MARIO VARGAS LLOSA - LA FANTASIA SEDICIOSA


Letras Libres n°11 Noviembre de 1999



Durante mucho tiempo la figura y la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo
estuvieron desdibujadas por estereotipos que, en los años cuarenta y cincuenta
sobre todo, llevaron a convertirlo en el príncipe intelectual de la España
tradicionalista, conservadora y clerical: un ortodoxo intransigente en materia
religiosa, un clasicista reñido con la modernidad al que las vanguardias y los
experimentos literarios escaldaban, un reaccionario intolerante en política
enemistado con la democracia y la libertad. Esta visión, bastante caricatural,
ha apartado de las nuevas generaciones de españoles e hispanoamericanos a un
crítico e historiador de la literatura cuya obra ciclópea es imprescindible para
conocer nuestra cultura y nuestra historia, y las ideas, los poemas, las novelas
y los ensayos que nuestros creadores y artistas forjaron, en ambas orillas del
océano, y que cimentan, por debajo de todas las variantes y matices que son su
riqueza, la unidad de la lengua española.
Hay muchas cosas, desde luego, que separan al agnóstico liberal y gongorino
empecinado que es este escribidor, de don Marcelino, pero no compartir con él la
fe ni ciertas convicciones, y entristecerme de que no fuera capaz de gozar —él
que gozaba como nadie con la buena literatura— con El Polifemo y Las Soledades,
no me impide admirar su prodigiosa capacidad de trabajo, la casi indecible
ambición con que emprendió esas titánicas empresas que fueron las historias de
las ideas estéticas en España, de los heterodoxos, de la novela, de la ciencia
española, o su antología comentada de la poesía hispanoamericana. Una sola de
ellas bastaría para considerarlo un investigador fuera de lo común. Pero que, en
su relativamente corta vida —56 años—, culminara las cinco, al tiempo que daba
clases, dirigía la Biblioteca Nacional, era parlamentario, escribía innumerables
artículos —además de algunas tragedias en verso— y se las arreglara para leer a
casi todos sus contemporáneos y producir una copiosísima correspondencia, nos
deja boquiabiertos. Vale la pena recordar el homenaje que le rindió Alfonso
Reyes, ensalzando su labor de pionero:
 Su nombre queda para siempre entre los más altos nombres de la crítica y entre
 los orientadores del pensamiento universal. Pero, a diferencia de lo que
 acontece en ambientes más propicios o en épocas más venturosas, él tuvo que
 hacerlo todo por sí mismo: descubrir la cantera, amontonar y acarrear los
 materiales de construcción, usar la cuchara y la plomada del albañil y, por
 último, trazar las líneas del monumento y gobernar su soberbia arquitectura.
      Le asistían para ello el ardor de su sentimiento hispánico y un tesoro de
 facultades innatas, lo mismo el tacto y la adivinación del gusto infalible que
 el poder de síntesis, la resistencia al estudio, la memoria casi fabulosa, la
 pluma de estilo y aliento magistrales, el arte —cuyos secretos no pueden
 enseñarse ni tampoco aprenderse— de trasfundir y asimilar la erudición en
 pulso y latido del pensamiento propio, comunicándole a la vez los encantos de
 un cuento árabe: paciencia de hormiga y visión de águila; generosa y libre
 comprensión que cada día se fue abriendo como abrazo inmenso, para cada día
 abarcar un mundo más rico y anchuroso.1
Yo lo leí gracias a mi maestro sanmarquino, en Lima, el historiador Raúl Porras
Barrenechea, que admiraba a Menéndez y Pelayo y era, en cierto modo, émulo suyo,
porque él convertía también la árida erudición en dato precioso e iluminador, y
tenía la misma mirada zahorí para escudriñar viejos infolios y polvorientas
bibliotecas, exhumando en ellos toda clase de tesoros y curiosidades. Ambos
compartían el amor por la historia y la literatura como los dos pilares que
sostienen la vida cultural, y, para ambos, la lengua y el pasado —grandioso,
generoso, miserable o violento— habían sellado de modo irreversible la unidad
espiritual de España e Hispanoamérica. Esas ideas son actuales, aunque algunos
despistados las tilden de anacrónicas.
    Siempre tendré que agradecerle a don Marcelino allá en el cielo, donde —si
el cielo existe— seguramente está, ese infatigable polígrafo (¿qué tiempo
hubiera tenido de ganarse el infierno?), los excelentes ratos que me deparó su
Historia de los heterodoxos españoles. Es un libro que nunca he leído de
principio a fin, pero que en partes he leído muchas veces, aunque de una manera
irreverente, que el riguroso montañés hubiera desaprobado. En 1958, una
compañera de Filología Románica de la Complutense, que me escuchó hablar bien de
esa formidable inquisición histórica, se escandalizó: "¡Pero si no se le escapó
uno solo!" La intención de ese rastreo interminable en pos de disidencias y
desacatos a la norma teológica y litúrgica y a la moral establecida, a lo largo
de la historia cristiana de España, eriza los cabellos si recordamos que,
durante buen número de siglos, esas heterodoxias se pagaban con el tormento, la
confiscación de los bienes, la cárcel o las llamas. Pero, de otro lado, en
contra de las previsiones de su autor, no hay un testimonio más rico ni sabroso
del espíritu de insumisión, que en la sociedad española estuvo siempre vivo en
el dominio religioso e intelectual aun en los periodos de mayor intolerancia y
represión. Que una obra de quien ha sido considerado el mejor guardián
intelectual de la ortodoxia diera constancia de ello, no deja de ser paradójico.
¡Qué mejor prueba de que en el campo de la literatura nunca se sabe para quién
se trabaja! Los progresistas españoles deberían desfilar cada aniversario ante
la tumba de don Marcelino y cubrirla con rosas rojas, en agradecimiento por
haberse quemado las pupilas gestando esta contundente demostración de que desde
los más remotos tiempos hubo siempre un espíritu levantisco en la historia de
España, que se mantuvo indoblegable aun cuando para ello fuera indispensable
arriesgar la vida y la libertad. Esos heterodoxos eran en muchos casos
—simplifico— locos rematados, y, en otros, peligrosísimos fanáticos. Pero es
imposible no quedar deslumbrados con el vuelo imaginativo, la barroca inventiva,
las delirantes construcciones que la indisciplina religiosa produjo, y que
tornan ciertas páginas de la Historia de los heterodoxos españoles en inesperado
antecedente de las sutiles fantasías de Jorge Luis Borges o de los prodigios
mágico-realistas de García Márquez e Isabel Allende. Quienes no lo han hecho,
háganlo: abran ese libro y, como Alicia cuando cruzaba el espejo, entrarán a una
esplendorosa feria de las maravillas que fragua la imaginación, azuzada por un
instinto sedicioso.
    Aunque don Marcelino difícilmente lo hubiera admitido, esa predisposición
sediciosa es, para mí, la razón secreta de la literatura. A Borges lo irritaba
que le preguntaran "¿Para qué sirve la literatura?" Le parecía una pregunta
idiota y respondía: "¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad
del canto de un canario o los arreboles de un crepúsculo!" En efecto, si esas
cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida es menos fea y menos triste,
¿no es mezquino buscarles justificaciones? Sin embargo, a diferencia del gorjeo
de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema,
una novela, no están simplemente allí, fabricados por la Naturaleza. Nacieron,
como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, un inconsciente,
una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a mansalva con las
palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, movimiento, ritmo,
armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje y sueño, que coexiste con
la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y
mujeres —algunos con frecuencia, otros de manera esporádica— porque la vida que
tienen no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran.
    La literatura no dice nada a los seres satisfechos con su suerte, a quienes
colma la vida que viven. Ella es un refugio del que le sobra o le falta algo
para no ser infeliz, para no sentirse incompleto. Por eso, salir a cabalgar
junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La
Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el Capitán Ahab,
tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio
Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos de esa
vida injusta, que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser
tantos como los deseos de que estamos poseídos, y que nuestra fantasía atiza.
    La literatura, es verdad, sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción
vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión de la vida en que nos
sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la
historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo— somos otros. Más
intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos que en la
constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la
ficción, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que
acabamos de dejar, nos espera esta tremenda comprobación: que la vida de la
ficción es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que
aquella que vivimos, una vida doblegada por las servidumbres de nuestra
condición. Es en este sentido que la buena literatura es siempre —aunque no lo
pretenda— sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. "Estamos
contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad", decía un manifiesto
pergeñado por Augusto Lunel, un versátil poeta peruano que terminó ejerciendo el
sorprendente oficio de guardaespaldas del general De Gaulle. La literatura nos
permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las
que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del
tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce
límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados al volver a este mundo de pequeñeces
sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a
cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Ésa es la mejor contribución de la
literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo, por mera fuerza de
la evidencia) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo
contrario —por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor,
más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de
inventar.
    Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las buenas ficciones
desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones
del mundo real, no significa, claro está, como creen los gobiernos que
establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos
literarios provoquen las conmociones sociales o aceleren las revoluciones. El
efecto sociopolítico de un poema, de un drama o de una novela es inverificable,
improbable, y, en todo caso, tiene poco que ver con su calidad estética (por
ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, parece haber desempeñado un
papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los
horrores de la esclavitud). Significa, sólo, que la buena literatura, a la vez
que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y que,
desarrollando una sensibilidad inconformista ante la vida, hace a los seres
humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en disidencia contra
lo existente, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene
cuatro, es decir, condenarse, en cierta forma, a librar esas batallas que
libraba el coronel Aureliano Buendía, sabiendo que las perdería todas. Eso es
probablemente cierto; pero también lo es que, sin la insatisfacción y la
rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos
viviríamos todavía en un estadio primitivo, la historia se hubiera estancado, y
no habría nacido el individuo, la ciencia y la tecnología no hubieran despegado,
los derechos humanos no serían reconocidos y la libertad no existiría, pues
todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una
vida percibida como insuficiente o intolerable. Para este espíritu que desacata
la vida tal como es, y busca, con la insensatez de un Alonso Quijano, cuya
locura, recordemos, nació de leer novelas de caballerías, materializar el sueño,
lo imposible, la literatura ha servido y sirve de formidable combustible.
Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo
sin literatura, una humanidad que no hubiera leído poemas ni novelas. ¿Cómo
sería? Ante todo, tartamuda y afásica, aquejada de tremendos problemas de
comunicación, debido a la precariedad de su lenguaje. La persona que no lee, o
lee poco, o lee mal, puede hablar mucho pero dice siempre pocas cosas porque
dispone de un arsenal mínimo y deficiente de palabras para expresarse. Esta
limitación verbal es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una
indigencia de pensamientos y conocimientos, porque las ideas, los conceptos, no
existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define
la conciencia que los transmite. Se aprende a hablar con corrección, profundidad
y sutileza, gracias a la buena literatura, y hablar bien —disponer de un habla
rica y diversa y de un dominio en el manejo del lenguaje— significa estar mejor
preparado para pensar, soñar, fantasear y, también, sentir y emocionarse. Sin la
literatura, el amor y el placer serían más pobres, carecerían del refinamiento,
las delicadezas y exquisiteces, y de la intensidad que han alcanzado educados y
azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. Una pareja que ha leído
a Garcilaso y a Baudelaire ama más y goza mejor que otra de analfabetos
semiidiotizados por la televisión. En ese mundo aliterario que conjeturo, el
amor y el goce serían casi indiferenciables de los que sacian a los animales y
no irían más allá de copular y tragar.
    Naturalmente que en aquella civilización ágrafa no existirían ciertos
adjetivos formados a partir de las creaciones literarias. Quijotesco, kafkiano,
pantagruélico, sádico y masoquista, por ejemplo. Habría locos, víctimas de
paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos
desaforados, y otras que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente.
Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en
entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición
humana, es decir, de nosotros mismos, algo que sólo el talento creador de
Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. Cuando
apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante,
igual que los demás personajes de la novela. Ahora, sabemos que el empeño del
Caballero de la Triste Figura en ver gigantes donde hay molinos y hacer todos
los disparates que hace es una forma de la generosidad, una manera de protestar
contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas
de ideal y de idealismo, tan impregnadas de valencia moral positiva, no serían
lo que son —valores diáfanos y respetables— sin haberse encarnado en aquel
personaje de novela con la fuerza persuasiva que le imprimió el genio de
Cervantes. Y lo mismo podría decirse de ese pequeño quijote pragmático y con
faldas que fue Emma Bovary —el bovarismo no existiría, claro está— que luchó
también con ardor por vivir esa vida esplendorosa, de pasiones y lujo, que
conoció por las novelas, y que se quemó en ese fuego como la mariposa que se
acerca demasiado a las llamas.
    Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes
creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos
llevan y traen por unos mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos
desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorar y
entender mejor los abismos de lo humano. El adjetivo kafkiano viene naturalmente
a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas
con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos
inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e
injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los
partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin
los cuentos y novelas de ese atormentado judío de Praga que escribía en alemán y
vivió siempre sobre ascuas, no hubiéramos sido capaces de entender, con la
lucidez que hoy es posible hacerlo, el sentimiento de indefensión y de
impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas,
ante los poderes omnímodos que pueden pulverizarlos sin siquiera mostrar la
cara.
    De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son
también un precioso instrumento de conocimiento de verdades recónditas de la
realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas, a veces el semblante
que se delínea en el espejo que las novelas nos ofrecen de nosotros mismos es el
de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales
fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios
que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el
espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo
peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y
retorcimientos que las pueblan; es descubrir que esa violencia y desmesura no
nos es extraña, que está lastrada de humanidad, que esos monstruos ávidos de
transgresión y exceso también se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que,
desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse,
para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad,
la convivencia y acaso la existencia. No la ciencia, sino la literatura, ha sido
la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante
potencial destructivo y autodestructor que también lo conforma. Así pues, un
mundo sin literatura sería en buena parte ciego sobre esos fondos terribles
donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos
inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquel
que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos
poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace
mucho ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos a
los recién nacidos con defectos físicos.
    Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y
ventral, negado para la pasión erótica y el erotismo —que es el amor físico
enriquecido con ritos y ceremonias gracias a una cultura que ha alcanzado un
elevado nivel de refinamiento y libertad, es decir una cultura pletórica de
artes plásticas, música, poemas y ficciones—, el mundo sin literatura de esta
pesadilla que trato de fraguar, tendría sin duda, como su rasgo principal, el
conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido.
También en este sentido sería un mundo animal, en el que los instintos básicos
decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la lucha por la
supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades
físicas, en la que no habría cabida casi para el espíritu y en la que, a la
monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo,
la sensación de que la vida humana era lo que tenía que ser y que así sería
siempre, y que nada ni nadie podía cambiarlo.
    Cuando se imagina un mundo así, hay la tendencia a identificarlo de
inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades
mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina,
Oceanía y África. La verdad es que el formidable desarrollo de los medios
audiovisuales en nuestra época, que, de un lado, han revolucionado las
comunicaciones haciéndonos a todos los hombres y mujeres del planeta
copartícipes de la actualidad, y de otro, monopolizan cada vez más el tiempo que
los seres humanos dedican al ocio y a la diversión arrebatándoselo a la lectura,
permite concebir, como un posible escenario histórico del futuro mediato, una
sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin
libros, o, mejor dicho, en la que los libros —la literatura— habrían pasado a
ser lo que la alquimia en la era de la física: una curiosidad anacrónica,
practicada en las catacumbas de la civilización mediática por minorías
maniáticas. Ese mundo cibernético, me temo mucho, a pesar de su prosperidad y
poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería
profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de
robots que habrían abdicado de la libertad.
    Desde luego que exagero y que es más improbable que esta tremendista
perspectiva se llegue jamás a concretar. Así lo espero, por los hijos y nietos
que tengo —y los biznietos que espero tener—, ciudadanos de un tercer milenio
que ojalá no los prive del inconmensurable placer que, además de las otras cosas
que he tratado de describir por el método parabólico de una fantasía negativa,
me ha dado la literatura. Esto es lo principal que a ella debemos y que he
dejado para el final. Lo divertida que es, lo bien que se pasa leyendo una buena
novela o un bello poema o un ensayo inteligente, la indescriptible felicidad que
pueden deparar esos signos oscuros alineados sobre un fondo blanco cuando se
apoderan de nuestra conciencia, la fagocitan y la arrastran fuera de este mundo
y la instalan en el que, con esas materias tan deleznables —unas palabras
arrejuntadas sobre un rectángulo de papel—, creó el poeta, el novelista, un
mundo en el que somos todo lo que no somos en éste, lo que nos hubiera gustado
ser y sólo lo fuimos soñando y fantaseando. Pero los sueños y, fantasías de la
literatura son más concretos y permanentes —más verdaderos— que los que nos
entrega la almohada o el vagabundeo de nuestra conciencia en duermevela, porque
el de la literatura es un sueño lúcido, una ilusión atrapada, detenida en el
tiempo, inmovilizada por el lenguaje, una hospitalaria casa de citas donde
podemos volver siempre a gozar.
    Don Marcelino Menéndez y Pelayo, aunque sin duda hubiera levantado una ceja
inamistosa oyéndome comparar a la literatura con una casa de citas, fue un
crítico que amaba los libros, que gozaba y se entusiasmaba con las obras
maestras. En sus trabajos la erudición, la arqueología textual y el análisis no
llegan jamás a sofocar esa alegría elemental, contagiosa, ante el poema o la
novela logrados, que era la razón de ser de su vocación. El amor, el gusto por
la literatura deberían animar la tarea crítica. No ocurre siempre así, desde que
la crítica se volvió, para algunos, rama de la lingüística, para otros de la
filosofía, y, para ciertos charlatanes, un pretexto para la elaboración de
barrocos artificios teóricos que, más que analizar los textos literarios,
parecen desintegrarlos y abolirlos, ya que les niegan toda contaminación con lo
vivido. En esto, estoy con el anticuado don Marcelino, en contra, por ejemplo,
de los llamados críticos deconstruccionistas que quieren hacernos creer que los
textos sólo remiten a otros textos, que la literatura es un mundo exclusivo de
signos, impermeable a los hechos y a las acciones, confinado en lo verbal. Sin
cuestionar en lo más mínimo la evidente verdad de que la literatura es forma, de
que en ella el estilo y el orden crean los contenidos, nunca he podido
resignarme a la idea de que la literatura se halle desgajada de la experiencia
vital de quienes la escriben y la leen, ni sea cabalmente entendida al margen de
ella, como un juego de destreza de las palabras entre sí, a las que el escritor
y el lector pondrían en movimiento de la manera despersonalizada con que los
malabaristas hacen volantinear por los aires platillos y palitroques. A mí, los
libros que leí y que amé, los que me enfurecieron, alegraron, exaltaron e
hicieron llorar, los que encandilaron mis sueños, me hicieron de pies a cabeza
lo que soy, completando la tarea de los padres que me engendraron. A ellos debo
lo mejor que me ha pasado y sé que sin ellos todo lo que he vivido sería peor.
¿Qué otras razones harían falta para decir que la literatura, creando una vida
aparte, es vida ella misma en su más soberbia expresión? -
— Londres, 31 de agosto de 1999