Anton Chejov - Un padre de familia
Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al
juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan
Stefanovitch Gilin despiértase de muy mal humor. Refunfuña, frunce las
cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que le han
ofendido o que algo le inspira repugnancia. Vístese despacio, bebe su agua
de Vichy y va de una habitación a otra.
-Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas.
¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden
que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!
Su mujer le advierte:
-Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.
-¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?
-No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovitch; tú mismo la
invitaste, y ahora te enfadas.
-Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te
ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y
disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días
enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia
de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una
muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con
su marido. Es ya tiempo que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una
señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te
duele oír las verdades amargas?
-Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te
duele el hígado.
-¿Quieres buscarme las cosquillas?
-¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?
-Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo
rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi
dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen.
¿Lo entiende usted?, me pertenece.
En el mismo tono prosigue incansablemente. Pero nunca Stefan
Stefanovitch aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la
comida, cuando toda la familia está en derredor suyo. Cierta actitud
iníciase desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y cesa
de comer.
-¡Es horroroso! -murmura-; tendré que comer en el restaurante.
-¿Qué hay? -pregunta su mujercita-. La sopa, ¿no está buena?
-No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está
salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos diminutos
semejantes a bichos... Es increíble. Amfisa Ivanova -exclamó dirigiéndose
a la comadrona-. Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los
víveres; me privo de todo, y vea cómo se me alimenta. Seguramente hay el
propósito de que deje mi empleo y que yo mismo me meta a guisar.
-La sopa está hoy muy sabrosa -hace notar la institutriz.
-¿Sí? ¿Le parece a usted? -replica Gilin, mirándola fijamente-.
Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que
nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le
gustan los modales de este mozuelo?
Gilin, con un gesto dramático señala a su hijo, y añade:
-Usted se halla encantada con él, y yo simplemente me indigno.
Fedia, niño de siete años, pálido, enfermizo, cesa de comer y abate
los ojos. Su cara se pone lívida.
-Usted -agrega Stefan Stefanovitch- está encantada; mas yo me indigno
de veras. Quien lleva la casa lo ignoro; mas atrévome a pensar que yo,
como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted,
observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado?
¡Siéntate bien!
Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más
derecho. Sus ojos inúndanse de lágrimas.
-¡Come! ¡Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te
enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame
de frente!
Fedia procura mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las
lágrimas afluyen a sus ojos con mayor abundancia.
-¡Vas a llorar! ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón,
¡bruto!
-¡Déjale, al menos, que acabe de comer! - interrumpe la esposa.
-¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen
derecho a comer.
Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento, y se sitúa en el
ángulo de la pieza.
-Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación,
soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás
travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre
trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de
balde. Hay que ser un hombre.
-¡Acaba, por Dios! -implora su mujer, hablando en francés-. No nos
avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a
toda la vecindad.
-Poco me importa lo que digan los extraños -replica Gilin en ruso-.
Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti
que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete,
¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que
me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres
que te dé de palos? ¡Granuja!...
Fedia lanza un chillido y solloza.
-Esto es ya imposible -exclama la madre, levantándose de la mesa y
arrojando la servilleta-. No podemos comer tranquilamente. Los manjares se
me atragantan.
Cúbrese los ojos con un pañuelo y sale del comedor.
-¡Ah!, la señora se ofendió -dice Gilin sonriendo malévolamente-. Es
delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le
gusta a la gente oír las verdades. ¡Seré yo quien acabe por tener la culpa
de todo!
Transcurren algunos minutos en completo silencio. Gilin advierte que
nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y
colorada de la institutriz, y le pregunta:
-¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá
ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil
perdones. Yo soy así. Me es imposible mentir. Yo no puedo ser hipócrita.
Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero noto que aquí mi presencia es
desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a
hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé...; me voy...
Gilin se pone en pie, y con aire importante dirígese a la puerta. Al
pasar frente a Fedia, que sigue llorando, detiénese, echando atrás la
cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:
-Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me
interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Pídole perdón si,
ansiando con toda mi alma su bien, le he molestado, así como a sus
educadores. Al mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su
porvenir.
Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante, vuelve
la espalda y se retira a una habitación. Dormido que hubo la siesta, los
remordimientos le asaltan. Avergüénzase de haberse comportado así ante su
mujer, ante su hijo, ante Amfisa Ivanova, y hasta teme acordarse de la
escena acaecida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta
valor para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.
Al despertar, al día siguiente, siéntese muy bien y de buen humor; se
lava silbando alegremente. Al entrar en el comedor para desayunarse ve a
Fedia, que se levanta y mira a su padre con recelo.
-¿Qué tal, joven? -pregunta Gilin, sentándose-. ¿Qué novedades hay,
joven? ¿Todo anda bien?... Ven, chiquitín, besa a tu padre.
Fedia, pálido, serio, acércase y pone sus labios en la mejilla de su
padre. Luego retrocede y torna silencioso a su sitio.