John Kessel
«He
estado pensando en los demonios.
Quiero
decir, si en el mundo hay demonios,
si
en el mundo hay personas que representan el mal,
¿es
nuestro deber exterminarlas?».
John Cheever, «The Five-Forty-Eight»
Sentada
en su oficina, aguardando - sin saber exactamente qué -, la Doctora Evans tenía
la esperanza de que este no fuera otro mal día. Necesitaba un cigarrillo y un
trago. Hizo girar la silla para quedar de cara a las persianas venecianas
cerradas que estaban junto a su escritorio, se reclinó hacia atrás y entrelazó
las manos detrás de la cabeza. Cerró los ojos y respiró profundamente. El aire
que fluctuaba desde el ventilador del cielorraso olía a aceite de máquina.
Hacía frío. Lo sentía en la cara, pero su pesado suéter mantenía el resto en
calor. Sentía el pelo grasoso. Pasaron varios minutos en los que no pensó en
nada. Golpearon la puerta.
-
Pase - dijo distraídamente.
Entró
Havelmann. Tenía el cuerpo voluminoso de un atleta ligeramente reblandecido, la
cabellera gris y espesa y el rostro arrugado. A primera vista, no parecía un
hombre de sesenta años. Su traje de excelente confección necesitaba
urgentemente un planchado.
-
¿Doctora?
La
doctora Evans lo miró por un momento. Lo mataría. Bajó la vista hacia el escritorio.
Se frotó la frente con la mano.
-
Siéntese - dijo.
Sacó
el paquete de cigarrillos del cajón del escritorio.
-
¿Querría fumar?
El
viejo tomó uno. Ella lo observó cuidadosamente. Los ojos pardos de Havelmann
estaban enrojecidos, parecían pedir disculpas.
-
Fumo demasiado - dijo él -. Pero no puedo dejar.
Ella
le dio fuego. - Por aquí cada día hay más gente que deja de fumar.
Havelmann
exhaló suavemente.
-
¿Qué puedo hacer por usted?
-
Qué puedo hacer por usted, señor. Quiero que juguemos un jueguito - Evans sacó
un pañuelo del bolsillo. Movió un pisapapeles de bronce, una pequeña réplica
del Lincoln Memorial, hasta el centro del secante del escritorio -. Quiero que
observe lo que estoy haciendo, ahora.
Havelmann
sonrió.
-
No me lo diga... ¿lo va a hacer desaparecer, verdad?
Evans
trató de ignorarlo. Cubrió el pisapapeles con el pañuelo.
-
¿Qué hay debajo de este pañuelo? - dijo.
-
¿Podemos apostar un poquito?
-
Esta vez no.
-
Un pisapapeles.
-
Maravilloso - Evans se reclinó con decisión -. Ahora quiero que me responda
unas preguntas. El viejo recorrió la oficina con mirada curiosa: las persianas
cerradas, la terminal y el teclado de la computadora contra la pared, la placa
de interruptores en una esquina del escritorio. Sus ojos se detuvieron en el
espejo que estaba enfrentado a la ventana.
-
Ese es un espejo falso - dijo él.
Evans
suspiró.
-
No me diga.
-
¿Está grabando esto?
-
¿Le importa?
-
Me gustaría saberlo. Simple cortesía.
-
Sí, nos están grabando en video. Ahora responda mis preguntas.
Havelmann
pareció encogerse ante la hostilidad de ella.
-
Claro.
-
¿Qué le parece este lugar?
-
Está bien. Un poco aburrido. Por lo que parece, aquí uno ni siquiera podría
pescarse una enfermedad, si entiende lo que quiero decir. No tengo intenciones
de ser ofensivo, doctora. No he estado aquí lo suficiente para hacerme una idea
del lugar.
Evans
se hamacó lentamente hacia atrás y adelante.
-
¿Cómo sabe que soy doctora?
-
¿No es usted médica? Pensé que sí. Esto es un hospital ¿no? Así que cuando me
enviaron a verla imaginé que usted debía ser médica.
-
Soy médica. Me llamo Evans.
-
Encantado de conocerla, doctora Evans.
Lo
mataría.
-
¿Cuánto hace que está aquí?
El
hombre se dio un tirón del lóbulo de la oreja.
-
Debo haber llegado hoy. Creo que no hace mucho. Un par de horas. Estuve
conversando con las enfermeras en su sala de descanso.
Qué
no daría ella por tres dedos de Jack Daniels. Lo miró por encima de sus dedos
puestos en cúpula.
-
Esas enfermeras, tan conversadoras.
-
Estoy seguro de que cumplen con su trabajo.
-
Seguro. Dígame lo que estaba haciendo antes de venir a este... hospital.
-
¿Quiere decir inmediatamente antes?
-
Sí.
-
Estaba trabajando.
-
¿Dónde trabaja?
-
Tengo mi empresa propia. Sistemas de comunicación ITG. Diseñamos programas para
mucha gente. Estamos cerca de conseguir un gran contrato con Ma Bell. Si
logramos eso podré jubilarme cuando tenga cuarenta años... en caso de que el
Tío Sam mantenga la mano fuera de mi bolsillo el tiempo suficiente como para dejarme
contar lo que me quede.
Evans
hizo una anotación en su libreta.
-
¿Tiene familia?
Havelmann
la miró con firmeza. Su mirada era la de un honesto y joven estudiante
universitario, incongruente en un hombre de su edad. Se la quedó mirando como
si no pudiera imaginar por qué ella insistía en hacerle estas abruptas
preguntas. Evans detestaba la debilidad de Havelmann, que hacía crecer en ella
una furia que la empujaba hasta el borde de la demencia. Y era un mal día, y se
pondría peor.
-
No entiendo lo que persigue - dijo Havelmann, con considerable dignidad -. Pero
así y todo, la ficha la informa de los hechos: tengo mujer, Helen, y dos hijos.
Ronnie tiene nueve años y Susan cinco. Tenemos una casa grande y bonita, un
Lincoln y un Porsche. Soy de los Braves y no mastico chicle. ¿Qué más le
gustaría saber?
-
Muchas cosas. En algún momento las averiguaré - Evans hablaba con frialdad -.
¿Hay algo que quisiera preguntarme? ¿Cómo vino a dar aquí? ¿Cuánto tiempo va a
tener que quedarse? ¿Quién es?
Havelmann
habló con una frialdad similar.
-
Yo sé quién soy.
-
¿Quién es usted, entonces?
- Me llamo Robert Havelmann.
-
Exacto - dijo la doctora Evans con calma -. ¿En qué año estamos?
Havelmann
la miro con cautela, como si estuviera a punto de ser embaucado.
-
¿De qué me está hablando? Es 1984.
-
¿Qué época del año?
-
Primavera.
-
¿Qué edad tiene usted?
-
Treinta y cinco.
-
¿Qué hay debajo de este pañuelo?
Havelmann
miró el pañuelo que estaba sobre el escritorio como si lo viera por primera
vez. Se le tensaron los hombros y miró a Evans con sospecha.
-
¿Cómo quiere que lo sepa?
Havelmann
regresó esa tarde, igual de arrugado, igual de inocente. ¿Cómo podía una
persona envejecer y seguir siendo inocente? Evans no recordaba que las cosas
hubieran sido alguna vez así de fáciles.
-
Siéntese - dijo ella.
-
Gracias. ¿Qué puedo hacer por usted, doctora?
-
Quiero continuar la discusión que tuvimos esta mañana.
Havelmann
sonrió.
-
¿Discusión? ¿Esta mañana?
-
¿No recuerda haber hablado conmigo esta mañana?
-
Nunca le he visto antes.
Evans
lo observaba serenamente. El viejo se revolvió en su silla.
-
¿Cómo sabe que soy médica?
-
¿No es usted médica? Me dijeron que debía entrar a ver a la doctora Evans en el
consultorio 10.
-
Ya veo. Si no estuvo aquí esta mañana, ¿dónde estuvo?
Havelmann
dudó.
-
Veamos... estaba trabajando. Recuerdo haberle dicho a Helen, mi esposa, que
trataría de llegar temprano a casa. Ella siempre me regaña porque me quedo
hasta tarde. La empresa está bastante ocupada en este momento: hay un gran
contrato en vista. Susan actúa en una obra de teatro escolar y tenemos que
estar allá a las ocho. Y quiero llegar a casa con la suficiente anticipación
como para trabajar un poco en el jardín. Me pareció un buen día para hacerlo.
Evans
hizo una anotación.
- ¿En qué estación del año estamos?
Havelmann
se agitó como un niño; miró la ventana de persianas cerradas.
-
Primavera - dijo -. Soleada, cálida... muy bonito clima. Están comenzando a
florecer los cliclamoros.
Sin
una palabra, Evans se levantó de la silla y fue hasta la ventana. Abrió las
persianas, revelando un campo árido, barrido por ventiscas de nieve. Pasto
muerto fustigado por un fuerte viento y el cielo turbio de nubes.
-
¿Qué le parece esto?
Havelmann
miró. Enderezó la espalda y se inclinó hacia adelante. Se tironeó del lóbulo de
la oreja.
-
¿No es una desgracia? Si no le gusta el clima de aquí... Espere diez minutos -
dijo.
-
¿Qué pasó con los ciclamoros?
-
Con este tiempo, probablemente morirán. Espero que Helen les haya puesto
abrigos a los niños.
Evans
miró la ventana. Nada había cambiado. Lentamente, cerró las persianas y volvió
a sentarse.
-
¿En qué año estamos?
Havelmann
se acomodó en la silla, nuevamente calmo.
-
¿Qué quiere decir? Es 1984.
-
¿Alguna vez leyó ese libro?
-
Un minuto, despacio. ¿De qué me está hablando?
Evans
se preguntó qué haría Havelmann si ella se levantaba y le enterraba los
pulgares en los ojos.
-
El libro de George Orwell titulado «1984» - se obligó a decir con lentitud -.
¿Lo conoce?
-
Claro. Tuvimos que leerlo en la universidad.
¿Había
un dejo de irritación debajo de la inocencia de Havelmann? Evans se quedó
sentada, tan silenciosa e inmóvil como pudo.
-
Recuerdo que me impresionó bastante - continuó Havelmann.
-
¿Qué tipo de impresión?
-
Esperaba algo diferente del profesor. Era un liberal confeso. Yo esperaba algún
libro del tipo desgarrante. No fue así en absoluto.
-
¿Lo puso incómodo?
-
No. No me dijo nada que no supiera ya. Sólo reflejaba lo erróneo del
colectivismo. Usted sabe... el comunismo reprime al individuo, destruye la
iniciativa. Alega tener en su espíritu los intereses de la mayoría. Y niega
todos los valores humanos. Eso es lo que saqué de «1984», aunque oyendo hablar
del libro a aquel profesor, parecía que sólo tratara de Nixon y Vietnam.
Evans
siguió quieta. Havelmann prosiguió.
-
He observado la misma mentalidad en mi trabajo en la empresa. Las grandes
corporaciones son exactamente iguales que el gobierno. Grandes, lentas: usted
podría mostrarles la forma de ahorrar mil millones y ellas le aplastarían como
a un insecto, porque cambiar les resulta demasiado problemático.
-
Parece como si tuviera algún resentimiento - dijo Evans.
El
viejo sonrió.
-
Así es, ¿verdad? Lo admito. He pensado mucho en eso. Pero tengo fe en la gente.
Algún día, sencillamente, tendré que postularme para un cargo público y ver si
puedo hacer algún bien.
La
punta del lápiz de Evans se partió. Miró a Havelmann, que le devolvió la
mirada. Después de un momento, ella se concentró en la libreta. La punta rota
había dejado una cicatriz negra sobre su escritura precisa.
-
Es una buena idea - dijo Evans con suavidad, la vista aún baja -. ¿Todavía no
recuerda haber discutido conmigo esta mañana?
-
Nunca la he visto antes de entrar por esa puerta. ¿Sobre qué se suponía que nos
estábamos peleando?
Havelmann
estaba demente. Evans casi rió en voz alta al pensarlo. Por supuesto que estaba
demente... ¿por qué otra razón estaría aquí? La cuestión - se forzó a
considerar racionalmente - era la naturaleza de su demencia. Levantó el
pisapapeles y se lo pasó.
-
Estábamos discutiendo sobre este pisapapeles. Se lo mostré, y usted dijo que
nunca antes lo había visto.
Havelmann
examinó el pisapapeles.
-
Parece común y corriente. Me resultaría fácil olvidar algo así. ¿A qué tanto
escándalo?
-
Notará usted que es un modelo del Lincoln Memorial.
-
Probablemente lo consiguió en alguna tienda de souvenirs. Washington está
plagada de basura como esta.
-
Hace mucho que no voy a Washington.
-
Yo vivo aquí. Bueno, en Alexandria. Viajo en auto todas las mañanas.
Evans
cerró la libreta.
-
Tengo un diagnóstico posible para su condición - dijo de repente.
-
¿Qué condición?
Esta
vez fue más difícil para Evans reprimir la risa. Sus ojos casi lagrimearon por
el esfuerzo. Retuvo la respiración y continuó.
-
Usted exhibe los síntomas del síndrome de Korsakov. ¿Alguna vez oyó hablar de
él?
Havelmann
parecía tan en blanco como una pared encalada.
-
El síndrome de Korsakov es una forma poco común de pérdida de la memoria. Los
primeros casos registrados datan de fines del siglo diecinueve. Hubo un caso
famoso en 1970: famoso entre los médicos, quiero decir. Un sargento de la
Marina llamado Arthur Briggs. Tenía unos cincuenta años y buena salud, aparte
de los efectos prolongados del alcoholismo, y había sido suboficial de carrera
hasta que lo dieron de baja a mediados de los sesenta, luego de veinte años de
servicio. Funcionó normalmente hasta principios de los setenta, momento en que
perdió la memoria de todos los acontecimientos que le habían ocurrido después
de septiembre de 1944. Podía recordar con vívidos detalles, como si acabara de
suceder, los eventos ocurridos hasta esa fecha. Pero el resto de su vida...
nada. No sólo eso: la continuidad de su memoria quedó tan afectada que sólo
podía recordar los sucesos del presente por un período de minutos, pasado el
cual los olvidaba del todo.
-
Yo puedo recordar lo que me sucedió hasta el momento de entrar a esta
habitación.
-
Eso es lo que el sargento Briggs les decía a sus médicos. Para probarlo, les
contaba que la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo, que él estaba
apostado en San Francisco, preparándose para ser enviado a las Filipinas, que
parecía que los Browns de St. Louis por fin podrían ganar un campeonato si
aguantaban hasta septiembre, y que él tenía veinte años de edad. No podía
recordar nada de lo que le sucedía durante más de cuarenta minutos. El mundo
había continuado, pero él estaba varado para siempre en 1944.
-
Es horrible.
-
Así le pareció al médico que lo atendía... al principio. Más tarde, especuló
que podía no ser tan desagradable. El hombre aún tenía una vida emocional
vigente. Aún podía recordar su juventud, y para él la juventud nunca había
terminado. Nunca había cumplido años y nunca había visto envejecer y morir a
sus amigos, nunca recordaba que él mismo había envejecido hasta convertirse en
un alcohólico solitario. Su novia aún lo esperaba allá en Columbia, Missouri.
Tenía veinte años para siempre. Había logrado el escape perfecto.
Evans
abrió un cajón y sacó un espejo de mano.
-
¿Qué edad tiene usted? - preguntó.
Havelmann
parecía asustado.
-
Mire, ¿por qué estamos...?
-
¿Qué edad tiene? - La voz de Evans estaba calma, pero decidida. Dentro de ella,
una punta de júbilo amenazaba con partirle el corazón.
-
Tengo treinta y cinco. ¿Qué diablos...?
Empujar
el espejo ante él era tan satisfactorio como disparar una pistola. Havelmann lo
tomó, la miró de soslayo; luego, tentativamente, como el más nervioso
estudiante de primer años buscando la nota de su examen final, miró su reflejo.
-
Dios - dijo. Comenzó a temblar -. ¿Qué sucedió? ¿Qué me hizo? - Se levantó de
la silla con la expresión retorcida -. ¡Qué me hizo! ¡Tengo treinta y cinco
años! ¿Qué sucedió?
La
doctora Evans estaba de pie frente al espejo de su oficina. Tenía puesto el
uniforme, que estaba casi tan arrugado como el traje de Havelmann. Tenía la
casaca desbotonada y estaba palpándose el seno izquierdo. Se acostó en el suelo
y continuó la revisión. El bulto era innegable. Ningún dolor, todavía.
Se
sentó, estiró la mano hasta el paquete de cigarrillos que estaba sobre el
escritorio, sacó el último y lo encendió. Abolló el paquete y lo tiró al cesto
de papeles. Doble. Veinte años atrás, en la universidad, había sido una
jugadora de basket bastante buena. Se volvió a acostar y dio una larga pitada
al cigarrillo, inhalando profundamente, exhalando el humo con fuerza, con un
suspiro de agotamiento. Probablemente no iba a poder correr de aquí para allá
en una cancha ni una sola vez más.
Giró
la cabeza para mirar por la ventana. Las persianas estaban abiertas, revelando
el mismo paisaje estéril de antes. Golpearon la puerta.
-
Pase - dijo.
Entró
Havelmann. La vio acostada en el piso, levantó una ceja, sonrió.
-
¿Usted es la doctora Evans?
-
Lo soy.
-
¿Puedo sentarme aquí o también debo acostarme?
-
Haga lo que mierda le plazca.
Se
sentó en la silla. No se había ofendido.
-
¿Para qué quería verme?
Evans
se levantó, se abotonó la casaca, se sentó en la silla giratoria. Le clavó la
mirada. Su rostro estaba blanco, pálido; sus finos labios, tensos. Era la
expresión de una mujer con una enfermedad terminal, tan acostumbrada a su
dolencia y a la necesidad de ignorarla que todo lo que se permitía expresar del
dolor era una ligera molestia. Voy a ver cómo termina esto, decía su rostro, y
luego me voy a matar.
-
¿Nos hemos visto antes?
-
No. Estoy seguro de que la recordaría.
Estaba
seguro de que la recordaría. Mierda, iba a matarlo. Eso lo recordaría.
Evans
aplastó el último centímetro de cigarrillo. Sintió que se le tensaban los
músculos de las mandíbulas; miró el cenicero con pesar.
-
Ahora tengo que dejar de fumar.
-
Yo debería dejar. Fumo demasiado.
-
Quiero que ahora me escuche atentamente - dijo ella con lentitud -. No responda
hasta que yo termine.
Soy
el Mayor D. S. Evans y soy psicóloga militar. Esta oficina es la enfermería del
Centro Nacional para las Comunicaciones de Defensa, CENCD, ubicado a tres mil
metros debajo de la ladera de una colina en West Virginia. Por lo que sabemos,
somos el único cuerpo gubernamental vivo en los Estados Unidos continentales.
La escena que ve a través de esta ventana está siendo retransmitida desde un
monitor de superficie, en Nebraska central. Por medio de una orden a la
computadora puedo conectarme con cualquiera de los doce monitores que aún
funcionan.
Evans
giró hacia el teclado y tipeó una orden: la escena de la ventana pasó a una
imagen de mampostería rota y vigas de acero retorcidas. La imagen estaba
oscurecida debido a la costra de polvo que había en la lente de la cámara y a
una fuerte nevada. Evans tipeó una orden adicional y tocó uno de los
interruptores del escritorio. De un parlante salió un estallido de estática, un
siseo como de tocino friéndose.
-
Eso es Dallas. El sonido es la lectura de la radiación de fondo registrada por
los detectores que se encuentran en el local de esta cámara. - Tipeó otra orden
y la imagen de la «ventana» parpadeó en una sucesión de escenas igualmente
desoladas, manteniéndose diez segundos en cada una antes de cambiar a la
siguiente. Un desierto sombrío, inmóvil bajo las nubes bajas; una lóbrega toma
submarina en la que apenas se distinguían los restos de un edificio; un bosque
desnudo, medio enterrado en la nieve; un cruce de autopistas vacío. Con cada
cambio de escena, el parlante se detenía por un segundo y luego el siseo
reaparecía.
Havelmann
observó todo esto con compostura.
-
Este es el estado de la superficie desde hace un año, desde que cayeron las
últimas bombas. Por lo que sabemos, no hay ningún ser humano vivo en
Norteamérica... en el Hemisferio Norte, si vamos al caso. Las transmisiones de
radio procedentes de Sudamérica, Nueva Zelandia y Australia han ido cesando una
a una, durante los últimos ocho meses. No hemos observado ninguna criatura viva
más evolucionada que un insecto, por ninguno de nuestros monitores, desde
principios de año. Estamos en el verano del 2010. Aunque, considerando la
situación, me parece un poco fútil seguir contando los años de acuerdo al viejo
sistema.
La
doctora Evans abrió un cajón del escritorio y extrajo una automática. La colocó
en el centro del secante y se recostó en la silla, con la mano derecha tocando
el borde del escritorio, cerca de la pistola.
-
Ahora usted me va a decir que nunca se enteró de nada, y que nunca me ha visto
en su vida - dijo ella -. A pesar de que hemos estado hablando a diario durante
dos semanas, y de que usted ha escuchado esta explicación al menos tres veces
durante ese período. Me va a decir que es 1984 y que tiene treinta y cinco años
de edad, a pesar de lo absurdo de dicha afirmación. Va a simular perplejidad y
confusión; cuanto más le insista en que enfrente los hechos, más se angustiará.
En algún momento estallará en lágrimas y esperará que yo lo compadezca. Puede
irse a la mierda.
La
voz de Evans expresaba cada vez más enojo a medida que hablaba. Debía
detenerse; casi era más de lo que podía hacer. Cuando retomó el hilo, estaba de
nuevo bajo control:
-
Si usted persiste en esta impostura es posible que lo mate. Le aseguro que a
nadie le importará si lo hago. Ahora puede hablar.
Havelmann
se quedó mirando la ventana. Su boca se abría y se cerraba estúpidamente. Qué
viejo parecía, qué endeble. Evans sintió una repentina ola de lástima y duda.
¿Y si estaba equivocada? Se imaginó a sí misma como posiblemente la veía él:
arrogante, amargada, una incomprensible inquisidora cuyos motivos para
atormentarlo eran un misterio total. Lo observó. Luego de unos minutos él cerró
la boca; sus ojos parpadeaban con rapidez y estaban claros.
-
Por favor. Dígame de qué me está hablando.
Evans
se estremeció.
-
La pistola está cargada. Siga hablando.
-
¿Qué quiere que diga? Nunca me enteré de nada de esto. Esta mañana vi a mi
esposa y a mis hijos y todo estaba bien. Ahora usted me escupe esta historia de
la guerra atómica y el 2010. ¿Qué, estuve dormido durante treinta años?
-
Cuando entró no se comportó como alguien muy sorprendido de estar aquí. Si está
tan desorientado, ¿cómo explica de qué modo llegó a este lugar?
El
hombre estaba sentado pesadamente en la silla.
-
No lo recuerdo. Creo que pensé que vine aquí - al hospital, pensé - para una
revisación general. No lo analicé. Usted debe saber cómo llegué aquí.
-
Lo sé. Pero creo que usted también lo sabe y que está jugando conmigo... con
todos nosotros. Los otros están preocupados, pero yo estoy harta. Puedo ver a
través de usted, así que más le vale dejar de actuar. Usted era famoso por su
sinceridad, pero yo siempre sospeché que eso también formaba parte de la
actuación y no me dejaré engañar. Usted comenzó este juego demasiado tarde como
para convencerme de que está loco, a pesar de lo que puedan pensar los demás. -
Evans jugueteó con la colilla del cigarrillo -. O bien podría ser un sistema
delusorio. Usted piensa que está en un hospital, y su esquizofrenia ha
progresado hasta el punto en el que niega todos los hechos que no cuajan con
sus intentos de evadir su responsabilidad. Supongo que, en algún sentido, con
una demencia así quedaría absuelto. Si ese es el caso, yo tendría que ser más
objetiva. Bueno, no puedo. Estoy fallándole a mi profesión, me doy cuenta. Qué
mal.
La
emoción se había ido escurriendo gradualmente de ella hasta que, hacia el
final, sintió como si estuviera hablándole desde otro continente, y no desde el
otro lado del escritorio.
-
Todavía no sé de qué me está hablando. ¿Dónde están mi esposa y mis hijos?
-
Están muertos.
Havelmann
se quedó rígido. El único sonido era el siseo del detector de radiación.
-
Permítame un cigarrillo - dijo él.
-
No quedan cigarrillos. Acabo de fumarme el último. - La voz de Evans era
distante -. Hice que dos cartones me duraran un año.
Havelmann
bajó la vista.
-
¡Qué viejas están mis manos! Helen tiene unas manos preciosas.
-
¿Por qué continúa con esta farsa?
El
rostro del viejo enrojeció.
-
¡Maldita sea! ¡Dígame qué pasó!
-
La famosa ira de Havelmann. ¿Se supone que ahora tengo que estar asustada?
El
siseo del parlante pareció aumentar. Havelmann se abalanzó sobre la pistola.
Evans se la arrebató y se apartó del escritorio. El viejo tomó el pisapapeles y
lo elevó para golpearla. Ella lo apuntó con la pistola.
-
Su esposa no logró llegar al avión a tiempo. Estaba en la Casa Blanca de la
costa oeste. No sé dónde estaban sus malditos hijos. Probablemente resultaron
vaporizados junto con sus propias familias. Usted, sin embargo, disponía de la
Operación Kneecap para salvarse, señor Presidente. Ahora siéntese y dígame por
qué ha estado fingiendo, o lo mataré aquí y ahora. ¡Siéntese!
Una
luz pareció encenderse en Havelmann.
-
Usted está loca - dijo quedamente.
-
Vuelva a poner el pisapapeles en el escritorio.
Lo
puso. Se sentó.
-
Pero usted no puede ser simplemente una loca - continuó Havelmann -. No hay
razón para que me haya sacado de mi casa y someterme a esto. Esto es una
especie de conspiración. El gobierno. La CIA.
-
¿Y usted tiene treinta y cinco años?
Havelmann
volvió a examinarse las manos.
-
Usted me ha hecho algo.
-
¿Y los campos de concentración? ¿Y el Decreto 31?
-
Si soy el Presidente, ¿por qué me está interrogando? ¿Por qué no puedo recordar
ni una sola cosa al respecto?
-
Basta. Deténgase ahora mismo - dijo Evans lentamente. Por primera vez, escuchó
su propia voz. Parecía la de un viejo; más que la de Havelmann -. No puedo
soportar más mentiras. Le juro que lo mataré. Primero hizo el papel de
Comandante en Jefe: calistenia, labios apretados y disciplina. Después el de
Hermano Mayor: tomemos un whisky y charlemos del asunto, hijo. A la orden,
Señor Presidente - Havelmann la miraba fijamente. Iba a obligarla a matarlo y
ella sabía que no sería lo bastante fuerte como para negarse -. Y ahora no
puede recordar nada. Sus muchachos están confundidos, están hartos. Yo también
estoy harta.
-
¡Si eso es cierto, tiene que ayudarme!
-
¡Me importa un carajo ayudarlo! - gritó Evans -. Me interesa hacerle decir la
verdad. ¿No se da cuenta de que estamos muertos? No me preocupa su enfermizo
sentido de lo que está bien o mal, simplemente dígame qué es lo que lo mantiene
en carrera. ¿A quién piensa que va a impresionar? ¿Cree que tiene que ganar una
elección? ¿Que proteger su lugar en la Historia? ¡No va a haber más Historia!
¡La Historia terminó en agosto! Así que evíteme la fantasía del hospital y de
la sala de enfermeras inexistente. Una persona con el síndrome de Korsakov no
inventaría esos cuentos. Reconocería la diferencia entre una ventana y una
pantalla de video. Y una decena de deslices más. Usted no es tan buen actor.
Le
tembló la mano. La pistola era pesada. La voz también le temblaba, y se
despreció por ello.
-
A veces pienso que lo único que me ha mantenido viva era saber que me quedaba
medio paquete de cigarrillos. Eso y el deseo de hacerlo arrastrar.
El
viejo estaba sentado, mirando la pistola que estaba en la mano de Evans.
-
¿Yo era el Presidente?
-
No - dijo Evans con amargura -. Lo inventé todo.
Los
ojos de Havelmann parecieron hundirse mucho tras la red de arrugas que los
rodeaban.
-
¿Yo inicié la guerra?
Evans
sentía el corazón latiéndole velozmente.
-
¡Deje de mentir! Usted envió la fuerza de choque; usted ordenó el lanzamiento
inicial.
-
Soy viejo. ¿Qué edad tengo?
-
Maldición, usted sabe perfectamente bien qué... - Evans se detuvo. Apenas podía
respirar. Sentía un agudo dolor en el pecho -. Tiene sesenta y uno.
-
Jesús, María y José.
-
¿Nada más? ¿Eso es todo lo que puede decir?
El
viejo le clavó una mirada hueca y luego, lentamente, tan lentamente que al
principio no resultó evidente lo que estaba haciendo, bajó la cabeza hasta sus
manos y comenzó a llorar. Sus sollozos eran casi inaudibles bajo el siseo del detector
de radiación. La doctora Evans lo observó con atención. Apoyó los codos en el
escritorio, afirmando la pistola con ambas manos. La cabeza de Havelmann se
agitaba frente al arma. A pesar de su edad, la cabellera gris era espesa.
Luego
de un momento, Evans estiró la mano y desconectó el parlante. El siseo se
detuvo.
En
algún momento Havelmann dejó de llorar. Levantó la cabeza. Parecía aturdido. Su
expresión se tornó indescifrable. Miró a la médica y a la pistola.
-
Me llamo Robert Havelmann - dijo -. ¿Por qué me apunta con esa pistola?
-
Por favor, no - dijo Evans.
-
¿No qué? ¿Quién es usted?
Evans
vio cómo se borroneaba el rostro de Havelmann. A través de las lágrimas el
viejo parecía mucho más joven. La pistola se deslizó hacia abajo. Trató de
enderezarla, pero era como si Evans estuviera hecha de humo: no había sustancia
en ella, y no había otra cosa que pudiera hacer para evitar disiparse,
descartando el hecho de matar a alguien tan limpio e inocente como Robert
Havelmann. El viejo le sacó la pistola de la mano.
-
¿Se siente bien? - preguntó él.
La
doctora Evans estaba sentada en su oficina, esperando que este no fuera un mal
día. El dolor en el pecho hoy no había aparecido, pero no tenía más
cigarrillos. Registró el escritorio con la improbable esperanza de haber
olvidado algún paquete, siquiera una sola colilla, en algún rincón de uno de
los cajones. No hubo suerte.
Desistió
y volvió el rostro a la ventana. Las persianas estaban abiertas, revelando el
campo cubierto de nieve. Observó las nubes rodando con el viento. Estaba
oscuro. Invierno. Nada vivo.
-
Afuera hace frío - murmuró.
Golpearon
la puerta. Dios querido, déjenme tranquila, pensó. Por favor, déjenme
tranquila.
-
Pase - dijo.
Se
abrió la puerta y entró un hombre viejo de traje arrugado.
-
¿La doctora Evans? Soy Robert Havelmann. ¿De
qué quería hablarme?
FIN
Edición
electrónica de Sadrac
Buenos Aires, Abril de 2001