplendorosa Pataya.
Interrogado, el cineasta reveló las circunstancias en que filmó aquel
documento y la identidad del héroe del filme. Los gendarmes helvéticos
constituyeron un expediente y lo enviaron a la policía francesa. Ésta,
después de examinarlo, lo puso en manos de un juez de instrucción.
Aquí, debo abrir un paréntesis en mi relato, para declarar mi admiración
por la Justicia francesa. Muchas cosas andan mal en Francia y merecen ser
criticadas -yo lo hago, a veces, en esta columna-, pero hay una que anda
muy bien, y es la Justicia, pilar de la democracia y garantía máxima de la
convivencia social y el funcionamiento de las instituciones. Los
tribunales y jueces franceses actúan con una independencia y valentía que
son un ejemplo para todas las demás democracias. Su actuación ha servido
para sacar a la luz innumerables casos de corrupción en las más altas
esferas económicas, administrativas y políticas y para sentar en el
banquillo de los acusados -y, si hay lugar, poner entre rejas- a
personajes que por su riqueza o influencia serían, en otras sociedades,
intocables. Sea en materia de derechos humanos, de discriminación racial,
sexual, o de subversión y terrorismo, la Justicia suele mostrar en Francia
una eficacia y prontitud para intervenir, y una solvencia para enmendar
los yerros, que dan al ciudadano de a pie, aquí, esa tranquila y rara
presunción de que, en el medio en que vive, por lo menos hay una
institución pública, el juez, que está allí no para perjudicarlo sino
servirlo.
No fue ésta, seguramente, la impresión que tuvo el sorprendido Amnon
Chemouil, cuando, años después de aquel episodio tailandés, se vio
detenido y enfrentado a un tribunal parisino, que le tomaba cuentas por
haber transgredido el Código Penal de 1994, perpetrando una violación
sexual a una menor. La ley penal francesa es aplicable a todo delito
cometido por un francés "dentro o fuera" del territorio de la República, y
una ley aprobada el 17 de junio de 1998 autoriza a los tribunales a juzgar
las "agresiones sexuales cometidas en el extranjero" aun cuando los hechos
imputados al acusado no sean considerados delitos en el país donde se
cometieron.
El proceso de Amnon Chemouil ante la Corte Superior de París concitó
considerable atención, pues sentaba un precedente. Era la primera vez que
se ventilaba ante los tribunales un caso de "turismo sexual" delictuoso.
Varias organizaciones, nacionales e internacionales, que combaten la
explotación sexual de los niños, se habían constituido parte civil en el
juicio, entre ellas la UNICEF, Ecpat (End Child Prostitution in Asian
Tourism), y varias ONGs, incluida una tailandesa cuyo empeño permitió
localizar en Bangkok, siete años después, a la tía y la niña de la
historia. Ésta, ahora una joven de 18 años, vino a París y prestó
declaración, en privado, ante los jueces, quienes, además, pudieron ver la
copia del vídeo de Viktor Michel, encontrado en el registro de la vivienda
de Chemouil. El acusado, que, en los ocho meses que pasó en prisión antes
del juicio, dice haber experimentado un verdadero cataclismo psíquico,
reconoció los hechos imputados, pidió perdón a su víctima y reclamó al
tribunal un castigo. La sentencia fue de siete años de cárcel, en lugar de
los diez que había pedido la fiscal.
Muchas conclusiones se pueden sacar de esta historia. La primera es que,
si siguen el ejemplo de Francia países como España, Alemania, el Reino
Unido, Italia, Estados Unidos y los países nórdicos, que, debido a sus
altos niveles de vida, figuran entre los principales practicantes del
"turismo sexual", es posible que los delitos que al amparo de esta
práctica se cometen a diario y por millares en países del Tercer Mundo, y
que conciernen sobre todo a la explotación sexual de los niños, puede que
al menos disminuyan, y que algunos de los delincuentes sean sancionados.
El precedente que ha establecido Francia es impecable: una democracia
moderna no puede aceptar que, salvadas las fronteras nacionales, sus
ciudadanos queden exonerados de responsabilidad legal y delincan
alegremente porque, en el país forastero, no haya normas jurídicas que
prohíban aquel delito o porque, si las hay, no se acatan, son letra
muerta. No sé qué ocurre en Tailandia en materia legal con los crímenes
sexuales. Pero estoy seguro de que, en Cuba, otro de los "paraísos
sexuales" del planeta para turistas con divisas, hay una puntillosa
legislación prohibiendo la prostitución infantil. (Siempre recordaré las
náuseas que me provocó, en un viaje de avión, mi vecino de asiento, un
comerciante mallorquín, eufórico consumidor de "jineteras" habaneras, que,
me contó, se disponía a llevar a su hijo a Cuba ese verano, para que lo
desvirgaran allá esas mulatas deliciosas, tan jovencitas, tan baratas, y
"tan limpitas").
Que por hambre, por la urgencia de divisas, por la extendida corrupción o
ineficacia de las instituciones, en mu chos países del Tercer Mundo la
prostitución infantil prospere de manera espectacular ante la indiferencia
(o con la abierta complicidad) de las autoridades, es una realidad
innegable. Lo cierto es que, según las publicaciones de UNICEF y Ecpat al
respecto que se han dado a conocer con motivo de este juicio, el problema
tiene contornos multitudinarios y crecientes. Todo ello debería ser un
aliciente para que los gobiernos de las democracias desarrolladas, tal
como acaba de hacerlo Francia, contribuyan a la lucha contra la
industrialización sexual de los niños y niñas en los países pobres,
persiguiendo legalmente a sus ciudadanos que practican el turismo a la
manera de Viktor Michel y Amnon Chemouil, pues, en buena medida, ellos y
sus congéneres son responsables de la existencia de aquel innoble mercado.
No hay que hacerse muchas ilusiones, desde luego, porque la pobreza y la
miseria que están detrás de la prostitución infantil en los países
subdesarrollados constituyen un obstáculo casi infranqueable para su
erradicación, o, al menos, drástica reducción. Quienes se interesen por
conocer los niveles dramáticos a que esto puede llegar, aconsejo leer un
librito que publicaron en 1963 dos escritores norteamericanos, Allen
Ginsberg y William S. Burroughs, The Yage Letters, con las cartas que se
escribieron, recíprocamente, desde Lima y dos ciudades de la selva
peruana, Tingo María y Pucallpa, en los años cincuenta, contándose sus
experiencias sexuales y con cocimientos alucinógenos en el país de los
Incas. Recuerdo haber leído con verdadera estupefacción estos textos,
donde aparecía una cara de Lima que yo no sospechaba siquiera que existía:
la de los niñitos putos, de los barrios de La Victoria y El Porvenir, que
indistintamente hacían de lustrabotas, mendigos o meretrices para
aficionados como los beatniks susodichos. Uno de ellos, Ginsberg creo,
elogiaba en una carta la destreza sexual de esos niños limeños, aunque
lamentaba que tuvieran tantos piojos.
Pero, quizás, la conclusión más importante del reciente juicio de París,
sea que muestra una cara positiva de esa nueva bestia negra fabricada por
los enemigos irredentos de la modernidad: la globalización. Si las
fronteras no se hubieran ido adelgazando, y, en muchos campos,
desapareciendo, Amnon Chemouil jamás hubiera llegado a comparecer ante el
tribunal que lo juzgó y condenó, y es seguro que hubiera pasado muchas
otras vacaciones en Pataya, disfrutando de los cómodos precios y la
variedad de oportunidades para la fantasía y los deseos que ofrecen a los
turistas con divisas las niñas y niños tailandeses. Gracias a que ese
concepto rígido, de camisa de fuerza, que tenía la soberanía nacional, se
va disolviendo en una entidad más ancha y profunda que abarca todos los
contornos de la humanidad, los legisladores franceses decidieron extender
la jurisdicción de las leyes y códigos a esa sociedad globalizada de
nuestro tiempo, lo que ha permitido sentar un precedente y un ejemplo,
como ocurrió, ya no en el campo de los delitos sexuales, sino en el de los
crímenes contra la humanidad, con el general Pinochet en España e
Inglaterra. Es verdad que aquél se libró de comparecer ante el tribunal
para responder por sus crímenes, pero no por defectos de los jueces
británicos, que cumplieron con su deber, sino por el feo enjuage político
a que se prestó el gobierno inglés devolviendo al ex dictador a Chile por
"motivos de salud". De todas maneras, otro precedente quedó sentado, que,
desde entonces, hace correr escalofríos a los tiranuelos y sátrapas en
ejercicio. La globalización no es sólo la creación de mercados mundiales y
de compañías trasnacionales; es, también, una interdependencia planetaria
que puede permitir extender la justicia y los valores democráticos a las
regiones donde todavía imperan la barbarie y la impunidad para los
crímenes sexuales y políticos.