LA INVOCACIÓN
POR:
FRAN MORELL
Un instante después de haber terminado la Invocación,
el suelo se llenó de hormigas, y las ventanas comenzaron a hervir
con la febril actividad de gigantescas moscardas azules. En poco tiempo
habrían logrado entrar. Sabía que el Libro aconsejaba dar
gracias a Dios por haber permitido el contacto con los demonios, pero por
algún motivo, aquello me pareció una blasfemia aún
mayor que el acto que acababa de realizar. Una gigantesca polilla golpeó
con fuerza contra el plafón de la lámpara sobre mi cabeza.
Creí que iba a romperlo. Miré al suelo. El círculo
de tiza seguía intacto, y ninguna hormiga lo había traspasado.
De pronto, sentí una arcada incontrolable. No había pensado
que la presencia de aquellos insectos abominables pudiera afectarme tanto,
pero verlos todos juntos, saliendo de ninguna parte y reptando por el suelo
y las paredes de la habitación, me produjo una impresión
nefasta. Sabía que no debía derrumbarme, que eso era lo que
los demonios estaban esperando. Debía mantenerme dentro del círculo,
y en aquel instante comprendí que contra mis previsiones iniciales,
lo había dibujado demasiado pequeño. Apenas tenía
espacio para mis propios pies, y temía borrar descuidadamente algún
trazo esencial. Rápidamente, repasé el Libro, en busca del
conjuro de despedida, sólo por si acaso. Mis manos recorrieron nerviosamente
las páginas gastadas y crujientes, y estuve a punto de dejarlo caer,
lo cual hubiera sido un desastre.
Levanté la vista hacia la ventana. Las moscas habían logrado
entrar todas, pero se limitaban a permanecer ominosamente en la pared,
moviéndose espasmódicamente en espera de alguna señal
por mi parte. Afuera se había levantado una terrible ventolera,
porque los cristales golpeaban contra los marcos y el aire silbaba una
canción espectral que por algún motivo me pareció
que contenía palabras, aunque de ningún idioma que hubiera
oído antes, y que sin embargo estuve a punto de entender. Contuve
un repentino impulso de dirigirme hacia la ventana para abrirla cuando
ya casi mis pies habían comenzado a hacer el movimiento. Debía
alejar de mi mente ese tipo de pensamientos.
Un aire frío invadió la estancia, y en mi piel se formaron
pequeños bultitos. Los brazos comenzaron a temblarme sin que pudiera
contenerlos. Sabía que aquello era la señal de que los demonios
habían entrado por fin, y de que estaban amargados como yo suponía.
Miré a mi alrededor ansiosamente, pero no hallé señal
alguna de su presencia. Realmente, pensé, no tenía ni idea
de cómo podrían presentarse ni de cuál sería
su número. El Libro no decía nada sobre este particular.
Sobre mi cabeza revoloteaba nerviosa la polilla, golpeando una y otra vez
contra la lámpara, pasándome junto a la cabeza y realizando
ese fantasmagórico zumbido característico de las alas membranosas.
Me pregunté si no sería aquella polilla...
Y entonces los vi sobre la pared. Eran rostros repulsivos y enloquecedores,
apenas meras sombras que sin embargo poseían movimientos propios,
y supe que me estaban mirando y supe que su mirada contenía un odio
puro, indescriptible. Nervioso, repasé de nuevo el Libro, pero las
páginas comenzaron a pasar a toda prisa ante mis ojos, como movidas
por el viento, y tuve que detenerlas con la mano libre, mientras que con
la otra apenas si podía evitar que el volumen se me escapase volando.
En la página que buscaba hallé sus nombres, Shrronghothoth,
Abjadacsimm y Bheghosthrro, y los pronuncié en voz alta. Las sombras
de la pared parecieron agitarse borrosamente mientras tanto. Algo estaba
mal. Deberían haber contestado, pensé. Cerré el Libro
y lo guardé en el interior de mi camisa, para poder así sacar
del bolsillo la lista con mis peticiones.
Pero de inmediato, uno de los muebles más pesados, una estantería
cargada de libros, se elevó unos centímetros en el suelo
y comenzó a dar pesados golpes contra la pared, haciendo caer algunos
tomos al suelo. Pronto todos los demás muebles hicieron lo mismo,
y en el piso observé que las huellas de algo grande e invisible
se acercaban desde la pared de las siluetas hacia el círculo donde
me encontraba, haciendo crujir la madera, y me estremecí, porque
sabía que alguien no invitado había comparecido. Detrás
de mi se levantó un fuerte viento que irguió los faldones
de mi camisa, helándome la espalda. Las huellas se detuvieron al
llegar junto al círculo de tiza, y comenzaron a rodearlo muy lentamente,
como un animal cerca a su presa antes de abatirse sobre ella. Cuando hubieron
dado una vuelta completa, que seguí aterrado con la mirada, las
sombras de la pared se diluyeron y creí escuchar unas risas infantiles
encerradas en un murmullo de conversaciones sin palabras.
Un hedor apestoso se adueñó de la habitación. Creí
percibir los efluvios de excrementos animales, tabaco negro y sudor humano.
Sentí ganas de vomitar, las ganas de correr hacia la ventana se
acrecentaron de nuevo. Me encontraba paralizado por el terror, y cuando
estaba a punto de abrir de nuevo el Libro para consultar el modo en que
debía dar fin al aquelarre, una voz sonó a mis espaldas:
- ¿Quién eres?
Me volví rápidamente, casi trastabillando con mis propios
pies. Una figura borrosa se sentaba tranquilamente en el sillón
del fondo, pero antes de que pudiera fijar mi vista en él, alzó
un brazo y se encendió la lámpara de pie que estaba a su
lado, sin apenas dejarme tiempo para acostumbrar de nuevo la vista a la
recién creada luminosidad.
Era un joven. El rostro flaco y demacrado, blanquecino y sin señales.
El pelo, muy corto, y la barba, apenas sin afeitar. Me miraba fijamente
tras unas ligeras gafas metalizadas, y en sus ojos leí un desprecio
tan profundo que hasta entonces no creí que pudiera existir. Vestía
una sencilla camisa de cuadros abotonada hasta el cuello y unas pesadas
botas militares. Lo reconocí en seguida, porque sabía que
lo había visto antes espiando mis sueños. A su alrededor
flotaban decenas de mariposas de brillantes colores, revoloteando junto
a su cara y acercándose a la lámpara. Con una mueca horrenda,
una sonrisa totalmente carente de alegría, volvió a decir:
- ¿Quién eres?
Aquella voz me aterrorizó. No se correspondía con el rostro
que estaba mirando, sino con el de una mujer muy joven, casi el de una
niña. Era tenebrosamente seductor, y por un instante estuve tentado
de adelantarme, saliendo del círculo de tiza. Traté de pronunciar
alguna frase, pero las palabras quedaron atrapadas en mi garganta, porque
aún no sabía qué contestar, ni siquiera si debía
decir nada en voz alta. No estaba seguro de que él supiera que yo
estaba allí. Pero no fue necesario: de pronto, el demonio comenzó
a emitir lo que parecían unas horrísonas gárgaras,
que se transformaron en una risita infantil. La luz se apagó.
Me di cuenta que el corazón me latía demasiado aprisa,
y temí que algo pudiera ocurrirme, cuando el dolor se hizo más
persistente. Necesitaba sentarme, pero una vez más lamenté
la estrechez del interior del círculo protector. Me llevé
la mano al pecho y traté de espaciar mi apurada respiración.
Estaba sudando abundantemente, creí que tenía fiebre. ¿Me
habrían encontrado dentro del círculo...? Era imposible saberlo.
En el rincón donde había estado el joven ya no había
nadie. Fijé de nuevo la vista y creí percibir sólo
ligeras sombras que se contorsionaban juguetonas por la pared. La pestilencia
se acentuó y una vez más sentí ganas de abrir la ventana.
Volví la vista hacia ella, y de improviso, ambas hojas se abrieron
con una violencia espantosa, dejando pasar un fortísimo viento helado.
Los cristales comenzaron a golpear furiosamente contra las paredes y temí
que se pudieran quebrar, pero por algún motivo, aún más
temí que alguien pudiera escuchar el ruido y entrar en aquel instante.
El viento helado secó mi sudor, pero no se llevó la asquerosa
fetidez. Los muebles comenzaron a golpear otra vez, los libros salieron
despedidos en todas direcciones, y algunos cayeron por la ventana. En mi
boca percibí los primeros síntomas del agrio vómito
aproximarse y mi cuerpo se convulsionó en una primera y dolorosa
arcada que casi me parte la espalda con un dolor seco. Traté de
agacharme, aún dentro del círculo, y esta vez no sólo
comprobé que no tenía espacio suficiente, sino que el Libro
que había guardado dentro de la camisa me impedía doblarme.
El armario abrió de golpe una de sus puertas, y el espejo que tenía
en su interior se rompió en mil pedazos, que se unieron al estropicio
general. Algunos trozos pasaron peligrosamente junto a mi rostro.
Con mucho cuidado, extraje lentamente el Libro, y busqué nerviosamente
entre sus páginas. Sin embargo, no era sencillo leer en la oscuridad,
y mientras fijaba frenéticamente la vista en los arcanos, una ráfaga
de viento me sorprendió, arrebatándome el Libro de las manos,
y haciéndolo caer al suelo, muy cerca del círculo... pero
fuera.
Definitivamente, el terror se adueñó de mí. Sabía
que no podía abandonar la protección del círculo,
pero necesitaba consultar el Libro para detener la desastrosa invocación.
Me agaché dolorosamente, pues aún era posible recuperarlo
desde dentro, pero al acercar mi mano, las páginas se agitaron furiosamente
como lacerantes palpos, y el entero volumen salió despedido fuera
de la habitación, volando en alas del viento. Observé que
en el suelo, el círculo de tiza comenzaba a desdibujarse con la
acción del aire, y de finas, casi imperceptibles, gotas de lluvia,
y lamenté no haber utilizado tiza roja. Bien sabía que una
vez deshecho el círculo, yo quedaría a merced de lo que hubiera
ahí fuera, de aquello que había convocado, y bien sabía
que no tendría ningún tipo de piedad.
Me llevé las manos a la cara, tratando de recordar. Eso era lo
único que podía salvarme ahora. Traté de recordar
la lectura apresurada, el modo de deshacer el conjuro sin peligro para
el celebrante, pero en mi mente sólo había danzantes evocaciones
de los momentos en que había retado al médium y de cómo
había leído precipitadamente los primeros ensalmos, creyendo
que todo sería seguro y sencillo. En mi mente se agolparon los recuerdos
de los recuerdos, las figuras casi reales de lo que estaba pensando en
el momento de lanzar el reto y de practicar el conjuro. Páginas
crujientes y amarillas volaron en mi imaginación, pude sentir de
nuevo el tacto grasiento del papel en los dedos, pero en ellas sólo
había símbolos que apenas formaban palabras, y aun éstas
carecían de significado para mí. Cerré los ojos con
fuerza y algunas palabras volvieron a mi boca, para sólo escapar
un instante después, burlonas. Sólo entonces supe que jamás
lograría recordar el hechizo de despedida, y desesperado, comencé
a gritar, más allá de mis propias fuerzas. Chillé
todo lo alto que me permitieron los pulmones, hasta desgarrar por completo
las cuerdas vocales. Chillé y aullé hasta desgañitarme,
cerrando los ojos con fuerza, haciendo coro con la cacofonía que
ya se debatía a mi alrededor...
Y cuando abrí los ojos, la habitación estaba en calma.
La ventana, cerrada. El armario, con las puertas cerradas. Los pesados
estantes inmóviles, y los libros en su sitio. No había ningún
insecto, y la luz de la lámpara sobre mi cabeza brillaba con la
fuerza de sus cien watios. Ni la menor presencia de aquel hediondo miasma
que había atufado mis pulmones. El único ruido era el de
mi respiración acelerada y el de mis dientes castañeteando.
Incluso la temperatura era de nuevo agradable, la proporcionada por el
radiador. Y a mis pies, el círculo estaba completo e intacto.
Sonreí, y casi sentí que el dolor de la espalda había
cesado. La felicidad me invadió y respiré profundamente.
Abandoné el interior del círculo, y entonces... sólo
entonces... llegó la negrura.
FIN