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Nazarín
(segunda parte)

Benito Pérez Galdós

Galdos

Primera parte
Segunda parte
Tercera parte


La versión cinematográfica de Luis Buñuel (1958)

Segunda parte

I

Una noche del mes de marzo, serena y fresquita, alumbrada por espléndida luna, hallábase el buen Nazarín en su modesta casa profundamente embebecido en meditaciones deliciosas, y tan pronto se paseaba con las manos a la espalda, tan pronto descansaba su cuerpo en la incómoda banqueta para contemplar, al través de los empañados vidrios, el cielo y la luna y las nubes blanquísimas, en cuyos vellones el astro de la noche jugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él no lo sabía ni le importaba, como hombre capaz de ver con absoluta indiferencia la desaparición de todos los relojes que en el mundo existen. Cuando eran pocas las campanadas de los que en edificios próximos sonaban solía enterarse; si eran muchas, su cabeza no tenía calma ni atención para cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el sueño, las pocas veces que lo sentía de veras, y aquella noche no le había avisado aún el cuerpo su querencia del camastro en que reposarse por breve tiempo solía.

De pronto, cuando más extático se hallaba mi hombre diluyendo sus pensamientos en la preciosa claridad de la luna, se oscureció la ventana, tapándola casi toda entera un bulto que de la parte del corredor a ella se aproximaba. Adiós claridad, adiós luna y adiós meditación dulcísima del padre Nazarín.

Al llegarse a la ventana oyó golpecitos que daban de afuera, como ordenando o pidiendo que abriese. "¿Quién será?..., ¡a estas horas!..." Otra vez el toque de nudillos, como redoblar de un tambor. "Pues por el bulto —se dijo Nazarín—, parece una mujer. ¡Ea!, abramos y veremos quién es esa señora y a santo de qué viene a buscarme."

Abierta la ventana, oyó el clérigo una voz sofocada y fingida, como la de las máscaras, que con angustioso acento le dijo:

—Déjeme entrar, padrico, déjeme que me esconda..., que me vienen siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura como aquí.

— ¡Pero mujer!... Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le pasa...?

—Déjeme entrar le digo... De un brinco me meto dentro, y no se enfade. Usted, que es tan bueno, me esconderá..., hasta que... Entro, sí, señor; vaya si entro.

Y acompañando la acción a la palabra, con rápido salto de gata cazadora, se metió dentro de un brinco y cerró ella misma los cristales.

—Pero, señora..., ya comprende...

—Padre Nazarín, no se incomode... Usted es bueno, yo soy mala, y por lo mismo que soy tan remala, me dije digo...: "No hay más que el beato Nazarín que me dé amparo en este trance." ¿No me ha conocido todavía, o es que se hace el tonto?... ¡Mal ajo!... Pues soy Ándara... ¿No sabe quién es Ándara...?

—Ya, ya..., una de las cuatro... señoras que estuvieron aquí el día que me robaron, y por consuelo me pusieron como hoja de perejil.

—Yo fui mismamente la que le insulté más y la que le dije cosas más puercas, porque... La Siona es mi tía... Pero ahora le digo que la Siona es más ladrona que Candelas, y usted un santo... Me da la real gana de decirlo porque es la realísima verdad... ¡Mal ajo!

—¿Conque Ándara?... Pero yo quiero saber...

—Nada, padrito de mi alma, que aquí donde me ve, ¡por vida del Verbo!, he hecho una muerte.

— ¡Jesús!

—No sabe una lo que hace cuando le tocan a la diznidá... Un mal minuto cualisquiera lo tiene... Maté..., o si no maté, yo di bien fuerte... y estoy herida; sí, padre..., tenga compasión... La otra me tiró un bocado al brazo y me levantó la carne..., santísima: con el cuchillo de la cocina alcanzó a darme en este hombro, y me sale sangre.

Diciéndolo, se cayó al suelo como un saco, con muestras de desvanecimiento. El padrito la palpó, llamándola por su nombre. "Ándara, señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve y se muere de esa tremenda herida, haga propósito mental de arrepentimiento, abomine de sus culpas para que el Señor se digne acogerla en su santo seno."

Todo esto ocurría en oscuridad casi completa, pues la luna se había ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la malaventurada mujer. Nazarín trató de incorporarla, cosa no difícil, por ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de entre las manos.

—Si tuviéramos luz —decía el clérigo, muy apurado—, ya veríamos...

—¿Pero no tiene luz? —murmuró al fin la tarasca herida, volviendo de su desmayo.

—Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Santísima, si no hay mixtos en casa?

—Yo tengo...; búsquelos en mi bolsillo, que no puedo mover el brazo derecho.

Nazarín tocaba de abajo arriba en el cuerpo de la infeliz, como quien toca una pandereta, hasta que al fin sonó algo como un cascabel en medio de las ropas, impregnadas de una pestilencia con falsos honores de perfume. Revolviendo con no poco trabajo encontró la caja mugrienta, y ya estaba el hombre raspando el fósforo para sacar lumbre cuando la mujerona se incorporó asustada, diciéndole:

—Cierre antes las maderas. Podría verme algún vecino que ande por ahí, ¡contro!, y entonces buena la hacíamos...

Cerradas las maderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del lastimoso estado de la infeliz mujer. El brazo derecho lo tenía hecho una carnicería, de arañazos y mordiscos, y en la paletilla una herida de arma blanca, de donde brotaba sangre, que le teñía la camisa y el cuerpo del vestido. Lo primero que hizo el curita fue desembarazarla del mantón, y luego le abrió o desgarró, conforme pudo, el cuerpo de la bata de tartán. Para que estuviese más cómoda le trajo la única almohada que en su cama tenía, y procedió a la primera cura con los medios más primitivos, lavar la herida, restañarla con trapos, para lo cual hubo de hacer trizas una camisa que le regalaran aquel mismo día unos amigos de la vecindad.

Y la tarasca, en tanto, no paraba de hablar, refiriendo el trágico lance que a tal extremidad le había traído.

—Ha sido con la Tiñosa.

—¿Qué dices, mujer?

—Que la bronca fue con la Tiñosa, y la Tiñosa es la que he matado, si es que la maté, pues ya lo voy dudando. ¡Contro!, cuando yo la agarré por el moño y la tiré al suelo, ¡ay!, le di el navajazo con toda mi alma, para partirle la suya..., ¡mal ajo!; pero ahora... me alegraría de saber que no la había matado...

—Tal para cual. ¿Conque la Tiñosa?... ¿Y quién es esa señora?

—Una de las que conmigo estuvieron aquí aquella mañana, ¿sabe?; la más fea de las cuatro, con unos ojos de carnero a medio morir, el labio partido, la oreja rajada, de un tirón que le dieron para arrancarle el pendiente, y la garganta llena de costurones. ¡Mal ajo!, si el premio de horrorosa no hay quien se lo quite, y yo mismamente, al par de ella, soy como... Las diosas del Olímpido. Conque..., fue todo por un papel de alfileres de cabeza negra que le dio el Tripita..., y de ahí saltó la quistión... De donde vinimos a una muy fuerte despotrica sobre si el Tripita es caballero o no es caballero... Y porque yo dije que es un lambión y un carnerazo vino la gorda, y el decirme que yo era esto y lo otro, que lo que no hay para qué decírselo a una. Mire, padre, yo soy muy loba, tan loba como la primera, pero no quiero que me lo digan, y menos ella, loba vieja y tan zurrida que ni los gatos la quieren ya...

—Cállate, boca infame, cállate, si no quieres que te abandone a tu suerte desdichada —le dijo el clérigo con severidad—. Arrola de ti el rencor, miserable, y considera que has añadido a tus horribles pecados el de homicidio, para que tu alma no tenga un punto, un solo punto por donde pueda ser cogida para sustraerla a las llamas del infierno.

—Es que..., verá, padrito... Si lo que digo es que yo, cuando me tocan la diznidá..., ¡mal ajo!... Porque aunque una sea un guiñapo, cada cual tiene su aquel de vergüenza propia y quiere que la respeten...

—Cállate, repito..., y no hagas comentarios. Cuéntame el caso liso y mondo, para saber yo si debo ampararte o entregarte a la Justicia. ¿Y cómo escapaste del tumulto que en tu casa, en la calle o en donde fuera debió de formarse?... ¿Cómo conseguiste que no te prendieran inmediatamente? ¿Cómo pudiste llegar aquí sin ser vista y guarecerte en mi casa y por qué razón me has puesto en el compromiso de tener que esconderte?

—Todo se lo contaré como desea; pero antes me ha de dar agua, si la tiene, y si no la tiene váyase a buscarla, porque me está abrasando una sed, que ni el infierno...

—Agua tengo, por fortuna. Bebe y cuenta, si el hablar no te debilita y trastorna.

—No, señor; yo estoy hablando, si me dejan, hasta el día del Perjuicio final, y cuando me muera hablaré hasta un poquito después de dar la última boqueada. Pues verá usted..., la tiré con la navaja en semejante parte y en semejante otra, con perdón..., y si no me desapartan, la mecho... La mitad del pelo de ella me lo traje entre las uñas, y estos dos dedos se los metí por un ojo... Total, que me la quitaron y quisieron asujetarme; pero yo, braceando como una leona, me zafé, tiré el cuchillo y salí a la calle, y de una carrerita, antes que pudieran seguirme, fui a parar a la calle del Peñón. Luego volví pasito a paso..., oí ruido de voces..., me agazapé. La Roma y Verginia chillaban, y la tía Gerundia decía: "Ha sido Ándara, ha sido Ándara... " Y el sereno y otros hombres..., que dónde me habría metido, que por aquí, que por allá..., y que me buscarían para llevarme a la Galera y al patíbulo... Yo que oí esto, ¡contro!, me voy escurriendo, escurriendo, pegadita a la pared, buscando la sombra, hasta que me entré por esta calle de las Amazonas, sin que nadie me viera. Toda la gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo me encomendaría, y buscaba un agujero donde meterme, aunque fueran los de la alcantarilla. ¡Pero no cabía, por mucho que me estirara; no cabía, Señor!... ¡Y doliéndome el brazo y soltando sangre de la herida! ¡Mal ajo! Me arrimé al quicio del portalón de esta casa, que hace mucha sombra..., empujé para adentro y vi que se abría... ¡Oh, qué gusto! ¡Suerte como ella!... Los gitanos suelen dejarlo abierto, ¿sabe?... Entréme despacito, como un soplo de viento, y me fui escabullendo, pensando que si me veían los gitanos era perdida... Pero no me vieron los condenados. Dormían como cestos, y el perro se había salido a la calle... ¡Bendita sea la perra que fue la causante de que saliera!... Pues, señor, me fui colando por el patio como una babosa, y para entre mí decía: "¿Pero dónde me meto yo ahora? ¿A quién le pido yo que me esconda?" A la Chanfa, ni pensarlo. A Jesusita y la Pelada, menos. Pues si me veían los Cumplidos, peor... En esto me pasó por el pensamiento que si no me salvaba el padre Nazarín, no me salvaba nadie. Y de cuatro brincos me subí al corredor. Yo me acordé entonces de que el día de Carnaval le había dicho cuatro frescas, por mor del enfado natural de una. De la conciencia, ¡mal ajo!, sentí que me corría la sangre, como de la herida. Pero dije: "Él es un santorro muy simplón y muy buenazo, y no se acordará de aquellas palabritas, ¡contro!", y me corrí hacia la ventana y llamé, y... ¡Ay, cómo me duele ahora..., ay, ay!... Padrito, ¿usted tiene por casualidad vinagre?

—No, hija; ya sabes que aquí no hay lujo, ni en mi despensa ningún alimento nutritivo ni estimulante. ¡Vinagre! ¿Crees tú que has entrado en Jauja?

II

A la madrugada se puso tan mala la pobre, que Nazario (pues no siempre hemos de llamarle Nazarín, familiarmente) no sabía qué hacerle ni qué medidas tomar para salir con ventura de aquel grave conflicto en que su cacareada y popular bondad en mal hora le puso. La tal Ándara (a quien llamaban así por contracción de Ana de Ara) cayó en extenuación alarmante, con frecuentes colapsos y delirio. Para colmo de desdicha, aunque el buen cura comprendió que todo el mal provenía de extenuación, motivada por la pérdida de tanta sangre, no podía ponerle inmediato remedio por no tener en su casa más vituallas que un poco de pan, un pedazo de queso de Villalón, y como una docena de nueces, sustancias impropias para un enfermo traumático. Pero pues no había otra cosa, forzoso fue apencar con el pan y las nueces hasta que viniera el día y pudiese Nazarín procurarse mejor alimento. Hubiérale dado él de muy buena gana un poco de vino, que era lo que ella principalmente apetecía; mas en casa tan pobre y modesta no entraba jamás aquel líquido. Ya que no podía atender al reparo de fuerzas, trató de acomodar el cuerpo de la miserable en cama menos dura que el santo suelo, donde yacía desde que entró; y viendo la imposibilidad, después de infructuosos ensayos, de que Ándara se moviera de aquel sitio, porque sus músculos habían venido a ser como trapos y sus huesos de plomo, no tuvo el buen Nazarín más remedio que sacar fuerzas de flaqueza y echarse a cuestas, con descomunal trabajo, aquel fardo execrable. Afortunadamente, el peso de Ándara era escaso, porque andaba mal de carnes (la mayor desgracia en su condición), y para cualquier hombre de medianos bríos el levantarla habría sido como cargar un pellejo de arroba a medio llenar.

Así y todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en mitad del camino. Pero al fin pudo soltar su farda, y al caer los molidos huesos y flojas humanidades en el colchón, dijo la moza:

—Dios se lo pague.

Ya cerca del día, y hallándose en un momento lúcido, después de haber desembochado mil desatinos, tocantes al Tripita, la Tiñosa y demás gentuza con que ordinariamente trataba, la tarasca dijo a su bienhechor:

—Señor Nazarín, si no tiene comida, supongo que no le faltará dinero.

—No tengo más que lo de la misa de hoy, que aún no lo he tocado ni me lo ha pedido nadie.

—Mejor... Pues en cuanto amanezca traerá media librita de carne para ponerme un puchero. Y tráigase también medio cuartillo de vino... Pero mire, venga acá. Usted no tiene malicia y hace las cosas a lo santo, con lo cual perjudica sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de mí, que tengo más... gramática. No compre el vino en la taberna del hermano de Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. "¡Anda, anda —dirían—, el bendito Nazarín comprando vino, él que no lo cata!" Y empezarían a chismorrear, y que torna, que vira, y alguien se metería en averiguaciones y, ¡contro!, me descubrirían... ¡Y qué cosas dirían de usted!... ¡Váyase a comprarlo a la taberna de la calle del Oso, o a la de los Abades, donde no le conocen, y, además, hay más conciencia que por aquí, vamos al decir, que no bautizan tanto.

—No necesitas decirme lo que tengo que hacer —repitió el clérigo—. Sobre que la opinión del mundo no significa nada para mí, no es bien que yo tome tus consejos, ni que tú te atrevas a dármelos. Ni tengas por seguro tampoco, desdichada Ándara, que esta pobre morada mía es escondite de criminales y que a mi sombra vas a encontrar la impunidad. Yo no te denunciaré; pero tampoco puedo, porque no debo, ¿entiendes?, burlar a tus perseguidores, si con justicia te persiguen, ni librarte de la expiación a que el Señor, antes que los Tribunales, sin duda, te sentencia. Yo no te entregaré a la Justicia: mientras aquí estés, te haré todo el bien que pueda. Si no te descubren, allá Dios y tú.

—Bueno, señor, bueno—replicó la tarasca entre hondos suspiros—. Eso no quita para que compre el vino donde le digo, porque es menos cristiano allá que acá. Y si no tuviere bastante guita, busque en el bolsillo de mi bata, donde debe de haber una peseta y tres o cuatro perras. Cójalo todo, que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por el vino tráigase una cajetilla para usted.

—¡Para mí! —exclamó el sacerdote con espanto—. ¡Si sabes que no fumo!... Y aunque fumara... Guárdate tu dinero, que bien podrías necesitarlo pronto.

—Pues el vicio del tabaco, ese nada más, bien lo podría tener, ¡mal ajo! Vamos, que el no tener ningún vicio, ninguno, lo que se dice ninguno, vicio también es. Pero no se enfade...

—No me enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la distracción del espíritu son un nuevo mal que añades a los que ya tienes sobre ti. Reconcentra tus pensamientos, infeliz mujer; pide el fervor de Dios y de la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo mucho malo que has hecho, y en la posibilidad de la enmienda y del perdón, si con fe y amor procuras una y otro. Aquí me tienes para ayudarte si piensas en cosas más series que el escondite, la peseta, el vino y la cajetilla..., a no ser que ésta la quieras para ti, y en tal caso...

—No, no, señor...; yo no... —refunfuñó la moza—. Era que... Total, que si quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto sea de su cuenta.

—Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pediría... ¡Ea!, a pensar en tu alma, en tu arrepentimiento. Repara que estás herida, que yo no puedo curarte bien, que el Señor puede mandarte, a la hora menos pensada, una gangrena, un tifus o cualquier otra pestilencia. ¡Ah!, nunca sería tanto como lo que mereces, ni tan grave como la podredumbre que devora tu alma. En eso es en lo que tienes que pensar, Ándara infeliz; que si en todo caso estamos a merced de la muerte, a ti ahora te anda rondando, y como venga de súbito, que puede venir, y te coja desprevenida, ya sabes adónde vas a parar.

Ni mientras Nazarín hablaba, ni mucho después, dijo Ándara esta boca es mía, demostrando con su silencio el vago temor que la exhortación produjo en su alma. Pasado un largo rato volvió a echar suspiros y más suspiros, manifestando con voz quejumbrosa que si era preciso morir, no tendría más remedio que conformarse. Pero bien podía suceder que viviese, tomando algún alimento, un poco de vino, y aplicándoselo también a las heridas. Y como llegase el caso, ella no dejaría de procurarse todo el arrepentimiento posible, a fin de que el trance final la cogiera en buena disposición y con mucho cristianismo en toda su alma. Fuera de esto, si el padrito no se enfadaba, le diría que ella no creía en el Infierno. Tripita, que era persona muy leída y compraba todas las noches La Correspondencia, le había dicho que eso del Infierno y el Purgatorio es papa, y también se lo había dicho Bálsamo.

—¿Y quién es Bálsamo, hija mía?

—Pues uno que fue sacristán, y estudió para curo, y sabe todo el canticio del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y se puso a cantar por las calles con una guitarra, y de una canción muy chusca que acababa siempre con el estribillo de el bálsamo del amor le vino y se le quedó para siempre el nombre de Bálsamo.

—Pues escoge entre la opinión del señor de Bálsamo y la mía.

—No, no, padrito... Usted sabe más... ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo se va a comparar!... Si ese de que le hablo es un perdido, más malo que la sarna. Vive con una que la llamamos la Camella, alta y zancuda, mucho hueso. Le viene este nombre de que antes, cuando pintaba algo, le decían la dama de las Camelias.

—No quiero saber nada de camellas ni camelias, ¿entiendes? Aleja de tu mente la idea de todo ese personal inmundo y piensa en sanar tu alma, que no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo aquí, en esta banqueta, apoyadito en la pared, espero el día, que ya no ha de tardar en enviarnos sus primeros resplandores.

Durmiéranse o no, ello es que ambos callaron, y silenciosos permanecían cuando penetraban por las rendijas de la ventana y de la clavada puerta los primeros flechazos de la luz matutina. Aún tardaron un ratito en iluminar toda aquella pobreza y en diseñar los contornos de los objetos, poniendo a cada uno su natural color. Ándara se durmió profundamente al amanecer, y cuando despertó, bien entrado el día, encontróse sola. Como notara ruido en la casa, entrar y salir de gente en el patio, el barullo de los huéspedes, la voz tormentosa de la Chanfaina en la cocina, tuvo miedo. Aunque bien pudieran ser aquellos rumores el movimiento común y ordinario de la casa, la infeliz no las tenía todas consigo, y en su zozobra hizo propósito firme de permanecer achantadita en el flaco jergón, cuidando de no hacer ruido, de no moverse, ni toser, ni respirar más que lo preciso para no ahogarse, a fin de que ningún descuido suyo delatara su presencia en la casa del sacerdote.

Más que el miedo para desvelarla, podía la extenuación para adormecerla, y segunda vez cayó en un letargo pesadísimo, del cual la sacó Nazarín, sacudiéndole la cabeza, para ofrecerle vino. ¡Ay, con qué ansia lo tomó y qué bien le supo! Después le aplicó a las heridas el mismo medicamento que empleara para uso interno, y tanta fe en esta terapéutica tenía la mujerona, sin duda por haber presenciado ejemplos mil de su eficacia, que sólo con aquella fe, a falta de otra, se mejoró la condenada. La conciencia de su desamparo ante el peligro le inspiraba mil precauciones ingeniosas, entre ellas el no hablar con don Nazario más que por señas, para que ninguna voz suya llegase a los oídos de la refistolera vecindad. Con visajes y garatusas se dijeron todo cuanto tenían que decirse; y por cierto que pasó Ándara grandes apuros para indicarle con tan imperfecto lenguaje algunas cosas pertinentes al puchero que el buen curita pensaba poner. No hubo más remedio que emplear la palabra, reduciéndola a un susurro apenas perceptible; al fin, se entendieron. Nazarín adquirió preciosas nociones de arte culinario, y la enferma tomó un caldo, que no sería ciertamente de mucha sustancia, mas para ella bueno estaba; y con unas sopas que comió después se fue reponiendo y entrando en caja. Cumplidos estos deberes de hospitalidad caritativa, Nazarín salió, dejando la casa cerrada y a la moza herida sin más compañía que la de sus alborotados pensamientos y la de algún ratón, que, a la husma de las migas de pan, andaba por debajo de la cama.

III

Todo el resto del día estuvo solo la buena pieza, pues el padrito no se daba prisa por volver a su domicilio. Recelos y desconfianzas de criminal acometieron por la tarde a la malaventurada mujer. "¡Si me denunciara este buen señor! —se decía, no pudiendo pensar más que en la anhelada impunidad—. No sé, no sé..., porque unos le tienen por santo y otros por un pillete muy largo, pero muy largo... No sabe una a qué carta quedarse... ¡Contro!, ¡mal ajo! Pero no, no creo que me denuncie... El cuento es que si me descubren y le preguntan si estoy aquí, contestará que sí, porque él no miente ni aun para salvar a una persona. ¡Vaya con la santidad! Si es cierto que hay Infiernos con mucha lumbre y tizonazos, allá debían ir los que dicen verdades que a un pobre le cuestan la vida o le zampan en una cárcel."

Por la tarde pasó un rato de horrible pavura oyendo la voz de la Chanfa junta a la ventana Hablaba con otra mujer que, por el habla gargajosa y carraspeante, parecía la Camella. ¡Y la Camella era tan mala, tan amiga de meter en todo las narices, y llevar y traer cuentos! Después que picotearon bien, Estefanía llamó con los nudillos en el cristal; pero como el padre no estaba allí para responderle, se fueron las muy indinas. Otras personas, y algunos chicuelos de la vecindad, llamaron también en el curso del día, cosa muy natural y que no debía ser motivo de alarma, porque la pobretería de aquellos lugares visitaba con frecuencia al que era amigo y consuelo de los pobres. Al anochecer, ya no podía la mujerzuela con su congoja y susto, y anhelaba que volviese el clérigo, para saber si podía contar o no con el sigilo en aquella oscura reclusión. Los minutos se le hicieron horas; al fin, cuando le vio entrar, ya cerca de anochecido, a punto estuvo de reñirle por su tardanza, y si no lo hizo fue porque el gozo de verle le quitó el enfado.

—Yo no tengo que darte a ti cuenta de dónde voy ni de dónde vengo, ni en qué empleo mis horas —le dijo Nazarín, contestando a las primeras preguntas impertinentes y oficiosas de la que bien podía llamarse su protegida—. ¿Y qué tal? ¿Vamos bien? ¿Te duele menos la herida? ¿Vas tomando fuerzas?

—Sí, hombre, sí... Pero el canguelo no me deja vivir... A cada instante me parece que entran para cogerme y llevarme a la cárcel. ¿Estaré segura? Dígamelo con verdad, a lo hombre, más que a lo santo.

—Ya sabes —repuso el sacerdote desembarazándose del manteo y la teja—, yo no te denuncio... Procura tú no hacer aquí nada por donde te descubran... y chitón, que anda gente por el corredor.

—Vaya que está hoy mi beato muy paseante en Corte —decía la amazona—. ¿Qué pasa? ¿Ha ido a bailarle el agua al Obispo, como lo aconsejé? Como no adule, no le darán nada. ¿Y qué? ¿Hubo misa hoy? Bueno. Así, aplicarse, ir a las parroquias con cara de poca vergüenza, darse pisto... Verá cómo caen misas. Oiga, padrito, yo siento..., me parece que sale por esta ventana un olor... así como de esa perfumería condenada que gastan las mujeronas... ¿Pero usted no huele? ¡Si es un tufo que tira para atrás!... Claro, no es novedad. Como entran a verle a usted personas de todas castas, y usted no distingue, ni sabe a quién socorre...

—Eso será —replicó Nazarín sin inmutarse—. Entra aquí mucha y diversa gente. Unos huelen y otros no.

—Y también me da olor a vinazo... ¿Se nos estará su reverencia echando a perder?... Porque el de la misa no será.

—Lo del otro olor —dijo el clérigo con suprema sinceridad— no lo niego. Aroma o pestilencia, ello es que existe en mi casa. Yo lo siento, y lo sentirá todo el que tenga olfato. Pero olor a vino no lo noto, francamente, no noto nada, y esto no es decir que no lo haya habido en casa hoy... Pudo haberlo; mas no huele, señora, no huele.

—Pues yo digo que trasciende... Pero no hay que disputar, porque no tendrán la misma trascendencia sus narices y las mías.

Ofrecióle después comida la señora Chanfa, y él rehusó, limitándose a recibir, tras repetidas instancias, un bollo de canela y dos chorizos de Salamanca. Con esto se acabó la conversación y el horroroso susto de la reclusa.

—Ya me barrunté yo —decía, inconsolable, al sentir que se alejaba la amazona—que esta perfumación indecente de mi ropa me iba a denunciar. La quemaría toda, si pudiera salir de aquí en camisa. Lo que menos pensaba yo, echándome esos olores, era que me habían de traer tal perjuicio. Y es buena esencia, ¿verdad, padrito? ¿No le gusta a usted olerla?

—A mí no. Sólo me agrada el olor de las flores.

—A mí también. Pero van caras, y no puede una tenerlas más que de vista en los jardines. Pues hace tiempo, tenía yo un amigo que me llevaba muchas flores, de las mejores; sólo que estaban algo sucias.

—¿De qué?

—De la porquería de las calles. Este amigo era barrendero, de los que recogen las basuras todas las mañanas. Y a veces, por el Carnaval o en tiempo de baile, barría en la puerta de los teatros y casas grandes, y con la escoba recogía muchas camellas.

—Camelias, se dice.

—Camelias, y hasta rosas. Lo ponía todo en un papel con mucho cuidadito, y me lo llevaba.

—¡Que fino!... ¿Dejarás, al fin, de pensar tonterías, y mirarás a lo importante, a la purificación de tu alma?

—Todo lo que usted quiera. aunque me parece que de ésta no expiro. Yo tengo siete vidas, como los gatos. Dos voces estuve en el espital con la sábana por la cara, creyendo todos que me iba, y volví, y me curé.

—No hay que fiar, señora mía, de la feliz circunstancia de haber escapado una y otra vez. En toda ocasión la muerte es nuestra inseparable compañera y amiga. En nosotros mismos la llevamos desde el nacer, y los achaques, las miserias, la debilidad y el continuo sufrir son las caricias que nos hace dentro de nuestro ser. Y no sé por qué ha de aterrarnos la imagen de ella cuando la vemos fuera de nosotros, pues esa imagen en nosotros está de continuo. De seguro que tú te espantas cuando ves una calavera, y más si ves un esqueleto...

—¡Ay, sí, qué miedo!

—Pues la calavera que tanto te asusta, ahí la llevas tú: es tu cabeza...

—Pero no será tan fea como la de los cementerios.

—Lo mismo; sólo que está vestida de la carne.

—¿De modo, padrito, que yo soy mi calavera? ¿Y el esqueleto mío es todos estos huesos, armados como los que vi yo una vez en el teatro, en la función de los fantoches? ¿Y cuando yo bailo, baila mi esqueleto? ¿Y cuando duermo, duerme mi esqueleto? ¡Mal ajo! ¿Y al morirme, cogen mi esqueletito salado y lo tiran a la tierra?

—Exactamente, como cosa que ya no sirve para nada.

—Y cuando se muere una, ¿sigue una sabiendo que se ha muerto, y acordándose de que vivía? ¿Y en qué parte del cuerpo tiene una el alma? ¿En la cabeza o en el pecho? Cuando una se pelea con otra, digo yo, ¿el alma se sale a la boca y a las manos?

Contestóle Nazarín, sobre esto del alma, en la forma más elemental y comprensible para tan ruda inteligencia, y siguieron departiendo en voz baja, a prima noche, después de cenar algo, sin cuidarse de la vecindad, que, por fortuna, de ellos tampoco se cuidaba. Ándara, por causa, sin duda, de la forzada quietud que le excitaba la imaginación, todo quería saberlo, demostrando una curiosidad hasta cierto punto científica, que el buen eclesiástico satisfacía en unos casos y en otros no. Anhelaba saber cómo es esto de nacer una, y cómo salen los pollos de un huevo igualitos al gallo y a la gallina... En qué consiste que el número trece es muy malo, y por qué causa trae buena sombra el recoger una herradura en mitad de un camino... Cosa inexplicable era para ella la salida del sol todos los días, y que las horas fueran siempre iguales, y el tamaño de los días de un año, en cada estación, igual a los días de los otros años... ¿Dónde se metían los ángeles de la guarda cuando una es niña, y qué razón hay para que las golondrinas se larguen en invierno y vuelvan en verano, y acierten con el mismo nido?... También es muy raro que el número dos traiga siempre buena suerte, y que la traiga mala el tener dos velas encendidas en las habitaciones... ¿Por qué tienen tanto talento los ratones, siendo tan chicos, y a un toro, que es tan grande, se le engaña con un pedazo de trapo?... Y las pulgas y otros bichos pequeños, ¿tienen su alma a su modo?... ¿Por qué la luna crece y mengua, y qué razón hay para que cuando una va por la calle y encuentra a una persona parecida a otra, al poco rato encuentre a la otra?... También es cosa muy rara que el corazón le diga a una lo que va a pasar, y que cuando las mujeres embarazadas tienen antojo de una cosa, verbigracia, de berenjenas, salga luego el crío con una berenjena en la nariz. Tampoco entendía ella por qué las almas del Purgatorio salen cuando se les da a los curas unas perras para responsos, y por qué el jabón quita la porquería, y por qué el martes es día tan malo que no se puede hacer nada en él.

Fácilmente contestaba Nazarín a no pocas de sus dudas, pero otras no se las podía satisfacer, y las proposiciones que pertenecían al orden de la superstición estúpida se las negaba rotundamente, exhortándole a echar de su mente ideas tan desatinadas. Con esto pasaron la velada, y una noche tranquila y sin ningún accidente permitió a la enferma reparar sus fuerzas. De este modo transcurrieron tres días, cuatro; Ándara restableciéndose rápidamente de sus heridas y cobrando fuerzas; el buen don Nazario, saliendo todas las mañanas a decir su misita, y regresando tarde a casa, sin que ningún suceso alterase esta monotonía, ni se descubriera el escondite de la mala mujer. Aunque ésta se creía segura, no se descuidaba en sus minuciosas precauciones para que no llegara al exterior de la casa rumor ni indicio alguno de su presencia. A los tres días abandonó el ocioso jergón mas no se atrevía a salir de la alcoba, y como sintiera voces, contenía temblando la respiración. Pero no quiso la voluble suerte favorecerla más tiempo, y al quinto día fueron inútiles ya todas las cautelas, y la infame se vio en peligro inminente de caer en poder de la Justicia.

Al anochecer se llegó la Estefanía a la ventana, y llamando al padrito, que acababa de entrar, le dijo:

—¡Eh, so babieca, que ya no valen pamplinas, que ya se sabe todo, y quién es la mala rata que esconde usted en su madriguera! Ábrame la puerta por allá, que quiero entrar y hablarle sin que se enteren los vecinos.

IV

Ándara, que tal oyera, se quedó más blanca que la pared, lo cual, en verdad, no era extremada blancura, y ya se consideró en la Galera, con grillos en los pies y esposas en las manos. Daba diente con diente cuando sintió entrar a la Chanfaina, que se metió de rondón en la alcoba diciendo:

—Se acabaron las pamemas. Mira, tú, trasto: desde el primer día entendí que estabas aquí. Te saqué por el olor. Pero no quise decir nada, no por ti, sino por no comprometer al padrico, que se mete en estos fregados con buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan los dos que si no hacen lo que voy a decirles, están perdidos.

—¿Se murió la Tiñosa? —le preguntó Ándara, aguijoneada por la curiosidad, más poderosa en aquel instante que el miedo.

—No se ha muerto. En el espital la tienes de interfezta, y, según dicen, no comerá la tierra por esta vez. Pues si se muriera, tú no te escapabas de ponerte el corbatín. Conque... ya sales de aquí espirando. Vete adonde quieras, que de esta noche no pasa que venga aquí el excelentísimo Juzgado.

—¿Pero quién...?

—¡Ay, qué tonta! ¡La Camella tiene un olfato!... La otra noche vine a esta ventana, y pegaba las narices al quicio como los perros ratoneros cuando rastrean el ratón. Golía, golía, y sus resoplidos se oían desde el portal. Pues ella y otras te han descubierto, y ya no hay escape. Lárgate pronto de aquí y escóndete donde puedas.

—Ahora mismo —dijo Ándara, envolviéndose en su mantón.

—No, no —agregó la Chanfa, quitándoselo—. Voy a darte uno mío, el más viejo, para que te disfraces mejor. Y también te daré una bata vieja. Aquí dejas toda la ropa manchada de sangre, que yo la esconderé... Y que coste que esto no lo hago por ti, feróstica, sino por el padruco, que está en el compromiso de que le tengan o no le tengan por un peine como tú. Que la Justicia es muy perra y en todo ha de meter el hocico. Ahora, este serófico tiene que hacer lo que yo le diga; si no, le empapelan también, y que vengan los angelitos a librarle de ir a la cárcel.

—¿Qué tengo yo que hacer?... sepámoslo —preguntó el sacerdote, que si al principio parecía sereno, luego se le vio un tanto pensativo.

—Pues usted, negar, negar y negar siempre. Esta pájara se va de aquí, y se esconde donde puede. Se quita todo, solutamente todo el rastro de ella: yo limpiaré la salita, lavaré los baldosines, y usted, señor Nazarillo de mis pecados, cuando vengan los de la Justicia, dice a todo que no, y que aquí no ha estado ella, y que es mentira. Y que lo prueben, ¡contro!, que lo prueben.

El curita callaba; mas la diabólica Ándara apoyó con calor las enérgicas razones de la Estefanía.

—Es una gaita —prosiguió ésta— que no se pueda quitar el condenado olor... ¿Pero cómo lo quitamos?... ¡Ah, mala sangre, hija de la gran loba, pelleja maldita! ¿Por qué en vez de traerte acá este pachulí que trasciende a demonios no te trajiste toda la perfumería de los estercoleros de Madrid, grandísima puerca?

Acordada la najencia de Ándara, la hombruna patrona, que era toda actividad en los momentos de apuro, trajo sin tardanza las ropas que la criminal debía ponerse en sustitución de las ensangrentadas, para favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de mejor escondite.

—¿Vendrán pronto? —preguntó a la Chanfa, con resolución de acelerar su partida.

—Aún tenemos tiempo de arreglar esto—replicó la otra—, porque ahora van con la denuncia, y lo menos hasta las diez o diez y media no llegarán aquí los caifases. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al tanto de todos estos líos de justicia y sabe cuándo les pica una pulga a los señores de las Salesas. Tenemos tiempo de lavar y de quitar hasta el último rastro de esta sinvergonzona... Y usted, señor San Cándido, ahora no sirve aquí más que de estorbo. Váyase a dar un paseo.

—No, si yo tengo que salir a un asunto —dijo don Nazario, poniéndose la teja—. Me ha citado el señor Rubín, el de San Cayetano, después de la novena.

—Pues aire... Traeremos un cubo de agua... Y tú mira bien por todos lados, no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u otra cualisquiera inmundicia de tu persona, cintajo, cigarrillo... No es mal compromiso el que le cae a este bendito por tu causa... ¡Ea!, rico, don Nazarín, a la calle. Nosotras arreglaremos esto.

Fuese el clérigo, y las dos mujeronas se quedaron trajinando.

—Busca bien, revuelve todo el jergón, a ver si dejas algo —decía la Chanfa.

Y la otra:

—Mira, Estefa, yo tengo la culpa, yo soy la causante..., y pues el padrico me amparó, no quiero yo que por mí y por este arrastrado perfume le digan el día de mañana que si tal o cual... Pues yo la hice, yo trabajaré aquí hasta que no quede la menor trascendencia del olor que gasto... Y ya que tenemos tiempo..., ¿dices que a las diez?..., vete a tus quehaceres y déjame sola. Verás cómo lo pongo todo como la plata...

—Bueno, yo tengo que dar de cenar a los mieleros y a los cuatro tíos esos de Villaviciosa... Te traeré el agua, y tú...

—No te molestes, mujer. ¿Pues no puedo yo misma traer el agua de la fuente de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo mi mantón por la cabeza, y ¿quién me va a conocer?

—Ello es verdad: vete tú, y yo a mi cocina. Volveré dentro de media hora. La llave de la casa está en la puerta.

—Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y traigo el agua de Dios en menos que canta un gallo... Y otra cosa: ahora que me acuerdo..., dame una peseta.

—¿Para qué la quieres, arrastrada?

—¿La tienes o no? Dámela, préstamela, que ya sabes que cumplo. La quiero para echar un trago —comprarme una cajetilla. ¿Miento yo alguna vez?

—Alguna vez, no; siempre. Vaya, toma la jeringada peseta y no se hable más. Ya sabes lo que tienes que hacer. Al avío. Me voy. Espérame aquí.

Salió la terrible amazona, y tras ella, con dos minutos de diferencia, la otra tarasca, después de juntar con su peseta la que le diera su amigo y de coger en la cocina una botella y una zafra no muy grande. La calle estaba oscura como boca de lobo. Desapareció en las tinieblas, y cruzando a la calle de Santa Ana, al poco rato volvió con los mismos cacharros agazapados entre los pliegues de su mantón. Con presteza de ardilla subió la angosta escalera y se metió en la casa.

En poquísimo tiempo, que seguramente no pasaría de siete u ocho minutos, entró Ándara en un cuartucho próximo a la cocina, sacó un montón de paja de maíz de un colchón deshecho, lo llevó todo a la alcoba, envuelto en la misma tela del jergón, y extendiólo debajo de la cama, derramando encima todo el petróleo que había traído en la botella y en la zafrilla. Aún le parecía poco, y rasgando de arriba abajo con un cuchillo el otro colchón, también de maíz, en cuyas blanduras había dormido algunas noches, acumuló paja sobre paja; y para mayor seguridad, puso encima la tela de ambos colchones y cuanto trapo encontró a mano, y sobre la cama la banqueta y hasta el sofá de Vitoria. Formada la pira, sacó su caja de mixtos, y ¡zas!... Como la pora pólvora, ¡contro! Abierta la ventana para que entrara la onda de aire, esperó un instante contemplando su obra, y no se puso en salvo hasta que el espeso humo que del montón de combustible salía le impidió respirar. Tras de la puerta, en el peldaño más alto de la escalerilla, observó un rato cómo crecía con furor la llama, cómo bufaba el aire entre ella, cómo se llenaba de humazo negro la vivienda del buen Nazarín, y bajó escapada y escabullóse por el portal más pronta que la vista, diciendo para su mantón: "¡Que busquen ahora el olor..., mal ajo!"

Por el cerrillo del Rastro bajó a la calle del Carnero; después, a la de Mira el Río, y paróse allí mirando al sitio donde, a su parecer, entre los tejados, caía el mesón de la Chanfaina. No tenía sosiego hasta no ver la columna de humo, que anunciarle debía el éxito de su ensayo de fumigación. Si no subía pronto el humo, señal era de que los vecinos sofocaban el fuego... Pero no, ¡cualquiera apagaba aquel infiernito que armara ella en menos de un credo! Intranquila estuvo como unos diez minutos, mirando para el cielo y pensando que si la lumbre no prendía bien, su hazaña, lejos de ser salvadora y decisiva, la comprometía más. Por todo pasaba, aun por ir ella a pudrirse en la Galera; pero no consentía que acusaran al divino Nazarín de cosas falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con una mujer mala... Por fin, ¡bendito Dios!, vio salir por encima de los tejados una columna de humo negro, más negro que el alma de Judas, y a los cielos subía retorciéndose con tremendos espirales, y creeríase que la humareda hablaba y que decía al par de ella: "¡Que descubran ahora el olor!... ¡Que aplique la Camella sus narices de perra pachona!... Anda, ¿no queríais tufo, señores caifases de la incuria? Pues ya no huele más que a cuerno quemado..., ¡contro!, y el guapo que ahora quiera descubrir el olor..., que meta las uñas en el rescoldo..., y verá... que le ajuma..."

Alejóse más, y desde lo bajo de la Arganzuela vio llamas. Todo el grupo de tejados aparecía con una cresta de claridad rojiza que la tarasca contempló con salvaje orgullo. "Puede una ser una birria, pero tiene conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es malo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una jediondez de la ropa que una se pone. No, la conciencia es lo primero. ¡Arda Troya!... Estate tranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco pierdes, y otra ratonera no te ha de faltar..."

El incendio tomaba formidables proporciones. Vio Ándara que hacia allá corría presurosa la gente; oyó campanas. Pudo llegar a creer, en el desvarío de su imaginación, que las tocaba ella misma. Tan, tarán, tan...

—¡Qué burra es esa Chanfaina! ¡Creer que lavando se quita el aire malo! No, ¡contro!, eso no se va con agua, como el otro que dijo... ¡El aire malo se lava con fuego, sí, ¡mal ajo!, con fuego!

V

Al cuarto de hora de salir la diabólica mujer de la vivienda de don Nazario, ya era ésta un horno, y las llamas se paseaban por el recinto estrecho devorando cuanto encontraban. Acudieron aterrados los vecinos; pero antes de que trajeran los primeros cubos de agua, providencia elemental contra incendios leves, ya por la ventana salía una bocanada de fuego y humo que no dejaba acercarse a ningún cristiano. Corrían los inquilinos de aquí para allá, y subían y bajaban sin saber qué partido tomar; las mujeres chillaban, los hombres maldecían. Hubo un momento en que las llamas parecieron extinguirse o achicarse dentro de la estancia, y algunos se aventuraron a entrar por la escalerilla del portal, y otros derramaron cántaros de agua por la ventana del corredor. Con una buena bomba, bien cebada de agua, habríase cortado el incendio en aquel instante; pero mientras llegaba el socorro de bombas y bomberos, tiempo había para arder toda la casa y achicharrarse en ella sus habitantes si no se daban prisa a ponerse a salvo. A la media hora vieron que salían velloncitos de humo por entre las tejas (el piso era principal y sotabanco, todo en una pieza), y ya no quedó duda de que se había extendido el fuego solapadamente a las vigas altas. ¿Y las bombas? ¡Ay, Dios mío! Cuando llegó la primera, ya ardían como zarzal reseco la desvencijada techumbre, y el corredor, y el ala norte del patio. Creyérase que toda aquella construcción era yesca salpimentada de pólvora; el fuego se cebaba en ella famélico y brutal, la devoraba; ardían las maderas apolilladas, el yeso mismo y hasta el ladrillo, pues todo se hallaba podrido y desecho, con una costra de mugre secular. Ardían con gana, con furor. La combustión era un júbilo del aire, que daba en obsequio de sí mismo función de pirotecnia.

No hay para qué describir el pánico horrible del indigente vecindario. Ante la formidable intensidad y extensión de la quema, debía creerse que pronto el edificio entero ardería por los cuatro costados sin que se salvara ni una astilla. Apagar tal infierno era imposible, ni aunque vomitaran agua sobre él todas las mangas del orbe católico. A las diez y media nadie pensaba más que en salvar la pelleja y los pocos trastos que componían el mueblaje de las viviendas míseras. Viéronse, pues, salir de estampía de los corredores al patio, y de éste a la calle, hombres, mujeres y chiquillos, y escaparon también los gitanescos burros, los gatos y perros, y hasta las ratas que, entre el viguetaje y en agujeros de arriba y abajo, tenían sus guaridas.

Y pronto se llenó la calle de catres, cofres, cómodas y trebejos mil, como el aire de un clamor de miseria y desesperación, al cual se unía el fragoroso aventeo de las llamas para formar un conjunto siniestro. Cuidábanse exclusivamente vecinos y auxiliares de salvar trastos y personas, entre las cuales había algunos impedidos, cojos y ciegos. A excepción de uno de éstos, que salió con las barbas chamuscadas, el salvamento se verificó sin ningún detrimento en las vidas humanas. Desaparecieron, sí, bastantes aves, más bien que por muerte por haber variado de dueño en aquellos apuros, y alguno de los asnos fue a parar, de la primera carrera, a la calle de los Estudios. A última hora trabajaron los bomberos para impedir que el incendio saltara a las casas inmediatas, y, conseguido esto, aquí paz y después gloria.

No hay para qué decir que la Chanfaina desde que recibió en sus narizotas el tufo de la quemazón, no pensó más que en poner en salvo su ajuar, que con no valer en sí más que para leña, era lo mejor de la casa. Ayudada de los mieleros y de otros huéspedes diligentes, fue sacando sus cosas, y puso bazar de ellas en la calle. Sus manos y pies no descansaban un momento, ni tampoco su agresiva lengua, que rociaba de palabras bárbaras y sucias a todo el gentío, y a los bomberos y al fuego mismo. El reflejo de las llamaradas enrojecía su rostro, tanto como el hervor de su condenada sangre.

Y he aquí que cuando ya tuvo todos sus chismes en la calle, menos una parte de la batería de cocina que no pudo salvar, y se ocupaba en custodiarlos y defenderlos de la pillería, se le puso delante el padre Nazarín, tan fresco, Señor, pero tan fresco, como si nada hubiera pasado, y con acento angelical le dijo:

—¿Conque es cierto que nos hemos quedado sin albergue, señora Chanfa?

—Sí, pavito de Dios, ¡mala centella nos parta a todos!... ¡Y con qué desahogo lo dice!... Claro, como usted nada tenía que perder y Dios le ha hecho el favor de consumirle sus miserias, no repara en los pudientes, que tenemos que sacar los trastos a la calle. Pues esta noche dormirá usted al raso, como un caballero. ¿Qué me dice de esa chamusquina espantosa? ¿No sabe que empezó por su casa, como si mismamente hubiera reventado un polvorín?... A mí que no me digan, esto no ha sido natural. Esto ha sido función artificial, sí, señor, un fuego que..., vamos..., no quiero decirlo. La suerte es que el amo de la finca se alegrará, porque todo ello no valía dos ochavos, y el seguro algo le ha de pagar, que si no, de esta catastrofa se había de hablar mucho en los papeles, y alguien lo había de sentir, alguno que me callo por no comprometer.

Encogióse de hombros el buen don Nazario, sin mostrar aflicción ni desconsuelo por la pérdida de su menguada propiedad, y terciándose el manteo se puso a disposición de los vecinos para ayudarles a ordenar los cachivaches, y a moverlos de un lado para otro. Trabajando estuvo hasta muy avanzada la noche, y al fin, rendido y sin fuerzas, aceptó la hospitalidad que le ofreció en la próxima calle de las Maldonadas un sacerdote joven, amigo suyo, que acertó a pasar por el lugar del siniestro y a verle en faenas tan impropias, y así se lo dijo, de un ministro del altar.

Cinco días pasó en la casa y compañía de su amigo, en la placidez ociosa de quien no tiene que cavilar por las materialidades de la existencia; contento en su libre pobreza, aceptando sin violencia lo que le daban y no pidiendo cosa alguna; sintiendo huir de su vida las necesidades y los apetitos; no deseando nada terrenal ni echando de menos lo que a tantos inquieta; con la ropa puesta por toda propiedad y un breviario que le regaló su amigo. Hallábase en las puras glorias, con todo aquel descuido del vivir asentado sobre el cimiento de su conciencia pura como el diamante, sin acordarse de su destruido albergue, ni de Ándara, ni de Estefanía, ni de cosa alguna que con tal gente y casa se relacionara, cuando una mañanita le llamaron del Juzgado a declarar en causa que se formaba a una mujer de mal vivir, llamada Ana de Ara, y tal y qué sé yo.

—Vamos —se dijo cogiendo manteo y teja, dispuesto a cumplir sin tardanza el mandato judicial—, ya pareció aquello. ¿Qué habrá sido de la tal Ándara? ¿La habrán cogido? Allá voy yo a decir todita la verdad en lo que me atañe, sin meterme en lo que no me consta, ni tiene nada que ver con la hospitalidad que di a esa desgraciada mujer.

Por cierto que su amigo, a quien informó del caso en breves palabras, no puso buena cara cuando le oía, ni dejó de mostrarse un tanto pesimista en la apreciación de la marcha y consecuencias de aquel feo negocio. No por esto entró en recelo Nazarín, y se fue a ver al representante de la Justicia, que le recibió muy fino, y le tomó declaración con todos los miramientos que al estado eclesiástico del declarante correspondían. Incapaz de decir, en asunto grave ni leve, cosa ninguna contraria a la verdad, norma de su conciencia; resuelto a ser veraz no sólo por obligación, como cristiano y sacerdote, sino por el inefable gozo que en ello sentía, refirió puntualmente al juez lo sucedido, y a cuantas preguntas se le hicieron dio respuesta categórica, firmando su declaración y quedándose después de ella tan tranquilo. Acerca del crimen de Ándara, hecho en el cual no había intervenido, se expresó con generosa reserva, sin acusar ni defender a nadie, añadiendo que nada sabía del paradero de la mala mujer, la cual debió salir de su escondite la misma noche del incendio.

Retiróse del Juzgado muy satisfecho, sin reparar, tan abstraído estaba mirando a su conciencia, que el juez no le había tratado, después de la declaración, tan benévolamente como antes de ella, que le miraba con lástima, con desdén, con prevención quizá... Poco le habría importado esto, aun habiéndolo advertido. En casa de su amigo, éste renovó sus comentarios pesimistas acerca del amparo dado a la bribona, insistiendo en que el vulgo y la curia no verían en don Nazario al hombre abrasado en el fuego de caridad, sino al amparador de criminales, por lo cual convenía tomar precauciones contra el escándalo, o ver de sortearlo cuando viniese. Con estas cosas, el dichoso cleriguito no le dejaba vivir en paz. Era hombre entrometido y oficioso, con muchas y buenas relaciones en Madrid, y de una actividad lamentable cuando tomaba de su cuenta un asunto que no le incumbía. Se avistó con el juez, y por la noche tuvo la indecible satisfacción de espetar a don Nazario el siguiente discurso:

—Mire usted, compañero, cuanto más amigos más claros. A usted se le pasea el alma por el cuerpo y no ve el peligro que se cierne a su alrededor..., se cierne, sí señor. Pues el juez, que es todo un caballero, lo primero que me preguntó fue si usted está loco. Respondíle que no sabía... No me atreví a negarlo, pues siendo usted cuerdo, resulta más inexplicable su conducta. ¿En qué demonios pensaba usted al recibir en su domicilio a una pelandusca semejante, a una criminal, a una?... ¡Por Dios, don Nazario! ¿Sabe usted de qué le acusan los que llevaron el cuento al juez? Pues de que usted sostenía relaciones escandalosas, vitandas y deshonestas con esa y otras ejusdem furfuris. ¡Qué bochorno, amigo querido! Bien sé que es mentira. ¡Si nos conocemos!... Usted es incapaz..., y si se dejara tentar por el demonio de la concupiscencia, lo haría, sin duda, con féminas de mejor pelaje... ¡Si estamos conformes!... ¡Si yo doy de barato que todo es calumnia!... ¿Pero usted sabe la que le viene encima? Fácil es a sus calumniadores deshonrarle; difícil, dificilísimo le será a usted destruir el error; que la maledicencia encuentra color en todos los corazones, transmisión en todas las bocas, mientras que la justificación nadie la cree, nadie la propaga. El mundo es muy malo, la Humanidad, inicua, traidora, y no hace más que pedir eternamente que le suelten a Barrabás y que crucifiquen a Jesús... Y otra cosa tengo que decirle: también quieren complicarle en el incendio.

—¡En el incendio!... ¡Yo! —exclamó don Nazario más sorprendido que aterrado.

—Sí, señor; dicen que ese infernal basilisco fue quien prendió fuego a la casa de usted, el cual fuego, por las leyes de la física, se propagó a todo el edificio. Yo bien sé que usted es inocente de este como de los otros desafueros; pero prepárese para que le traigan y le lleven de Herodes a Pilatos, tomándole declaraciones, complicándole en asuntos viles, cuya sola mención pone los pelos de punta.

En efecto; a él, con sólo decirlo, parecía que se le erizaba el cabello de terror y vergüenza, mientras que el otro, oyendo tan fatídicos augurios, se mostraba sereno.

—Y finalmente, mi querido Nazario, ya sabe que somos amigos, ex toto corde, que le tengo a usted por hombre impecable, por hombre puro, pulcherrimo viro. Pero vive usted en pleno Limbo, y esto no sólo le perjudica a usted, sino a los amigos con quienes tiene relación tan íntima como es el vivir bajo un mismo techo. No es esto echarle, compañero; pero yo no vivo solo. Mi señora madre, que le aprecia a usted mucho, no tiene tranquilidad desde que se ha enterado de estos trotes judiciales en que anda metido nuestro huésped. Y no crea que ella y yo solos lo sabemos. Anoche se habló latamente de esto en la tertulia de Manolita, la hermana del señor provisor del Obispado. Unas le acusaban, otras le defendían a usted. Pero lo que dice mamá: "Basta que suenen las hablillas, aun siendo injustas, para que no podamos tener a ese bendito en casa..."

VI

—No diga usted más, compañero —replicó don Nazario en el reposado tono que usaba siempre—. De todos modos pensaba yo marcharme de hoy a mañana. No me gusta ser gravoso a los amigos, ni he pensado en abusar de la hidalga hospitalidad que usted y su señora madre, la bonísima doña María de la Concordia, me han dado. Ahora mismo me voy... ¿Qué más tiene usted que decirme? ¿Me pregunta que cuál es mi contestación a las viles calumnias? Pues ya debe usted suponerla, amigo y compañero mío. Contesto que Cristo nos enseñó a padecer, y que la mejor prueba de aplicación de los que aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calma y hasta con gozo el sufrimiento que por los varios caminos de la maldad humana nos viniere. No tengo nada más que decir.

Como era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre su mismo cuerpo, a los cinco minutos de oír el discurso despidióse del cleriguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle, encaminando sus pasos hacia la de Calatrava, donde tenía unos amigos, que seguramente le darían hospitalidad por pocos días. Eran marido y mujer, ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de alpargatas, cordelería, bagazo de aceitunas, arreos de mulas, tapones de corcho, varas de fresno y algo de cacharrería. Recibiéronle como él esperaba, y le aposentaron en un cuarto estrecho, en el fondo del patio, arreglándole una regular cama, entre rimeros de albardas, collarines y rollos de sogas... Era gente pobre, y suplía el lujo con la buena voluntad.

En tres semanas largas que allí vivió el angélico Nazarín ocurrieron sucesos tan desgraciados y se acumularon sobre su cabeza con tanta rapidez las calamidades, como si Dios quisiera someterle a prueba decisiva. Por de pronto, no había misas para él en ninguna parroquia. En todas se le recibía mal, con desdeñosa lástima, y aunque jamás pronunció palabra inconveniente, hubo de oírlas ásperas y crueles en esta y la otra sacristía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder, ni él las pedía tampoco. De todo ello resultó una vida imposible para el pobre curita, pues habiendo concertado con los Peludos (que así se llamaban sus amigos de la calle de Calatrava), abonarles un tanto diario por hospedaje, no podía de ninguna manera satisfacerles. Últimamente renunció a más correrías por iglesias y oratorios buscando misas que ya no existían para él, y se encerró en su oscura morada, pasando día y noche en meditaciones y tristezas.

Visitóle un día un clérigo viejo, amigo suyo, empleado en la Vicaría, el cual se condolió de su mísera suerte, y por la tarde le llevó una muda de ropa. Díjole el tal que no le convenía en modo alguno achicarse, sino dirigirse resueltamente al provisor y relatarle con leal franqueza sus cuitas y el motivo de ellas, procurando recobrar el concepto perdido por su indolencia y la maldad de gentecillas infames que no le querían bien. Añadió que ya estaba extendido el oficio retirándole las licencias y llamándole a la Oficina episcopal para imponerle correctivo, si de sus declaraciones resultaba motivo de corrección. Tantos y tantos golpes abatieron un poco el ánimo valiente de aquel hombre tan apocado en apariencia y en su interior tan bien robustecido de cristianas virtudes. No volvió a recibir la visita del clérigo anciano, y su residencia oscura se rodeaba de una soledad melancólica y de un lúgubre quietismo. Pero la tétrica soledad fue el ambiente en que resurgió su grande espíritu con pujantes bríos, decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los hechos humanos y determinando en su voluntad la querencia de mejor vida, conforme a inveterados anhelos de su alma

No salía ya de su oscura madriguera sino al amanecer, y se encaminaba por la Puerta de Toledo, ávido de ver y gozar los campos de Dios, de contemplar el cielo, de oír el canto matutino de las graciosas avecillas, de respirar el fresco ambiente Y recrear los ojos en el verdor risueño de árboles y praderas, que por abril y mayo, aún en Madrid, encantan y embelesan la vista. Se alejaba, se alejaba, buscando más campo, más horizonte y echándose en brazos de la Naturaleza, desde cuyo regazo podía ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán hermosa la Naturaleza, cuán fea la Humanidad!... Sus paseos matinales, andando aquí, sentándose allá, le confirmaron plenamente en la idea de que Dios, hablando a su espíritu, le ordenaba el abandono de todo interés mundano, la adopción de la pobreza y el romper abiertamente con cuantos artificios constituyen lo que llamamos civilización. Su anhelo de semejante vida era de tal modo irresistible, que no podía vencerlo más. Vivir en la Naturaleza, lejos de las ciudades opulentas y corrompidas, ¡qué encanto! Sólo así creía obedecer el mandato divino que en su alma se manifestaba continuamente; sólo así llegaría a toda la purificación posible dentro de lo humano, y a realizar los bienes eternos, y a practicar la caridad en la forma que ambicionaba con tanto ardor.

De vuelta a su casa, ya entrado el día, ¡qué tristeza, qué hastío y cómo se le desvirtuaba su idea con las contingencias de la realidad! Porque él, de buen grado, renunciando a todas las ventajas materiales de su profesión eclesiástica, dejaría de ser gravoso a los infelices y honrados Peludos, y ya por la limosna, ya por el trabajo, se buscaría su pan. ¿Pero cómo intentar ni el trabajo ni la mendicidad con aquellas ropas de cura que le denunciarían por loco o malvado? De esta idea le vino la aversión del traje, de las horribles e incómodas ropas negras, que habría cambiado gustoso por un hábito del más grosero tejido. Y un día, encontrándose con su calzado lleno de roturas y sin recursos para mandar que se lo remendaran, imaginó que la mejor y más barata compostura de botas era no usarlas. Decidido a ensayar el sistema, se pasó todo el día descalzo, andando por el patio sobre guijarros y humedades, porque llovió abundantemente. Satisfecho quedó; pero considerando que a la descalcez, como a todo, hay que acostumbrarse, hizo propósito de darse la misma lección un día y otro, hasta llegar a la completa invención del calzado permanente, que era uno de sus ideales de vida, en el orden positivo.

Una mañana que salió, poco después del alba, a su excursión por las afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar como a un kilómetro más allá del puente, caminito de los Carabancheles, vio que hacia él se llegaba un hombre muy mal encarado, flaco de cuerpo, cetrino de rostro, condecorado con más de una cicatriz, vestido pobremente y con todas las trazas de matutero, chalán o cosa tal. Y respetuosamente, así como suena, con un respeto que Nazarín ni como hombre ni como sacerdote acostumbraba ver en los que a su persona se dirigían, aquel desagradable sujeto le endilgó lo siguiente:

—Señor, ¿usted no me conoce?

—No, señor..., no tengo el gusto...

—Yo soy el que llaman Paco Pardo, el hijo de la Canóniga, ¿sabe?

—Muy señor mío...

—Y vivimos en aquella casa que se ve más acá del propio cementerio... Pues allí está la Ándara. Le hemos visto a su reverencia varias mañanas sentadico en esta piedra, y Ándara dijo, dice, que le da vergüenza de venir a hablarle... Pues hoy me ensalzó a que viniera yo.. con respeto, y vea cómo vengo, y... con respeto le digo que dice Ándara que le lavará a usted toda la ropa que tenga..., porque si no es por su reverencia estaría en el convento de monjas de la calle de Quiñones, alias la Galera... Y más le digo..., con respeto. Que como mi hermana trae de Madrid basuras y desperdicios y otras cosas sustanciales, con lo que criamos cerdos y gallinas, y de ello vivimos todos, es el caso que hace dos días..., digo mal tres, trajo una teja de cura eclesiástico que le dieron en una casa... La cual es, a saber, la teja, aunque de procedencia de un difunto, está más nueva que el sol, y Ándara dijo que si usted la quería usar no tenga escrófulo, y se la llevaré adonde me mande..., con respeto...

—Inocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tejas ni tejados? —replicó el clérigo con energía—. Guardaos la prenda para quien la quiera o usadla para algún espantajo, si tenéis allí, como parece, sembrado de hortaliza, guisantes o cosa que queráis defender de los pajarillos..., y basta. Muchas gracias. A más ver... ¡Ah!, y lo de lavarme la ropa, se estima —esto lo decía ya retirándose—, pero no tengo ropa que lavar, a Dios gracias..., pues la muda que me quité cuando me dieron la que llevo puesta... ¿te enteras?, la lavé yo mismo en un charco del patio, y créete que quedó que ni pintada. Yo mismo la tendí de unas sogas, pues allí de todo se carece menos de sogas... Conque..., adiós...

Y de vuelta a su casa, empleó todo el día en el ejercicio de andar descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desembarazo y alegría. Por la noche, cenando unas acelgas fritas y un poco de pan y queso, habló con sus buenos amigos y protectores de la imposibilidad de pagar su cuenta como no le designaran alguna ocupación u oficio en que pudiera ganar algo, aunque fuese de los más bajos y miserables. Escandalizóse el Peludo de oírle tal despropósito.

—¡Un señor eclesiástico! ¡Dios nos libre!... ¡Qué diría la sociedaz, qué el santo cleriguicio!...

La señora Peluda no tomó por lo sentimental los planes de su huésped, y como mujer práctica, manifestó que el trabajo no deshonra a nadie, pues el mismo Dios trabajó para fabricar el mundo, y que ella sabía que en la estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera al acarreo del carbón. Si el curita manso quería ahorcar los hábitos para ganarse honradamente una santa peseta, ella le procuraría una casa donde pagaban con largueza el lavado de tripas de carnero. Uno y otro, plenamente convencidos ya de la miseria que abrumaba al desdichado sacerdote, y viendo en él un alma de Dios incapaz de ganarse el sustento, dijéronle que no se afanase por el pago de la corta deuda, pues ellos, como gente muy cristiana y con su poquito de santidad en el cuerpo, le hacían donación del comestible devengado. Donde comían dos, comían tres, y gatos y perros había en la vecindad que hacían más consumo que el padre Nazarín... Lo cual que no debía tener recelo por quedar a deberles tal porquería, pues todo se perdonaba por amor de Dios, o por aquello de no saber nunca a la que estamos, y que el que hoy da, mañana tiene que pedirlo.

Manifestóles su agradecimiento don Nazario, añadiendo que aquella era la última noche que tendrían en la casa el estorbo de su inútil persona, a lo que contestaron ambos disuadiéndole de salir a correr aventuras, él con verdadera sinceridad y color, ella con medias palabras, sin duda porque deseaba verle marchar con viento fresco.

—No, no: es resolución muy pensada, y no podrán ustedes, con toda su bondad que tanto estimo, disuadirme de ella —les dijo el clérigo—. Y ahora, amigo Peludo, ¿tiene usted un capote viejo, inservible, y quiere dármelo?

—¿Un capote...?

—Esa prenda que no es más que un gran pedazo de tela gorda, con un agujero en el centro, por donde se mete la cabeza.

—¿Una manta? Sí que la tengo.

—Pues si no la necesita, le agradeceré que me la ceda. Por cierto que no creo exista prenda más cómoda, ni que al propio tiempo dé más abrigo y desembarazo... ¿Y tiene una gorra de pelo?

—Monteras nuevas verá en la tienda.

—No, la quiero vieja.

—También las hay usadas, hombre —indicó la Peluda—. Acuérdate: la que puesta traías cuando viniste de tu tierra a casarte conmigo. Pues de ello no hace más que cuarenta y cinco años.

—Esa montera quiero yo, la vieja.

—Pues será para usted... Pero le vendrá mejor estotra de pelo de conejo que yo usaba cuando iba de zaguero a Trujillo...

—Venga.

—¿Quiere usted una faja?

—También me sirve.

—¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si no tuviera los codos agujereados?

—Es mío.

Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasmo. Acostáronse todos, y a la mañana siguiente, el bendito Nazarín, descalzo, ceñida la faja sobre el chaleco de Bayona, encima el capote, encasquetada la montera, y un palo en la mano, despidióse alegremente de sus honrados bienhechores, y con el corazón lleno de júbilo, el pie ligero, puesta la mente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa en dirección a la Puerta de Toledo: al traspasarla creyó que salía de una sombría cárcel para entrar en el reino dichoso y libre, del cual su espíritu anhelaba ser ciudadano.


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