MARIO VARGAS LLOSA - ¡ABAJO LA LEY DE GRAVEDAD!
A fines del siglo 19, en las candentes tierras de los estados nordestinos
de Sergipe y Bahía, en Brasil, tuvo lugar una sublevación campesina,
liderada por un carismático predicador, el apóstol Ibiapina, contra el
sistema métrico decimal. Los rebeldes, apodados los quiebraquilos,
asaltaban las tiendas y almacenes y destrozaban los nuevos pesos y medidas
-las balanzas, los quilos y los metros- adoptados por la monarquía con el
propósito de homologar el sistema brasileño al predominante en Occidente y
facilitar de este modo las transacciones comerciales del país con el resto
del mundo. Este intento modernizador pareció sacrílego al padre Ibiapina y
muchos de sus partidarios murieron y mataron tratando de impedirlo. La
guerra de Canudos, que estalló pocos años después en el interior de Bahía,
en contra del establecimiento de la República brasileña, fue también un
heroico, trágico y absurdo empeño para detener la rueda del tiempo
sembrando cadáveres en su camino.
Las rebeliones de los quiebraquilos y de los vagunzos, además de
pintorescas e inusitadas, tienen un poderoso contenido simbólico. Ambas
forman parte de una robusta tradición que, de un extremo a otro del
continente, ha acompañado la historia de América Latina, y que, en vez de
desaparecer, se acentuó a partir de la emancipación: el rechazo de lo real
y lo posible, en nombre de lo imaginario y la quimera. Nadie la ha
definido mejor que el poeta peruano Augusto Lunel, en las primeras líneas
de su Manifiesto: "Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de
gravedad".
Rechazar la realidad, empeñarse en sustituirla por la ficción, negar la
existencia vivida en nombre de otra, inventada, afirmar la superioridad
del sueño sobre la vida objetiva, y orientar la conducta en función de
semejante premisa, es la más antigua y la más humana de las actitudes,
aquella que ha generado las figuras políticas, militares, científicas,
artísticas, más llamativas y admiradas, los santos y los héroes, y, acaso,
el motor principal del progreso y la civilización. La literatura y las
artes nacieron de ella y son su principal alimento, su mejor combustible.
Pero, al mismo tiempo, si el rechazo de la realidad desborda los confines
de lo individual, lo literario, lo intelectual y lo artístico, y contamina
lo colectivo y lo político -lo social-, todo lo que esta postura entraña
de idealista y generoso desaparece, lo reemplaza la confusión y el
resultado es generalmente aquella catástrofe en que han desembocado todas
las tentativas utópicas en la historia del mundo.
Elegir lo imposible -la perfección, la obra maestra, el absoluto- ha
tenido extraordinarias consecuencias en el ámbito de lo creativo, del
Quijote a La guerra y la paz, de la Capilla Sixtina al Guernica, del Don
Giovanni de Mozart a la segunda sinfonía de Mahler, pero querer modelar la
sociedad desconociendo las limitaciones, contradicciones y variedades de
lo humano, como si hombres y mujeres fueran una arcilla dócil y
manipulable capaz de ajustarse a un prototipo abstracto, diseñado por la
razón filosófica o el dogma religioso con total desprecio de las
circunstancias concretas, del aquí y del ahora, ha contribuido, más que
ningún otro factor, a aumentar el sufrimiento y la violencia. Los veinte
millones de víctimas con que, sólo en la Unión Soviética, se saldó la
experiencia de la utopía comunista son el mejor ejemplo de los riesgos que
corren quienes, en la esfera de lo social, apuestan contra la realidad.
El inconformismo que significa vivir en pugna con lo posible y con lo
real, ha hecho que la vida latinoamericana sea intensa, aventurera,
impredecible, llena de color y creatividad. ¡Qué diferencia con la bovina
y sosegada Suiza, donde escribo estas líneas! He recordado en estos días
atrozmente plácidos, aquella feroz afirmación de Orson Welles a Joseph
Cotten, en El tercer hombre, la película de Carol Reed que escribió Graham
Greene: "En mil años de historia, los civilizados suizos sólo han
producido el reloj cucú" (o algo así). En realidad, han producido,
también, la fondue, un plato desprovisto de imaginación, pero decoroso y
probablemente nutritivo. Con la excepción de Guillermo Tell, quien, por lo
demás, nunca existió y debió ser inventado, dudo que jamás haya habido
otro suizo que perpetrara ese sistemático rechazo de la realidad que es la
más extendida costumbre latinoamericana. Una costumbre gracias a la cual
hemos tenido a un Borges, un García Márquez, un Neruda, un Vallejo, un
Octavio Paz, un Lezama Lima, un Lam, un Matta, un Tamayo, y hemos
inventado el tango, el mambo, los boleros, la salsa y tantos ritmos y
canciones que el mundo entero canta y baila. Sin embargo, pese a haber
dejado atrás el subdesarrollo hace tiempo en materia de creatividad
artística -en ese campo, más bien somos imperialistas- América Latina es,
después del África, la región del mundo donde hay más hambre, atraso,
desempleo, dependencia, desigualdades económicas y violencia. Y la pequeña
y bostezante Suiza es el país más rico del mundo, con los más altos
niveles y calidad de vida que ofrezca un país de hoy a sus ciudadanos (a
todos, sin excepción) y a muchos miles de inmigrantes. Aunque es siempre
aventurado suponer la existencia de leyes históricas, me atrevo a proponer
ésta: el progreso social y económico está en relación directamente
proporcional al aburrimiento vital que significa acatar la realidad e
inversamente proporcional a la efervescencia espiritual que resulta de
insubordinarse contra ella.
Los quiebraquilos de nuestros días son los millares de jóvenes
latinoamericanos que, movidos por un noble ideal, sin duda, acudieron a
manifestarse en Porto Alegre contra la globalización, un sistema tan
irreversible en nuestra época como el sistema métrico decimal cuando los
seguidores del apóstol Ibiapina declararon la guerra a los metros y a los
quilogramos. La globalización no es, por definición, ni buena ni mala: es
una realidad de nuestro tiempo que ha resultado de una suma de factores,
el desarrollo tecnológico y científico, el crecimiento de las empresas,
los capitales y los mercados y la interdependencia que ello ha ido creando
entre las distintas naciones del mundo. Grandes perjuicios y grandes
beneficios pueden resultar de esta progresiva disolución de las barreras
que, antes, mantenían a los países confinados en sus propios territorios
y, muchas veces, en franca pugna con los demás. El bien y el mal que trae
consigo la globalización depende, claro está, no de ella misma, sino de
cada país. Algunos, como España en Europa, o Singapur en el Asia, la
aprovechan espléndidamente, y el colosal desarrollo económico que ambos
han experimentado en los últimos veinte años ha resultado en buena parte
de esas masivas inversiones extranjeras que estos dos países han sido
capaces de atraer. Los cito a ambos porque son dos ejemplos excepcionales
de los extraordinarios beneficios que una sociedad puede sacar de la
internacionalización de la economía. (Singapur, una ciudad-estado de
tamaño liliputiense, ha recibido en los últimos cinco años, más
inversiones extranjeras que todo el continente africano).
En cambio, no hay duda alguna que a países como a la Nigeria del difunto
general Abacha, al Zaire del extinto Mobutu y al Perú del prófugo
Fujimori, la globalización les trajo más perjuicios que beneficios, porque
las inversiones extranjeras, en vez de contribuir al desarrollo del país,
sirvieron sobre todo para multiplicar la corrupción, enriquecer más a los
ricos y empobrecer más a los pobres. Nueve mil millones de dólares
ingresaron a las arcas fiscales peruanas gracias a las privatizaciones
efectuadas durante el régimen dictatorial. No queda, de ello, un solo
céntimo, y la deuda externa ha crecido, desde el golpe de Estado de 1992,
en cinco mil millones de dólares. ¿Qué magias, qué milagros volatilizaron
esas vertiginosas sumas sin que de ellas licuara prácticamente nada a esos
veinticinco millones de peruanos que viven hoy la peor crisis económica de
toda su historia, con récords de desempleo, hambre y marginación? Aunque
parte importante de ellas se derrochó en operaciones populistas, y, otra,
comprando armamento viejo con facturas de nuevo, la verdad es que el
grueso de aquellos ingresos fue pura y simplemente robado por esa pandilla
de gangsters que encabezaban Fujimori y Montesinos y los cuarenta ladrones
de su entorno, y reposa, hoy, a salvo, en los abundantes paraísos fiscales
del planeta. Peor todavía es la historia de lo que ocurría en Nigeria en
los tiempos del general Abacha, quien, como es sabido, exigía a las
trasnacionales petroleras que abonaran directamente los royalties que
debían al país en sus cuentas privadas en Suiza, cuentas que, como las de
Mobutu, raspan por lo visto la vertiginosa suma de unos dos mil millones
de dólares. Frente a esos titanes, Vladimiro Montesinos, a quien se le
calcula sólo mil millones de dólares robados, es un pigmeo.
La conclusión que se puede sacar de estos ejemplos es bastante sencilla:
los perjuicios de la globalización se conjuran con la democracia. En los
países donde imperan la legalidad y la libertad, es decir reglas de juego
equitativas y transparentes, el respeto de los contratos, tribunales
independientes y gobernantes representativos, sometidos a una
fiscalización política y al escrutinio de una prensa libre, la
globalización no es maldición, sino lo contrario: una manera de quemar
etapas en la carrera del desarrollo. Por eso, ninguna democracia sólida,
del primero o del tercer mundo, protesta contra la internacionalización de
la economía; más bien la celebra, como un instrumento eficaz para
progresar. La apertura de las fronteras sólo es perjudicial a los países
donde los sistemas autoritarios se sirven de ella para multiplicar la
corrupción, y donde la falta de leyes justas y de libertad de crítica
permiten a menudo esas alianzas mafiosas entre corporaciones y
delincuentes políticos de las que los casos de un Abacha, un Mobutu y un
Fujimori son típicos ejemplos.
La lección que habría que extraer de estos precedentes es la necesidad
imprescindible de globalizar la democracia, no la de poner término a la
globalización. Pero la democracia tiene grandes dificultades para
aclimatarse en países reacios, por tradición y por cultura, a aceptar la
pobre realidad, el mediocre camino del gradualismo, de lo posible, de la
transacción y el compromiso, de la coexistencia en la diversidad. Eso está
bien para los plúmbeos suizos, tan pragmáticos y realistas, no para
nosotros, soñadores absolutistas, intransigentes revolucionarios, amantes
de la irrealidad y de los terremotos sociales. Por eso, en vez de exigir
más globalización, luchar, por ejemplo, para que los países desarrollados
levanten esas medidas proteccionistas que cierran sus mercados a los
productos agrícolas del tercer mundo -una injusticia flagrante-, pedimos
menos. Es decir, como el padre Ibiapina, que la rueda del tiempo se
detenga, retroceda, y nos regrese al aislamiento y la fragmentación
nacionalista que ha llenado a nuestros países de hambrientos y miserables.
Pero, eso sí, pletóricos de riesgo, aventura, novedades, buena música y
excelentes artistas.