LA
JIRIBILLA El cubano que está junto a mi asiento intenta leer mi periódico; un periódico atrasado, pero, acaso, para ellos más importante y actual que sus periódicos. De todos modos es la crisis. Debo enfrentar las diferencias, confrontarlas pero no ponerlas ante los ojos. El coche tiene mal olor, y los vendedores, sucios y bulliciosos, invaden la poca soledad que necesito. No compro nada de eso, no me interesa, intento explicarles, contrario a ellos, sin lástima. El extranjero compra algún dulce y luego lo lanza bajo el asiento. De esa forma ahuyenta a los vendedores. En el periódico que lee hay algo sobre la Liga Italiana de Fútbol: algo del Parma o la Fiorentina, Baggio o Batistuta, no sé; hojea rápido, mecánicamente, presumo. El periódico tiene un mes de atraso, pero es mejor que el Granma, querré advertirle. El tren es lento pero llegará a tiempo a La Habana. El cubano mira constantemente su reloj. El tren es lento pero sé que llegará a tiempo a La Habana. Tiene catorce horas para eso; si no, pierdo el avión. Martha es todo lo que complementará este viaje. La locura, yo lo sé, pero también el encuentro con una parte de mí que ya se había ido. El extranjero saca de su bolso una foto. Una jineterita de mierda, lo apuesto. Él debe llevarle treinta años o más. Trato de leer la dedicatoria que revisa con detenimiento, con nostalgia, puedo adivinar. Está en italiano. Hasta las putas saben idiomas en este país. La necesidad nos hace aprender, me dijo la Filosofía. Las escuelas no enseñan eso. El coche no apaga las luces y casi es preferible obligarse a la lectura para que entre el sueño. El cubano busca en una bolsa de nailon y extrae un libro. Lee con obligada e histérica respiración. Hart Crane. Poemas escogidos. Un poeta norteamericano o canadiense. No me da tiempo a recordar, aunque de esas cosas no conozco mucho. La poesía siempre me ha parecido forzosa, a veces terrible. Despreciable. El extranjero está siguiendo mi lectura. Quizá le interese la poesía. Hart Crane es un desconocido para los europeos, incluso, también para nosotros. Claro, que a partir de mañana cambiará todo. La culpa, en primer lugar, vendrá a la gloria de Teresiano, que ha descubierto la tumba del poeta en un viejo y roído panteón familiar de Gerona. En segundo lugar, la culpa vendrá a mi gloria, porque yo lo daré a conocer al mundo. Hart Crane dejará de ser una alucinación o una cantiga para su generación extraviada. Ni Lowell, Wallace Stevens, Cumming o Ezra Pound, tuvieron el impulso flameante y lírico de Hart. El cubano trata de empujar su maldito libro a mis ojos. Con algo siempre quieren comprarte. O una mujer, o una casa que sale más barata que la habitación de un hotel, o un carro donde empujar tu tortura y tu publicidad por el pueblo. O un libro. Pero a mí no me gusta la Poesía, y si me gustara preferiría a mis poetas, a los de mi país. El extranjero cierra los ojos y se obliga a dormir. Lo sé porque aprieta los párpados con aturdimiento, como si contara ovejas interminables. Pero al parecer corren convulsivamente y desaparecen en su paisaje. Una muchacha se detiene al descubrirlo. Viste como todas las prostitutas. Un pequeño bolso pende de su espalda. I like English men, dice, desparramadamente, a mi oreja. El cubano le dice a la muchacha que no tiene ninguna relación conmigo, pero que, a pesar de eso, y para aclararle, yo le huelo a italiano y no a inglés. Ellos ignorarán que aprendí el español en un curso de vídeos seriados. El extranjero me habla (a mí, aunque la muchacha estuviese a mi lado). Es francés, se llama Henry Beyle, pero vive en Italia desde el 62. Nuestro idioma lo conoce hace cinco años. El cubano obliga a la muchacha a irse. No lo hace con la voz pero lo insinúa con los gestos y con un chasquido de las manos. Le doy gracias por librarme de ella. El cubano me pregunta que si voy hasta La Habana. El extranjero responde que va a Gerona. Lo espera una muchacha que llevará cuatro días después a Sicilia, donde vive y trabaja. El cubano me ha dicho que vive en el oriente de Cuba, que va, igual que yo, hasta Gerona, pero para encontrarse con un poeta norteamericano que vivió en la Isla de Pinos. Será un acontecimiento, me relata y sobran sus emociones. El extranjero pertenece al Partido Comunista Italiano, filiación que le ha llevado varias enemistades. Ha huido de todo: grupos ecologistas, manifiestos anti–xenofobia, programas para la ambientación rural y el cambio, sindicatos feministas, movimientos para la preservación y el cuidado de los animales, y otros, asegura, casi en el justo momento de apagar la luz. El cubano no pertenece al Partido. Es extraño, pero él prefiere no hablar de eso. Es mejor soñar ahora que quitaron la luz. El cubano y el extranjero duermen. El tren ha sufrido una avería importante. Odio las conexiones del idioma. Dije, el tren ha sufrido, como si el sufrimiento no fuese una particularidad animal y se extendiese ahora a la atrofia del objeto. El tren estará seis horas roto. A cada rato enciendo la linterna y recorro el vagón para cerciorarme de que los pasajeros duermen, piensan o se abrazan. Me detengo ante los dos, y es el cubano quien me pregunta qué pasa. Le explico. El otro empuja el cuerpo hacia un lateral del sillón y creo que maldice, en secreto, pero lo hace en algún idioma extraño para mí. El cubano me dice que perderá el vuelo de una avión para Gerona. Tiene que ver la tumba de un poeta famoso, pues nadie sabe que está enterrado allí. El extranjero solloza antes de explicarme que perderá ese mismo avión y el encuentro con una muchacha que lo espera también en Gerona, para después irse juntos a Italia. Ambos están consternados. Seis horas, les digo, condicionándolo todo a un pobre efecto psicológico. El mundo no se va a acabar por seis horas. El extranjero conoció a Martha en La Habana. De eso hace ocho meses, y ahora ha venido por segunda vez con la idea de llevársela. No importa lo que diga su familia, ni siquiera lo que piense Martha. Le importa él, gozar, y si el dinero compra eso, pues a gastarlo. Ella es casi mulata, su pelo se ensortija y cae sobre los hombros y el cuerpo. El cubano es poeta. Ha escrito un libro donde no esconde sus influencias, mojadas, dice, por el terciopelo y la sangre de los poetas norteamericanos. Los Modernistas. Sé que hace énfasis en eso, aunque a mi sólo me importe creer, con lástima, que la poesía sigue siendo insustancial y empalagosa. El extranjero sigue alabando a Martha. Habría dado todo el dinero del mundo por esa puta barata. Apenas llegue a Italia se le va con otro, o con otra. En el 90 % de los casos es así. Las estadísticas son despectivas y fieles. Voy al baño, cuando las ganas de orinar se hacen insoportables, y entro, equivocadamente, en el de mujeres. El cubano ha ido al baño. El tren sigue abandonado en la oscuridad de esta noche todavía trunca. El extranjero no imaginará que me encontraré a una prostituta masturbándose, contorsionada por pequeños y dramáticos silbidos y un jadeo insoportablemente artificial. Se sorprende, nada más, y continúa. Esto y lo otro, si me ayudas con él, está diciéndome cuando asevera la prominencia de mi rostro entre la claridad que penetra desde la ventanilla. Atrapa una de mis manos y la acerca a su vulva hirviente y húmeda. Ni esto ni lo otro, le estoy diciendo. El cubano ha dicho: “Odio las putas”. El extranjero me pregunta si lo que yo digo tiene que ver con su Martha. El cubano me dice que no, y me cuenta lo que le ha ocurrido en el baño. El extranjero respira aliviado, sin saber, sin que imagine, que también lo digo por su Martha. El cubano me asegura que perderemos el avión. Seis horas es mucho tiempo, y le imprime a sus palabras una resignación fúnebre. El tren ya está en marcha. Tiene que haber otra vía para llegar a Gerona, le reclamo. El extranjero no queda conforme cuando le juro que este es mi primer viaje hacia allá. Sé que hay un mar, un pequeño golfo, y unos cuantos kilómetros de distancia, pero no sé más. El cubano lo ha resuelto como lo resuelven casi siempre los cubanos. Me ha distinguido los que pueden hacer las cosas y los que no. Los que tienen dólares y los que no tienen. El extranjero se molesta porque le digo que con dólares puede ir a Roma o a Marte, y eso es preferible a meterse en una islita llena de toronjas y putas. El cubano se levanta, con vehemencia, cuando lo interrumpo para comentarle que la islita podría estar llena de poetas maricones. El extranjero y el cubano discuten. Casi a gritos. El coche, antes silencioso, ha sido cubierto por un fierro de discordia, por una caligrafía pulcramente vulgar de los sentimientos humanos. Enciendo la linterna y me acerco a ellos. El extranjero y el cubano callan cuando les alumbro los rostros; pero no es más que un desorden de amigos, o no, y empiezo a entender lo terrible que podrían estar uno frente al otro. Los cambio de asientos. El extranjero queda donde mismo y al cubano lo traslado para donde está la muchacha con el pequeño bolso en la espalda, y ella va hacia donde estaba él. El extranjero me dice que prefiere al cubano aquí y no a la muchacha. Entonces le digo al cubano que vaya otra vez para donde está el extranjero. La muchacha, roída por la frustración, humillada por la estruendosa risa de algún que otro pasajero, comienza a descargar cuanta palabra obscena encuentra a su alcance. Vuelve a su asiento. Los tres van a dormirse hasta que amanezca. La Habana los espera. El cubano es quien me ha dado la mala suerte. Haber perdido el avión no es lo único. Ni siquiera sé cómo llegar a Gerona. Creo que los cubanos están echando a perder este país. Gentes como el poeta y la muchacha del tren. Es una lástima. Si voy hacia el teléfono público que está en la parte lateral, allá va el cubano. Si voy hacia donde están los autos viejos con las insignias de “Taxi”, allá va él. El extranjero va donde quiera que voy yo. Sabe que está perdido, y su única manera de encontrar la orilla salvadora soy yo. Pero creo que me da mala suerte, de otro modo no hubiese perdido el avión. Tampoco yo sé llegar a Gerona. He intentado llamar a Teresiano, pero ha sido inútil. Las máquinas cuestan cincuenta pesos hasta la Terminal de ómnibus. Alguien dice que lo práctico es ir hacia Batabanó. El cubano ha preguntado cómo se llega a Batabanó. Lo he oído porque casi grita. Intenté comunicarme con Martha pero fue imposible. A esta hora debe estar esperando el avión. Si yo no hubiera ido a Oriente, con esa idea estúpida de conocer Santiago de Cuba, o si ella me hubiese acompañado en vez de quedarse preparando todo para el viaje, ahora estuviésemos juntos. Batabanó. Pero cómo se llega hasta allá. El extranjero se monta en un camión porque me ve montar. Si yo me montara en una nave espacial o en un dinosaurio él lo haría detrás de mí. Estamos conectados secretamente, le gustará admitir a Teresiano cuando se lo narre. El cubano vuelve a extraer del bolso su libro. Los poemas de Hart Crane. Cuando llegue a Italia revisaré en la biblioteca ese nombre. A lo mejor era un militante comunista. Casi todos los intelectuales de la primera mitad del siglo lo fueron, incluso, en los Estados Unidos. Quizás era todo lo contrario: un cazador de brujas, un germen del senador Mc Carthy. Todos son acertijos, vueltos a una baraja indefensa y ambigua. Tal vez en la tumba descubierta sólo existen los restos de un hombre que jamás tuvo un libro entre sus manos. Las lápidas son engañosas, y la fama y el descubrimiento eran obra de las Cruzadas o Marco Polo. El extranjero abre, discretamente, su gran bolso de zippers y bolsillos y enseña –nos enseña– la foto de su muchacha. No hay que empapelar la realidad para admitir que Martha puede ser una gran mujer. La habrá conocido en la cola de Coppelia, o en el aventón, como dicen en las películas, o presentada por una amiga mutua que los acumulará de elogios, séquitos uno del otro, deparados para una unión apocalíptica y total. Habría que surcar en la infinitud de las soluciones, manipular los polos. La historia así pudiese ser demasiado aberrante y superflua. Es el mismo cuento de todas las jineteras: yo lo conocí de esa forma, fantasea alguna, pero le di a morder mi sexo por cincuenta dólares. Somos seres inferiores, pertenecemos al cuerpo del otro, como diría, sin ánimo poético, Teresiano, vulva a vulva, entre las cadenas de Marat con Carlotta. El cubano se baja del camión y pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo llegar a Gerona. Lo sigo por un terraplén polvoriento e interminable. Nos observan gentes descalzas, perros, basura, carteles sin entusiasmo. La callejuela termina en una pequeña estación llena de mujeres con niños, hombres con sacos y bicicletas. El extranjero pregunta lo que todos y nadie sabe, cómo llegar a Gerona. Hay que apuntarse en una lista. El carné de identidad, un número de espera o de identificación. O sea, me llamo 236. El extranjero ocupa un número menos. Nos sentamos en el único lugar disponible. El cubano ha conocido que las lanchas –también las llaman motodeslizadores o cometas– viajan dos veces al día. Si tienen suerte, mañana, en el primer viaje, se van. Nos dice, o le dice una mujer gorda, al parecer empleada en este lugar. El extranjero quiere llamar a su novia, pero una mujer muy gorda, empleada en este tugurio, llamado Terminal de embarcadero, le informa que, lamentablemente, y debido a reparaciones de urgencias a las líneas (un ciclón se acerca, nos revela, como objetándonos con placer las primicias) los teléfonos están fuera de servicio. El cubano pregunta a la mujer gorda si no hay otra opción que pasar la noche aquí, atrapado en el velamen (la palabra, ni ella ni yo la entendimos ) de mosquitos y moscas. La mujer gorda le habla de un hotel bastante cercano y con todas las comodidades necesarias. El extranjero viene detrás de mí. No somos los únicos hacia el hotel. Treinta o treinticinco personas nos siguen. El extranjero y el cubano son los primeros en llegar. Ambos parecen extenuados, enfermos tal vez, pero me resulta demasiado simpática la naturalidad con que pasan sin mirarme y, más tarde, lanzan sus bolsos a un butacón solitario. Ellos son míos, me pertenecen. Yo los vi primero, le hago saber mi privilegio a los otros. Yo diré permiso para que me escuchen, pero ellos ni siquiera oyen y dicen buenas sin ganas a la carpetera. Habitación, veintisiete pesos, veintisiete dólares para usted. La camarera recita como lo hacen en uno de los programas infantiles de la televisión: voz confusa, algodonada: no hay agua. Ella tose como si se trabara en su teatro; ahora vienen los cables eléctricos y las sábanas sucias y las culpas a un administrador que existe pero nunca está. Yo conozco a una mujer que le cobra menos. Es mi turno, me adelanto y no niego que también vi mis buenas películas, mi cara de muñeca de Oz, Shirley Temple, para agraciar a un auditorio de dos personas que terminarán por instalarse en este cuarto completamente esperándolos, limpio, ventilado. Yo soy más simple y más digna: veinte pesos a ti y diez dólares a usted. La comida en el pseudohotel, temprano, se acaba pronto. El extranjero y el cubano no se hablan. A mí me pareció que venían juntos, y yo no fallo en mis apreciaciones. Por eso me le acerqué al cubano sabiendo que después vendría el otro. Sí, ustedes se van mañana, hay que tener esperanzas. La esperanza es lo último que se pierde, le dije, y el cubano, no, los dólares es lo último que se pierde. El extranjero lo mira y empieza a demoler su furia para sentarse lejos del otro. Sí, porque con dólares ya me hubiese ido hace rato. Los llevo al pseudohotel donde pagarán una comida que no existe. Arroz, dice la mesera, se acabó lo demás, aunque por la salsa cobramos la mitad del precio que tenía la carne. Ella trae dos salsas y aquellas raciones de arroz que pagarán, olerán y no comerán. El extranjero y el cubano entran al bar, casi al aire libre, y piden una misma cantidad de ron que beberán en una misma y única mesa. El barman escucha Radio Reloj, la hora, se acerca por la parte occidental del país una depresión tropical. Mierda, dice el extranjero, como si hablara con su vaso en todos los idiomas del mundo. Cambia esa mierda, corea el cubano. El barman, musculoso y con cara de idiota, los mira agresivo, pero sigue con su paño reafirmando el brillo de las botellas que sopla y empaña antes. Yo soy la mediadora, y le sugiero al hombre que sus clientes quieren música. Música, me asegura, aquí no se pone música. Las emisoras están podridas de americanos tocando el swing, el fox, de tipos drums que dicen yeah, yeah, y gritan “This is rock”. Todo eso es peligroso, yo cuido mi ideología y la de mis clientes. Yo soy comunista, exclama el extranjero, y me gusta oír a esa gente que usted dice. Yo no creo en comunistas europeos, replica el musculoso, y lanza el paño contra un mostrador lleno de moscas. Va a llover, nos quedaremos sin luz, les digo a ellos porque advierto el peligro inminente. Nos vamos. Me imagino que la noche vendría a toda velocidad sobrevolando el pueblo. Lo demás me lo imagino también. Al caer las primeras gotas, ellos quedarán dormidos. El cubano pregunta si hoy entrará el cometa. Se mantienen los viajes, además, hay un barco mañana que se lleva a todo el mundo, le responden. Abre el libro de poemas y declama secretamente, en inglés, creo. Hay que comer cualquier cosa que vendan, ni siquiera reconozco los nombres: frituras de boniato, pan con caracoles, no sé. El estómago se hace de piedra cuando lo obligan las circunstancias. El extranjero devora todo lo que compra, que es ya casi todo lo que venden. Por ratos evita el bullicio y escapa a un rincón para estar solo con su foto. Creo que los sentimientos se enlazan y mezclan dentro de mí. Siento repugnancia y lástima por él. Ha hecho amistad con un deportista y con una muchacha que trae un oso de juguete. El cubano habla con un viejo que afirma ser un fantasma. El hombre lleva ropa militar, un grado de sargento, eso dice, y se jacta de haber peleado en no sé qué guerra contra los italianos. El cubano se aprovecha de la bebida que guarda en un pomo el viejo. He conocido a una jovencita que me pregunta si en Italia hay osos. Sólo en casos de emergencia, le digo. También he conocido a un deportista que habla del fútbol de mi país. Yo le voy al Inter, reconoce, por pensar con racionalidad, porque sólo sabe que es un Club de primera, con dos o tres argentinos o brasileños en las puntas, una buena defensa y un portero seguro. El extranjero habla de fútbol. Llega el primer viaje de Gerona, y la lista de números que estaba en doscientos avanza veintidós más. Hay muchos casos sociales, mujeres con niños que gritan, al parecer, ensayados para la ocasión, ancianos dramatizando a la altura de un Óscar. El cubano dice hay que esperar, sólo nos queda esperar. Lo veo cuando empuja el alcohol a su boca y el viejo repite hay que esperar. Lee poemas que el otro aplaude sin saber qué significan. El viejo es de Jiguaní, trabaja en cárceles, sin mayores ganancias que un sueldo y la mujer del prójimo preso. De eso habla, cuando el alcohol le pertenece, endeble ya, reducido a oír los poemas que no entenderá ni le importan. El extranjero me escucha leer poemas de Hart Crane. Leo al viejo, o a él, o a mí, o al fantasma de Hart Crane. Todos somos fantasmas, dice el viejo. El alcohol lo lleva a eso. Yo soy mi propio fantasma o el fantasma de mí mismo, lo apoyo. La muchacha con el oso de juguete y el deportista suplican al extranjero que les hable de osos o fútbol. El cubano se sorprende porque yo hablo de ella. Martha es mi fútbol, mi animal, mi comunismo, y lo grito contra él para que sepa que tengo todo el dinero del mundo, pero voy a demostrarme que las cosas funcionan de este modo. El extranjero accidenta su obsesión con Martha al gritar y después envolverse en lágrimas. La muchacha saca una walkman de su cartera y le dice escucha música por favor. El deportista hace lo mismo con una pelota de fútbol guardada en su mochila. Pateemos esto, le pide. El extranjero sale al exterior de la Terminal. Estoy seguro de que mira las calles atravesadas por estrechos canales que le recordarán, oscuramente, Venecia. Pero a él no le importa Venecia y entonces vuelve junto a nosotros y trata de decir que compra una lancha, y observa que le oímos pero no lo entendemos. Se apaga su voz para rozar el estremecimiento. Compro una lancha, lo repite también en francés e italiano. Alguien aparece. Sí, yo sé donde hay una lancha. Diez mil y es tuya, pero tienes que llegar a Miami. A Miami, dice la muchacha con el oso de juguete, y el deportista, y seis o siete que se acercan. A Miami, tiene que llegar a Miami, dice el viejo borracho, y celebra junto a su fantasma el alcohol de las procedencias. El extranjero dice, hay tres problemas. Uno: yo voy a Gerona, no a Miami. Dos: necesitamos combustible y quien conduzca la lancha. Tres: no tengo el dinero en efectivo, tendría que ir a un banco. Al momento aparecen dos conductores profesionales, con experiencia y sin miedo. Te dejamos en Gerona y después seguimos. El cubano me hace una seña para que lo acompañe. Quince metros después comienza a explicarme que es peligroso. Yo tú no lo intentaría, es mucho riesgo. No solo a perder el dinero, sino también a perder la vida. ¿Y Martha?, le preguntó. Habrá otro modo, simpre se puede comprar a sobreprecio un pasaje. Eso, si es que no hay suerte para la próxima lancha. Acaso debo creer en él y no en su fastuosa frustración poética. La tumba del poeta desconocido lo espera, un amigo que lanzará al mundo, si él no llega a tiempo, la novedad de Hart Crane enterrado en Cuba. Este es su viaje, esta es su tabla de salvación. El extranjero me dice que está bien, voy a ver qué pasa más adelante. Entramos a la estación y él les explica a quienes nos esperan que ha cambiado de idea, que más tarde podría ser. Ahora o nunca, lo presiona un coro de viajeros. El viejo me observa como diciéndome, no beberás más de mi alcohol, traidor. El cubano investiga cómo comprar los pasajes a sobreprecio. Sin embargo, su plan comienza a desmoronarse. Nadie sabe, nadie quiere, nadie se atreve. Tampoco mis dólares pueden. La lluvia no ha cesado desde por la mañana. Son las dos y unos minutos, a las tres será el otro viaje. Ni los dólares pueden, Martha, eso trataría de decirte esta vez; y de qué sirve lo que pueda pensar si no sustituye la realidad, y la realidad es este lugar perdido en el universo, esa lluvia que cae, violenta y gélida, esas personas que apuestan como en un manicomio toda la locura a un único viaje. El extranjero sale de la realidad y entra en el agua. Lo miro caminar por las calles desiertas y volver frente a nosotros. No es el que tiene que ser sino un hombre cuyas dimensiones empequeñecen aplastadas por la lluvia. Soy capaz de verlo así, supongo, que sin ironía, obligado a sorprenderme o a inventarlo entre su angustia. Los dólares no le han servido para encontrar un boleto salvador. Él y yo estamos excluidos. El cubano va hacia la explicación que dará la empleada. Desde la ventanilla, tenue y cómplice, la mujer gorda informa de la llegada del último viaje de hoy y la suspensión de toda salida durante dos días por: –Rotura del barco. –Falta de combustible. –La situación climatológica adversa, que hace casi imposible el trayecto entre los dos lugares. El extranjero se acerca diciendo es absurdo y comienza a escoger un parecido con las circunstancias que él ahoga en su complicidad. En cambio, yo mantengo un silencio sepulcral: sin iniciativas, sin otra interpretación que esconderme en mi fantasma. El cubano se interpone entre el grandulón que viene con los boletos para la lista de espera y la oficina donde se anunciarán los números con suerte. Por la entonación de la voz sé que suplica. El otro abre los brazos como queriendo decir y yo qué puedo hacer. El extranjero no sabe que estoy comprando los pasajes a doscientos pesos cada uno. No creo en la suerte de las listas, prefiero apostar con seguridad al viaje y no pender de una voz que recitará, incestuosa, los números de espera. Pero el jefe de Tráfico, con sus boletos de reserva, dice que nadie lo soborna. El extranjero nos enseña un paquete de dólares. Es tuyo también, le insinúo al hombre, pero está sordo o definitivamente puro. Yo no creo en la pureza absoluta, sin saber, sin que imagine que la pureza es una exageración de la mierda que tenemos dentro. Mierda, le digo al tipo, lo que tienes es mierda adentro. El cubano avanza en son de ataque ante el grandulón, que lo evade para entrar al cuartucho desde donde anunciarán los números para el viaje. Las gentes se agrupan alrededor de la ventanilla. La empleada comienza a recitar, afónica, sin motivación, los nombres de los elegidos. El extranjero escucha cuando la mujer gorda anuncia, treinta fallos, y me dice: nos vamos. Comprendo su alegría, como comprendo mis ganas de imaginar que su mundo sin Martha, definitivamente, podría ser el mundo con todos los fantasmas. El cubano me dice: nos vamos. La mujer pide los casos sociales, una aureola de niños aullando, hombres inválidos, mujeres con tres piernas, ancianos que se arrastran, avanzan entre nosotros y se atreven a ser los primeros, casi los únicos. El extranjero entrega su identificación, paga y recibe el boleto para llegar a Martha. Este es el último, dice la mujer, ya están los treinta. El extranjero me mira con lástima y sorpresa y, entonces, reclama a la empleada que falta otro. No, dice la gorda, cualquier duda analícenla con el jefe de Tráfico. El extranjero se dirige a él. El cubano va hacia el grandulón y lo amenaza diciéndole que es periodista. Lo publicará todo. También tu intento de soborno: doscientos pesos, en letras rojas, replica con burla el hombre fuerte. El extranjero intenta detenerlo. Creo en tu dignidad y tu pureza, pero te falta el amor al prójimo, le dice, olfateando el peligro de gritarle a la cara, para que el jefe de Tráfico vocee, ellos también son el prójimo, y señala a los que miran como el extranjero rompe en varios pedazos el cartón de viaje, y empuja al hombre, que desechará toda prudencia para asestar un golpe, un contundente golpe, mientras el extranjero rodará por el fango de una calle donde los hombres descalzos, los perros, los carteles y la basura acumulada correrán para testificar. El cubano se abalanza contra el grandulón. Tiene que discernir al levantar su brazo y propinar un golpe por la espalda al otro. Yo sangro, Martha, pertenece al fango, al ojo de los mirones; pero no lo golpea por la espalda sino que espera a que vuelva el rostro, y el puñetazo provoca un chirrido hueco que hace escupir sangre al grandulón para después contraatacar con toda la torpeza de su enorme cuerpo. El extranjero y el cubano yacen en el suelo. El jefe de Tráfico tuvo que soportar los golpes que más tarde vengó con furia. Una muchacha con un oso de juguete, un deportista y un viejo borracho llegan al auxilio. Yo también, esa es la filosofía. Dos hombres sangrando. A nadie le importa que llueva para salir junto a ellos y solidarizarse. Es cuestión de los de abajo, me dice alguien, confundido y desengañándose de la conciencia. El viejo tiene una pistola en la mano y apunta al jefe de Tráfico. Tú eres mi fantasma, mi estúpido fantasma. Lo que hace falta es que dispares, le dice el otro, confiado en que su miedo interior no lo inunde. Eso y ese no valen la pena, le grito al viejo. ¿Tú vales la pena? Me dice, en el tanteo extraviado de aparentar un arreglo a las cosas. Sí, y consigo un sumidero terrible a la voz, entendiendo que no sólo obligan las urgencias y que este momento puede aprovecharlo el otro para escapar. El extranjero y el cubano miran como el jefe de Tráfico se pierde hacia la niebla, y como el viejo guarda su pistola y empuja el pomo en un trago vencedor y caudaloso. Hay que seguir, les digo a ellos, se fue una lancha, pero la vida no. El extranjero me dice, vamos con ella, cuando la mujer que ha aparecido sabe de un lugar del que saldrá un ómnibus para La Habana. Pero está lloviendo, les digo a los dos, y ella habla bajito, con ternura, transparentemente cursi, diciéndome: no, no llueve, cuando tenemos cosas más importantes las otras no existen. El cubano asiente ante lo que dice la mujer. Voy por nuestro equipaje y la seguimos. El ómnibus sale a los diez minutos de que llegáramos. La mujer se baja algunas paradas después. El extranjero me jura que no mirará atrás. Martha. Digo el nombre con riesgo, sin explosividad, pero precisándolo a elegir entre todas las cosas y ella. Martha, repite él, y oigo su silencio un minuto antes de presentir que no sabe. A lo mejor la llamo desde Italia, murmura. El cubano dice, ya entramos a La Habana y en la próxima parada me quedo. Toma, le oigo, y su mano busca el libro que entrega a la mía. Hart Crane, ojalá no te recuerde las otras cosas, exclama antes de abrazarme. Los cubanos siempre quieren comprarme con algo, puedo decirle en medio del abrazo. El extranjero agita su mano por la ventanilla. El ómnibus se va alejando de mí, haciéndose pequeñito en el horizonte. Me acerco a un grupo de personas que desfilan apuradas para hacerles la pregunta que todos y nadie sabe, cómo puedo llegar a Oriente, pero a ninguno le importa responderme, y me subo en un camión que va a cualquier parte. En el bolso, el sitio donde estaba el fantasma de Hart Crane está vacío, y afuera, por fin, deja de llover. |
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