CESARE PAVESE

 

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

esa muerte que nos acompaña

desde el alba a la noche, insomne,

sorda, como un viejo remordimiento

o un absurdo defecto. Tus ojos

serán una palabra inútil,

un grito callado, un silencio.

Así los ves cada mañana

cuando sola te inclinas

ante el espejo. Oh, cara esperanza,

aquel día sabremos, también,

que eres la vida y eres la nada.

 

Para todos tiene la muerte una mirada.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como dejar un vicio,

como ver en el espejo

asomar un rostro muerto,

como escuchar un labio ya cerrado.

Mudos, descenderemos al abismo.

 

 

TRABAJAR CANSA

 

Atravesar una calle para escapar de casa

lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que anda

todo el día las calles, ya no es un muchacho

y no huye de casa.

 

Hay en el verano

tardes en que las plazas se quedan vacías, tendidas

bajo el sol que ya empieza a ponerse, y este hombre que llega

por una avenida de inútiles plantas, se detiene.

¿Vale la pena estar sólo para quedarse siempre sólo?

Callejear únicamente, las plazas y las calles

están vacías. Es preciso detener a una mujer

y hablarle y decidirle a que viva con uno.

Si no, uno habla sólo. Por eso algunas veces

el borracho nocturno comienza a parlotear

y explica los proyectos de toda su vida.

 

No es cierto que esperando en la plaza desierta

te encuentres con alguno, pero el que anda las calles

a ratos se detiene. Pero si fueran dos,

aun andando las calles, la casa ya estaría

donde aquella mujer, y valdría la pena.

Por la noche la plaza vuelve a quedar desierta

y este hombre que la cruza no ve los edificios

tras las luces inútiles, pues ya no alza los ojos:

sólo ve el empedrado, que hicieron otros hombres

de endurecidas manos, como los están las suyas.

No es correcto quedarse en la plaza desierta.

Seguro que está en la calle aquella mujer

que, al pedírselo, quiera ayudar en la casa.

 

 

TOLERANCIA

 

Llueve sin ruido sobre el prado del mar.

Nadie transita por las sucias calles.

Una mujer sola descendió del tren:

bajo el abrigo se vio la blanca enagua

y las piernas desaparecieron en el portal oscuro.

 

Se diría una aldea sumergida. La noche

gotea fría sobre los umbrales, y las casas

esparcen humo azul entre la sombra. Rojizas,

las ventanas se encienden. También brilla una luz

tras los entornados postigos de la casa oscura.

 

Al día siguiente hace frío, y está el sol sobre el mar.

La mujer, en enaguas, se lava la boca

en la fuente, y la espuma es rosada. Tiene el cabello

áspero y rubio, semejante a las pieles de naranja

esparcidas por el suelo. Protegida por la fuente, espía

a un chiquillo moreno que la mira embobado.

Negras mujeres abren de par en par postigos sobre la plaza

-- los maridos dormitan, todavía, en la sombra.

 

Cuando vuelve la noche, sigue la lluvia

crepitando en las brasas. Las esposas,

aventando el carbón, dirigen sus miradas

hacia la casa oscura y la fuente desierta. La casa

tiene cerrados los postigos, pero dentro hay un lecho,

y en el lecho una rubia que se gana la vida.

Todos los de la aldea reposan, por la noche,

todos, menos la rubia que se lava en el alba.

 

 

LOS GATOS LO SABRÁN

 

La lluvia caerá aún

sobre tus dulces suelos,

una lluvia ligera

como una aliento o un paso.

Aún la brisa y el alba

florecerán ligeras

igual que con tu paso,

y entonces volverás.

Entre flores y alféizares

los gatos lo sabrán.

 

Seguirán otros días,

seguirán otras voces.

Sonreirás a solas.

Los gatos lo sabrán.

Oirás viejas palabras,

voces cansadas, vanas

igual que trajes viejos

de las fiestas de ayer.

 

Tú también harás gestos.

Responderás palabras –

Rostro de primavera,

tú también harás gestos.

Los gatos lo sabrán.

rostro de primavera,

y la lluvia ligera,

y el alba de jacinto

que el corazón laceran

de aquel que no te espera,

son la sonrisa triste

que te ilumina a solas.

Seguirán otros días,

voces y despertares.

Sufriremos al alba,

rostro de primavera,

 

 

EL PARAISO SOBRE LOS TEJADOS

 

Será un día tranquilo, con una luz fría

como el sol que levanta o que muere, y el cristal

cerrará el aire sucio del cielo exterior.

 

Nos despertarán un día, de una vez para siempre,

en la tibieza del último sueño: la sombra

será tal la tibieza. Llenará la habitación,

por el gran ventanal, un cielo aún más grande.

Desde la escalera que se subió un día para siempre

no llegarán más voces ni más rostros muertos.

 

No será necesario abandonar el lecho.

Sólo el alba entrará en la estancia vacía.

Bastará la ventana para vestirlo todo

de una tranquila claridad, casi como una luz.

Pondrá una sombra pálida sobre el rostro supino.

Los recuerdos serán como grumos de sombra

aplastados igual que vieja brasa

en el camino. El recuerdo será como una llama

que aun hasta ayer mordía los apagados ojos.

 

 

DOS CIGARRILLOS

 

Cada noche es una liberación. Se ven los reflejos

del asfalto sobre los paseos que se abren lúcidos al viento.

Cada tipo que pasa tiene un rostro y una historia.

Pero en esta hora no existe el cansancio: Los faroles, a miles,

están a disposición del que se detiene a encender un fósforo.

 

La llamita se apaga sobre el rostro de la mujer

que me ha pedido lumbre. Se apaga por el viento

y la mujer, desilusionada, me pide otra vez fuego

y se vuelva a apagar: la mujer ríe ahora, sumisa.

Aquí podemos hablar en voz alta y gritar,

porque nadie nos oye. Levantamos la vista

a las muchas ventanas – ojos que duermen apagados –

y esperamos. La mujer encoge los hombros

y se lamenta por haber perdido el chal de colores

que le servía de estufa en la noche. Pero basta apoyarse

contra la esquina y el viento es sólo un soplo.

Sobre el cansado asfalto ya hay una colilla.

Este chal lo trajeron de Río, pero dice la mujer

que se alegra de haberlo perdido, pues me ha encontrado a mí.

Si el chal llegó de Río, atravesó la noche

sobre el océano iluminado por la luz del gran transatlántico.

Noches de viento claro. Era el regalo de un marinero.

Ya no está el marinero. La mujer me susurra

que si subo con ella, me enseñará el retrato,

rizado y bronceado. Navegaba sobre sucios barcos

y limpiaba las máquinas; pero yo soy más guapo.

 

Sobre el asfalto ya hay ahora dos colillas. Miramos hacia arriba:

la ventana de allí, en lo alto – me dice la mujer – es la nuestra.

Pero arriba no hay estufa. Por la noche, los barcos perdidos

tienen muy pocas luces o sólo las estrellas.

Cogidos del brazo cruzamos la calle, jugando a calentarnos.