ELCUERNO DEL DRAGÓN
FranMorell


 
1. EL SALÓN DEL TRONO

El Señor Llawyz Manir, sentado en su resplandeciente trono de ónice, agachaba la cabezasobre algo que ocultaba en el regazo a la vista de los demás Hombres,aunque ya todos sabían o cuando menos sospechaban la naturalezade aquel objeto, una señal enviada por Sunytt, el Maestro de laOscuridad Irrevocable, para obligar a Llawyz Manir a rendir su Reino yconvertirlo en subsidiario del Infierno. No era la primera vez que algoasí se presentaba, y tampoco sería la última, peroLlawyz Manir, el Señor de las Tinieblas, quien en otra vida habíasido el Señor del Dominio Directo y había gobernado con manode hierro sobre el reino de los Hombres, al cual algunos llamaban Nárr-Phirimar,en una antigua y ya olvidada lengua, había recibido un golpe bajoen esta ocasión, porque ese mensaje recibido era la señalde una noticia especialmente mala, una noticia cruel que había destrozadosu corazón, ya malherido y quizás irreparablemente aniquiladodesde hacía mucho tiempo.
Hacía ya másde dos siglos, tal vez incluso más, porque ningún hombrevivo podía recordarlo, a excepción del mismo Manir, que elmismísimo Demonio, surgido de las entrañas de la Tierra,había llegado volando desde algún lugar recónditoe inalcanzable, muy al Este del Reino de Donde los Vientos no Regresan,y con una soberbia digna tan sólo de quien ostenta el blasfemo nombrede la pura Maldad, había exigido al Señor del Dominio Directo,el Rey de aquellas tierras, la rendición incondicional de sus posesiones,y el sometimiento de las mismas a la voluntad del Averno, donde la llamaarde y no consume.
El Maligno, quien se había anunciado a sí mismo con el obscuro y tenebroso nombre de Mläczymbórr, echaba fuego por la boca al hablar, y todo lo que tocaba era rápidamente consumido por una llama azulada, y los alimentos cercanos echados a perder. En su espalda, escamosa como el resto de su vermiforme cuerpo bermejo,había un par de repulsivas alas membranosas, que no por pequeñasde tamaño eran inútiles en el vuelo, y en su frente habíaun único Cuerno, tallado de modo misterioso y sobrenatural por hábilesmanos en jaspe y ónice cristalinos, y al mirarlo, parecíacomo si la cabeza se cayera sobre los hombros y rodara hasta la EternaGehenna, donde los demonios ríen y los Hombres sufren.
Mläczymbórrles anunció con satisfacción que él no era sino elEnviado de otro tan poderoso que ni el mismo Mläczymbórr podríallegar a comparársele, y que aquel otro era Sunytt, el Maestro dela Oscuridad Irrevocable, el Señor de los Que se Ocultan en lasTinieblas, el Amo de los Esclavos sin Nombre. Pero Sunytt, Aquel Cuyo SoloNombre es Blasfemia, ya antes que a los Hombres había dominado alos Otros Pueblos, cuyos nombres no mencionó, y ahora deseaba darlesuna oportunidad de rendición a aquellas débiles criaturas,para así poder demostrar su clemencia.
Y les pareció a todos los que estaban presentes en el Salón del Trono y que pudieron resistir la mirada y la fétida presencia del Diablo (que en verdad fueronpocos), que sus reivindicaciones eran en verdad justas, y que un Rey sabiocomo el que ellos creían tener debería hincar sus rodillasante la maligna creatura, y rendirle pleitesía de inmediato, y ordenara todos sus súbditos leales que hicieran lo mismo, y ordenar queasí se hiciera hasta que el Tiempo Final llegase.
Pero el Rey Llawyz Manir,hijo de Maldim Manirr, de la Casa de los Phelarrai, sentado en su tronode jaspe y oro fundidos, era un hombre orgulloso, pronto para la cóleray siempre listo para contemplar la humillación de sus enemigos,y se había reído en las mismas barbas del Maligno:
- En verdad tu osadía es grande, monstruo sacrílego. Pero si por un solo instante hascreído que tu repugnante aspecto y la sensación de profundoasco que te tenemos todos van a servirte para engañarnos, o queese pitón que ahí portas va a ayudarte para ocultarnos tuverdadera naturaleza, es que de veras tus propios engaños te hanengañado a ti mismo. - Y esto lo decía porque en verdad LlawyzManir era un Rey poderoso, fuerte entre los Hombres, y podía resistirseal embrujo de aquel artificio maligno, que había nublado los ojosy la mente de todos los demás.
Y preso de una hasta entonces desconocida ola de arrojo, ordenó la captura y sometimiento delDiablo, quien por otra parte, tampoco hizo nada en especial para evitarser apresado, lo cual se creyó fue debido al asombro que le produjola reacción del Señor del Dominio Directo, quien mostrandotoda la grandeza y el esplendor sin límites del Reino de Donde losVientos no Regresan, había osado desafiar al Demonio cuando ésteparecía tener todas las ventajas.
Entonces, Llawyz Manir,creyendo efectuar una proeza por la que sería recordado y amadopor todos sus súbditos para el resto de su existencia y hasta elfin de los tiempos, apresó al Demonio y lo encerró en loalto de la Torre del Enjambre, un lugar del que ya se decía inclusoantes de que fuese habitado por el Diablo, que era rondado por los demoniosy por sus servidores, que no porque el Reino fuese poderoso o inquebrantableiban a dejar de existir y de acechar con sus perfidias.
Pero ni esos servidoresdel Maligno ni éste en persona, ahora atrapado en la altísimaTorre, cuya cima jamás había sido vista desde que se construyó,en tiempos más sombríos, ya que se hallaba siempre rodeadade oscuras nubes negras, pudieron evitar que por un tiempo el Reino deDonde los Vientos no Regresan viviese feliz, pero un poco incrédulo,ante la inconmensurable hazaña que había realizado su Caudillo.
Sin embargo, aquella relajación no duró demasiado, porque, tal vez influidos por la monstruosa presencia del Maligno dentro mismo de sus murallas (aunque detrás de las paredes del Enjambre), o por otro motivo no del todo claro, muchos habíancomenzado a difundir un rumor que pronto fue evidencia: aquella accióndel Señor del Dominio Directo fue tomada como una provocacióndirecta contra el Diablo Sunytt, y no sólo no habían alabadoa su Rey por ella, sino que lo habían despreciado como loco manifiesto,e incluso habían huido despavoridos de la capital, temiendo unalluvia de fuego y mil desgracias más, por lo que el Encierro deMläczymbórr terminó por convertirse justo en todo locontrario a una victoria.
Pero la mayoría nose atrevió a marcharse de la Capital del Reino, al principio porquetemían con más fuerza a su Señor que al Diablo, peromás tarde porque vieron la inutilidad de aquella huida.
En efecto, tal y como había presagiado Mläczymbórr, las fronteras del Reino de Donde losVientos no Regresan, en otro tiempo tan seguras que ni siquiera se sabíaque existieran, se hicieron inestables y fueron cayendo una tras otra,porque en verdad el Señor Sunytt había conquistado ya losOtros Reinos, territorios tan alejados que jamás los Hombres hubierancreído en su existencia de no ser por la evidencia del enemigo encima.
Se decía que al frente de una legión de Demonios surgidos de una Grieta que se creía cerrada pero que jamás lo estuvo ni lo estará, que eran los servidores del Maestro de la Oscuridad Irrevocable, Sunytt habíaconquistado los Otros Reinos, de los que los Hombres apenas teníanconocimientos sino por antiguas leyendas ya olvidadas, y no contento coneso, los había arruinado, hasta que no quedó piedra sobrepiedra, y se había regocijado en aquella humillación, conla que había disfrutado hasta límites insospechables, y supoder se había ensanchado hasta que se sintió lo bastantefuerte como para atacar el reino de los Hombres.
Los habitantes de la capital no se atrevían a salir más allá de las altas murallas que la rodeaban, porque vivían con el temor constante de que elataque de Sunytt llegase por fin hasta ellos. Pero esos no eran los planesdel Maestro de la Malevolencia. Entre sus planes no se encontraba ya lasimple devastación del Reino de los Hombres, sino su completa ytotal humillación, porque de entre todos los seres que poblabanla Tierra y que la poblaron alguna vez, los Hombres eran los únicosque se habían entregado a la voluntad del Maligno sin que éstese lo pidiera o les obligara, y eso le había complacido de tal modoque ya hacía muchos eones había decidido que los Hombrestendrían un Trato Especial.
Y el Trato Especial comenzó. El antaño poderoso reino de los Hombres se deshizo en cientos depequeños e insignificantes condados que Sunytt arrasó unopor uno, hasta dejar tan solo la capital, gobernada aún por LlawyzManir. Y al frente de cada uno de los condados había un pequeñoe insignificante Señor, cuyo poder no era ni la sombra de quienantaño les había gobernado, Llawyz Manir, y se dedicabana la expoliación, y a la devastación de sus propios territorios,entregando a sus súbditos como esclavos para Sunytt, o haciéndolosencerrar o asesinar sólo para divertirse con sus atroces sufrimientos.
Y así dentro de losanchos muros de la capital del Reino se hizo el silencio, y ya nadie tenía noticias de lo que pasaba fuera, y las puertas fueron cerradas y nuncase volvieron a abrir. Y Llawyz Manir, antaño el más poderosode los Hombres, cuya gloria y esplendor no tenían igual en ningún rincón de la Tierra, decayó en su propia miseria, porquese había dado cuenta de su terrible desgracia, y sabía quepara él ya no había cura. Pero Sunytt, para obligarle a contemplar las desdichas de su pueblo, le dio el don de la longevidad, y en verdadque todos creían que era el de la inmortalidad, pues su vida sealargó por siglos y no parecía tener fin, y sus herederosmorían, y ya su propio linaje dejó de tener importancia,puesto que ninguno de sus descendientes ocuparía jamás eltrono, se decía.
Y así el Señor del Dominio Directo endureció su corazón y se convirtió en el Señor de las Tinieblas, y el Reino de Donde los Vientos noRegresan no tuvo ya más ese nombre y se convirtió en el ReinoProhibido, porque nadie que no fuera natural de él podíavivir dentro de sus fronteras, ni tan siquiera atravesarlo o cruzarlo,sin sufrir una muerte horrenda tras ser torturado por los demonios.
Y los años pasaron,y aún los lustros, y las décadas, y hasta los siglos, y Llawyz no moría, y todos sus súbditos le tenían miedo, pues estaban horrorizados y sabían que estaba endemoniado y que en sualma se ocultaba Mläczymbórr, si no el mismo Sunytt, porquesi bien en un principio el Cuerno de Mläczymbórr no le habíaafectado, su presencia en el Enjambre había terminado por dominarley le había hecho enloquecer, transformándolo en un servidormás del Oculto.
Y así el Señor de las Tinieblas esclavizaba a sus súbditos, y nadie teníafuerzas para oponérsele, porque aún curvado por el peso delos años, Llawyz Manir era todavía poderoso entre los Hombresy su voluntad, aún corrupta, era de hierro e inflexible. Y se decíaque su costumbre era levantar su ánimo mediante la conjura de demoniosmenores, que le aconsejaban y le hacían olvidar la pesadilla enla que se encontraba inmerso. Porque hasta el mismo Rey del Reino Prohibidotenía esperanzas, aunque muy débiles.
Ahora, sin embargo, el Señor estaba más abatido que de costumbre. Su corazón estaba pesaroso porque había enviado a muchos espías alrededor de la ciudad por puertas secretas y escondidas para conocer los obscuros designios desu Enemigo, pero inevitablemente al poco de partir, siempre habíarecibido mensajes del Maligno, y esos mensajes consistían en ladevolución de la espada del espía enviado, que llegaba rotatransversalmente, para demostrar la fuerza sin límites del Mal.
Y la última espadaque había recibido el Rey era la de Melastar, uno de sus tres capitanes. Yacía rajada sobre sus rodillas, mientras que en la mente obnubilada del Señor de las Tinieblas se dibujaban obscuros presagios, de muerte y de horrendo sufrimiento de su mejor soldado. Rebrats se llamaba la espada, La Que Corta y No Sufre, y el dolor del Rey era grande al verla allí sin la mano que debiera empuñarla. Pero aunque grande era su dolor, Llawyz Manir aún no estaba lo bastante alejado de la realidad como para no saber lo que debería hacer:
- Traedme a mis dos capitanes, Wacóstar y Tebbanë. Que vengan, porque su Señor, elRey, ha de hablarles. - Y decía esto con voz firme, aunque temía que el dolor la quebrase.
Wacóstar y Tebbanë, Capitanes de la Guardia Negra y de la Torre Maestra, llegaron al Salón del Trono, que aún conservaba la grandeza de antaño, y suspisadas resonaban en las losas de cristal puro de roca, y sus sombras sedibujaban contra la luz que provenía de las vidrieras del techo,cuyos colores seguían tan firmes como hace siglos, y las columnasde plata sostenían arcos de oro puro, y todas estaban labradas pormanos de artesanos legendarios, y en ellas había letras que narrabanhistorias que de otro modo hubieran sido olvidadas, pero que ya hacíamucho que nadie creía que hubieran sido ciertas.
Wacóstar, de corazón firme pero alma impura, se adelantó a hablar el primero:
- Majestad, es poco lo quepodemos hacer en estos momentos, excepto seguir los sabios consejos deTórgen Elendar, vuestro siervo y consejero.
Pero Llawyz Manir le interrumpió, y con estas palabras le mostró su disconformidad:
- No, Wacóstar. Norendiré la Ciudad, porque sólo un estúpido podríacreer en las falsas promesas de clemencia del Enemigo. Y él no osaráatacarnos mientras que tengamos rehén en el Enjambre a su principalescolta. No lo ha hecho en el pasado, cuando tuvo ocasión, y nolo hará ahora.
- Pero Majestad, recordadque en el pasado se creyó que aquel que mora en el Enjambre erael mismo Sunytt. Los errores del pasado no deben repetirse, y es sabioseguir los consejos de los sabios.
- No es sabio seguir losconsejos de los sabios que no hablan con palabras sabias - se adelantóTebbanë, cuyos cabellos dorados competían en hermosura conlos rayos del sol, lo cual era en verdad extraño, porque nadie másen todo el Reino tenía los cabellos de este color, que algunos considerabanmaléfico.
- No os dejéis guiarpor las palabras necias de quien nunca demostró coraje en la batalla,Majestad. - Wacóstar estaba disgustado porque las palabras de Tebbanëeran casi siempre escuchadas antes que las suyas, y sus consejos seguidostambién, y ahora parecía una buena ocasión para ganarel corazón del Rey.
- Mi juventud me ha impedido mostrar coraje, porque ninguna batalla verdadera se ha librado durantemi vida - dijo Tebbanë - pero mi brazo es firme y mi espada también.
- ¡Ay, sí!- dijo el Rey - Esta era Rebrats, la espada de Melastar. Todos creímosque era firme, y ahora se ha quebrado. Nadie saldrá ya másde la Ciudad, porque si no lo mata el Enemigo, lo mataré yo mismode un modo mil veces más cruel. Esta es mi palabra, y serárespetada.
- Vuestras palabras sonla Ley, Majestad - dijo Wacóstar - Pero en esta ocasión...- y no dijo más porque Llawyz Manir le interrumpió con lamano.
- Es mi voluntad que aquellos de entre los más valientes soldados cuya lealtad esté probada sean puestos de guardia en las salidas secretas de la Ciudad, para queningún insensato se atreva a salir ya más de ella. Porqueyo soy Llawyz Manir, Señor de los Hombres.
- Y no lo seréismás si continuáis luchando contra lo inevitable, Majestad.
Estas palabras las pronunció Tórgen Elendar, el Mago. Como era su costumbre, aparecióentre las sombras, y sorprendiendo a los presentes. Y prosiguió:
- ¿No es bastantecon Melestar, Señor de Hombres? ¿Acaso su muerte atroz, quehe podido sentir desde mis estancias, no os parece un aviso suficiente?¿No es hora de aceptar una paz justa y negociada con quien es elverdadero Señor de la Tierra?
- ¡Calla, lengua devíbora! - gritó Tebbanë - Tus palabras hieren mis oídos,y los de cualquier hombre honesto.
Pero el Mago respondió con una risa:
- ¿Acaso eres tú honesto, Tebbanë? Tu modestia es corta, como tu inteligencia.
- ¡Ya es bastante!No debemos discutir entre nosotros, sino contra el Enemigo. - El Rey estabaenfadado.
- No habría tal enemigo si aceptaseis sus condiciones - dijo Wacóstar, y el Mago aceptó su afirmación con un rápido movimiento de cabeza.
- Os hice llamar porquedeseaba que mi Ley fuese dada a conocer, consejeros, pero tambiénpara que hicieseis honor a ese nombre. ¿Qué dices tú,Tebbanë, bisnieto del nieto de mi hijo?
- Yo digo que la esperanzaes poca, pero es. Y esa esperanza tiene nombre desconocido, pues la leyendanos habla de un pueblo de gentes de piel clara como el alba de la mañana, de ojos azules como serenos lagos de aguas tranquilas y de orejas espigadas como el trigo en flor, y ese pueblo nos traerá la victoria. Y deno ser bastante esta esperanza, mi consejo para el presente es que seaderribada la Torre del Enjambre y liberado su único prisionero.
Pero estas palabras fueroncontestadas con una risa del Mago y de Wacóstar, y hasta con unaleve sonrisa sarcástica en los labios del Rey, quien fue el primeroen hablar:
- ¡Ay! Tristes esperanzas nos das, Tebbanë. Si todos tus consejos estuviesen, como este, guiados por la inexperiencia de tu juventud, haría tiempo que hubiésemos caído. Porque no hay ningún pueblo como el que dices, y esa leyenda es un cuento para niños que sólo repiten las viejas comadres.
- En boca de las viejashay a veces palabras que para sí quisieran los sabios - respondió Tebbanë.
- Sí, pero no eneste caso. - dijo Tórgen Elendar, el Mago - Y estoy seguro de queel Rey nuestro Señor no prestará oídos a estas palabrasinsensatas de un joven que apenas si ayer dejó de ser niño,y de oír a las viejas y sus cuchicheos.
- Creo que Tórgentiene razón, Tebbanë - dijo el Rey, y sus palabras fueron acogidascon una ancha sonrisa por Wacóstar - porque ni prestaré oídos a leyendas ridículas, ni prestaré oídos a consejosabsurdos. Porque la Torre del Enjambre no dejará a su prisionero,que es nuestra garantía de que el Enemigo no nos atacará.- Y al decir esto, se oyó como un gemido muy lejano, pero todossabían que procedía del Enjambre, porque ya lo habíanescuchado otras veces, y en verdad lo habían estado escuchando detanto en tanto desde hacía siglos, cuando Mläczymbórrcayó prisionero.
- Majestad, somos muchoslos que creemos que el demonio del Enjambre no permanece en la Torre porqueno pueda salir de ella, sino más bien porque su Amo no se lo permite, y que su presencia causa más mal que bien.
- ¡Esto ya es demasiado! - clamó Wacóstar desenvainando su espada, Sgrilim, la Rebanadora de Diablos - ¿Pones en duda, insensato, que la victoria de nuestro Señor Llawyz Manir fuese tal? Permitidme, Majestad, que haga justicia con este bellaco de cabellos desteñidos. Primero nos llega con cuentos infantiles, pretendiendo que sean nuestra salvación, y luego osinsulta a Vos y a todo el Reino con su presunción y su arrogancia.¿Porque acaso no es verdad, Tebbanë, que tú mismo cuentaslas historias que te benefician? ¿O es que esa tonta leyenda delser de piel clara no se refiere a ti?
Ante estas acusaciones,Tebbanë nada dijo, excepto esgrimir su espada, Aynuleë, el Terrorde los Espíritus del Mal, y disponerse a una lucha con su oponente.
- No se discuta másen mi presencia - dijo el Rey, alzando su mano - Y tú, Tebbanë,envaina tu espada. Es hora de que se cumpla la Ley, y tú debes anunciarla. Ve, pues. ¡Adiós!
Y el Señor de lasTinieblas allí quedó, en el Salón del Trono, en conversación con el Mago y con su otro Capitán. Y en verdad había tenido que reconocer que el consejo de Tebbanë, su heredero, habíasido descabellado. Y se dejó guiar por las palabras de Torgen Elendar,el Mago de largas barbas blancas, de cuya boca sólo salíasabiduría, según unos, o veneno, según otros. Y fueasí como decidió que Wacóstar fuese el nuevo Capitándel Reino, con poder sobre todos los Ejércitos, y que nadie en todoel Reino Prohibido tuviese más poder que él, a excepcióndel propio Rey Manir, cuya espalda estaba cada día más curvaday su rostro más arrugado, pero que sin embargo no moría jamás,y a decir de todos, jamás lo haría.
Tebbanë saliódel Salón del Trono enfurecido, y tras anunciar a todos la nuevaLey, se encargó él mismo de reclutar algunos soldados lealespara que guardasen las puertas secretas de la Ciudad, pero tambiénhizo que en una de ellas, la que estaba dirigida al Oeste, se situase Ossannë, su mejor amigo y confidente, para tener de ese modo una forma de salirsin que nadie más lo supiese.
Porque en verdad Tebbanë había estado entrando y saliendo de la Capital sitiada desde hacía mucho, aunque nunca se lo había confiado a nadie, excepto tal veza Ossannë, y en sus salidas se había encontrado con los servidores de Sunytt, Hombres de corazón negro y aliento ligero, a quieneshabía tenido ocasión de retar en combate, y nunca habíaperdido. La pequeña, pero perceptible, oposición de Wacóstara la Nueva Ley Real, no le había pasado por alto a Tebbanë,y se preguntaba por qué el Capitán de la Guardia Negra delRey estaba interesado en salir más allá de las murallas dela Ciudad.
Eran estos Hombres los esclavos de Sunytt, aunque a sí mismos se llamaban Tsärrai, que significa Los Libres. Y así se creían ellos, porque aunque se decía que servían ciegamente a su Amo, y lo hacíanpor su propia voluntad, el Mal los había dominado y ya no podíandejar de servir al Oscuro, y si alguno lo intentaba, era acuchillado ydestripado para que todos supiesen lo que acarreaba la traición.
 
 

2. LOS TSÄRRAI

En un campamento cercanoa la Capital, el fuego reunía a su alrededor a un grupo de rebeldes. Habían escapado de la Capital y de otras ciudades y aldeas hacía tiempo, unos más y otros menos, y ni siquiera por el mismo motivo, pero también habían aprendido a comprender la realidad: que era inútil esperar una victoria definitiva contra ninguno de susenemigos.
Sabían por propiaexperiencia que la presencia de Demonios en las cercanías era unpeligro constante, pero que el verdadero peligro eran los merodeadoresdel Conde de Lojnarr y del Ilustre de Mohathest, los Condados máscercanos a la Capital y que se disputaban cada pulgada de territorio pormedio de grandes matanzas. Cuando no podían aniquilar ejércitosrivales, los Condes se contentaban con asesinar a unos cuantos campesinoso vagabundos, ya fueran habitantes de Condados rivales o de los propios.
El silencio reinaba en loscorazones de los presentes, porque el frío oprimía sus cuerposy el miedo sus almas. Pero Thisk, el Guía de los Tsärrai, sealzó entre ellos y dijo:
- Camaradas, hace ya muchotiempo que vosotros me elegisteis como vuestro Guía, el Igual entreIguales. Y ahora debo hacer uso de esta autoridad al escoger nuestro camino,pero también pido vuestro consejo.
Era Thilmast Thisk, y suvoz era siempre alegre, por lo que algunos le llamaban Bethrill. Antaño su sangre hubiese sido considerada noble y alta entre los Hombres, peroen aquellos tiempos el origen no tenía ninguna importancia, y menospara aquel grupo de merodeadores.
- Tu guía nos hatraído hasta el pie de las murallas de la Ciudad, Thilmast - hablóTwéncherr, a quien llamaban el Intrépido - y nada nos haríamás felices que alejarnos de este lugar maldito, donde moran losdiablos.
- No haces honor a tu nombre, Intrépido. - Y el que así hablaba era Pheriamord de Nwoglond, uno de los territorios más alejados de la antigua capital - Thilmast nos ha guiado por lugares peligrosos, y duras han sido las batallas quehemos tenido que librar, pero seguimos vivos, y seguimos siendo Tsirrim,y eso es más de lo que cualquiera de nosotros podía haberesperado cuando se unió a este grupo, hace años.
- Gracias por tu apoyo,Pheriamord. Es cierto que hemos atravesado las líneas del Ilustrede Mohathest con mucha suerte, más de la que nos merecemos. Peroyo no os he guiado, amigos. Han sido los acontecimientos los que nos hanempujado hasta la muralla de la Capital. Y en verdad se podría decirque ha sido el mismo destino el que nos ha conducido hasta aquí.
- ¿Quieres decirque si estamos aquí es porque el Destino ha guiado nuestros pasos?¿que hay una misión que cumplir, eso quieres decir? ¿quémisión es esta?
- No te apresures, Twéncherr. Nadie ha hablado tan lejos. No creo que haya una misión encomendada por el Destino. Tal vez porque ni siquiera creo en el Destino - dijo Thilmast.
- ¡Ay, sí!- exclamó Frandagg, el viejo Hechicero que les había acompañadodesde hacía años - El Destino existe, y puede guiar nuestrospasos. Tal vez lo haya hecho, tal vez no. He consultado en las llamas,y he visto algo que me ha hecho meditar.
"Esta noche consultéen el fuego, y vi entre las llamas el rostro de un joven Rey. Teníael rostro blanco y los cabellos largos y dorados, y su nombre era Tharadrir, El Que Ha De Venir.
- ¿Y acaso eso nosincumbe a nosotros, viejo? - saltó Ayéraq, un Hombre Oscuroa quien apodaban algunos Cardamérr, es decir, El Sin Piedad. - ¿qué nos importa que haya un nuevo Rey? Lo habrá, sin duda. Cuando Sunytt devaste estos viejos muros e imponga a su propia nueva marioneta. Aunquedicen que ya Llawyz Manir es un títere del Señor Oscuro desdehace mucho.
- Sí, tal vez desdehace demasiado - respondió el Hechicero - y eso es algo que talvez podría importarnos, Ayéraq. El Señor de las Tinieblasha gobernado durante mucho tiempo, tanto que ni yo mismo recuerdo cuándollegó al trono. Y si el inmortal es despojado de su trono, ¿note parece que es algo importante?
- En todo caso - terció Thilmast con una alegre sonrisa - ya es algo que Frandagg haya visto eserostro en el fuego.
- Nos pediste tu consejo,Thilmast. Y aquí está el mío: que levantemos nuestrocampamento y regresemos por donde hemos venido, porque prefiero enfrentarmea mil secuaces del Ilustre de Mohathest que a uno solo de los demoniosque se dice se esconden tras esos muros. Y apuesto mi alma a que esos aullidosinfernales sólo pueden proceder de uno de los diablos en persona.
- Es cierto que la solavisión de un demonio nos espanta, Ayeráq. - dijo Twéncherr-  Y yo mismo tuve la desdicha de ver morir a mis padres, abrasadospor el fuego del Infierno, y a duras penas pude escapar de las llamaradasde su boca - y al decir esto, todos temblaban, excepto Thilmast - y cuandocomo respuesta a nuestras plegarias tan sólo recibimos la ayudadel Barón de Tajdróll, quien envió a sus lacayos aapoderarse de los pocos despojos que había dejado el Diablo, y aasesinar a los escasos supervivientes de la masacre, en verdad supe quemis días como Tsärrai habían comenzado.
"Y por esto creo, juntoa Ayeráq, que si dentro de esos muros negros se oculta una creaturadel Maligno, debemos alejarnos lo más posible de ellos, haya vistolo que haya visto el viejo en sus pollos muertos.
- ¡No consentiré burlas hacia mi modo de escrutar el futuro en las entrañas de losanimales! - gritó Frandagg, pero en verdad todos habían reídola ocurrencia de Twéncherr y ya nada podía hacer el viejopara evitarlo.
Entonces se levantóThilmast, y habló con estas palabras:
- Os he pedido vuestro consejo, y en verdad me lo habéis otorgado, hermanos Tsärrai. Pero enesta ocasión haré uso de mis poderes como Guía y dictaré mi decisión. Esta es que permanezcamos aquí hasta desentrañar este nuevo misterio, y si ello no es posible en los próximos días, nos marcharemos rodeando los muros de este lúgubre recinto. Porque otras veces hemos seguido los consejos de Frandagg, y nos han parecidosabios.
"De cualquier modo, si alguien desea abandonarnos, puede hacerlo, por temor a los Monstruos de la Capital, o por lo que desee. Y en tal caso, ya sabe lo que le espera.
- Nadie te abandonará, Thilmast. - dijo Pheriamord, poniéndose en pie - Porque sabemoslo que le espera a quien abandona la Protección del Fuego de losTsärrai. Pero también porque tus órdenes han sido sabiashasta ahora, y no nos encontramos en verdadero peligro.

Y así hablaban los capitanes de los Tsärrai, porque eran en verdad libres para opinardentro del Círculo de Fuego, cuando se hacía la noche. Raraseran las ocasiones en que se hacían al camino durante el día,y aprovechaban la ausencia de luz para asaltar a los caminantes, y asesinara los soldados, fueren del Condado que fueren, pues no hacían preguntassin antes usar sus espadas.
Todos en el Reino de losHombres les temían, pues ellos a su vez no temían a nadie,salvo tal vez a los Demonios, y sus incursiones eran siempre horrendaspara quienes las sufrían, y nunca diferenciaban entre simples campesinoso guardias bien armados a la hora de robar y asesinar.
Thilmast Thisk Bethril erasu Guía y en verdad no podrían concebir que cualquier otrolo fuese, porque Thilmast poseía el don de la persuasión,y todas las palabras que salían de su boca sonaban justas y sabiasa quienes las escuchaban, aun siendo el mayor de los disparates, y si biennadie podía comprender su carácter, siempre alegre y feliz,todos lo apreciaban y sabían que era una ayuda inestimable en losmomentos de depresión, que no eran pocos.
Sin embargo, esa noche selimitaron a conversar alrededor del Fuego, porque ya nadie salíade las murallas de la Ciudad, y esto les impidió asaltar a ningunode sus distraídos habitantes.
 
 

3. TEBBANË

Los cabellos dorados delCapitán de la Torre brillaban sobre las almenas, reflejando losúltimos destellos del lúgubre sol que se ocultaba ya traslas Montañas del Horizonte. Tebbanë pensó en aquellasmontañas. Recordó cómo cuando todavía era unniño - aunque en verdad para muchos aún lo era - habíasoñado con visitar aquel lugar, donde el sol se escondíaal final del día, porque había soñado que el sol estabaallí detrás, y durante la noche podría ir a verlo,mientras los demás durmieran.
Y recordó cómo había salido por vez primera de la Capital, en compañía de su padre, Melwannë, tras abrir éste un pasadizo empujandouna de las piedras de la Muralla. El camino había sido largo, perohabía valido la pena, porque tras las montañas habíaencontrado algo increíble. El Sol se fundía en una gran masade oro líquido, y desaparecía sumergido en ella, para dejarpaso a la noche. Sus ojos habían llorado viendo aquel espectáculo,y recordó cómo su padre le puso la mano sobre el hombro yle hablo:
"Tebbanë, hijo. Estees realmente el más maravilloso espectáculo que tus ojospodrán ver en toda tu vida. No lo olvides jamás.". Y Tebbanëno había olvidado, como no había olvidado muchas otras cosasque hacía y pensaba cuando era niño, y tal vez por eso muchospensaban que era aún un niño, y se lamentaban por la decisiónde Llawyz Manir de nombrarle Capitán de la Torre Maestra, pues pensabanque había gran peligro en dejar a un niño al mando de tanimportante puesto de mando.
Pero ahora Tebbanë,tras el decreto del Rey, ya no podría volver a ver nunca la mar.Las salidas habían sido bloqueadas, y aunque la Puerta de accesoprincipal a la Capital estaba cerrada desde hacía tiempo inmemorial,de tal forma que ya nadie recordaba la última vez que la luz habíapasado a través de los Umbrales de Plata, ni nadie teníarecuerdo del giro dulce e insonoro de la Puerta sobre los goznes de diamante,no eran pocos los habitantes de la Capital que conocían muchos otrosmodos de salir, e incluso que habían salido ellos mismos, arriesgandosus vidas por obtener mercancías que de otro modo jamás hubieranpodido encontrar dentro de las Murallas, y que sólo los avariciososcomerciantes de los vecinos condados podían ofrecerles, aunque aprecios tales que en verdad eran como un robo.
El hijo de Melwannëalzó la vista, pero ya la noche había caído. Lejanosestaban los tiempos en los que eran visibles las estrellas, y aun muchospensaban que tales fuegos en el cielo, cuando aparecían, eran obradel Maligno y un artificio para confundirles, por lo que evitaban mirarlassino mediante espejos y aún así éstos los usaban paraatraer la mala suerte para sus enemigos.
- Pareces preocupado, -Tebbanë se giró bruscamente, alterado por el brusco despertarde su sueño - pero quita ya tu mano de la empuñadura de Aynuleë,pues soy yo quien te habla, Osannë, tu hermano, y no un enviado delOrco.
- Sí, preocupadoen verdad porque el decreto del Señor de las Tinieblas es gravey doloroso. Muchas familias se quedarán sin pan.
- Tal vez, sí. Pero¿acaso no te preocupa más tu propia persona? Dime que noes cierto que pensabas en tu loca idea de ver de nuevo las Aguas del Caos.
- No es justo que hablesasí, Osannë. Tú no quisiste verlo, así pues nopuedes tener conocimiento de lo que hay más allá de las Montañasdel Horizonte. Y yo te digo que lo que vi no fueron las aguas del caos,sino la belleza sin límites de la fuente de la Vida.
- ¡Ay! Tu locura esgrande, Tebbanë. No debes hablar así, pues el Mal se escondetras esas palabras. Los sabios conocen la verdad, y a ellos me remito.El Caos se tragó miles de personas en sus verdes entrañasespumosas, y el fango que lo compone rió con estrépito aldevorar los inocentes; locos son aquellos que trataron de dominarlo. Sucalma es engaño, y su belleza, siniestra corrupción.
"Tu alma es la de un niño, Tebbanë, y en verdad que lo más justo es que trates de evitarlo, porque el Señor Llawyz Manir ha puesto sobre tu espalda un granpeso. ¡Ay de ti si fallas!
- Osannë, viejo amigoy hermano mayor. Nuestras madres fueron distintas, y eso nos hace diferentes. Pero piensa en cómo nuestro padre Melwannë nos guióen los años de nuestra niñez, y comprenderás que nuestras mentes deben ser una. Es terrible que no podamos abandonar la Capital,sí, porque eso nos convierte en nuestros propios prisioneros, conun terrible guardián vigilando sobre todas nuestras cabezas.
- No me vengas ahora contus adivinanzas insensatas, Tebbanë. Llawyz Manir tan sólointenta que podamos sobrevivir y hacernos fuertes aquí dentro, mientrasrecuperamos el poder que nos hizo grandes un día, ahora que no sepuede escapar entre las rendijas de los bravos pero alocados que se atrevierona retar al Mal fuera de la Capital. Ven, pues, y comamos para tener fuerzasesta noche de guardia. - y diciendo esto le invitaba a entrar en el comedorde la Torre, pero Tebbanë se negaba.
- Hablas como Wacóstar, ya no te reconozco. No eres aquel que me mostró la salida del Camino, ni aquel otro que me acompañó hasta Foufwé, dondeaniquilamos aquella horda de negros Tsärrai. Las arengas de Wacóstarhan hecho mella en ti. Ve tú solo, y déjame a mí aquí,pues quiero disfrutar del aire de la noche. - y en aquel instante supoque no podría utilizar la Puerta del Oeste a pesar de sus inicialesprevisiones.
- Sí, te dejo, disfruta de tus locuras, porque un día lo vas a lamentar. Pero tal vez lolamentemos todos por tu culpa, y ese día, ¡ay! seráel fin de la Capital y de la Libertad de los Hombres. - Y Ossannëse marchó, dejando a su hermano, quien seguía mirando endirección a las Montañas del Horizonte.

En verdad eran aquellas Montañas más un obstáculo que otra cosa, porque los Demonios habían surgido del Este, y habían dejado la Capital atrapada entre lasmaléficas Aguas del Caos y su destino, que no era otro que lucharo morir, pero mientras unos decían que era luchar, otros decíanque era resistir, y mientras tanto el alma negra, si es que teníauna, de Sunytt, se regocijaba observando cómo los Hombres se debatíanen su propia miseria, asesinándose unos a otros, robando y cometiendotoda suerte de crímenes, que hacían superflua la intervencióndel Poderoso Señor del Mal.
En esto pensaba ahora distraídamente Tebbanë, cuando entre las oscuras montañas observó salir un espeso humo negro más allá de donde la vista de un hombre podía alcanzar a ver más que difusas figuras verduscas queasemejaban árboles, y al ver aquello se puso en pie, y esgrimiendoa Aynuleë bajó dando grandes brincos las escaleras de marfildel interior de la Torre y llegó a la ciudadela que se apretujabadesde hacía siglos en el interior de las Murallas, y penetrandopor oscuras callejuelas que pocos sabían que existiesen, salvo aquellosque podían verlo todo desde lo alto, y aún así nocon claridad, alcanzó con su loca carrera la puerta de una pequeñachoza de ladrillo, y golpeando con el puño siete veces y siete vecesmás hacia atrás, le fue expedida la entrada al interior delas tinieblas.
- Te saludo, hijo de Melwannë - una voz profunda y ronca pero inequívocamente femenina le habló a sus espaldas. - ¿Qué te ha traído de nuevo a micasa?
- Bendita seas, Lerzhiavel,matrona de luces. Tu casa es todavía un grato recuerdo para míy si tú lo permites será siempre mi refugio y mi esperanza.
Y así hablaba Tebbanë a Lerzhiavel, quien ahora era una vieja cuyas arrugas y canas deformabansu antaño bello rostro sin piedad, pero que no hacía tantohabía sido la yaya del Guardián de la Torre Maestra y quientodavía tenía poder sobre él, aunque ya no tanto comoantes.
- Lo permitiré situs intenciones son sabias, y ¡ay! temo que vayas a cometer algunaimprudencia, pues leo en tu rostro que has sido mordido por el veneno dela locura, que todo lo corrompe con su siniestra cara oculta.
- No tal, matrona. Mis intenciones son guiadas siempre por la esperanza en la victoria. ¿O acaso esmalo tener esperanza?
- No lo es nunca, Tebbanë. Sea la Esperanza la guía de nuestro pueblo y la Madre nos hará ver la luz de la Paz final. Pero dime, ¿qué te ha guiadohasta mi casa? ¿acaso buscas la salida?
- Tú lo has dicho.Debo utilizarla una vez más.
- Sí, sabíaque la locura guiaba tus pasos y he aquí que tus palabras lo confirman. Dime, ¿pues acaso no has sido tú mismo quien ha anunciadola prohibición de salir de la Capital? ¿serás el primero en fallar la confianza que sobre tus hombros ha puesto nuestro Rey y Señor?
- No me hables así,te lo pido, Lerzhiavel. Tus respuestas hieren mi corazón, que sólo anhela cumplir el deseo que lleva dentro, que no es otro que el de conquistar la Libertad.
- ¡Ay! Bien sabesque la Libertad no existe, es una mera ilusión que debemos olvidarpara alcanzar la victoria.
- Conozco tu opinión, Lerzhiavel. Está basada en la sabiduría de la experiencia.Déjame que yo la descubra por mí mismo, y mientras, permítemesalir a buscar a nuestros enemigos.
- Sea pues, Tebbanë.Accederé a tu deseo de utilizar este túnel. Pero escuchamis palabras tal vez por última ocasión, pues siento quegrandes y espantosos peligros acechan nuestras murallas y que es esta lahora de aprestarse a la defensa, no de abandonarla alocadamente. Puedesusar la salida, pero sólo si prometes a esta pobre vieja que tupartida será compensada con un regreso, y que defenderásla Capital del peligro cuando éste sea inminente.
- Lo prometo, pues no podría hacer otra cosa y tales son también mis deseos.
Y diciendo esto, movió Tebbanë ciertas piedras del hogar y descubrió bajo ellas ancho túnel, pero también oscuro y tenebroso, y adentrándose en las tinieblas, miró quizás por última vez el rostro arrugado pero aún dulce de su aya y dijo:
- Regresaré. Te lojuro.
 

4. EL ENVIADO

Pero he aquí que en las estancias del comedor de la Torre, la reducida fiesta de la cena delos Caballeros todavía continuaba en su apogeo, y el bardo Dhioron,tomando su gaita e invitando a su discípulo Neodhon a unirse a élcon su bodhrán, entonó los versos de este poema, que pocosconocían completo, y del que algunos decían era másantiguo que el propio Reino:

«Dadme fuerza, oh, Dioses,
para cantar las hazañas
de quien en el tiempo de los vasallos
y de los escuderos gallardos
con grandes esfuerzos luchó con alma y espada
contra los más abominables demonios del Averno
y en batallas nuncaantes imaginadas
venció en grande matança
a los enemigos de los Hombres.
Habiendo sido los más sabios de todos quienes
en Círculo Sagrado se juntaron.
Entre los de alma más pura se hizo
la Elección del Enviado, y sólo tras fiero concurso
uno solo fue el nombrado.
Pues Tharadrir fue su nombre
y Sgrilim su Espada.
Y se dijo a las huestes que al pronto se formaban:
"uno solo el Enviado,
ése será Rey si nos entrega la Victoria".
Reunido con sus camaradas
se hacían grandes planes de batalla
y el vino corría alegre por las mesas,
llenas de barbudos guerreros y de gruesas mujeres,
y a la mañana siguiente, cuando pocos son los capaces,
el alba marcó la hora de la partida;
pues no fue solo Tharadrir sino con ciento y ciento,
y con el ejército acompañado
de su fiel vasallo Orayph de Menarhinn
quien a su lado le decía:
"No dejes que te engañe el brillo de nuestras espadas
porque grande es lafiereza del enemigo
y más grandesu ruindad".
Mas Tharadrir fue solo aunque con sus huestes
porque sola estaba su alma entre su ejército de valientes.
Putrefacción, muerte y felonía
fue el rastro que asu paso el diablo dejaba
y a todos los caballeros grande temor les dominaba,
excepto a su Capitán,
pues Tharadrir fue su nombre
y Sgrilim su Espada.
Ante las pruebas del maleficio los pies más firmes temblaban
y las palabras ayerlanzadas al viento
hoy eran solo bravuconadas.
Y el de Menarhinn al oído de su amo musitaba
rezos que eran sólo consuelo
para el que los pronunciaba.
Ante las faldas de Whais los cadáveres se amontonaban
y supo el ejército de leales
que a su fin ya llegaran.
A confirmarlo vino la potente voz del Temido:
"Horrenda matanza es la que os he preparado, Hombres Libres
pues mi fin es soloeste:
que no haya hombre vivo y libre al mismo tiempo.
Me tarda ya la horaen que la elección esté
en mi mano sola.
Porque yo soy Sunytt, el Maldito de los Hombres
y al venir aquí con el alma pura me habéis irritado,
vuestro pecado ha sido terrible
y grande mi furia ynula mi clemencia".
Y sólo al escucharlo
fueron ciento los que huyeron en desbandada
ante el regocijo del Maligno que entre risotadas les miraba.
"Es mi nombre tan horrendo que su sola mención espanta
a caballeros tan valientes
de entre los escogidos para vencerme".
Y Orayph dijo sabias palabras aunque sin ninguna esperanza:
"Yerras por completo, demonio del Más Allá,
si crees que sólo por vencernos
nos robarás la Libertad".
Fue esta la peor elección que las falanges de Tharadrir hacer pudieran,
porque el demonio que todo lo oye
les hundió en la Oscuridad.
Y de nuevo las huestes del Capitán
se hicieron en desbandada,
y como la unión hace la fuerza,
la desunión está siempre derrotada.
Mas con voz de trueno se alzó el que llevaba el mando,
pues Tharadrir fue su nombre
y Sgrilim su Espada.
y a sus mesnadas sedirigió y les conminó con voz severa:
"No es esta la horade la derrota,
porque aún la de la batalla no ha sonado,
mas si hemos de morir,
lo haremos con las armas en la mano,
y de frente al enemigo,
porque esto es lo que él teme".
Y en galope rugiente
se lanzó el primero
de frente contra elenemigo.
Y en viéndole sus mesnadas
los ánimos resurgieron
y tomando sus espadas
a su Capitánsiguieron gritando:
"Nuestra la Fe, Nuestra la Victoria".
En convocando a susdetritus
el Enemigo se desordenaba
Porque su cobardía le impide
presentar frente unido de batalla.
El hedor era tan grande que muchas cabalgaduras cayeron
y llevándosea sus jinetes muchos así perecieron.
Mas fue esta la muerte menos horrenda
de todas las que les esperaban,
porque la fe de lashuestes tal vez no fuese la más firme.
Y quiso el Destino que se adelantasen
en carrera hacia lacumbre de la Montaña
varios caballeros con grandes y potentes zancadas
superando a Tharadrir y salvándole de la colada,
que fuerte era la que caía
de los belfos de laBestia.
Rugientes fueron los chillidos de los diablos atravesados
por las lanzas de los Hombres.
Pero ¡ay! pocos fueron los que de ese modo cayeron
y más los que aplastaron cabezas
y miembros arrasaron.
Pues en aquel nauseabundo paisaje pronto dejaron de ser cientos
los que combatían
y tomando a SgrilimTharadrir se lamentó:
"escasas nuestras esperanzas, más nunca infundadas,
porque me matan misamigos,
y me roban los caballos,
y aún así la lucha es fiera y hasta el final quedaré yo en ella".
En llamas quedaba el bosque que putrefacto les rodeaba
y desde la oscuridad del cielo
centellas les esperaban.
Abatieron a casi todos cuando a Tharadrir el turno le llegaba
y esgrimiendo fuerte adarga
un mandoble de garra esquivó,
mas no con la pericia de evitar que su
brazo siniestro le arrancara, el diablo Athanathos
entre blasfemas risotadas.
En llamas los cabellos y la barba
Tharadrir por el suelo rodó
y su fiel escudero en aquel punto le suplicaba:
"Frenad vuestros impulsos pues perdida es la batalla.
A grandes matanzas nos han sometido y
también perdida es la esperanza".
A lo que respondióle el mancado:
"Escudero, ¿acaso es malo tener esperanza?
Yo te digo que no",y
tomando su fiel Sgrilim en vivo rojo de las llamas,
cauterizó laherida de su muñón ensangrentado.
Y con los restos desus perdidas falanges
inició el camino de la dolorosa retirada.
Dirigiéndosea sus llorosos camaradas, les gritó:
"Grandes las derrotas, grandes las esperanzas.
Porque la Libertad está en nuestra custodia
y antes muertos queesclavos.
Acamparemos junto alos muertos y ellos
serán nuestra morada, pues con sus pieles
haremos tiendas, y cuerdas con sus tendones".
Y sólo en aquel momento sus camaradas observaron que
quien hablaba era su jefe,
Pues Tharadrir fue su nombre
y Sgrilim su Espada.
Fuego y azufre llovió toda la noche
y tres días duró el espanto;
pero a salvo resguardados se encontraban los camaradas
que en número de diez más siete
por toldo a sus muertos tenían.
Cantó en aquel punto la voz de
Phodnagg, el guerrero de la Escipia, que con él siempre llevaba
los útiles de su padre, el Hechicero de la Camada:
"Nunca llegaremos vivos tal como estamos a nuestras casas,
así lo confirman los astros, las Siete Estrellas y las Orcadas".
"¡Cobardía es lo que siento, corriendo por tus entrañas!".
Y era la voz de Tharadrir, la que sonaba.
Y agarrando con su único brazo a Phondagg,
quebróle el cuello en varios trozos.
"Lo mismo espera a cualquiera
que no defienda esta nuestra causa:
Morir o vencer, pero antes muertos que vivos y cobardes".
Ante aquella terrible escena no pocos fueron los que temblaban,
y el que más, el fiel Orayph, que desconocía ahora al Enviado.
De nuevo tomó la palabra el Capitán, quien ahora a todos dominaba
por la fuerza de las cosas, que es mayor que la de las almas:
"Mañana mismo lucharemos con todo lo que tengamos,
piernas, pies y brazos, todo a mi servicio, pues yo
mismo tengo uno solo,
y ése luchará en la batalla".
Mas cuando Tharadrir dormía, varios de sus soldados se juntaron,
y tomando como capitán a Oryph, se retiraron del escenario,
cuando ya varias leguas lejos de su amo,
los profundos lamentos de éste escucharon:
"¡Ay, perdidosoy!
Que solo me han dejado
Mas aun solo y sin ayuda
el Gusano será derrotado"
La pena y las lágrimas corrían por las barbudas mejillas
de los otrora esforzados,
y que ahora siguiendo su instinto
a Tharadrir abandonaban.
Y tomando la palabra Orayph, de sus labios escucharon:
"Nuestra la victoria, pero no hoy, sino mañana".
Y con este prudenteconsejo, a su suerte al capitán dejaron.
No por solo cobarde, Tharadrir había pecado,
asesinando compañeros y profanando sus cadáveres,
y su maldad desatada, sin duda le había ayudado a comprender
las astucias del Malvado.
Así pues, sedejó dominar por la seducción de
la más terrible de las magias,
la que sólo los espíritus de los muertos
pueden desatar en los condenados.
Y en horrendos rituales se entregó a la Luz Negra.
Pues tomando el camino de la cumbre, y con Sgrilim bien ceñida,
la furia en él se había apaciguado, hasta hacerle ver
que nadie está solo sino cuando está guiado por otro que no es él mismo,
sea este otro la furia o el yugo.
En su puño la espada le servía de bardado
y en su alma el crimen que le daba claridad en la mirada,
tronó su vozante el cubil del Maldito:
"Sal ya de tu refugio, infecto gusano, porque en singular duelo
te reto yo a ti, sin tus esclavos".
Y riendo sin medida, envióle el diablo a sus súbditos,
para que le sirvieran de escarmiento
a otros menos osados.
La luz brillaba en los ojos, una luz negra como el azabache,
y uno a uno derrotó el capitán de los Hombres,
sin saber ya por qué causa luchaba.
Y esta fue la perdición de ciento y uno esclavos
de Sunnyt, el mayorde los demonios, que solo quedó,
mas nunca condenado.
Pues tomando en susfauces a Tharadrir,
le escupió fuego en las entrañas
y no fue sino entonces sino cuando supo que había fallado,
cuando siglos atrás le habían profetizado
que uno de nombre Negro
le vencería en la batalla. Y así fue,
pues Tharadrir fue su nombre
y Sgrilim su Espada.
En un espantoso chillido, entregó Sunytt su alma a la Gehenna,
pues de allíes de donde venía,
y cerrando bajo de sí la Grieta,
cayeron los montes desplomados.
A muchas leguas de distancia,
escuchando los infernales aullidos Orayph y sus soldados,
todos se regocijaron, pues supieron que vencido había sido el diablo.
Y de nuevo habló Orayph, y todos le escucharon:
"Regresemos, camaradas, a casa, donde nos esperan nuestras
mujeres, y saludemos a la Victoria, que es la que hemos logrado".
Y en llegando ante las murallas, saludaron los soldados
que un día habían sido del ejército de Tharadrir:
"Abrid esas puertas, criados, porque somos los vencedores,
del Maligno y de sus Enviados".
Y con grande fiestay alborozo recibieron los ciudadanos
a aquellos guerreros que sin quererlo habían triunfado.
Y cuando les preguntaron por Tharadrir, dijeron que aquél les
había fallado,
"pues fue el primero en huir, y todavía no le hemos encontrado".
Rieron y bebieron yasí durante siete días, y sólo tras los cuales
las almas apaciguaron, pues tan
grande era la felicidad
que apenas si dabancrédito a lo que
les habían contado.
Mas en aquellos días llegó a la ciudad un mendigo manco
y cuando la gente lo vio, pocos fueron los cuidados que le prodigaron,
pues resecas de piedad estaban las almas de los vencedores,
cuando el mismo diablo había sido conquistado.
Y se alzó elmendigo entre ellos, y hablando a todos chilló:
"Yo soy Tharadrir el vencedor de Sunytt, y mía es la victoria,
cesad en vuestra alegría, porque la hora es sonada
de la derrota del alma y del fin de la esperanza.
Es tiempo de negrura, cuando el diablo está condenado,
sólo a costade mi brazo pude yo derrotarlo.
Así pues os exijo que me entreguéis en compensación
vuestras haciendas todas, y me nombréis vuestro Rey".
Y tomándole por loco,
nadie a Tharadrir hizo caso, excepto
sus propios soldados, que buena cuenta tuvieron de
ocultarse de su mirada, hasta que a la mañana siguiente,
al mendigo manco los pajes
encontraron, rojo su cuello con la
sangre que derramara su propia espada.
Pues escrito está que quien al diablo se entrega nunca le vencerá,
y que aunque le crea vencido, sólo la muerte encontrará.
Tras ello, Orayph fue Rey, y Sgrilim su espada, y bajo su
mando se encuentra hasta hoy la Casa de los Reyes.
Y este es el fin dela historia de Tharadrir el Enviado,
un Hombre que luchó por la Libertad,
dando la victoria alos Hombres,
mas robándoles la Libertad.»

Y grande fue el regocijode todos los presentes, aunque muchos de ellos pensaron que las palabrasde Dhioron eran proféticas, y otros creyeron que sólo eranun recuerdo del pasado más lejano y tal vez nunca existente delReino de Donde Los Vientos No Regresan.
 

5. LLAWYZ MANIR

Una vez solo, subió el Rey Llawyz a sus aposentos, de donde expulsó a los pocos criados que aún se atrevían a acercársele en busca de fomentar la adulación, y retirando el cofre bajo el que ocultaba la entrada a su retrete, trazó una vez más la Señal Mística de Msh'kwee con la que más veces de las que hubiera querido en unprimer momento había invocado a demonios horrendos de rostro e impurosde alma, pero que aún así no podían comparársele en poder, pues en verdad el Señor de las Tinieblas se había dejado cautivar por la falsa sabiduría de los que están bajo el poder de un amo.
Recitando el conjuro detransmigración, obtuvo acceso a los demonios del Quinto CírculoInferior, Shrronghothoth, Abjadacsimm y Bheghosthrro. Sus semblantes diabólicosal pronto se formaron en una asfixiante nube de vapores de azufre, y haciendouso de su repulsiva fonación se adelantaron a saludar a su Maestroy a agradecerle nuevamente el haberles dado cuerpo, aún tan horrendo,entre los seres mortales.
- Saludámoste, ohOscuro Señor de las Tinieblas - dijo Shrronghothoth con un cavernososusurro apenas audible - ¿Qué motivo tienes ahora para convocarnos?
- Bien lo sabes, monstruodel Infierno.
Una sonrisa de despreciose esbozó en los abominables labios tumefactos de Abjadacsimm, mientrasse disponía a danzar el conjuro de profecía que su amo mortalles solicitaba. Viscosas cucarachas trepadoras aparecieron de improvisosobre la entablada mesa del Rey, y sus cuerpos dibujaron espantosos caligramas,cuyo horrendo significado el Señor Oscuro se dispuso a escudriñar.
- Veo una mano que cometesacrilegio y una muerte nefanda, pero los rostros de los protagonistasde estos hechos me están velados. ¿Acaso sólo os convocopara que me mostréis los signos más repulsivos?
- Rey Manir, señorde los Hombres, las profecías que cada uno desentraña enlas señales negras vienen dadas por su propia mano, nadie sino elinvocante es responsable de aquello que ve - y mientras así hablabaAbjadacsimm, mientras pesados grumos de baba leprosa caían lentamentesobre su cuerpo contrahecho, provocando la náusea del Rey Manir.
- Las señales hanhablado, así sea, puesto que nada se puede hacer para desafiar eldestino, excepto morir, y aún esto mismo debe estar previsto. Marchad,demonios, y dejadme solo con mi pena.
Nada más escucharla señal de liberación, los diablos escaparon entre las rendijasde las maderas podridas del cuarto secreto del Rey, sabiendo que sólounas pocas horas les separaban de su forzado regreso a las Tinieblas inferiores,ya que hasta la prohibida Señal de Msh'kwee tenía sus limitaciones.
Antaño orgullososeñor de los Hombres, título con el que le había nombrado,tal vez para herirle, una de aquellas bestias del Arverno, el Rey LlawyzManir posó los ojos en el suelo y se conformó con observaruna vez más las señales que los insectos negros habíandejado sobre su mesa de conjuros, pero ni con toda su ciencia era capazde desvelar el secreto que se agachaba más allá de las profecíassolicitadas, y esto le apenaba, pues secretamente tenía para síque las profecías sólo podían referirse a su propiamuerte, y al no llegar ésta, cada vez se sumía másen profundas pesadillas, en las que su final era más y máshorrendo y en medio de los más espantosos dolores y convulsiones.
Sin embargo, viendo quepasaban las horas inútilmente y que debía tomar una decisión pronta, para afrontar cara a cara el destino que se le aproximaba, optó por hacerse servir de sus mejores guerreros. De un golpe despejóla mesa ennegrecida y apagó la vela de cera de ojos de búhoque iluminaba tan pobremente su retrete. El Rey Manir salió apresuradamente y convocó a sus validos a fin de que partiesen en busca del Capitán de la Guardia Negra, cuyos consejos le habían servido en anteriores ocasiones.
Sin embargo, de todos susvalidos sólo se presentó Dhwenden, cuyas orejas habíansido arrancadas de niño por una caprichosa orden del mismo Rey,y arrodillándose ante aquél, esperó sus instruccionesuna vez más:
- ¿Cómo esque sólo vienes tú, Dhwenden, dónde están losdemás validos de mi corte? ¿Es que acaso ya no temen mi ira?
- Tu ira es justa y siempretemida, mi Señor, y yo soy el espejo viviente de la misma. Perotus validos han sido reclutados por Ossanë, ya que su medio hermano,Tebbanë, desea reforzar los puestos de guardia. Según dicen,demonios horrendos han sido vistos volar alrededor de la Torre del Enjambre,y se cree que se comunican con el que allí mora.
Montando en cólera,el Rey Manir estalló ante su siervo:
- ¿Cómo seatreve ese necio a retirarme mi servicio? ¡Hazle llamar, pronto,porque voy a darle su merecido! - Y mientras Dhwenden se retiraba, el Reygritó a sus espaldas - ¡Y convocad a Wacóstar, pueshe de hablarle!
Frotando maliciosamentelas manos, el mago Elendar apareció de improviso, removiendo lasaterciopeladas cortinas escarlatas que había detrás del tronoreal, y tras las que parecía haber estado oculto hasta el momento:
- Majestad, mi presenciaes necesaria en este momento, pues he percibido malignas manifestacionesdel éter y he pensado que requerirías de auxilio y consejo.
- Elendar, tu presenciaes tan bienvenida como una llaga purulenta, y no comprendo lo que dicesdel éter. Necesito a mis capitanes aquí, no a un hechiceroincapaz de resolver los conflictos del Reino.
Elendar enrojecióde cólera ante aquellas palabras, pero haciendo caso omiso de lasmismas, continuó su discurso:
- Sin duda es Su Majestadla persona más indicada para hacer frente a los problemas del Reino,puesto que ha sido el mismísimo Dios Nuestro Señor quienle ha situado en el trono que ocupa, pero debéis tener en cuentaque lo que he percibido en las entrañas de las bestias ha sido muyrevelador... y se refería precisamente a Vos.
- ¿A mí? -en el rostro del Rey Manir se dibujó de pronto una sombra de curiosidad- ¿qué te ha sido revelado a ti, Elendar, que no haya yodebido saber hasta ahora? ¡Habla!
- Se trata de ese muchachuelo, Tebbanë, el de los cabellos pajizos. Ha escapado.
- ¿Escapado, dices?¿Qué significa eso?
- Significa que, desobedeciendo las órdenes que esta misma mañana nos hicisteis saber, hatraspasado las murallas que nos rodean y protegen, yendo a buscar consuelomás allá de ellas... junto a Sunytt, tal vez.
"Me temo que la hora hasonado de que verdaderamente caigan las máscaras que hasta el momentoalgunos han llevado puestas impunemente - prosiguió Torgen Elendarmientras movía sus manos en símbolos arcanos, tratando deconvocar algún hechizo que le ayudase a mostrarse más convincente.
- Elendar, basta ya. - sentenció el Rey. - Se hará justicia cuando se me presenten las pruebas. Llamad a Tebbanë, y si no se presenta, entonces deberé creer que enefecto me ha desobedecido. Respecto a los pactos que pretendes, Elendar,que mi descendiente ha realizado con el Maligno, será mejor quepuedas probarlo, o haré que te arranquen la lengua y la sirvan dedesayuno a las cobras venenosas.
Elendar dudó un pocoantes de responder:
- Las pruebas existen, Majestad, y vuestra justicia y clemencia son infinitas al permitir a Tebbanëque se defienda de mis acusaciones. Sin embargo, nada le serviráesta vez. Permitidme que os las presente...
- ¿Qué? -el Rey parecía un poco sorprendido - Sí, desde luego, adelante.- dijo con un gesto de su mano.
- ¡Hacedla pasar,mamarrachos! - bramó Elendar, palmeando las manos en uno de susrituales.
Dos soldados penetraronen el salón, trayendo entre ambos un bulto de ropajes negros queparecía ser una mujer.
- ¿Qué eseso, Elendar? - dijo Manir con curiosidad.
- Se trata de una bruja,Majestad. Mis hombres la han capturado, siguiendo mis más estrictasórdenes, por supuesto, y creo que lo que va a deciros seráde vuestro interés. Venga, bruja, habla, o te cortaré lalengua en trozos. - dijo dirigiéndose al arrugado bulto que ahorayacía ante los escalones del Trono.
La mujer a la que TorgenElendar había acusado de bruja levantó la cabeza, en buscade los ojos del Rey. Éste la reconoció al instante:
- ¡Lerzhiavel!
El rostro de la mujer aparecía amoratado e hinchado, sin duda por los golpes infligidos. Las encías le sangraban allí en los lugares donde varios dientes habían sido recientemente arrancados.
- ¿Qué hashecho a esta anciana matrona, Torgen Elendar? - resopló el Rey Manir- Más te vale que tengas una buena excusa o...
- Desde luego que sí, Majestad. Pero tened cuidado con sus ojos. Ha tratado de hechizarnos consu mirada diabólica en varias ocasiones. Uno de mis hombres yaceahora enloquecido en una celda. No la miréis fijamente.
Y diciendo esto, miró a Lerzhiavel con una sonrisa burlona en sus labios torcidos. La mujer ledevolvió la mirada, llena de odio salvaje.
- Es inútil, viejahechicera. Conmigo no te servirán los trucos que aprendiste de tuamo Sunnyt - le dijo Elendar, pero a esto nada respondió Lerzhiavel.
- Dime, matrona Lerzhiavel- intervino el Rey - ¿qué debes decir a estas graves acusaciones de brujería? ¿y qué sabes acerca de Tebbanë?Habla, pues tu silencio no hace sino perjudicarte.
- Nada sé, Majestad.Esta pobre vieja no sabe nada, he sido humillada y vejada por los soldadosde Elendar, quienes me arrancaron de mi casa...
- ¡Calla, estúpida bruja! - saltó Elendar - Déjate de lloriqueos que nada teservirán ante el Rey, y dinos lo que sabes.
- Sí, serámejor que lo hagas, pues comienzo a impacientarme - dijo el Rey.
- ¡Piedad, Majestad!¡Tened compasión de esta vieja que nada sabe!
- ¡Estúpida!- Elendar golpeó con su bota en el rostro de Lerzhiavel - ¿Cómo he de decirte que para ti está ya todo perdido? ¡Habla deuna vez!
Pero Lerzhiavel nada dijo,y ocultando su cara entre las ropas desgarradas, comenzó a sollozar.
- Parece realmente inútil esperar una confesión por su parte... - señaló elRey, meneando la cabeza y mirando al Mago Elendar.
- ¡Es la prueba, Majestad! La negación equivale a la confesión, como bien sabéis. Es la Ley de Dios.
- Sí, es cierto.Pero dime tú lo que queríamos escuchar de sus labios.
- Esta bruja, Majestad,ha convocado a los demonios de Sunnyt, y ha dado refugio a Tebbanë,a fin de que éste lograse escapar de la Capital, para ir a reunirsecon su amo y señor, el maligno Sunnyt.
El Rey miró fijamente a Lerzhiavel:
- ¿Es cierto eso,mujer? ¿Has hecho eso, tú?
- ¡¡Aaargghh!!- Lerzhiavel profirió un horrible chillido, tratando inútilmente de incorporarse para atacar a Torgen Elendar. Los dos soldados la atraparon de inmediato.
- Ya veis, Majestad. Labruja se reafirma en su negativa, y además pretende atacarme a mí, el más leal de vuestros humildes servidores. - y dirigiendo su mirada a Lerzhiavel, le espetó - ¡Vieja estúpida! ¡Has terminado de cavar tu propia tumba!
- Lleváosla - dijoel Rey, haciendo un gesto con la mano - Encerradla y tratadle de arrancarla confesión. Usad los métodos habituales.
- Sí, mi señor - los dos soldados agarraron a Lerzhiavel, quien trataba inútilmente de debatirse, entre espantosos alaridos.
- La traición estuvoa vuestro lado, Majestad. - Elendar restregaba furiosamente sus manos anteel Rey - Esta ha sido la prueba. Si me lo permitís, creo que sería el momento de...
En aquel momento entró Ossanë, resoplando, y arrodillándose ante el Rey Manir, lesaludó entre jadeos con la letanía de la que sólolos Capitanes del Rey estaban exentos:
- Santo sea vuestro nombre,Hijo de Dios, Rey Poderoso, Majestad Llawiz Manir...
- Está bien, Ossanë, ya basta, y decidme de inmediato por qué motivo habéis retirado a mis servidores de Palacio para que os acompañen en vuestras guardias. ¿Es que acaso tenéis miedo de la oscuridad?
- Si me permitísdecirlo, Su Majestad - se adelantó el mago Elendar, mesando loslargos bucles de su barba gris - este siervo debería decirnos dóndese esconde su hermano, el traidor Tebbanë.
- ¡No soy siervo vuestro, viejo chivo! - exclamó enfurecido Ossanë, mientras llevabainstintivamente la mano al cinto donde debería estar su espada,K´nnägh, la masticadora de demonios, pero que había tenidoque dejar a la entrada.
- ¡Majestad! ¡Este traidor pretende atacarme! - Elendar se echó hacia atrás,asustado.
- ¡Ya basta, ya basta! - El Rey Manir parecía angustiado - No entiendo por qué osempeñáis en manifestar vuestros instintos guerreros antemí en vez de hacerlo ante el Maligno que nos tiene aquí prisioneros.
- Lo siento, Majestad, noera mi intención... - comenzó a disculparse Ossanë.
- No necesito excusas, Ossanë, simplemente contestad mi pregunta.
- Y la mía, Majestad, si no os importuna - se adelantó nuevamente Elendar con una mediasonrisa dirigida a Ossanë, quien prefirió ignorarle esta vez.
- Majestad, no séa qué os referís. Yo no he retirado a vuestra guardia personal.De hecho, ellos ni siquiera se encuentran conmigo en la Puerta Oeste.
- ¡Miente, Majestad,miente con toda la boca, llena del corrosivo veneno de la traición!- dijo Elendar, quien de nuevo espetó a Ossanë directamente- ¿Acaso pretendes contradecir al Hijo de Dios, imbécil?¡Vuestra osadía no tiene límites!
Como impulsado por un resorte, Ossanë saltó hacia el mago, y agarrándole con fuerzadel cuello, comenzó a arrancar mechones de su barba:
- ¡Viejo idiota envenenador de mentes! ¡Voy a mataros!
- ¡Socorro! ¡Amí! ¡A mí! - gritó Elendar, agarrando desesperadamentea Ossannë y tirando de su dorado medallón de mando.
- Basta, Elendar. Ossanë es un soldado del Rey, sin duda en este mismo instante va a explicarmesus palabras. Ossanë, te exijo que me digas dónde estánmis soldados y qué están haciendo.
- Ese loco traidor me hubiera matado, Majestad. Vos lo habéis escuchado, aseguró que ibaa matarme. Debéis escucharme esta vez, os lo ruego.
- Majestad, os juro porvuestra Santidad que no comprendo qué puede haber sucedido.. Vuestroslacayos no están conmigo, os aseguro que...
- Está bien, estoha sido suficiente. Que mi guardia me sea reintegrada al instante, o serás tú quien sufra las consecuencias, Ossanë. Si no estácontigo, búscala, y hazlo al instante.
- Majestad, preguntadlepor... - se adelantó Elendar, mesándose la barba.
- Ah, sí, desde luego... ¿sabes acaso dónde está tu hermano, Ossanë? Según parece, ha huido.
- ¿Huir? ¡Oh,Dios, no!
- ¡Lo sabe, Majestad!- saltó Elendar - ¡Este traidor sabe algo y quiere ocultarloa Vuestra Sabiduría!
- Calla, Mago. Ossanë.¿Significa tu reacción que sabes dónde estáTebbanë?
- Majestad, hace unas horasapenas mi hermano me estaba hablando de las Aguas del Caos
- ¡¡Traición y muerte!! - chilló convulsivamente Elendar
- ¿Las Aguas delCaos? ¿Qué te dijo exactamente?
- Majestad, es horrible,pero tengo la obligación de serviros a vos primero que a los demi propia sangre. Mi medio hermano me dijo que pensaba visitar aquel lugarmaligno.
- ¡Ja! ¡Parareunirse con su amo Sunnyt! - dijo Elendar
- Oh, Dios Todopoderoso,entonces lo ha hecho, ese insensato lo ha hecho... - musitó temblorosoOssanë.
 
 

6. WACÓSTAR

Retumbaban los tambores rituales en la noche de la Ciudad Amurallada, y con ello pretendían los hombres hacer acopio de valor y espantar a las bestias que del diablo pueblan laoscuridad. Y entre los soldados se destacaba la figura de piel morena ynegros rizos de Wacóstar, el temido entre los siervos.
- ¡Golpead, golpeadcon furia esos tambores, mis valientes, que ya se alejan los espíritus! - gritó Wacóstar mientras miraba cómo en lo alto dela Torre del Enjambre tres figuras fantasmales se arrastraban junto alestrecho ventanuco y finalmente desaparecían con un chillido horrendo.
Avanzando con paso firme,se dirigió a un grupo de soldados y les felicitó por su hazaña. Su figura era temida pero respetada, y todos sabían que en la batalla era el más fiero y su escudo el más seguro. Ningúnsoldado temía estar bajo su mando en la hora de la batalla, puesla victoria era siempre segura, y Wacóstar lo sabía y estabaorgulloso de su brazo firme y de su aún más firme espada.
- Señor Mi Capitán - se le acercó un soldado - me han llegado noticias de que Ossannë está buscando a esos del establo, los lacayos del Rey que vos ordenasteis retirar de su servicio.
- Calla, imbécil,¿es que quieres que toda la Capital sea testigo de tu ejecución?Dime qué es lo que sucede.
- Assanath, el sargentomayor del regimiento de la Puerta Oeste, me comunicó que si sabía dónde se encontraban esos lacayos, se lo dijese enseguida.
- ¿Y qué hiciste tú?
- Le dije que sólodebía responder ante mi Señor Capitán.
- Bien hecho, Molgam, bienhecho. Así debes responder a cualquiera que te pregunte. - Y diciendoesto, Wacóstar entró en el establo, el recinto que habíahecho acomodar para los lacayos del Rey, alguno de los cuales era tan inexperto en el manejo de las armas como un niño de pecho.
- Señor Wacóstar - se adelantó Alggamysh, el médico del Rey - muchos de nosotros no sabemos manejar estas pesadas armas de combate. ¿No creéis que deberíamos esperar a que el Rey Nuestro Señor, a quienDios guarde, nos guiase personalmente?
- Calla, si no deseas verrodar tu cabeza, Alggamysh, cobarde. Todos estáis ahora bajo mimando directo, las necesidades de la defensa lo exigen así.
- Mi señor Capitán, yo no puedo manejar esta ballesta. Apenas si puedo levantarla. ¿No sería mejor que me dieseis un puesto menos pesado? - y quien así hablaba era Dhioron, el bardo del Rey, quien a sus ciento veintidós años apenas podía ya sostener la gaita que le acompañaba a todas partes.
- ¿Es que debo enfrentarme a todos los inútiles del Reino, aquí? - Wacóstar movió su mano en un gesto despectivo - Si no puedes con la ballesta, coge otroarma, pero no dejes de luchar en el combate, viejo. Todos lo haréis.Todos debéis luchar ahora, y precisamente he venido a deciros quese os ha preparado vuestra primera misión de combate. - Y al deciresto, todos temblaron, y alguno dejó escapar un quejido - ¡Perocallad, viejas comadres! Sois la vergüenza de mis soldados.
- Señor, mi señor Capitán - dijo Dhioron - nosotros no somos soldados, sino lacayosde Su Majestad. No hemos sido entrenados. ¿Cómo esperáis que podamos luchar, y aun igualarnos en pericia a vuestros propios hombres?
- La hora del combate hallegado, no he venido a oír quejas ni llantos de plañideras,sino a dirigiros a la lucha. Vuestra misión será sencilla,nada habéis de temer. Tan solo tenéis que dirigiros a laPuerta Oeste, y vigilar allí. Por supuesto, desde el lado exterior...
De nuevo se escucharon llantos y súplicas:
- Pero mi señor Capitán, los demonios, que Dios nos guarde de ellos, vigilan esta noche y todaslas noches junto a las Puertas. Nos matarán apenas nos acerquemosa ellas.
- Molgam, mi teniente, osllevará hasta vuestro puesto de vigilancia, y tiene orden de ejecutara cualquier traidor que intente escapar. - Dijo Wacóstar con unasonrisa despreciativa dibujada en el rostro.
- Señor, ¿debo quedarme yo con ellos o solo...? - trató de preguntar Molgam.
- No, tú sólodebes guiarles. Después regresa, pues te necesito a mi lado.
- Sí, mi Señor Capitán - dijo Molgam con un suspiro de alivio apenas contenido.Y dirigiéndose a los lacayos, les gritó - ¡Venga, panda de minusválidos! ¡Moveos, u os moveré yo mismo a golpe de látigo!
Dando media vuelta, Wacóstar salió del recinto con una sonrisa, pues bien sabía que suorden significaba la muerte indirecta pero segura de todos aquellos infelices,y si bien lamentaba quedarse sin los dulces y armoniosos tonos de la gaitadel bardo Dhioron o sin los a menudo sabios consejos de Phel´hagamel espírita, estaba contento, puesto que sus planes se veríanbeneficiados con aquella masacre triste pero necesaria.
Embozándose la negracapa que le distinguía como Capitán de la Guardia Negra,y dando grandes zancadas, atravesó las oscuras callejuelas que separabanel recinto de los lacayos, un antiguo establo para cerdos, dirigiéndose ahora al Palacio del Rey Llawyz Manir. Entró por la puerta principal, sonriéndose ante la escasez de soldados que vigilaban la moradadel Hijo de Dios, y haciendo resonar lo menos posible sus botas de tacón de cuerno de cabra albina sobre los pulidos suelos de mármol, entró sin anunciarse en las estancias del Mago Elendar.
- Está hecho, Elendar. Todos irán ahora a la Puerta Oeste.
- Bien, bien... - TorgenElendar frotaba sus nudosas manos - En cuanto a Ossannë, ya no seráun problema, por lo tanto.
- Nunca creí quelo fuese, realmente. Ya conocéis mi opinión. Él esmuy distinto del afeminado de su hermano, Tebbanë.
- Ya lo creo que es un problema. Ese cerdo casi me mata delante del mismísimo Rey. Me atacósin provocación alguna, yo apenas tuve tiempo de arrancarle su medallón de mando. - Dijo mostrándoselo - Y siempre es conveniente tomarprecauciones, Wacóstar. Un futuro Rey debería saberlo bien.
- Cállate, viejobúho, el Rey tiene orejas en todas partes.
- Sí, aúnhay algunas que no ha ordenado arrancar. Por eso le hemos dejado a Dhwenden- sonrió malicioso Elendar.
- ¿Has logrado localizar a Tebbanë? ¿Qué ha dicho esa bruja?
- No quiso hablar, malditasea por siempre. En estos momentos el Maestro de la Santidad se ocupa deella, pero apuesto lo que me queda de vida que no dirá ni mediapalabra.
- Pobre Elendar. Es sólo una bruja, está entrenada para sufrir el dolor.
- ¿Qué quieres decir?
- Que tal vez hayas equivocado el método, sólo eso.
- ¿Acaso conocesalguna forma de hacer hablar a esa bruja? Dímelo, entonces.
- Bueno, ella es una brujay aguantará el dolor. Pero sólo el dolor de su cuerpo. Deberíamos pensar en otro tipo de dolor.
- ¿En quéhas pensado tú,  Wacóstar?
- Déjamela a mí, y ya verás. Veamos dónde la tienes, quiero hablar con ella. Y dame ese medallón...
- Estoy deseando verte enacción - y diciendo esto, el Mago Elendar abrió la puertade su cuarto, y cruzando tenebrosos pasadizos, ambos se dirigieron a lososcuros calabozos donde la sangre y las vísceras de los traidoresy las brujas empapaban las paredes de áspera roca viva en la quese asentaban los cimientos del Palacio.
Al llegar junto a una delas mazmorras, Elendar la abrió sin tocarla, y entró resueltamente.
- ¡Ah, Maestro delSanto Dolor! ¿Has logrado arrancar algo a esta bruja?
- Sólo su nariz yalgunos dientes - dijo inclinándose Phelix, el Torturador.
Wacóstar se sentía incómodo en aquel lugar, y se fijó en Phelix. Su delantalblanco estaba manchado de carne sanguinolenta, y sus manos flacas empuñaban unas tenazas al rojo con suma destreza. Sus ojillos hundidos se movían ratonilmente y su destacada nuez se movía de arriba a abajo en unritmo regular. Adelantándose, explicó:
- Esta bruja ramera ni siquiera ha exhalado una palabra, pero creo que estoy a punto de conseguir su confesión completa.
- ¿Ni una palabra?Su capacidad para resistir la Santidad está fuera de duda... - sonrió malicioso Elendar. - Tal vez nos encontremos ante una verdadera santa,¿qué os parece, Wacóstar? "Sean Dolor y Santidad unamisma cosa" - dijo, recitando el Libro de Dios.
Pero Wacóstar hizocaso omiso a la sarcástica observación del Mago, y dirigiéndose a la mujer, le agarró del pelo para levantarle el rostro.
- ¿Estás seguro de que sigue viva, Maestro de la Santidad? - preguntó.
- Desde luego que sí, es que trata de hacerse la lista.
- Bueno, Lerzhiavel - yal oír su nombre por vez primera en muchas horas, la mujer levantóla cabeza - ya veo que sigues viva. Mucho mejor, porque quiero decirtealgo que te va a interesar.
- Nada de lo que digas puede interesarme.
- Vaya, pues sí quetenía lengua. ¿Veis, Maestro Phelix? - dijo Torgen Elendar.
- Yo, yo... dejádmela ahora a mí, Capitán, mi Señor. Ahora responderá mis preguntas. - balbuceó Phelix, impaciente.
- Tu tiempo ha acabado,Maestro de la Santidad. Lerzhiavel debe escuchar lo que tengo que decirle.Seguro que sí que te interesará... - hizo una pausa - Tenemosprisionero a Ossannë, en una celda cercana...
Al oír este nombre,los ojos de Lerzhiavel se abrieron de golpe.
- Sabía que te interesaría... - dijo Wacóstar.
- P-pero nosotros no...- tartamudeó Phelix, en voz baja, y Torgen Elendar le hizo callarcon un rápido hechizo.
- ...y tu amigo Ossannë parece que no tiene tu mismo aguante. Tal vez el Señor no ha querido dotarle, como a ti, del don de la Santidad. De hecho, no comprendo cómo no has escuchado sus aullidos de perro... ¿acaso el Maestro Phelix te ha arrancado ya las orejas?
- ¡Mientes! - espetó Lerzhiavel - ¡Ossannë no está aquí!
- ¿No? ¿Entonces por qué tengo su medallón en mi mano? ¿Lo reconoces, verdad? Sabes muy bien que él nunca lo deja por ahí...
- ¡Maldito seas! -y las lágrimas afloraron en su rostro.
- Así me gusta, quecolabores. Dime dónde has ocultado a ese traidor sodomita de Tebbanë.Sólo dímelo, y puede que hasta te dejemos ir. Os dejaremosir a los dos.
- ¿Ir? ¡P-pero...! - dijo sorprendido Phelix, y el Mago Elendar hubo de repetir su anteriorgesto silenciador.
- ¡Venga, bruja, habla ya o calla para siempre! - le gritó Wacóstar.
- Hablaré... tansólo dejadme que me siente... no puedo apenas respirar... y no mequedan dientes...
- Comprendo. Maestro Santo,quítale las cadenas para que pueda expresarse - dijo Wacóstariniciando una gran sonrisa.
- Como mandéis, miseñor Capitán - Phelix estaba decepcionado, pero obedeció.
Lerzhiarvel se sentótrabajosamente en un mohoso banco de la pared, sin que nadie tratase deayudarla.
- ¿Y bien? Explícate ya, bruja - se impacientó Elendar, desconfiando.
De pronto, Lerzhiarvel seabalanzó sobre el juego de cuchillos sagrados, tomando rápiday amenazadoramente el de codo y medio de largo.
- ¡Cuidado! - aulló Phelix
- ¡Está armada! - graznó Elendar, iniciando con sus manos un hechizo para arrancarle el cuchillo.
Pero ya era demasiado tarde. En un rápido giro, Lerzhiavel había vuelto el cuchillo hacia sí misma, y se lo clavó vertical y profundamente en el cuello, hasta que el filo penetró en el cerebro.
 

 
7. EL BOSQUE DE RH´ONDHALL

Tebbanë conocía perfectamente el negro túnel por el que tantas veces habíasalido, unas veces solo, otras acompañado de su padre, y no necesitó antorcha ni luz alguna con la que apoyar su aguda vista. Al cabo de unosminutos, había logrado salir al bosque de Rh´Ondhall, lejosde la vista de los guardianes de las lanzales torres de la capital. Aúnasí, dio gracias a la Diosa Nedra porque la brillante luna blancarielaba en lo alto del cielo y esto le permitió no sólo vigilarel suelo por el que pisaba, sino permanecer atento a los múltiplespeligros que la noche del Reino Prohibido guardaba para los incautos quese atrevían a salir en ella.
Y fijándose en unoscuervos en la rama de un árbol, Tebbanë se decía:
- Fieros cuervos negrosde Rh´Ondhall, quién fuera uno de vosotros para volar libreen el cielo y aspirar el viento frío de la noche sin miedo.
Pero realmente sóloesperaba no tener que hacer frente a nadie aquella noche, ya que si bienTebbanë era el más poderoso de entre los guerreros de la CiudadAmurallada, su humor no estaba para batallas, sino para soñar conla libertad que por alguna extraña razón se le antojaba máspróxima en aquellos oscuros días. Por lo tanto, bordeandogruesos robles y espesos pinos, se dirigió hacia el lugar de dondehabía creído ver en lo alto de la Torre un humo, que ya sellevaba el viento traicionero. Nadie se acercaba lo bastante a la Capitaldel Rey Manir como para dejarse ver de aquella manera, por lo que Tebbanësupo que a quien había hecho un fuego de aquel modo tan imprudentepoco le importaba su propia seguridad, y esto era en sí mismo unaamenaza para la integridad de las murallas.
- ¿Quién sejactará de este modo ante el Señor de las Tinieblas? - sepreguntó Tebbanë - Sin duda ha de tratarse de un grupo muypoderoso de guerreros brujos, o tal vez sean los estragos cometidos poralgún demonio, lo cual sería mucho peor todavía.
Pero Tebbanë tenía para si además otra posibilidad, tan remota que ni su propia mente se atrevía a formarla de un modo definido. La posibilidad de quelas leyendas fuesen ciertas, y que se aproximase por fin el EjércitoLiberador que salvase a los Hombres, el Ejército que contaban lasleyendas que sería tan imponente que nadie se atrevería aacercarse... y a su frente, Aquel Hombre rubio de la frente despejada,que...
En ese momento, algo distrajo a Tebbanë de sus pensamientos. Parecía una conversación, pero temiendo que fuese un peligro inminente, se ocultó tras eltronco de un anciano roble y se dispuso a escuchar con atención:
- ...no, Twéncherr,yo tampoco creo en lo que dice ese viejo, pero no tenía ganas dequedarme toda la noche escuchando sus quejas, como tú.
- Es que no me gusta convertirme en siervo de los deseos más estúpidos de un hechicero. Tenerle con nosotros es un mal augurio.
- Bueno, pues ahora debemoscazar esa comadreja que nos ha dicho, o sus quejas se convertiránen auténticos lamentos. Ya sabes lo que opina Thilmast sobre él.
- Sí, es eso lo único que me inclina a hacerle este servicio.
- ¿Tú hasoído lo que dijo sobre las murallas?
- Tan bien como tú,Ghundar.
- Pero no has creídoni una palabra.
- Sólo creo lo queme ven mis ojos y lo que escucho con mis orejas, y tanto unos como otrasno me piden quedarme en este bosque maldito, que dicen que frecuentan losdemonios.
- Calla, insensato. No invoques el nombre de aquellos que no deben ser escuchados.
Y de este modo Tebbanësupo que eran dos hombres, aunque hablaban de más. Uno de los nombresque mencionaron le trajo algunos recuerdos: Thilmast Thisk, el sanguinarioasesino Tsärrai el Negro, de quien se decía disfrutaba viendoel sufrimiento de sus incontables víctimas.
- De modo que sólose trataba de esto, de unos cuantos Tsirrim. - Pero había algo queno encajaba del todo: aquellos bandidos no solían acercarse tantoa los límites de las negras murallas de la Capital. Incluso le pareció entender que uno de aquellos, o ambos, parecían asustados. ¿Estarían tramando algo fuera de lo ordinario...? Tebbanë no podía saberlo, así que determinó hacer una incursión en el campamento de los bandidos, y para ello lo mejor era seguir a aquellos dos.
Pronto se vio envuelto porla frondosidad del bosque, y recordó cuando de niño había dejado los oscuros robles de Rh´Ondhall, atravesándolos conseguridad de la fuerte mano de su padre. El bosque, lugar de antiguas batallas,donde los héroes de Reinos olvidados habían vertido su sangre,era ahora un laberinto de sombras oscuras en el que moraban los demonios.Por los caminos donde otrora pasaron ejércitos de incontables guerreros, bordeados de gruesos robles centenarios, ahora ya sólo se amontonaban los tojos, las ortigas y otros negros arbustos ponzoñosos, que ningún animal podía comer pues estaban repletos de agudas espinas.
Tebbanë se sintió perdido, y lamentó que su cabeza no estuviese donde debíaestar una vez más. A pesar de sus esfuerzos, no logró recuperarel rastro de los dos bandidos, ni tan siquiera volver a escuchar sus voces.Finalmente, tras haberse desgarrado las mangas de la blusa en algunos arbustosde agresivas espinas, no tuvo más remedio que reconocer que estabatotalmente perdido. El bosque de Rh’Ondhall era traicionero, y si se abandonabansus mal dibujados senderos, eran pocos los que podían volver a ellos.El descendiente del Rey Manir lamentó una vez más su torpezay buscó algún lugar donde poder descansar, ya que la nochehabía caído sobre él y era inútil continuarla búsqueda en aquellas circunstancias.
Hallando un pequeñoclaro, de apenas tres ferrados, Tebbanë apoyó su cabeza contralas raíces del tronco de un imponente roble, y cubriéndosecon su capa gris, se dispuso a aguardar y vigilar. Sin embargo, el sueñopronto hizo presa en él, y a los pocos minutos se encontraba dormidoen tan peligroso lugar. Mas el sueño no duró demasiado. Tebbanëdespertó sobresaltado al sentir que una rama se le clavaba en laespalda. Se giró para librarse de ella, pero aquélla parecióseguir igualmente sus movimientos. Ya del todo despierto, abriólos ojos y lo que vio no le gustó nada.
Ante él estaban dossucios forajidos, que le miraban con el despreciable vicio de la codiciaimpreso indeleble en sus ojos grises:
- ¿Ya has despertado, mentecato? - dijo uno.
- Míralo, Ghundar.Parece que debe ser rico. Fíjate en esas ropas.
- Sí que parecencaras. Pero pronto le libraremos de la pesada carga de tener que seguirllevándolas puestas.
Tebbanë tratóde llevar la mano a la espada, pero descubrió que el lugar dondesolía estar Aynuleë, el Terror de los Espíritus delMal, estaba ahora vacío, y sólo encontró su fundade cuero repujado.
- ¿Buscas esto, atontado? - dijo uno de aquellos viscosos zafios, jugueteando con la espada de Tebbanë.
- ¡Aynuleë! ¡Devuélveme eso, bribón!
El forajido rió conestrépito: - ¡Que se la devuelva! ¿Le has oído,Twéncherr? - y dirigiéndose a Tebbanë, le dijo: - ¿Yqué piensas hacer para obligarme, imbécil?
- ¡Maldito seas!
- De nada te servirán tus maldiciones, hombrecito rico. Vas a venir con nosotros. Sin duda Thilmast estará contento de que le expliques qué hace aquíun tipo como tú, solo en medio del bosque.
- O tal vez no quieras contárselo - observó Ghundar - A lo mejor lo que estabas haciendo no te implicaba más que a tí mismo. - Y soltó una maligna risotada,cuyos ecos se diseminaron por todo el bosque.
Unos minutos mástarde, y muchos arañazos de espinos por el rostro de Tebbanëdespués, el trío se abrió paso entre la maleza, paradescubrir un campamento, en el que todavía resonaban en alguna tiendalos alegres ecos de una flauta y un bodhram, junto al tintineo de las jarrasde espumosa cerveza. A través de las lonas Tebbanë observófiguras de hombres bailando junto al fuego y se preguntó si estegrupo de salvajes sería capaz de hacerle daño cuando supieranquién era. Sin tiempo para pensar más, Ghundar empujóal príncipe heredero al interior de una tienda decorada con el escudonegro de los Tsirrim.
En su interior sorprendieron a un hombre abrazado a una mujer de largos y espesos cabellos negros. Elhombre, desnudo de medio cuerpo hacia arriba, se irguió y preguntócon voz atronadora:
- ¡Por las garrasde Shydark! ¿Qué os habéis creído, par de cretinos...?
Twéncherr se apresuró a excusarse:
- Te pedimos disculpas,jefe Thilmast. Hemos encontrado a este indivíduo vagando por elbosque y creímos que te gustaría saberlo.
El rostro de Thisk, en elque se había dibujado la ira, cambió al fijarse en Tebbanë, a quien recorrió con la mirada de arriba a abajo.
- Vaya, vaya... a quién tenemos aquí. A un mercader de la mismísima Capital, si mis ojos no me engañan, y sabe Dios que no suelen hacerlo. - como nada dijera Tebbanë, Thisk siguió hablando: - Dime, mercader. ¿Qué se te ha perdido para viajar solo en mitad de la noche por este peligroso bosque?
- No es de tu incumbencia.
- Suponía que dirías eso. Supongo que debo advertirte que tenemos medios para hacerte hablar,y ninguno de ellos excluye el dolor físico.
- No temo a la Santidad.
- ¡Un fanáticoreligioso! - Thisk alzó las cejas, y se sentó nuevamentejunto a la mujer, que no tuvo ningún reparo en permanecer desnuda- No abundan en estos tiempos de incierto destino. ¿Quiéneres, mercader? Has logrado despertar mi curiosidad.
- No soy un mercader.
- Eso ya lo suponía.Ningún mercader es lo que se dice respetuoso con los dogmas de laFe de Dios. Debes ser alguna otra cosa... - y sus ojos brillaron de pronto- tal vez un noble. Dime: ¿eres un noble? ¿Qué misiónte ha traído a este lugar? ¿Estabas espiándonos?
- No os espiaba...
- ¡¡Mientes!!- gritó Thilmast, provocando la sorpresa de Tebbanë, quienno se esperaba aquella furibunda reacción. - ¡Eres un espía!Tal vez del Conde de Korr’Dullim, o del Elevado de Algheraxx, o quizádel mismísimo Tirano de la Capital, el Rey Manir... - y viendo queesto último provocaba una pequeña reacción en Tebannë,prosiguió, ya más seguro - sí, veo que el nombre delRey Apestado no te es desconocido. Debes ser un espía, tratandode ganar puntos para tener algo que ofrecer al Rey Demonio de la Capital...
- ¿Rey Demonio? -bramó Tebbanë - ¡No sabes lo que dices, zopenco! ¡ElRey Manir te hará azotar antes de degollarte sólo por haberdicho eso!
- Ja, lo suponía.Eres un espía, pero no muy bueno, o de lo contrario no habríassido capturado...
- Thilmast, llevaba estaespada - dijo Ghundar, entregando a su jefe la espada de Tebbanë.
- ¿Qué espad...? - Thisk hizo ademán de cogerla, pero al fijarse en ella, la dejó caer al suelo, sobre la alfombra de piel de cabra, con el rostro contraído en una mueca de terror..
- ¿Qué tesucede, Thilmast? - preguntó Twéncherr.
- ¿Es esta espada...? - dijo Ghundar, recogiéndola del suelo.
- ¡No la toques! -chilló Thilmast - ¡Está maldita!
- ¿Maldita? Puesa mí me parece que es bastante cara. Fíjate en esas piedrasrojas, parecen rubíes... - indicó Twéncherr.
- ¿Rojas, dices,Twéncherr? - dijo Ghundar - Yo diría verdes, ¿o esque tu vista te engaña?
- Y yo sin embargo las veonegras... parecen muy valiosas... - se atrevió a sugerir la prostituta,adelantándose a observar de cerca aquel objeto.
- ¡Lleváosla!- dijo Thisk - Esta espada está encantada, y sólo puede portarla un diablo, o un adorador del Maligno. Arrancad la verdad a este sicariode Sunytt, y enterrad su odiosa espada en lo más profundo del bosque, donde nadie pueda encontrarla. Y cuando haya confesado todo lo que sabe,quemadle con alquitrán hirviendo. Pero aseguraos de que aúnestá vivo cuando lo hagáis. Ahora iros, marchaos de aquí.- Y volviendo la vista hacia aquella mujer de oscuros cabellos, hizo ademanesde que le dejaran solo.
Al salir de la tienda, Twéncherr sugirió:
- Ghundar, vete a buscaral Maestro Torturador, que prepare sus materiales, y avisa a los demás,porque tenemos motivos de alegría esta noche.
- ¡De inmediato, Twéncherr! - dijo Ghundar, corriendo hacia el interior del campamento con una enorme sonrisa.
- Bueno, imbécil.¿Ahora qué dices? -dijo Twéncherr dirigiéndosea Tebbanë - Ya ves que en esta vida no todo es tener riquezas y oro.Ahora todo tu dinero no te sirve de nada, y sin duda vas a acordarte detodas las veces que le has hecho esto mismo a tus siervos.
- Te equivocas, Twéncherr. Yo no tengo siervos, y aunque así fuera, jamás les haría mal alguno.
- ¿De veras? Todosdicen lo mismo, llegado el momento.
- Quien posee siervos, tiene enemigos, dice el Señor Nuestro Dios.
- Ya veo que eres realmenteun fanático. Citar el Libro Sagrado no te va a servir de nada, sucioexplotador, - dijo mientras le ataba, ya en el interior de una de las tiendas.
- Ay de aquel que levantala mano contra el débil, porque Yo la levantaré en contrade él.
- ¿Eres realmenteuno de esos imbéciles que aman a su prójimo? - preguntóTwéncherr, rascándose la barba rala. - Una vez conocía uno de esos.
- ¿Y qué fuede él?
- No te importa. - dijoTwéncherr, aparentemente ofendido - Y ahora, te dejaré aquí,porque voy a arrojar esta espada bien lejos.

Mientras tanto, en el interior de la tienda de Thilmast, el jefe de los Tsirrim roncaba complacido entre las mantas y las pieles. A su lado, la mujer de cabellos negros se levantó cuidadosamente, tratando de no despertarle. Cogió una daga del escudo armero de Thisk, se puso la túnica roja que distinguía alas de su profesión y salió de la tienda, mirando hacia amboslados. Con paso seguro, se dirigió hacia los fuegos del campamento.Una voz la detuvo:
- ¡Belmoon! ¿Adónde vas tan sola, preciosidad?
- Okh’Naugg, enano borracho apestoso. Lárgate de aquí, hiedes como una mofeta leprosamuerta hace una semana.
Pero Okh’Naugg no se dio por enterado. Sonrió lujurioso, mostrando una dentadura negra ycasi vacía alrededor de un rostro sin afeitar surcado por incontablescicatrices. Tambaleándose a causa del excesivo alcohol que habíaconsumido, como por otro lado era su costumbre, se rascó un sobacoy trató de acercarse a la prostituta, eructando ruidosamente. Sinembargo, antes de poder ponerle sus manos encima, tropezó con suspropios pies y cayó al suelo.
- ¿Te has hecho daño, sapo corrupto?
- Creo que me he roto undiente... - dijo Okh’Naugg con su voz pastosa.
- Pues entonces no notarás unos pocos más rotos - y le sacudió una dolorosa patada enla boca.
- ¡Aaay! ¡Maldita zorra! - gruñó, escupiendo una baba compuesta a partes iguales de grumosa saliva, sangre y dientes.
- Vete a buscar a tu madre,Okh’Naugg, ella estará dispuesta a complacerte. ¿O acasono lo ha hecho ya muchas otras veces? - Y Belmoon se marchó de allí,riendo.
- ¡Zorra! ¡Mevengaré! - prometió el escamoso enano.
Belmoon se internóentre las tiendas del campamento, hasta hallar aquella en la que se encontrabaprisionero Tebbanë. Éste alzó la vista al ver aparecera la mujer.
- ¿Qué hasvenido a hacer, mujer? - balbuceó.
- No temas, mercader, olo que quiera que seas. No seré yo quien te aplique las torturasdestinadas a divertir a esos apestosos. Creí que Twenchérrestaría aquí.
- Se marchó haceunos minutos.
- ¿Y tu espada? ¿Se la ha llevado?
- Aynuleë, el Terrorde los Espíritus del Mal. Esa espada pertenecía a mi padre,y no tenéis derecho a...
Pero Belmoon ya se había marchado sin escuchar más. Se dirigió apresuradamente a lasalida del campamento, y se internó en el bosque de R’Ondhall. Guiada por su propio instinto, y tal vez por las oscuras diosas a las que rezaba entre dientes, por fin encontró el rastro de Twenchérr. Seocultó tras unas matas de ajenjo silvestre, y vio cómo elfiel consejero de Thilmast hacía un agujero en el suelo, y a continuaciónenterraba en él la espada maldita. Después, echando una ojeadahacia todas direcciones, se sintió satisfecho y reemprendióel camino al campamento.
Cuando desaparecióde su vista, Belmoon corrió hacia el lugar donde había sidoenterrada la espada, y con sus manos desnudas, comenzó a excavarla tierra, hasta hallar el preciado tesoro. De nuevo miró con codicialas piedras negras que adornaban el mango. Nunca había visto piedrascomo aquellas, negras pero sin embargo transparentes, y que parecíanbrillar con un fulgor maligno pero atrayente.
- ¡Por el velo místico de Nedra! Estas piedras pueden valer miles de monedas de oro. Una solade ellas serviría para comprar mi libertad... - y mirando haciaambos lados, ocultó el arma entre los pliegues de su túnica.Después, tapó el agujero y se dirigió de nuevo haciael campamento, pensando en su pronta liberación. Sin embargo, alos pocos minutos se dio cuenta de que se había perdido. Maldijosu suerte y comenzó a caminar con pasos inseguros por el tenebrosobosque.

En el campamento, los forajidos se disponían a iniciar los preparativos de una fiesta del dolor.No era común que el protagonista de las torturas fuese alguien ajenoal campamento, por lo que la alegría era redoblada. Incluso no seolvidaron de añadir los tradicionales clavos de cobre sulfurosoen el interior de la pota de alquitrán hirviendo. Frandagg fue avisado,si bien todavía no estaba del todo satisfecho, por cuanto no lehabían traído la comadreja que había solicitado yno había por lo tanto podido escrutar el destino en el interiorde sus entrañas palpitantes.
- Consuélate, viejoamigo - le dijo Thilmast - ahora podrás escrutar el destino graciasa las entrañas de ese espía.
- Bien sabes, Bethrill,que el destino observado en las entrañas de los hombres es siempreoscuro y retorcido.
- Tanto como los intestinosdel desgraciado - murmuró a su espalda Pheriamord de Nwoglond.
- ¿Cómo dices, amigo? - dijo Thilmast.
- Oh, nada, sólohablaba conmigo mismo.
- Eso suponía.

Twenchérr regresó a la tienda donde se encontraba el prisionero. Allí encontró merodeando a Okh’Naugg, quien trataba de mirar, sin demasiada fortuna, lo que había dentro.
- ¿Qué sucede, Okh’Naugg? - preguntó Twenchérr. ¿Buscas algo?
- Sólo me preguntaba- dijo el retorcido enano, todavía dolorido por la terrible patadade Belmoon - si por ventura se me permitiría participar en la victoria sobre este espía.
- Desde luego, pasa y míralo por tí mismo. Míralo ahora, cuando aún estáentero, porque dentro de poco no quedará demasiado para ver - rióTwenchérr - y ya que estás aquí, échame unamano.
- Por supuesto, poderosoTwenchérr. ¿Cómo puedo serviros?
- En primer lugar - dijodisgustado - no me llames “poderoso Twenchérr”. Sabes muy bien que en el interior del campamento todos somos iguales y que poco importa nuestro origen.
- Desde luego, mi señor. Perdonadme.
- Ya veo que es inútil. Siempre serás un zafio sirviente, ¿verdad?
- Por supuesto, mi señor - dijo el corrupto enano, haciendo numerosas reverencias.
- Como quieras, Okh’Naugg. Entra ahí y vigila al prisionero. Debo ir a buscar a Thilmast, nuestro Guía.
El deforme personaje entró con alegría en la tienda, agarrándose todavía a suscolgaduras, para no tropezar de nuevo. En su interior, Tebbanë sedebatía por zafarse de las ligaduras, pero se detuvo al ver entrara Okh’Naugg.
- Espía. Espía. Espía. - Dijo Okh’Naugg, buscando inútilmente en el interior de su cabeza algún epíteto mejor para insultar al prisionero.
- ¿Qué eseste hedor? - preguntó Tebbanë, arrugando la nariz.
- Espía. Cállate, espía. ¡¡ESPÍA!! - chilló, como si aquello fuera a ofender terriblemente al prisionero. Okh’Naugg se sintió un poco defraudado cuando comprobó que no era así, por loque supuso que no debía haber gritado lo bastante alto.
- ¡¡¡ESPÍAAAA!!! - le chilló, junto a la oreja.
- ¡Por Dios! ¡Cállate, y aléjate de mí!
El enano se puso a brincary a dar volteretas de alegría, ayudado por su brazo izquierdo, diezdedos más largo que el derecho. De pronto, se detuvo, al fijarseen las ropas de Tebbanë.
- ¡Eres rico! - dijocodiciosamente - Mira esa cadena... - Y alargó la mano para arrancarla cadena que colgaba alrededor del cuello de Tebbanë.
- ¡Eh! ¡Devuélveme eso!
- Ni lo sueñes, espía. - Y acercándose más, comenzó a registrar todo su cuerpo, en busca de más tesoros.
- ¡Déjame,ser repugnante! ¡Hiedes como el pedo de un asno!
- Tus bromas no te salvarán, espía. Te vamos a quemar vivo... - y cambiando de improviso de conversación, pregunto: - ¿tienes más como esta?
- ¿Acaso buscas oro,enano?
- ¡Cállate!¡No soy un enano! ¡Tú eres un espía, espía!¿Tienes más oro?
- ¿Oro? - A Tebbanë se le iluminó de pronto la mirada - Claro que sí... perono para tí. No para un enano sucio y maloliente.
Okh’Naugg sacudió una fuerte bofetada a Tebbanë.
- ¡Cállate,espía! ¿Dónde está ese oro? ¡Dámelo!¡Pronto!
- ¿Lo quieres antesde que lleguen tus amigos? Claro, porque si no, ellos se lo quedarían, y tú no recibirías nada, ¿no es eso?
- No son mis amigos. Sólo estoy con ellos temporalmente. Mientras encuentro algo mejor. Y ahora,dime dónde está ese oro. No lo he encontrado en mi registro.
- Claro que no. No lo llevoencima, ¿o crees que soy idiota?
- No, claro. Eso tiene cierta lógica. ¿Dónde está?
- Lo he escondido. En elbosque. Si me liberas, podría enseñarte dónde lo heenterrado.
- ¿Me tomas por imbécil? - dijo el enano, aunque su voz sonaba más codiciosa que segura.- Si te libero, escaparás.
- Claro que no. Lo juraré.
- ¿Lo juraráspor Shydark?
- Por Shydark y por todoslos demás dioses, si tanto te complace.
- Me basta con que lo jurespor Shydark, porque es el dios más poderoso.
- Eso tiene cierta lógica - dijo Tebbanë, tratando de utilizar las mismas palabras que el deforme enano, para ganarse su confianza. - Está bien, lo juro. Juro porShydark que no escaparé si me dejas enseñarte dóndehe escondido el oro. Pero a cambio, deberás darme algo.
- ¿Algo? ¿Yo?¡Nunca!
- Sólo quiero queme prometas que mi muerte será rápida.
- Eso no depende de mí.
- Pero podrías ayudarme. Cuando me veas en las últimas, acércate a mí y usaesa espada.
- Bueno, podría arreglarlo... - dijo Okh’Naugg, cruzando los dedos tras su espalda contrahecha.
- Con eso me basta. Ahora,libérame.
- Sólo te dejaré libres los pies, para que me indiques el camino.
- Me parece justo.
 

8. TWÉNCHERR

Al salir del campamento,Okh’Naugg se aseguró bien de que nadie le viera llevar a Tebbanë,amarrado por fuertes cuerdas, el extremo de las cuales estaba en poderde la mano del deforme enano.
- ¡Vamos! - le dijo- ¡ahora! ¡rápido!
Una vez se adentraron enel bosque, Tebbanë procuró guiar a su viscoso captor lo máslejos que pudo de las luces del campamento, y cuando al cabo de unos minutos,se sintió lo bastante a salvo, le dijo:
- Es aquí. En estamarca del suelo.
- Yo no veo ninguna marca.
- Claro que no. ¿Crees que la iba a hacer de manera que todos pudieran verla?
- Eso tiene cierta lógica.
- Desátame y sacaré el cofre de monedas de oro.
- ¿Un cofre? - losojos del enano se encendieron, y su cuerpo entero se estremeciócon una burbujeante contracción espasmódica - Nada de eso.Quédate aquí, yo lo desenterraré. ¿Es aquí,dices?
- Sí, sí,justo ahí. Busca bien.
- La tierra no parece removida.
- Gracias. Lo enterré muy bien. Déjame desenterrarlo ya.
- ¿Por quéestás tan interesado...? Debes tener un plan.
- ¿Un plan? ¿Yo? ¡Qué va! - sonrió Tebbanë.
- ¡Sí! ¡Lo tienes, espía! ¡Es una trampa! Pero no contabas con mi astucia... ¡déjame! ¡quítate de ahí!
El enano se agachóde rodillas y comenzó a escarbar furiosamente con sus propios dedos,gruesos como ramas y en los que las uñas habían sido hacetiempo sustituidas por negras costras gangrenosas. Pronto se dio cuentade que aquéllas comenzaban a supurar sangre, y dando un espantosoalarido de dolor, se giró para mirar hacia Tebbanë:
- ¡La tierra está dura como la piedra! ¡Mientes! ¡Aquí no hay nada enterrado!
Pero Okh’Naugg ya estaba hablando al vacío.
- ¡Maldito seas, espía! ¡Malditooooo!
Los gritos del horribleenano, acompañados de no pocas imprecaciones contra todos los dioses,se perdieron entre los árboles, donde ya nadie pudo comprenderlos,si bien tampoco hubiera sido fácil hacerlo por nadie que hubieraestado cerca. Vendó sus manos ensangrentadas con un trozo de supropio jubón, y se dirigió hacia el campamento, mientrastrataba de pensar qué mentira debía contar a Twenchérrpara que no le castigase.
Pero al regresar, encontró un enorme bullicio alrededor de la tienda en la que había estadocapturado el espía. Allí estaba el mismísimo Thilmast,y también Pheriamord, el más cruel de sus guerreros, asícomo el mago Frandagg, a quien había visto obrar mil maravillas,y todos tenían por uno de los hechiceros más poderosos delmundo.
- ¡Okh’Naugg! - lesaludó Twenchérr, aparentemente aliviado - ¡Os lo dije! Ahora él podrá explicárnoslo todo, ya veréis.
- Más te vale, Twenchérr, más te vale... - susurró Pheriamord.
- Ven aquí, Okh’Naugg, mil veces maldito de entre los enanos corrompidos, y explícame qué ha sucedido, dónde está nuestro prisionero, pues yo te dejé aquí con él, vigilándole.
- Sí, explícanoslo, si es que lo sabes, asqueroso bosquejo de humano, porque si no, Twenchérr va a pasarlo mal - sonrió Pheriamord, mientras rascaba su abundante barba dorada.
- ¿Yo? ¿Yo?¿Qué tengo que explicar? ¿Habláis conmigo,nobles señores? Yo no sé nada, Okh’Naugg no sabe nada, sólosoy vuestro humilde servidor - el enano se encogió con no pocasreverencias, temblando incontroladamente.
- ¿Pero quédices, apestosa cloaca? - bramó Twenchérr - ¡Yo teordené que vigilases al prisionero!
- Okh’Naugg no lo recuerda, Okh’Naugg no sabe - dijo el apestoso hombrecillo, dándose golpes con las manos en la cabeza.
- ¡Piénsalobien, marrano! ¡Piénsalo mejor! - Twenchérr agarróa Okh’Naugg por el cuello, tratando de retorcérselo, pero sin muchoéxito, porque sus manos resbalaban en la sucia grasa que le cubría el cuerpo.
- Déjale ya, Twenchérr, - intervino Thilmast - está claro que este enano no sabe nada.
- ¿Cómo queno? ¡Yo mismo le ordené que lo vigilara! ¡Miente!
- Esa historia nos la hasestado contando durante la última media hora, Twenchérr,pero todavía no nos has dado ni una sola prueba de que sea cierta.- dijo Thilmast, sonriendo, como era habitual en él.
- ¡Créeme,Thilmast! - suplicó Twenchérr, agarrando a su líderpor los hombros - ¡Este enano corrupto debe haberse emborrachadoy sin duda dejó al prisionero sin guarda!
- ¡Ya basta, Twenchérr! - bramó Pheriamord - Tus lloriqueos comienzan a ser patéticos. La responsabilidad de vigilarle era tuya, y has fracasado. Sólotenemos un castigo para el fracaso.
- ¡No! ¡No,por favor! ¡Es todo culpa de ese enano! ¡Okh’Naugg, hijo deuna serpiente hedionda! ¡Ven aquí! - pero el enano se escondiódetrás de la amplia túnica gris del mago.
- Tu historia es increible,desde luego - dijo Frandagg - y yo no la he creído ni por un soloinstante. - Y extendiendo las palmas de sus manos hacia lo alto, prosiguió:- Sea la perdición y el caos entre aquellos que no pueden confiarque sus amigos les sostengan.
- Frandagg ha citado consabiduría el Libro Sagrado, - dijo Thilmast, imponiéndosecon voz suave pero armónica entre la barahúnda que comenzabaa rodearles - Así pues, Twenchérr ha fracasado, descuidandosus deberes. - Y dirigiéndose a él en concreto, le dijo:- Aunque hubieses ordenado realmente a Okh’Naugg que vigilara al prisionero,has fracasado, porque bien sabías que este hombre no es capaz decumplir con esa tarea.
- Okh’Naugg es imbécil, Okh’Naugg no listo, no listo - gruñó el enano, golpeándose el rostro con terribles bofetadas y llorando como un niño.
- Así pues, - continuó Thilmast - debes cumplir con tu misión o morir si fracasas en ella. Tu valor ha hablado por tí en muchas ocasiones y bien séque antes temes la deshonra que la muerte. Ve, busca a ese extranjero ytráelo de vuelta contigo antes de mañana. Lo haces, y vives.No lo haces, no regresas. Cardamerr y un grupo de cinco hombres que élescoja partirá tras de tí, y te buscarán hasta encontrarte.Reza para que eso no suceda, y reza para que haya algún dios quequiera escuchar tus oraciones.
- ¡Thilmast ha hablado! - gritó Frandagg - ¡Alabada sea la sabiduría de Thisk Thilmast, el bendito de los dioses!
- ¡Alabada sea! -proclamaron todos a coro alrededor.
- ¡Tsärrai! ¡Tsärrai! ¡Hombres libres! - gritaron todos.
Y con un gesto de la mano,Thilmast envió a Twenchérr fuera del campamento, tal vezobligándole a no regresar jamás. Varios guerreros siguieronlos pasos del desterrado hasta que se perdió de vista, y tras élfue también Okh’Naugg el enano, brincando y contorsionándosea su alrededor, provocando la grima de todos cuantos miraban aquellas antinaturalesdeformaciones de su espalda.
- ¡Adiós, adiós, mi señor, adiós, mi señor! - brincó el enano, pero Twenchérr ni siquiera le miró, y finalmente se internó en la espesura del bosque, con los dientes apretados y los puñosalrededor de sus dagas de combate.
Alzándose entre losdemás, Cardamerr escogió a cinco guerreros no demasiado borrachos,y les dijo:
- Triste es nuestra misión, pero no es momento de pensar en quién es el hombre al que seguiremos, sino en cuánta será la gloria de aquel quien le alcance elprimero. Esperaremos una hora antes de partir, como nos ha pedido Thilmast,y después no habrá piedad.
Okh’Naugg regresó al fuego del campamento, sonriendo ampliamente, una vez liberado de darmás explicaciones, pero aunque trató de entablar conversacióncon algunos de los guerreros, ninguno, ni aquellos más borrachos,osaron dirigirle la palabra. Tambaleándose por detrás delas tiendas, donde la luz de las fogatas apenas era más fuerte quela de la luna, miró sus manos, envueltas en sendos trapos apergaminadospor las costras de suciedad y vómito reseco, y en su boca se dibujóun gesto de dolor, al recordar el modo en que había perdido unavez más las uñas.
- ¿Te duele, Okh’Naugg? - dijo una voz a su espalda.
El enano se volvióde golpe. Ya antes de verle, sabía muy bien a quién pertenecía aquella voz.
- ¡Thilmast, mi señor! Eres muy amable, muy amable, al preocuparte de los dolores de este enanoinmundo, mi señor.
- Basta de idioteces, Okh’Naugg. Hoy has salvado tu vida, pero no creas que me has engañado. Recuerda eso, y recuerda que yo no olvido jamás. Jamás.
- Mi señor, mi señor, Okh’Naugg no comprende, yo no sé de qué me hablas, mi señor...
Pero Thilmast se dio mediavuelta y sin contestar, se perdió tras la tienda de roja tela enla que había estado apoyado esperando al grimoso enano. Éstese quedó paralizado, horrorizado como el ciervo que descubiertoen la noche con una antorcha permanece unos segundos mirándola sinsaber qué hacer, hasta que huye entre la espesura. Okh’Naugg sintióun calor bajándole por la entrepierna y se dio cuenta de que habíavuelto a perder el control sobre sus intestinos. Maldijo a Thilmast poraquella vergüenza, aunque sin palabras, y temeroso de que de todasformas pudiera llegar a conocer sus pensamientos, pero no hizo nada porlimpiarse, pues bien sabía que al cabo de dos o tres díasaquella pasta que humedecía sus calzones estaría ya seca.Se acercó a un barril de vino, y hundió un cuenco en el rojolíquido, bebiendo con avidez.

En la inmensa oscuridad vegetal del bosque de Rh’Ondall, Twenchérr avanzaba, ciego todavía por el resplandor del campamento y más ciego por la furia que guardaba su corazón contra aquel que un día había sido su esclavo. Se maldijo una y otra vez por no haberle matado antes, pero ahora ya erademasiado tarde, le habían expulsado del campamento de los Tsarrai,y eso sólo significaba la muerte segura. Si no eran sus propioscompañeros quienes se la proporcionaban, serían los agentesdel Ilustre de Mohathest, deseosos de vengarse por las derrotas que leshabían inflingido, o puede que incluso algún innombrabledemonio de la noche, pues no eran pocos los que merodeaban por aquellosparajes, y nadie que hubiera visto uno había regresado jamáspara contarlo.
Alzó sus brazos alcielo en busca de la protección de Shydark el Oscuro, el másterrible y vengativo de los dioses, y también rezó, comole había aconsejado Thilmast, para que Shydark existiera y quisieraescucharle. Sentándose en silencio bajo el tronco de un poderosoroble, meditó por un instante, en busca tal vez de la inspiraciónnecesaria para hallar a su presa antes de ser él mismo hallado porsus depredadores. Bien sabía que Cardamerr no tendría piedadde él, y que aunque le encontrase junto al prisionero fugado, daríamuerte a ambos sólo para satisfacer su insaciable sed de sangre,y para seguir así escalando puestos en la lista de favoritos deThilmast. En otro tiempo, esta situación le hubiera divertido, yél mismo hubiera participado en una cacería, pero esta nocheera él el perseguido, y sus opciones de ver la claridad del díasiguiente eran cada vez menos.
Irguiéndose de nuevo, quedó en silencio para escuchar lo que el bosque tenía quedecirle, pero aquella noche sólo los grillos y los búhosse mostraron lenguaraces. Inició, por lo tanto, una peligrosa travesíapor entre el follaje, sabedor de que en ese mismo instante, seis hombresle buscaban con la única intención de matarle.

A poca distancia de allí,Tebbanë miró de nuevo sus manos, doloridas por los desgarronesocasionados al romper la cuerda que las ataba, y continuó tratando,aunque en vano, de localizar a Aynuleë, la espada que había pertenecido a su padre, la misma con la que le había nombrado suheredero al cumplir los trece años, en una ceremonia en casa dela matrona Lerzhiavel. Allí, recordó Tebbanë, arrodilladoante el fuego ritual, Melwannë rezó tres veces el cánticosagrado e impuso su propia espada negra sobre los hombros y la cabeza desu segundo hijo, sorprendiendo de este modo a Ossanë, para quien habíaforjado una espada nueva en la ceremonia similar que había tenidolugar dieciocho años antes. El gesto de regalarle su propia espadafue considerado de mal augurio por todos, y en efecto, ocho lunas después,Melwannë era atravesado por una flecha en la batalla de Lojnarr, cuandoel poderoso ejército del Rey Manir nada pudo hacer contra las falangesdemoníacas del Conde, entregado hacía tiempo a la magia ritualdel Maestro de la Oscuridad Irrevocable.
- ¡Ay, Aynuleë,dime dónde te encuentras, para que yo vaya en tu búsqueda!- rezó inútilmente Tebbanë, mientras que los ojos comenzabana humedecérsele. Bien sabía que había sido unido aaquella espada por un acto sagrado, pero ninguna magia podría devolverleahora a Aynuleë, sino su sola razón y sus instintos deductivos,de los que no había tenido grandes ocasiones de hacer gala hastaaquel momento.
Con estos y otros lúgubres pensamientos similares, y mientras trataba de guiarse por entre los espinosos arbustos, Tebbanë se detuvo al escuchar la conversación devarios hombres:
- ¿Qué vasa hacer si lo encuentras, Ghunnar? - preguntó uno de ellos.
- ¿Y tú, Lidbrock, por qué me lo preguntas a mí? - contestó otro.
Tebbanë se ocultó tras unos tojos, haciendo caso omiso del dolor que le produjeron las espinas al atravesar su piel lechosa. Desde allí, observó que eraun grupo formado por tres hombres, aparentemente bastante fuertes, y evidentemente muy ruidosos. Al menos uno de ellos estaba claramente borracho, y aún llevaba una bota del rojo licor de la uva consigo. Precisamente éste fue el que habló:
- No tenéis ni idea.Twenchérr no os dará opciones. Si no le matamos, élnos matará a nosotros.
- No seas imbécil,Getoüt, y deja ya de beber, porque no pienso cargar contigo. Ghunnarse refería a si le encontramos con el prisionero.
- Ah... perdón. -dijo aquel a quien se habían referido como Getoüt, profiriendoexplosivas carcajadas.
- No hagáis tantoruido, nos van a oír hasta los tojos - y al oír esto, Tebbanë se echó hacia atrás, temiendo que le pudieran haber visto.
Sin duda se trataba de unapatrulla en busca de alguien, y era muy posible que ese alguien fuera élmismo. Tebbanë se puso en pie y con el mayor sigilo posible, tomóla dirección contraria a aquella por la que habían venidolos tsärrai. Sólo unos pocos minutos después, cuandoya de nuevo el sueño había vuelto a ganarle y sólodeseaba tumbarse para dormitar, Tebbanë se encontró cara acara con Twenchérr.
- ¡Tú! - gritó el tsirrim, desenvainando sus dos dagas, guardadas en las fundas de laespalda.
- ¿Me buscabas? Puesme has encontrado, rufián, aunque desarmado. Nuestra lucha no será justa.
- ¿Quién dijoque debería haber una lucha? - sonrió Twenchérr, acercándose con precaución a Tebbanë.
- Tampoco eres un caballero, entonces...
- ¡Calla! ¡Nosabes lo que dices, espía! Y ahora, prepárate a morir.
Tebbanë caminóde espaldas con precaución, observando fijamente siempre los ojosde su adversario. Por un instante, creyó distinguir en ellos unasombra de miedo, pero no supo si se trataba de un resplandor de la lunao de su propio deseo de haberlo visto.
- No soy un espía,pero este no es momento de convencerte. Estoy desarmado, no puedo luchar.Déjame una de tus dagas, si crees que debes hacerlo. Sólote pido eso.
Con un movimiento rápido como el rayo, Twenchérr lanzó una de sus dagas hacia Tebbanë, quien se trató de echar hacia un lado. Sin embargo, el movimientohabía sido demasiado rápido y le había sorprendido.Ya se disponía a recibir el dolor del puñal atravesándolela carne, cuando se dio cuenta de que había pasado de largo.
- ¡Fallaste! - rió.
- ¿Estás seguro? Fíjate bien.
Tebbanë miróhacia atrás. La daga estaba clavada sobre su cabeza, en el árbolque estaba justo detrás de él, y hacia el que se dirigía caminando cara atrás. Sin duda hubiera tropezado inevitablementecon aquel roble, de haber continuado. De inmediato, y antes de agradecerel gesto de su enemigo, agarró la daga clavada y se volviórápidamente hacia él. Pero ya no había nadie.
- ¿Dónde estás? ¿Tan rápido te rindes? - bravuconeó Tebbanë,sabedor de la gran pericia que acababa de demostrar su rival. Deseaba almenos irritarle, ya que no podría ganarle en un combate asísin la ventaja de haberle puesto nervioso previamente. Pero nadie contestóa su llamada.
Mirando hacia todos lados,trató de descubrir el rastro de quien había estado delantede él justo hacía unos segundos, pero la luz de la luna erademasiado escasa. Sólo en el último instante pudo escucharel ruido de las ramas que se rompían sobre su cabeza, pero paraentonces, ya tenía a Twenchérr encima, y ambos rodaban porel suelo tratando de controlar la daga de su oponente.
Yendo a parar hasta lasborboteantes aguas negras de un arroyo cercano, Twenchérr se deshizode su rival con un fuerte puñetazo en el rostro, y de nuevo se lelanzó encima. Tebbanë agarró el brazo de Twenchérrjusto cuando la daga que empuñaba se disponía a atravesarleel corazón, pero su propia arma estaba atorada bajo su cuerpo, perdidatras el golpe, y no podía hacer nada excepto forcejear para evitarque el puñal de Twenchérr alcanzase su objetivo. Agarrócon ambas manos el brazo asesino, pero su rival aprovechó la situaciónpara golpearle de nuevo el rostro con una tanda de fuertes golpes con lamano libre.
La situación parecía desesperada, cuando Twenchér cayó de pronto hacia atrás. Tebbanë se dio cuenta enseguida de que su oponente había sido golpeado por un garrote en la espalda, y de que a su alrededor había tres hombres, armados y profiriendo sonoras carcajadas. Eran los mismosque había visto hacía un rato, aparentemente persiguiéndoles.
- Gracias por la ayuda -dijo timidamente. Pero los tres matones sólo respondieron aumentandoel nivel de sus gorjeantes risotadas. Por fin uno de ellos, aquel que tenía aspecto de ser el menos necio, un individuo de largos cabellos enmarañados e incipiente calvicie, le dijo:
- No hemos venido a ayudarte, anormal. Veníamos a por los dos, y ahora te toca a tí. -Y cogiendo su espada, la hundió junto a la oreja de Tebbanë,aunque la hubiera hundido en su garganta de no ser porque en el últimoinstante había girado la cabeza para evitar el mortal filo.
Tebbanë se puso enpie rapidamente, tomando la daga que ahora había vuelto a encontrara su espalda, y se lanzó contra aquel sujeto, quien todavíatrataba de desencajar su espada en la arena del fondo del arroyo. Los otrosdos se lanzaron contra él, aunque uno de ellos tropezó ycayó sobre el cuerpo de Twenchérr, que comenzaba a recuperarsetras el golpe. Dándose cuenta de que trataba de aprovechar su situaciónde superioridad para degollarle, Tebbanë dio una patada en el rostrodel matón, justo a tiempo de evitar que su espada le desgarrarala garganta, y se la quitó de las manos.
- ¡Aaayy! - el chillido de aquel rufián fue música celestial en los oídosde Tebbanë, ya harto de sus risotadas. Todos habían dejadode reír, y estaban en la situación que Tebbanë deseaba,y en la que ya se había encontrado muchas otras veces, pues no erala primera vez que debía verse las caras con aquellos sujetos inmundos,y en todas ellas había salido victorioso.
- ¡Ahora! - dijo,mientras se daba la vuelta para ayudar a levantarse a Twenchérr,y le entregaba su daga. - La pelea ya es justa, tres contra dos.
Twenchérr miró con los ojos muy abiertos a Tebbanë, pero no tuvo tiempo para más, porque los tres rufianes ya se abalanzaban contra él y su nuevocompañero. Con un rápido movimiento, se colocó detrásde uno de ellos, y le clavó con fuerza la daga en el pecho. Mientrastanto, Tebbanë había logrado desarmar a otro de los bandidos,y le abría el cuello con un profundo tajo, que hizo brotar un chorrode roja sangre sobre su jubón.
Mirándole fijamente,Twenchérr ya se disponía a acercarse a Tebbanë, cuandose vio sorprendido por el ataque del tercero de los tsärrai, que porla espalda le agarró del cuello y trató de tumbarle mientrasesgrimía peligrosamente cerca de sus ojos una corta espada de hierro.Sin embargo, no tuvo que luchar mucho tiempo, porque Tebbanë le hundiósu propia espada en el cráneo, haciéndole estallar el cerebrocomo una sandía madura.
- Gracias - dijo finalmenteTwenchérr. - ¿Por qué lo has hecho?
- De nada. Teníamospendiente una pelea, y debíamos terminarla.
- Por mi parte, ya no esnecesario que esa pelea siga adelante, aunque bien sé que asíme estoy condenando a muerte. Me has llamado rufián, pero tengohonor, y estoy en deuda contigo.
Tebbanë extendió su mano hacia Twéncherr:
- Mi nombre es Tebbanë, hijo de Melwannë. ¿Quién eres?
- Soy Twenchérr deHériok, hijo de Twéngwell.
- El tuyo es un nombre noble, pero no conozco ese lugar, Hériok. ¿De dónde procedes, Twéncherr?
- Mi historia es larga,y nuestro tiempo es corto. Ya no sé qué hacer, puesto queal perdonarte la vida, condeno la mía. Debemos despedirnos, pues.
- No, amigo. Debes venirconmigo.

 
 


 
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