MARIO VARGAS LLOSA - CARTA A KENZABURO OE
El novelista peruano responde a la misiva de su colega japonés, publicada por
CARETAS en su edición anterior.
FUE muy grato para mí recibir su carta, algo que, en cierto modo, esperaba,
pues, aunque luego de aquel almuerzo en Tokio, en 1979 -¡veinte años ya!- apenas
nos hemos visto un par de veces, desde entonces he seguido conversando con
usted, a través de sus libros, que en todos estos años he estado leyendo en las
traducciones al español, inglés o francés, que se ponían a mi alcance. Es una
obra a la que debo muchas horas de placer, aunque, también, a veces, de cierta
angustia.
Leyéndolo, descubrí que tenemos mucho en común: somos casi de la misma edad, los
dos hemos enseñado en Princeton, ambos fuimos seducidos de jóvenes por los
novelistas norteamericanos y la literatura francesa, y nuestra vocación creció
arrullada por las ideas existencialistas, las polémicas entre Sartre y Camus, y
las convicciones imperantes en aquellos años sobre "el compromiso". Esta tesis
de que la literatura no puede ser mero entretenimiento, que ella influye en la
vida modelando la sensibilidad y la conciencia de los lectores, y que, a través
de éstos, deja una marca, para bien o para mal, en la historia, ya no está de
moda. Los cultores de la literatura light, de éxito en nuestros días, la
descartan con escepticismo burlón. Pero creo que hemos hecho bien en seguir
escribiendo con la ilusión, acaso infundada, de que la literatura sirve para
algo más que pasar un rato divertido.
No sabía que el Pen Club japonés se negó en los años setenta a protestar contra
la persecución del poeta coreano Kim Ji Ha. En los tres años en que fui
presidente del Pen Internacional descubrí que algunos Centros incumplían su
obligación de luchar contra la censura y el hostigamiento político a los
escritores, razón de ser de la institución. El caso más penoso que conocí fue el
del novelista argentino Antonio di Benedetto, víctima de la dictadura militar,
por cuya liberación hacía campaña el Pen Internacional, que fue expulsado del
PEN de Buenos Aires, mientras se hallaba en prisión, por no pagar sus
cotizaciones. Sin embargo, casos escandalosos como éste han sido la excepción,
no la regla. De modo general, la inmensa mayoría de Centros del PEN ha mantenido
una línea de defensa de la libertad intelectual y la coexistencia pacífica de
escritores de distintos credos y filiaciones, como lo hace en estos días, en su
campaña contra el fanatismo y la represión intelectual en Irán.
Siempre fue para mí inquietante el tema, aludido en su carta, de la complicidad
de algunos escritores con los estragos que causa el fanatismo, religioso o
político. Al pie de los patíbulos y hornos crematorios levantados por el
nazismo, hubo intelectuales dispuestos a justificarlos, y, también, a las
puertas del Gulag estalinista, negando su existencia. Así como los infiernos
encendidos por el fundamentalismo islámico tienen sus chantres literarios, es
difícil olvidar que el mayor responsable de los crímenes racistas y la limpieza
étnica en Bosnia fue un distinguido psiquiatra y poeta, el doctor Radovan
Karadcik. La dictadura castrista, que ha cumplido 40 años de férreo despotismo,
tiene aún en América Latina y España un séquito intelectual. En el Perú, el
fundador y cerebro de Sendero Luminoso, movimiento maoísta cuyas acciones
terroristas desde 1980 han causado decenas de miles de muertes inocentes y
contribuido de modo decisivo al desplome de la democracia, es un antiguo
profesor de filosofía que escribió su tesis doctoral sobre Kant.
¿Cómo explicar la fascinación que el mito de la violencia redentora ejerce
sobre tantos pensadores y artistas? Tal vez, por la repugnancia que les merece
la democracia, un sistema que rehúye la perfección y hace de la mediocridad un
ideal social. Los consensos y las transacciones que garantizan la coexistencia
en la diversidad, condenan a una sociedad a la imperfección, a la moral del mal
menor. Hay dictaduras perfectas; las democracias sólo pueden ser imperfectas.
Por su empeño de trasponer a la realidad política el ideal estético o filosófico
de la perfección, muchos intelectuales sucumben a la tentación totalitaria y
prestan su talento a la ignominia. Porque el sueño de la perfección social
absoluta (representado en nuestra época por los integrismos religiosos y los
nacionalismos) ha hecho correr ríos de sangre a lo largo del siglo que termina.
Por eso, después de haber soñado también, de joven, con la sociedad perfecta,
hace treinta años me convencí de que es preferible, para la supervivencia de la
civilización humana, conformarse con los lentos y aburridos progresos de la
democracia, en vez de buscar la inalcanzable utopía, que genera hecatombes.
Pero ¿acaso podemos suprimir en nosotros la sed de absoluto? La ambición de lo
perfecto ha dado origen a las más altas empresas humanas, desde grandes
hallazgos científicos y realizaciones estéticas hasta la formación de individuos
ejemplares. No es posible ni deseable renunciar al cielo y las estrellas. Pero,
a sabiendas de que aquel mundo coherente, bello, racional, justo, sin mácula, a
la medida de nuestros deseos, no existe fuera del dominio del arte, la
literatura y la fantasía, o del solitario destino de un puñado de personalidades
excéntricas. Él es incompatible con la realidad de la vida colectiva, trama de
diversidades y aspiraciones contradictorias, que, para no sucumbir a la
violencia, requiere unas reglas de juego que nos condenan a una continua rebaja
y sacrificio de la opción máxima. En otras palabras, a los avances sinuosos,
desesperantes, amenazados siempre de retrocesos, de la cultura democrática.
Entre los personajes de sus libros, tengo un cariño especial por el atormentado
Bird, el héroe de Una cuestión personal, cuya peripecia ilustra delicadamente lo
que trato de decir. Es un ser humano bastante imperfecto.
La idea de haber engendrado un "monstruo" saca del fondo de su personalidad un
miedo feroz y un instinto destructivo, que, en verdad, lo convierten a él en un
pequeño monstruo, en un padre ansioso de que la muerte del recién nacido -que
está dispuesto a provocar- lo libre de la abrumadora responsabilidad de hacerse
cargo del niño anormal. Sin embargo, el sufrimiento despierta también una fibra
íntima de solidaridad y decencia, hasta ahora dormida, y, al final de la
historia, descubrimos otro Bird. Ha asumido su flamante paternidad, sin alarma,
hasta con recóndita alegría. No se convirtió en un santo ni en un superhombre,
sólo en un ser humano mejor del que era. La venida del niño inválido hizo brotar
en él una fuente de humanidad y limpieza hasta entonces cegada.
Siempre me ha impresionado el papel que desempeñan en sus historias esos seres
desvalidos, enfermos, desdichados, que aparecen en ellas para poner a prueba los
límites de la decencia y la indecencia humanas, y para recordar a los seres
normales las anormalidades y secretas grandezas que también poseen. Y, sobre
todo, para romper la corteza egoísta que los envuelve y enseñarles la ternura y
el amor. Esa relación está esbozada y matizada en sus relatos con maestría y
sobriedad clásica, sin incurrir en la truculencia o el sentimentalismo.
Precisamente el pudor con que se refiere en A healing family la historia de su
hijo Hikari, que, gracias a la música pudo vencer la cuarentena a que lo
condenaba su enfermedad, es lo que da a esas páginas el vigoroso soplo de vida
que arrebata al lector.
También ocurre en la historia de aquel aviador negro norteamericano, prisionero
en una aldea remota, con quien juegan los niños del lugar hasta que la crueldad
de la guerra comparece, les abre los ojos sobre la realidad adulta y cancela su
inocencia. Sorprende que un relato tan logrado saliera de las manos de un joven
que empezaba a escribir.
¿Sobrevivirá todavía la inocencia en este tercer milenio que nos aprestamos a
inaugurar? Hay muchas razones alrededor nuestro para inclinarnos a temer que no.
Pero, por fortuna, hay también algunas que nos permiten abrigar esperanzas. Su
obra es una de ellas.
Un abrazo de su lector y amigo,
Mario Vargas Llosa.
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© Mario Vargas Llosa, 1999.