ALFREDO BRYCE ECHENIQUE - AVIONES DE IDA Y VUELTA
Y pasaron dos años de aquel regreso al Perú, al cabo de casi siete lustros
de ausencia. Todo lo calculé con bastante detalle, a partir del día de
julio de 1995 en que, en el norteño balneario de Pimentel, tomé la
decisión de volver a mi país. Desde aquel momento, prácticamente todo lo
que hice estuvo en función de aquella decisión, y, aunque viví momentos de
cierta impaciencia, los tres años y medio que tardé en alzar con bultos y
petates y aterrizar en Lima transcurrieron de acuerdo a un detallado plan
que me tuvo trabajando en lugares tan distintos como New Haven, Las Palmas
de Gran Canaria, Montpellier, Formentor y Palma de Mallorca. Y la víspera
de mi partida se concretó la venta del departamento madrileño en que viví
mis últimos diez años en Europa. No olvido aquel día de notarios y bancos
y el controlado desastre de una mudanza perfecta.
Pero, definitivamente, uno no puede calcular nada, cuando de emociones y
sensaciones se trata. Y ahora recuerdo la cantidad de respuestas con que
me enfrenté a la curiosidad de amigos y periodistas, hasta el día mismo de
mi partida. A aquellos que aseguraban que a Europa volvería antes de lo
que canta un gallo, solía neutralizarlos con estas palabras: "O sea, que
en el fondo tú lo que deseas es que me vaya pésimo en el Perú". Y a
aquellos que querían darle un contenido dramático -y hasta heroico- a mi
decisión, los tranquilizaba recordándoles que todos los días sale un vuelo
de Lima y aterriza en Madrid.
Pero he tomado este vuelo Lima-Madrid-Lima varias veces ya y, la verdad,
creo que siempre será una fuente de inagotables sorpresas, de tremendas
emociones y sensaciones. Para empezar, el tiempo se vuelve totalmente
subjetivo y elástico. Pasado, presente y futuro se mezclan una y otra vez,
incontrolable y agotadoramente, agradable y detestablemente. Uno es
atravesado por ruidos que ve, por olores que escucha, por visiones que
paladea. Recordaré toda la vida mi primer retorno a Madrid, que, en muchas
formas, lo era también a todas las ciudades y países y casas o
departamentos en que viví. Durante un tiempo inmenso, estuve en mil
lugares y escuché tantas voces y mis ojos se perdieron en un desfiladero
de miradas y por ahí también apareció en el puerto de Dukerque un tipo
llamado igual que yo aunque más parecido a otro tipo igual con tremendo
abrigo y una pipa y la boina que traje de Lima a París o... ¿O qué llevé
de Lima a París en 1964...?
Ese mismo tipo, que ya van siendo como tres, o cuatro, o mil, recogió una
maleta, abandonó un aeropuerto, tomó un taxi, dio una dirección y llegó a
un edificio en el que había un portero. Con un gran cansancio, ese mismo
tipo repartido -o más bien desparramado- intentó una suerte de
reunificación de sí mismo, pero su rotundo fracaso fue más que palpable en
el momento en que la puerta de un ascensor se abrió y un portero detrás de
él le dijo:
-Bienvenido, don Alfredo...
Y le dio una mano sonriente.
-Bienvenido, sí... Pero usted se fue en febrero y estamos en mayo. Y
arriba ahora vive la señora Kathy.
Casi le pregunto a Pedro qué quiere decir ahora para usted, Pedro, porque
lo que es para mí ahora y un chicle son igualmente elásticos, pero habría
tenido que apelar a Proust y a Bergson y a Esteban, que fue mi portero
antes que Pedro, y a Rosi, que fue mi asistenta y es hija de Esteban, pero
resulta que Esteban se jubiló y Rosi se casó con Pedro, que heredó la
portería poco tiempo antes de regresar yo al Perú y ahora a Madrid... En
fin, el maldito ahora, el inexplicable...
Saludé muy cortésmente a Pedro, llamándome nuevamente yo, pero una sola
vez (y sin boina y sin pipa y sin Dunkerque y sin 1964 y un millón de
ahoras más), recordé el nombre y la dirección del hotel en que tenía una
reserva y salí en busca de un taxi, maleta y cara de imbécil en mano.
Y ese día, lo juro, me fui realmente de Madrid, de España, de Europa. Ese
día, ese ahora, viví la tristeza terrible de una partida que había tenido
lugar tres meses atrás. Ese atardecer que además transcurría en un hotel
en el que me había alojado alguna vez, en algún ahora objetivamente
anterior, probablemente cuando vivía en Barcelona y viajé para algo a
Madrid. Ahora: tiempo cronológico y objetivo. Ahora: tiempo íntimo y
subjetivo. Suele pescarlo a uno totalmente desprevenido, pero es
indiscutible.
Con nombres, apellidos y DNI, decidí llamar a algunos amigos y citarlos en
el mismo restaurante que había frecuentado tanto mientras viví en la
dirección en que ahora vivía la señora Kathy y ahora Pedro era el portero
y Esteban ahora sólo había sido el portero hasta que se jubiló, etcétera.
Una hora más tarde, los amigos comentaban que el Peruano sí que tenía
manías, que toda la vida el mismo restaurante, que cualquiera que recién
baja de un avión anda cansado y cita a los amigos en su hotel, pero que el
Peruano dale con seguirlo citando a uno en el mismo lugar de siempre y que
el Peruano parecía el mexicano ese de la ranchera, el que está siempre en
la misma ciudad y entre la misma gente y en el lugar de siempre...
-Me llamo el Peruano, tengo manías y parezco el mexicano ese -le dije- le
dije a Juanito, el mozo que me atendió un millón de veces y ésta. Y lo vi
con pelo y ya calvo.
-¿Qué tal por la tierra? -me saludó Juanito.
-Elástico, Juanito -le dije-. Como un chicle, como una goma de mascar.
-¿Y es verano o invierno?
-Esa es una pregunta a la que los peruanos nunca hemos sabido responder. Y
menos los limeños, como yo.
Juanito nos dejó el menú sobre la mesa y se retiró como quien no quiere
meterse en profundidades.
Pero hay una hora en que los restaurantes cierran, uno está agotado y los
amigos empiezan a cansarse. Sólo los hoteles permanecen abiertos siempre.
Ahora y siempre. Y ya sólo nos queda el sueño, esa inmensa posibilidad.
Como aviones de ida y vuelta...