Alfredo Bryce Echenique - Cuatro estaciones del amor (y su melancolía)
Kierkegaard descubre que tras la idea del amor se revela la idea del sujeto
viviente, del hombre de carne y hueso. En Berlín asistió a los cursos de
Schelling en la universidad, quien, en su última lección, pronunció la palabra
realidad. Era lo que esperaba el pensador danés desde hacía años: "Esa palabra
me recordaba todos mis dolores y tormentos filosóficos". Desde entonces, se
asoma a la heterogeneidad del ser, del otro como presencia real, criatura
extraña, ajena y hasta posible enemiga del yo amante.
Escribe Diario de un seductor para diseñar un Don Juan reflexivo, pero, en
verdad, es para diseñar una estrategia de conquista que permita conocer el
misterio del otro, y dice: "La consciencia aparece en él solamente bajo la
forma de un pensamiento mas elevado que se expresa como quietud[...].
Valiéndose de sus finísimas facultades intelectuales, sabía inducir en
tentación a una joven en forma maravillosa".
Una vez develado el enigma de la amada, en este caso Regina Olsen, la abandona
porque el amor se consuma en el descubrimiento y, una vez pasado este instante
sublime, se corre el peligro de caer en el estadio ético del matrimonio,
repetición monótona del sentimiento, melancolía letárgica del amor.
"Los seres humanos eran para él solamente un estímulo, un acicate; cuando
ocurría lo deseado se desprendía de ellos como los árboles dejan caer sus
frondas. De aquí nace el amor como movimientos prodigiosos, exaltados, que se
agota una vez vividos".
Pero, el amor es descubrimiento recíproco de los amantes y no, como pensaba
Kieregaard, sólo desde el seductor o subjetividad dominante. El gran pensador
e hispanista holandés Johan Brouwer, en su obra Sobre la mística española,
sostiene que el amor es iluminación mutua de dos seres que culmina en
arrebatamiento. "Una vez despejada la incógnita que los unía, se abren nuevos
caminos al conocimiento amoroso que es, por esencia, sucesivo, analítico e
inquietante". Por ello pienso que el amor, aun el mas realizado, es siempre
melancólico.
La promiscuidad amorosa de los jóvenes contemporáneos es una manifestación del
amor relativizado y de una melancolía que disuelve en átomos de placer el
posible conocimiento de la persona amada, y antes de saber de ella se disuelve
en el múltiple acontecer erótico. Para vivir el amor es necesaria la presencia
y claridad del otro que, por ser ajeno y diferente, es irreductible a uno
mismo.
Según Emmanuel Levinas, son otros los que nos abren las ventanas a los amores
sucesivos, sin comprometerse nunca en una estrecha unión que cerraría el
horizonte de la infinita posibilidad. Así, cuando una criatura es asumida
totalmente y permanecemos a su lado, es porque todavía quedan sombras por
conocer y descifrar.
Una vez concluida la plena relación amorosa, siempre aparece otro que
despierta nuestra curiosidad, esa permanente sed de conocimiento, y vamos
anhelantes hacia ellos para sosegarnos. Sin embargo, ese otro que es la amada
o el amado puede ser amenazante y hasta destructor para la propia identidad.
De aquí nace el conflicto infernal del amor que analizó Sartre, lucha patética
de los amantes que se aman odiándose, cuya solución encuentra en un nosotros,
creación paulatina para llegar a la unidad real que puede ser contingente,
relativa, o permanente, necesaria.
El amor difiere según los personajes que lo viven. En Noches blancas, de
Dostoievsky, la protagonista va descubriéndose a través de confidencias
reveladoras: "Yo lo quiero a él, pero esto pasará, tiene que pasar, tiene que
pasar. Es imposible que no pase. Está pasando, ya lo siento". No obstante se
va con el primer amante de paso y este amor fue: "¡Solo un momento de
bienaventuranza!".
Para el personaje de Proust, un Du coté de chez Swann, el amor es una
perramente melancolía por descubrir la realidad oculta y misteriosa del otro.
Las mentiras de Odette lo llevan a escuchar detrás de las puertas, compraba a
los sirvientes, espiaba las conversaciones de sus visitas. Swann ama, él mismo
lo dice, como un verdadero investigador científico. Una vez que llegó a saber
todo de ella, deja de amarla: "Pensar que he arruinado los mejores años de mi
vida, que he deseado morir, que he sentido el mas grande amor por una mujer
que en el fondo no me gustó". Proust no concibe el amor como una pasión
continua, indivisible, sino que está compuesto por momentos que sucesivos que
pasan y dejan su huella.
Esta esencia melancólica de la temporalidad del amor se revela en las novelas
de Jens Peter Jacobsen, que narran como sueños los amores vividos por sus
protagonistas, condenados así a una irremediable melancolía, pero que han
servido para desarrollar su yo por la experiencia enriquecedora con los otros,
a quienes había amado en sus breves viajes por la vida.
El amor está amenazado siempre: el descubrimiento recíproco puede convertirlo
en arrobo tan intenso que no pueda soportarse mucho tiempo, como la exaltación
divinizada por Hölderlin; o que no se logre plenamente la compenetración y
queden entre los amantes zonas oscuras a explorar, lo que exige una reflexión
prolongada y de ejemplar tenacidad.
Entonces el hallazgo se convierte en una progresiva identificación que opera
en las sombras, para acabar disolviéndose en firme unidad indiferenciada.
Puede ocurrir igualmente que el encuentro revelador exija una fusión mas
íntima y carnal para llegar al conocimiento mutuo que, una vez logrado,
sublimiza el amor, precipitándose en la monotonía de la fidelidad, en el
desfallecimiento y postrera agonía del ímpetu develador.
Para salvar la perpetua fragancia del amor siempre existe el amado posible en
las esquinas múltiples de la esperanza que incita a descubrirlo de nuevo, a
profundizar sabia y delicadamente en sus entrañas sombrías.
También puede permanecer rezagada en la memoria la imagen de alguien que hemos
amado y cuyo enigma no hemos descubierto totalmente. De aquí nace la
melancolía del bien partido, de la criatura a medio develar que subyace oculta
en nuestros pensamientos, porque siempre dejamos algo sin saber que nos
tortura.
El amor es una tentativa siempre inacabada, una proeza de los sentidos
corporales para llegar al conocimiento absoluto del ser amado que, después de
una experiencia feliz, se revela como conocimiento absolutamente relativo.