Anton Chejov - El fracaso
Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleopatra Petrovna, aplicaban
el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el
gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka
y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.
Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:
-Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno
sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición.
Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le
será posible escapar, aunque acuda a la justicia.
Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:
-No insista usted -decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su
pantalón a cuadros-; yo no le he escrito ninguna carta.
-¡Como si yo no conociera su carácter de letra! -replicaba la joven
haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo-. Yo lo descubrí en
seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan
malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe
escribir?
-¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más
importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla
en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue
un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras
insértase una muestra de su caligrafía.
-Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un
escritor -añade ella suspirando-. Me escribiría siempre versos...
-Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.
-¿Y sobre qué asunto escribirá usted?
-Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos... Como me leyera usted, se
volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos
poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?
-Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place.
Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la
mano regordeta, que olía a jabón.
Peplot, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido
y agitado, dijo:
-Pronto, descuelga la imagen de la pared... ¡Entremos!
Y de sopetón abrió la puerta.
-Hijos -balbució, alzando las manos al cielo y estremecido-. ¡Que
Dios os bendiga, hijos míos!... ¡Creced y multiplicaos!...
-Y yo, y yo -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Que seáis
dichosos!
Luego, dirigiéndose a Schúpkin:
-Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.
Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de
frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido que no podía
articular ni una frase. «Estoy perdido -pensaba inmóvil de temor-; ya no
puedo salvarme.» Lleno de abatimiento bajaba la cabeza, como si dijera:
«Tómeme usted, me doy por vencido».
-Os bendigo -proseguía el padre, llorando siempre-. Natáchinka, hija
mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.
En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de
rabia.
-¡Zoquete! -dijo a su mujer con indignación-. ¡Tonta que eres! ¿Ésta
es para ti una imagen?...
-¡Santo cielo!
¿Qué es lo que ocurría? El maestro de caligrafía levantó los ojos y
vio que estaba salvado. La mamá, en su apresuramiento, había descolgado,
en lugar de la imagen, el retrato del publicista Lajesnikof Peplot y su
esposa Cleopatra Petrovna.
Quedáronse parados, sin saber qué partido tomar. Schúpkin aprovechó
esta confusión para escaparse.