Anton Chejov - La víspera de la Cuaresma
-¡Pawel Vasilevitch! -grita Pelagia Ivanova, despertando a su
marido-. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa(9), que está preparando
sus lecciones y llora.
Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante
de la boca, contesta bondadosamente:
-Ahora mismo, mi alma.
El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la
espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás
del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch
cálzase las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba
al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina
de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del
armario.
-¿Quién te manda oler esto? -dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras
cubre el pescado con un periódico-. Eres un cochino y no un gato.
El comedor comunica directamente con la habitación de los niños.
Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa,
colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las
rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco
chino, fijos los ojos en su libro de problemas.
-¿Qué? ¿Estudias? -le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a
la mesa y bostezando siempre-. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos
hartado de blinnis(10) y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a
trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve
que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..
-¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? -pregunta Pelagia Ivanova
desde el aposento vecino-. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana
ganará otro cero.
-¿Qué es lo que no comprendes? -añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose
a Stiopa.
-La división de los quebrados.
-¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular. Coge la regla y
léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.
-La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú mismo.
-¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate que tenemos
que dividir siete octavos por dos quintos... ¡Oye; el té! ¿Está listo? Me
parece que ya es tiempo de tomarlo... Sigamos la operación. Imaginémonos
que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?
-Siete por dieciséis -contesta Stiopa.
-Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés.
Ahora para corregir... ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo
frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, equivocábame cada vez que
le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema poníase encarnado,
corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por
llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué
tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas? -le preguntábamos-. Nuestra
clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el
mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los
había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno
que se llamaba Mamájin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de
dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el
suelo. Pues esto mismo Mamájin...
Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia Ivanova. Pawel
Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:
-Tu madre viene. Sigamos... De modo que lo has comprendido bien -dice
alzando la voz-. Para hacer esta operación se requiere...
Pelagia Ivanova exclama: -El té está listo.
Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el té. En el comedor
se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que jamás
despegaba los labios, otra tía que es sordomuda, la abuela y la comadrona.
El samovar canta y despide ondas de vapor que suben hasta el techo. De la
antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos y melancólicos.
-Bebe más té -dice Pelagia Ivanova a la comadrona-. Endúlzalo más(11)
; mañana es vigilia; hártate.
La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a sus labios
con indecisión, pruébalo y su cara se ilumina.
-Muy bueno es este dulce. ¿Lo habéis hecho en casa?
-¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa, hijito mío, ¿no
es demasiado flojo tu té?...
¿Te lo has bebido ya?... Te voy a pone, otra tacita.
Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:
-Aquel Mamájin no podía soportar al maestro de francés. «Yo soy de
noble estirpe», alegaba Mamájin. «Yo no he de permitir que un francés sea
mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812.» A Mamájin se le
propinaban palizas; pero, en general, cuando él veía que le iban a
castigar, saltaba por la ventana y no se le veía más en cinco o seis días.
Su madre acudía al director, suplicando que mandara a alguien en busca de
su hijo y que lo reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el
maestro, si hacen falta cinco auxiliares para sujetarle.»
-¡Jesús, qué pillete! -murmura Pelagia Ivanova aterrorizada-. ¡Y qué
madre más importuna!
Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera la figura de
chino que ya vio mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el té que
vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es
sofocante. En la fisonomía de todos revélase la pereza de quien tiene el
estómago repleto y que, sin embargo, créese dispuesto a comer todavía. El
samovar está vacío; retíranse las tazas; mas la familia continúa en torno
de la mesa. Pelagia Ivanova levántase de cuando en cuando y encamínase a
la cocina para entenderse con la cocinera respecto a la cena. Las dos tías
permanecen inmóviles y dormitan sin cambiar de postura. La comadrona tiene
hipo y a cada momento exclama:
-Diríase que apenas he comido y bebido.
Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un periódico
ilustrado de 1878.
-«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la galería Víctor
Manuel» -lee uno de ellos-. Vaya, parece un arco de triunfo. Un caballero
y una señora. En perspectiva, hombrecitos.
-Aquel hombrecito -dice Stiopa- se parece a un colegial.
-Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al microscopio.»
Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una chinche vista
al microscopio? ¡Qué feo es eso!
En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se prosterna a los
pies de su amo(12):
-Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch -dice ella levantándose en
seguida.
-Y tú perdóname también -responde Pawel Vasilevitch con indiferencia.
La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los presentes,
excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así
transcurre otra media hora en toda calma.
El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel
Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo
contempla, escucha sus frases incomprensibles, frótase los ojos y dice:
-Tengo sueño, me voy a acostar.
-¿Acostarte? Esto no es posible. Si no has comido nada...
-No tengo hambre.
-No puede ser -insiste la madre asustada-. Mañana es vigilia...
Pawel Vasilevitch interviene.
-Es imposible...; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma...; es
necesario que comas.
-¡Yo tengo mucho sueño!
-En tal caso, a comer en seguida -añade Pawel Vasilevitch con
agitación...-. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!
Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si
se hubiese declarado en la misma un incendio.
-¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que
apresurarse.
A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al
comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene
hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.