MARIO VARGAS LLOSA - EL SUICIDIO DE UNA NACION




LO que ocurre en Venezuela es triste, pero no sorprendente. Ha ocurrido muchas
veces en la historia de América Latina, y, al paso que van algunos países del
nuevo continente, volverá a ocurrir: decepcionados con una democracia incapaz de
satisfacer sus expectativas y que a veces empeora sus niveles de vida, amplios
sectores de la sociedad vuelven los ojos hacia un demagógico "hombre fuerte",
que aprovecha esta popularidad para hacerse con todo el poder e instalar un
régimen autoritario. Así pereció la democracia peruana en abril de 1992 con el
golpe de Estado fraguado por el presidente Fujimori y las Fuerzas Armadas
enfeudadas al general Bari Hermoza y el capitán Montesinos, y así ha comenzado a
desaparecer la venezolana bajo la autocracia populista del teniente coronel Hugo
Chávez.
Que la democracia en Venezuela funcionaba mal, nadie se atrevería a negarlo. La
mejor prueba de ello es que un teniente coronel felón, traidor a su Constitución
y a su uniforme, esté en la Presidencia del país, ungido por una votación
mayoritaria de sus compatriotas, en lugar de seguir en la cárcel cumpliendo la
condena que le impuso la justicia por amotinarse contra el Gobierno legítimo que
había jurado defender, como hizo el teniente coronel Chávez en 1992. Fue el
presidente Rafael Caldera quien lo puso en libertad, apenas a los dos años de
prisión, en un gesto que quería ser magnánimo y era, en verdad, irresponsable y
suicida. El paracaidista salió del calabozo a acabar por la vía pacífica y
electoral la tarea de demolición del Estado de Derecho, de la sociedad civil y
de la libertad que el pueblo venezolano había reconquistado en gesta heroica
hace cuarenta y un años derrocando a la dictadura de Pérez Jiménez.
La acción de Caldera no sólo fue desleal con los electores que, todavía en
aquella época, apoyaban mayoritariamente el sistema democrático y habían
repudiado el intento golpista que pretendía imitar el ejemplo peruano. Lo fue
también con los oficiales y soldados de las Fuerzas Armadas de Venezuela que,
fieles a sus deberes, se negaron a apoyar el putch del año 92 y -perdiendo
algunos sus vidas en ello- derrotaron a los facciosos, dando así un ejemplo de
conducta cívica a las instituciones castrenses de América Latina. ¿Qué pensarán
hoy día de lo que ocurre a su alrededor esos militares constitucionalistas
viendo cómo el ex putchista asciende y coloca en altos cargos de la
administración y del Ejército a sus cómplices de la conjura golpista? Pensarán,
claro está, que, con dirigentes de esa estofa, aquella democracia no merecía ser
defendida.
Como el teniente coronel Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales, y
acaba de ganar de manera abrumadora las convocadas para la Asamblea
Constituyente -en la que su variopinta coalición, el Polo Patriótico, ganó 120
de los 131 escaños- se dice que, aunque sea a regañadientes, hay que reconocerle
legitimidad democrática. Lo cierto es que la historia de América Latina está
llena de dictadores, déspotas y tiranuelos que fueron populares, y que ganaron
(o hubieran podido ganarlas si las convocaban) las elecciones con que, de tanto
en tanto, se gratificaban a sí mismos, para aplacar a la comunidad internacional
o para alimentar su propia megalomanía. ¿No es ése el caso de Fidel Castro,
decano de caudillos con sus cuarenta años en el poder? ¿No lo fue el del general
Perón? ¿No lo ha sido, hasta hace poco, el de Fujimori en el Perú, a quien el
pueblo premió, según las encuestas, con una violenta subida de la popularidad
cuando hizo cerrar el Congreso por los tanques? El dictador emblemático, el
Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, gozó de aura popular y es probable que el
pueblo dominicano hubiera despedazado a sus ajusticiadores si les echaba la mano
encima la noche del 30 de mayo de 1961. Que un número tan elevado de venezolanos
apoye los delirios populistas y autocráticos de ese risible personaje que es el
teniente coronel Hugo Chávez no hace de éste un demócrata; sólo revela los
extremos de desesperación, de frustración y de incultura cívica de la sociedad
venezolana.
Que en esta situación tienen buena parte de culpa los dirigentes políticos de la
democracia es una evidencia. Uno de los países más ricos del mundo gracias al
petróleo, es hoy día uno de los más pobres, debido al despilfarro frenético de
los cuantiosos ingresos que producía el oro negro, deporte en el que rivalizaron
todos los Gobiernos, sin excepción. Pero, más que todos, el de Carlos Andrés
Pérez, quien se las arregló, en su primer mandato, para volatilizar los
vertiginosos 85 mil millones de dólares que el petróleo ingresó en las arcas
fiscales. ¿En qué se iban esas sumas de ciencia-ficción? Una parte considerable
en los robos, desde luego, inevitables en un Estado intervencionista y
gigantesco gracias a las nacionalizaciones, donde el camino hacia el éxito
económico no pasaba por el mercado -los consumidores- sino por las prebendas,
privilegios y monopolios que concedía el principal protagonista de la vida
económica: el político en el poder. Y, el resto, en subsidiarlo todo, hasta el
agua y el aire, de manera que Venezuela no sólo tenía la gasolina más barata del
mundo -valía menos que lo que costaba trasladarla a los puestos de venta-;
también se daba el lujo de importar del extranjero el ochenta por ciento de los
alimentos que consumía y de convertirse, un año, en el primer país importador de
whisky escocés.
Ese sueño de opio en que vivía la Venezuela adormecida por el sistema de
subsidios cesó cuando los precios del petróleo cayeron en picada. El despertar
fue brutal. El gobierno -el segundo de Carlos Andrés Pérez, para mayor paradoja-
se vio forzado a desembalsar los precios, que subieron hasta las nubes. El
pueblo, desconcertado, sin entender lo que ocurría, se lanzó a las calles a
saquear supermercados. Desde el caracazo todo ha ido empeorando, hasta llegar al
coronel paracaidista, quien asegura a los venezolanos que la lastimosa situación
del país -el producto bruto interno (PIB) cayó en 9,9 % en los últimos tres
meses, y en ese mismo período la recesión pulverizó medio millón de puestos de
trabajo- se acabará cuando desaparezcan los corruptos partidos políticos y los
ladronzuelos parlamentarios se vayan a sus casas, y una nueva Constitución le
garantice a él la fuerza para gobernar sin estorbos (y para hacerse reelegir).
Para facilitarles el trabajo, el teniente coronel Chávez ha entregado a los
flamantes miembros de la Asamblea Constituyente un proyecto de la nueva Carta
fundamental, y la orden perentoria de que lo aprueben en tres meses. Uno se
pregunta para qué semejante pérdida de tiempo, por qué el teniente coronel no la
promulgó ipso facto, sin el trámite de los robots.
Lo que ha trascendido de esta nueva Constitución es un menjunje que refleja 1a
confusión ideológica de que el teniente coronel Chávez hace gala en sus
aplaudidas peroratas: la economía será "planificada" y "de mercado", y
considerados traidores los empresarios que no reinviertan sus ganancias en el
suelo patrio. Queda "prohibida la usura, la indebida elevación de los precios" y
"¡todo tipo de maniobras que atenten contra la pulcritud de la libre
competencia!" ¿Por qué razón esta puntillosa Constitución no prohíbe también la
pobreza, la enfermedad, la masturbación y la melancolía?
El teniente coronel Chávez, como muchos personajes de la especie que representa
-el caudillo militar-, tiene la peregrina idea de que la sociedad venezolana
anda mal porque no funciona como un cuartel. Éste parece ser el único modelo
claro de organización social que se delinea en los deletéreos discursos con que
anuncia la futura República Bolivariana de Venezuela. Por eso ha trufado los
entes públicos de militares, militarizado la educación pública y decidido que
las Fuerzas Armadas participen desde ahora, de manera orgánica, en la vida
social y económica del país. Está convencido de que la energía y disciplina de
los oficiales pondrán orden donde hay desorden y honradez donde impera la
inmoralidad. Su optimismo hubiera sufrido un rudo traspié si hubiera estudiado
los ejemplos latinoamericanos de regímenes militares y advertido las
consecuencias que trajeron a los países-víctimas semejantes convicciones. Sin ir
muy lejos, al Perú, donde la dictadura militar y socializante del general Juan
Velasco Alvarado (1968-1980), que hizo más o menos lo que él se propone hacer en
Venezuela, dejó un país en la ruina, sin instituciones, empobrecido hasta la
médula, y con un Ejército que, en vez de haber regenerado a la sociedad civil,
se había corrompido visceralmente a su paso por el poder (los casos de Bari
Hermoza y Montesinos no serían concebibles sin aquella nefasta experiencia).
A diferencia del Perú, cuya suerte no le importa mucho a la comunidad
internacional, que ha visto con una curiosidad irónica -y a veces cierta
complacencia- la implantación del pintoresco régimen autoritario y corrupto que
allí impera, Venezuela es, gracias a su mar de petróleo, demasiado importante
como para que aquélla se cruce de brazos mientras este país se va al abismo al
que la demagogia y la ignorancia del teniente coronel Hugo Chávez lo conducirá,
si pone en práctica las cosas que pretende. Es probable, pues, que, en este
caso, los organismos financieros internacionales, y los países occidentales,
empezando por Estados Unidos -que importa buena parte del petróleo venezolano y
es consciente de la desestabilización que a toda la región traería una dictadura
sumida en el caos económico en Venezuela- multipliquen esfuerzos para moderar
los excesos voluntaristas, verticalistas y planificadores del estentóreo
caudillo, y exijan de él, en política económica, un mínimo de sensatez. De
manera que en este dominio acaso no todo esté perdido para el sufrido pueblo
venezolano.
Pero que haya o no democracia en Venezuela le importa una higa a la comunidad
internacional, de manera que ésta no moverá un dedo para frenar esa sistemática
disolución de la sociedad civil y los usos elementales de la vida democrática
que lleva a cabo el ex golpista, con la entusiasta y ciega colaboración de
tantos incautos venezolanos. Una siniestra nube negra ha caído sobre la tierra
de donde salieron los ejércitos boliviarianos a luchar por 1a libertad de
América, y mucho me temo que tarde en disiparse.