oacute;n. Estaba cantando una canción italiana. Me la presentaron esa tarde, y a los tres meses me casé con Helen. Villiers, esa mujer, si es que puedo llamarla mujer, pervirtió mi alma. En la noche de bodas me encontré sentado en su habitación de hotel, escuchándola. Ella estaba sentada sobre la cama, mientras yo la escuchaba hablar con su hermosa voz. Habló de cosas que aún ahora no me atrevería a susurrar en la noche más oscura, aunque estuviera en medio del desierto. Villiers, puedes creer que conoces la vida, y Londres, y lo que sucede día y noche en esta horrorosa ciudad; podrás haber escuchado las palabras de los más viles, pero te digo, que no puedes concebir lo que yo sé, ni siquiera en tus sueños más fantásticos y repugnantes podrías imaginar una pálida sombra de lo que yo he oído... y visto. Sí, visto. He visto lo increíble, horrores tales que incluso yo mismo algunas veces me detengo en medio de la calle, y me pregunto si es posible que un hombre sea testigo de tales cosas y sobreviva. En un año, Villiers, era un hombre arruinado, en cuerpo y alma... en cuerpo y alma.
-Pero, Herbert, ¿tu propiedad? Tenías tierras en Dorset.
- La vendí; los campos y los bosques, la querida y antigua casa... todo.
- ¿Y el dinero?
-Se lo llevó todo.
-¿Y luego te dejó?
-Si; desapareció una noche. No sé adónde fue, pero estoy seguro de que si la viera otra vez eso me mataría. El resto de mi historia no interesa; sórdida miseria, eso es todo. Quizá pienses que he exagerado y he hablado para causar efecto, Villiers; pero no te he contado ni la mitad. Podría contarte ciertas cosas que te convencerían, pero nunca más tendrías un día feliz. Pasarías el resto de tu vida como yo, un hombre maldito, un hombre que ha visto el infierno.
Villiers llevó al desafortunado a sus habitaciones, y le dio alimento. Herbert logró comer un poco, y escasamente tocó el vaso de vino dispuesto ante él. Se sentó taciturno junto al fuego, y pareció aliviado cuando Villiers lo despidió con un pequeño presente en dinero.
-A propósito, Herbert -dijo Villiers, mientras se separaban en la puerta-, ¿cuál era el nombre de tu esposa? Creo que dijiste Helen. ¿Helen cuánto?
-El nombre por el que pasaba cuando la conocí era Helen Vaughan, pero cuál sería su verdadero nombre, no podría decirlo. No creo que tuviera algún nombre. Sólo los seres humanos tienen nombres, Villiers, no podría decirte nada más. Adiós. Sí, no dejaré de llamar si necesito algo en lo que puedas ayudarme. Buenas noches.
El hombre salió a la amarga noche, y Villiers regresó junto al fuego. Había algo acerca de Herbert que lo impactó inexpresadamente; no sus pobres andrajos ni las marcas que la pobreza había impreso en su rostro, sino más bien un terror indefinido que colgaba de él como una niebla. Había reconocido que él mismo no estaba desprovisto de culpa; la mujer, había declarado, lo había pervertido en cuerpo y alma, y Villiers sintió que este hombre, alguna vez su amigo, había actuado en escenas de una maldad que está más allá del poder de las palabras. Su histroria no necesitaba de confirmación, él mismo era la prueba encarnada de ella. Villiers meditó con curisidad acerca de la historia que había oído, y se preguntó si había oído tanto el principio como el final de ella. No -pensó-, ciertamente no el final, probablemente sólo el comienzo. Un caso como este es como un nido de cajas Chinas; abres una tras otra y descubres un exótico artificio en cada caja. Seguramene el pobre Herbert no es más que una de las cajas exteriores; hay algunas más extrañas que le siguen.
Villiers no pudo desligar su mente de Herbert y su historia, la que pareció más desenfrenada a medida que pasaba la noche. El fuego parecía arder débilmente, y el frío aire de la mañana se filtraba dentro de la habitación; Villiers se levantó dando una mirada sobre su hombro y, estremeciéndose ligeramente, se fue a la cama.
Unos días después encontró a uno de sus conocidos en su club, se llamaba Austin y era famoso por su íntimo conocimento de la vida londinense, tanto en sus fases tenebrosas como luminosas. Villiers, aún repleto de su encuentro en el Soho y sus consecuencias, pensó que quizá Austin podría echarle algo de luz a la historia de Herbert, y así, luego de un poco de charla informal, lanzó la pregunta:
-¿Por casualidad sabes algo de un hombre llamado Herbert -Charles Herbert?
Austin se volteó seriamente y miró a Villiers con asombro.
-¿Charles Herbert? ¿No estabas en la ciudad hace tres años? No; ¿entonces no oíste acerca del caso de Paul Street? Causó gran sensación en aquel tiempo.
-¿Cuál fue el caso?
-Bueno, un caballero, un hombre de muy buena posición fue hallado muerto, tiesamente muerto, en el terreno de cierta casa en Paul Street, lejos de Tottenham Court Road. Por supuesto que la policía no hizo el descubrimiento; si te pasas despierto toda la noche y tienes luz en tu ventana, el policía llamará a tu puerta, sin embargo, si sucede que yaces muerto en el patio de alguien, te dejan solo. En este caso, como en muchos otros, la alarma fue dada por una suerte de vagabundo; no me refiero a un vago común, o a un hargán de alguna taberna, sino a un caballero, cuyo negocio o placer, o ambos, lo convirtieron en un espectador de Londres a las cinco de la mañana. Este individuo estaba, como dijo, "yendo a casa", no se supo desde dónde ni hacia dónde, y tuvo la ocasión de pasar por Paul Street entre las cuatro y las cinco a.m. Algo captó su mirada en el número 20; bastante absurdamente dijo, que la casa tenía la fisonomía más desagradable que había visto, pero que de todas formas había mirado. Se sorprendió bastante al ver a un hombre yaciendo sobre las piedras, sus extremidades completamente agazapadas, y su rostro vuelto hacia arriba. A nuestro caballero el rostro le pareció extrañamente espectral y, de esta forma, partió corriendo en busca del policía más cercano. Al comienzo, el alguacil se inclinaba a tratar el caso ligeramente, sospechando una borrachera común; sin embargo, se dirigió al lugar y, luego de mirar el rostro del hombre, cambió su tono, bastante rápidamente. El madrugador, quien había recogido este "gusanito", fue enviado en busca del doctor, mientras el policía golpeaba y llamaba a la puerta de la casa, hasta que una desaliñada sirvienta, luciendo más que un poco dormida, abrió la puerta. El alguacil le señaló el contenido del terreno a la sirvienta, quien gritó lo suficientemente fuerte para despertar a toda la calle, mas no sabía nada acerca del hombre; nunca lo había visto en la casa, etcétera. Mientras tanto, el descubridor original había regresado con el médico, y lo siguiente fue ingresar al área. La reja estaba abierta, por lo que el cuarteto completo bajó pesadamente las escaleras. El doctor escasamente necesitó un momento de inspección; dijo que el pobre tipo había estado muerto por varias horas. Entonces fue cuando el caso se puso interesante. El muerto no había sido asaltado, y en uno de sus bolsillos estaban sus papeles identificándolo como...bueno, como un hombre de buena familia y medios, un favorito de la sociedad, un enemigo de nadie, hasta donde se puede saber. No te digo su nombre, Villiers, porque nada tiene que ver con la historia, además no es nada bueno desentrañar estos asuntos de los muertos cuando no hay familiares vivos. El siguiente punto curioso fue que el médico no pudo acordar cómo encontró su muerte. Habían algunos ligeros moretones en los hombros, pero eran tan tenues que parecía como si hubiese sido empujado rudamente fuera por la puerta de la cocina, y no arrojado por sobre la reja desde la calle o, más aún, arrastrado escaleras abajo. Sin embargo, no había absolutamente ninguna otra marca de violencia en él, por cierto ninguna que diera cuenta de su muerte; y cuando hicieron la autopsia, no habían rastros de veneno, de ningún tipo. La policía, obviamente, quería saber todo acerca de las personas del número 20 de Paul Street, y aquí nuevamente, como he escuchado de fuentes privadas, surgieron uno o dos puntos muy curiosos. Al parecer los ocupantes de la casa eran el señor y la señora Charles Herbert; se decía que él era un terrateniente, lo que impactó a la gente pues Paul Street no era exactamente un lugar en el cual buscar a la burguesía hacendada. En cuanto a la señora Herbert, nadie parecía saber quién o qué era y, entre nosotros, imagino que los que se sumergieron tras la historia, se encontraron en aguas más bien extrañas. Por supuesto que ambos negaron saber algo acerca del fallecido y, por falta de evidencia en contra de ellos, fueron dejados en libertad. Sin embargo, algunas cosas muy extrañas salieron respecto a ellos. A pesar de que eran entre las cinco y las seis de la mañana cuando el muerto fue removido, un gran gentío se reunió, y varios de los vecinos corrieron a ver qué estaba sucediendo. Eran bastante desatados en sus cometarios, en todo caso, y de estos apareció que el número 20 tenía muy mala fama en Paul Street. Los detectives trataron de rastrear estos rumores hacia algún fundamento sólido de los hechos, pero no pudieron agarrarse de nada. La gente negaba con su cabeza y elevaban sus cejas pues los Herberts les parecían más bien "raros", "mejor no ser visto entrando a su casa", y etcétera. Pero no había nada tangible. Las autoridades estaban moralmente convencidas que el hombre había encontrado su muerte, de alguna u otra forma, en la casa y que había sido arrojado fuera por la puerta de la cocina, pero no podían probarlo, y la ausencia de indicios de violencia o envenenamiento los dejó impotentes. Un caso singular, ¿no es cierto?. Pero curiosamente, hay algo más que no te he dicho. Resulta que conozco a uno de los médicos que fue consultado acerca de la causa de muerte, y algún tiempo después de la investigación me lo encontré, y le pregunte acerca del tema. "¿Realmente quieres decirme -le dije-, que te viste desconcertado con el caso, y que realmente no sabes de qué murió aquel hombre?" "Discúlpame -respondió- conozco perfectamente bien la causa de la muerte. Blank murió de miedo, de un verdadero y espantoso terror; nunca durante el curso de mi práctica he visto rasgos tan terriblemente desfigurados, y le he visto las caras a un sinnúmero de muertos". El doctor era usualmente un tipo bastante sereno, pero un cierta intensidad en sus modos me impresionó, sin embargo, no pude sonsacarle nada más. Supongo que Hacienda no encontró la manera de procesar a los Herberts por asustar a un hombre hasta matarlo; de cualquier forma, nada se hizo, y el caso se retiró de la mente de los hombres. ¿Por casualidad, sabes tú algo sobre Herbert?
-Bueno -contestó Villiers-, era un antiguo amigo de universidad.
-No me digas. ¿Viste alguna vez a su esposa?
-No, nunca. Perdí de vista a Herbert por muchos años.
-Es extraño, ¿verdad?, separarse de un hombre en la puerta de la universidad o en Paddington, no saber nada de él por años, y luego, encontrarlo asomando su cabeza en tan extraño lugar. Pero a mí me hubiera gustado ver a la señora Herbert; se dicen cosas extraordinarias acerca de ella.
-¿Qué clase de cosas?
-Bueno, casi no sé cómo contártelo. Todos los que la vieron en la corte policial dijeron que era, al mismo tiempo, la mujer más hermosa y la más repulsiva, sobre la que hayan fijado sus ojos. Hablé con un hombre que la había visto, y te lo aseguro, realmente se estremecía mientras trataba de describirme a la mujer, mas no podía decir por qué. Parece que ella era una especie de enigma; y yo creo que si aquel muerto hubiera podido contar cuentos, habría narrado unos extraordinariamente raros. Y nuevamente nos encontramos frente a otro acertijo, ¿que podría haber querido el señor Blank (lo llamaremos así, si no te molesta) en una casa tan extravagante como la del número 20?. Es un caso del todo extraño, ¿no lo crees?.
-Realmente lo es, Austin; un caso extraordinario. Nunca pensé, al preguntarte por mi antiguo amigo que me encontraría frente a tan extraño metal. Bueno, debo irme, buen día.
Villiers se alejó, pensando en su propia idea ingeniosa de las cajas Chinas; aqui había un artificio exótico, de hecho.