Alfredo Bryce Echenique - Hotel Tartesos




     Durante el tiempo que estuvimos casados, Maggie y yo salíamos disparados
     rumbo a España, cada verano, no bien terminábamos con nuestras
     obligaciones en París. Spain is different era el muy turístico y exitoso
     eslogan que, año tras año, a partir de los sesenta, iba aumentando
     considerablemente el número de extranjeros que empezaba a visitar una
     España tan tristona como llena de playas y de sol. Sin embargo, aquello de
     Spain is different tenía una connotación muy especial para Maggie y para
     mí. La gran diferencia, para nosotros, estaba sobre todo en un franco
     francés muy fuerte, en una peseta española muy débil, y en unos precios de
     ganga que nos permitían pasarnos tres meses vagabundeando de un extremo a
     otro del país, con los poquísimos francos que habíamos logrado mantener
     bajo nuestro colchón parisino, durante nueve meses de cinturones ajustados.
     Maggie disponía de una beca eternamente renovable, debido al enamoramiento
     profundo de uno de sus profesores de la Escuela Nacional de
     Cooperativismo, un capo de esa institución, además, y yo de celos ni pío
     porque aquellos centenares de francos eran una de las cuatro patas sobre
     las que se apoyaba la mesa de nuestra supervivencia en París. Yo era
     lector en la universidad de Nanterre y, al mismo tiempo, enseñaba idiomas
     en un colejucho que pagaba con dinero negro a sus profesores. En ambos
     lugares, sólo cobraba mi sueldo durante los nueve meses de clases, y,
     después, arrégleselas usted como pueda hasta el próximo otoño, señor
     Bryce... Y, además, ya sabe usted: si no le conviene, etc...
     También Maggie daba clases de castellano en el destartalado colejucho
     aquel de la rue des Francs Bourgeois, en pleno barrio del Marais. Le cedí
     las mías, al entrar yo de lector a Nanterre, en 1968, y conservé mis
     clases de alemán e italiano. Pero bueno, ¿con cuánto lográbamos vivir ella
     y yo en París, por aquello años? Yo diría que con unos trescientos a
     cuatrocientos dólares mensuales, menos en julio, agosto y septiembre,
     claro. Nuestros meses de verano dependían cien por ciento de nuestro
     colchón y del entonces tan difundido Spain is different.
     Y así, en vagones de tercera y pensiones de mala muerte, íbamos Maggie y
     yo atravesando la geografía española, de norte a sur, de este a oeste.
     Recuerdo incluso las pensiones aquellas de cincuenta pesetas la noche, en
     que por un lado dormían las mujeres y por otro los hombres, en dos
     gigantescas habitaciones de altísimos techos, con tan sólo un lejanísimo
     mingitorio, su lavatorito de metal enlosado, siempre blanco, siempre
     enano, siempre desportillado, y dos interminables hileras de camas pegadas
     a las paredes, a menudo apiñadas, pestilentes siempre.
     No es éste el momento de ponerse a pensar en lo felices que éramos Maggie
     y yo, a pesar de tantas incomodidades y privaciones. Pero bueno, ya que lo
     he pensado, lo digo, y lo digo con emoción e inmensa ternura por aquellos
     años: éramos tan pobres como felices y disfrutábamos como nadie de
     aquellos interminables vagabundeos españoles, tirando monedas al aire para
     ver si seguíamos hacia el sur, hacia el norte, o hacia la frontera con
     Portugal. Dos grandes aficiones nos unían: los toros y el flamenco, y muy
     a menudo nos limitábamos a una sola comida al día, con tal de poder
     pagarnos un par de asientos de sol en una plaza de Málaga, por ejemplo, o
     de costearnos el ingreso a aquellos maravillosos festivales de flamenco
     que, en una sola noche, reunían en algún escenario privilegiado -recuerdo,
     entre otros, el alcazaba de Almería y sus maravillosos jardines-, a un
     Antonio Mairena, un Fosforito, a un jovencísimo José Menese que ya
     empezaba a sorprendernos a todos por su seriedad y su poderío.
     Comer más o menos nunca fue un problema para Maggie o para mí. Problema, y
     grave, era en cambio el del aseo, pues muy a menudo las pensiones en que
     nos alojábamos carecían incluso de un lugar donde podernos pegar un baño
     de esponja, siquiera. Y encontrarse con una ducha era algo tan poco
     frecuente que, la verdad, más parecía un espejismo en esas tierras secas y
     áridas del sur de España. O sea que Maggie y yo optamos por comer menos,
     aún, y por darnos el lujo de pagar un hotel como Dios manda, no bien
     sentíamos que la necesidad de un buen baño, un jabón sin estrenar, un
     champú de marca, y unas toallas decentes, empezaba a ser realmente
     apremiante.
     Nunca olvidaré el pánico que Maggie y yo sentíamos cuando entrábamos a un
     hotel de tres, de cuatro estrellas, y pedíamos una habitación doble. Y
     cómo olvidar el pavor con que, no bien se marchaba el botones que nos
     había subido el paupérrimo equipaje, corríamos a ver el precio de la
     habitación, colgado ahí en la puerta del cuarto. ¿Podíamos o no podíamos
     pagar? Bueno, apretándonos aún más los cinturones, sí podíamos. Con las
     justas, pero sí podíamos. Y ahora a bañarse, bañarse y bañarse. Y a hacer
     el amor en la bañera y a volvernos a jabonar, a enjuagar. Y a lavar
     nuestra ropa y a hacer nuevamente el amor en la bañera y en la cama, hasta
     quedar exhaustos, pero siempre felices en esa habitación que parecía el
     cielo comparada con las de las pensiones que frecuentábamos, con esas
     camas de colchón de paja y un millón de baches y de bultos, más el maldito
     somier de alambre de púas, o casi.
     Nuestra primera llegada a Huelva coincidió con la apertura del entonces
     mejor hotel de la ciudad, el Tartesos, que de pronto como que se cruzó en
     nuestro camino, nunca lo olvidaré. Y Maggie y yo estábamos tan inmundos
     que, sin pensarlo dos veces, nos dirigimos a la recepción, en busca de una
     habitación doble y de ese baño que estábamos necesitando a gritos. Pero,
     horror de horrores: ya estábamos registrados en el hotel, ya habíamos
     entrado a nuestra habitación, y ya habíamos visto aquel baño tan soñado
     como indispensable, cuando la lista de tarifas que colgaba en la puerta
     nos mostró que ésa y todas las habitaciones del Tartesos estaban
     totalmente fuera de nuestras posibilidades.
     -¿Y ahora qué hacemos, Alfredo?- me preguntó Maggie, robándome la
     oportunidad de hacerle a ella exactamente la misma pregunta.
     -Por lo pronto, nos bañamos, amor- le dije, tras una breve reflexión. Y
     añadí-: Si de todos modos nos van a botar a patadas, o nos van a mandar a
     la comisaría, al menos estemos limpiecitos cuando llegue el momento. Y
     como ese momento va a llegar, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos,
     aprovechemos para darnos una buena panzada en el comedor, esta noche, y
     para luego dormir a pierna suelta.
     -Y mañana es otro día- sonrió Maggie, disponiéndose a abrir su mísera
     maleta.
     -Tú lo has dicho, mi amor: Mañana sí que será otro día.
     Mañana empezó esa misma noche y duró cuatro maravillosos días. Y mañana
     empezó cuando, ya bañadísimos y repletos de consumado amor, Maggie y yo
     decidimos bajar al comedor del hotel, darnos la comilona del verano,
     dormir, luego, y, al día siguiente, tras un desayuno como Dios manda,
     presentarnos en la recepción del Tartesos y confesar nuestro delito. Quiso
     Dios, sin embargo, que fuese otro nuestro destino, y que Maggie, tan alta
     como linda, tomase la delantera en las escaleras que llevaban a la planta
     baja, donde se hallaba el comedor. Y ya andábamos por los últimos
     escalones, cuando el rejoneador Ángel Peralta, que regresaba triunfal de
     la plaza de toros, rodeado de decenas de admiradores y llevando aún en las
     manos las orejas y el rabo que acababa de cortar, divisó a Maggie, mas no
     a su esposo, ya que éste se encontraba unos pasos más arriba y aún no
     podía divisársele desde el vestíbulo del hotel. Eufórico como estaba con
     su triunfo, Ángel Peralta se arrancó con un verdadero diccionario de
     piropos, íntegramente dirigidos a Maggie por supuesto. Y ya andaba por la
     jota, digamos, cuando apareció mi furibunda cabezota y quedó más claro que
     el agua que yo era el agraviadísimo consorte de aquella linda muchacha de
     la escalera.
     Lo mío, por consiguiente, era desafiar a duelo a Ángel Peralta, o, lo que
     resultaba bastante más fácil e inmediato, arrojármele encima a puñetazo
     limpio. Y ya iba a optar por lo segundo, cuando el rejoneador me vio, lo
     entendió todo en un abrir y cerrar de ojos, y se arrancó con un nuevo
     diccionario, esta vez de muy sinceras disculpas y explicaciones de todo
     tipo. Maggie y yo nos dimos por enteramente satisfechos cuando, tras
     jurarnos una vez más que a mí no me había visto ni en pelea de perros, que
     había pensado que la chavala andaba solita su alma en la escalera, y que
     de lo contrario jamás se habría atrevido a piropearla, Ángel Peralta llegó
     a la zeta, digamos, y ésta consistía en que, para desagraviarnos, y hasta
     para indemnizarnos, si se quiere, él correría con todos los gastos de
     nuestra estadía en el hotel Tartesos. Nada menos.
     Creo que nunca me he bañado tanto en mi vida, como gracias al rejoneador
     Ángel Peralta. Y Maggie, ni qué decir. Y además ahorrando los dos como
     locos y comiendo a la carta y con los mejores vinos del hotel Tartesos.
     Fuimos a toros y a tablados de flamenco, por cuenta propia, pero aun así
     ahorramos lo suficiente como para que Maggie decidiera comprarse un traje
     de verano, que, la verdad, yo encontré francamente horroroso. No era para
     nada su estilo, en todo caso, y por ello andaba yo de lo más cejijunto el
     día que abandonamos Huelva, rumbo a Badajoz.
     Pero lo peor vino cuando nos dirigíamos a la estación del tren y a Maggie
     se le rompió un zapato, diablos y demonios. O, mejor dicho, a la pesada de
     Maggie se le rompió irremediablemente el zapato del pie derecho, en vista
     de que sólo tenía un par. No nos quedaba más remedio que comprar otro par,
     y yo, que ejercía siempre de banquero durante aquellos viajes veraniegos,
     le pegué la requintada del siglo, como si la pobrecita fuera culpable de
     algo. Aquello fue atroz, porque literalmente estallé y estuve horas
     sacándole en cara lo del traje ese horroroso. Y ahora, además, zapatos
     nuevos. Maldita sea. Uno, ahorra que te ahorra, y tú, en un instante,
     traje espantoso y zapatos nuevos... Requetemaldita sea... Adiós ahorros y
     cuánto te apuesto que escogerás los zapatos más feos del mundo...
     Aquello fue como una pesadilla. Y sólo desperté cuando me di cuenta de que
     Maggie cojeaba silenciosamente a mi lado, con el taco roto y el rostro
     bañado en lágrimas, mientras íbamos en busca de una zapatería. Sólo
     entonces desperté, y me sentí cruel, sádico y perverso. Y terriblemente
     culpable, también. Tanto como ahora, Maggie, treinta años después y con el
     rostro bañado en lágrimas por algo que sucedió justo después de lo lindo
     que la habíamos pasado en Huelva y en el hotel Tartesos. Sí: con el rostro
     bañado en lágrimas, te lo juro, por algo que, sin duda alguna, tú ni
     siquiera recuerdas ya...