Alfredo Bryce Echenique - Amor, Fractura, y Ceviche



     
     Siempre me dije que debía escribir un diario íntimo, pero la verdad es que
     el día en que abrí un cuaderno y anoté algo, el resultado fue tan patético
     que mejor era quedarse calladito y seguir pasando entre la gente como el
     sonriente peruano que lleva una andanada de años en Europa y, sin embargo,
     sigue mirando las cosas de este mundo, e incluso narrándolas, en novelas,
     cuentos, artículos, antimemorias, y hasta en conferencias, como si jamás
     hubiera salido de su tierra natal. Y créanme que yo me entiendo cuando
     digo que, el día en que por primera vez puse un pie en Europa -había
     cumplido ya los veinticinco años-, en realidad lo que hice fue poner, por
     primerísima vez en mi vida, un auténtico pie en el Perú-país y en el
     Perú-problema. O, mejor dicho: puse un pie en el Perú entero y auténtico,
     el día de mi desembarco en Europa.
     ¿Qué cómo y que por qué? Pues por un millón de razones, del tipo conócete
     a ti mismo, o: lo suyo es una verdadera empresa de autodescubrimiento, y
     sí: claro que tiene toda una vida por delante, pero lo malo es que también
     tiene toda una vida por detrás... Sin olvidar tampoco, por supuesto,
     aquello de los vasos comunicantes y lo de las coplas esas, de alma,
     corazón, entendimiento, redescubrimiento y vida, que en España se conocen
     como cantes de ida y vuelta. And last but not least, aquellas palabras de
     un tango que, más que a premonición o experiencia, suenan un poco a todo
     un programa de vida y un mucho a tremenda maldición:
     
     «Pero el viajero que huye...»
     Y ahora que me llegó el momento de volver al Perú geográfico, de
     pronunciar una y un millón de veces frasecitas cursis, del tipo «La tierra
     tira, finalmente, Los peruanos somos como las ballenas: nos alejamos mucho
     de nuestras playas, pero siempre volvemos para morir en ellas, Hay que
     viajar mucho, y muy lejos, pero amando siempre la casa de uno», o «No,
     señores periodistas, quiero dejar bien claro, en esta rueda de prensa, que
     no he venido a morir en el Perú, sino a vivir el resto de mi vida en los
     brazos de mi amada»... pues sí, ahora que me llegó el momento de regresar
     al Perú, lo hago con la profunda convicción de que, no bien aterrice mi
     avión en el aeropuerto Jorge Chávez de la ciudad de Lima, habré llegado
     por fin a Europa. Me conozco, me entiendo, me vasocomunico, pido
     confianza, y, sobre todo, pido que no se me exijan más explicaciones que
     las que ya he dado acerca de mi llegada a la Europa geográfica, hace la
     friolera de treinta y cuatro años, pues sería como repetirse y repetirse
     uno, pero al revés.Ahora bien: aparte de que este texto tiene un carácter
     profundamente autobiográfico, y, por consiguiente, es imposible que no se
     refleje en él todo lo concerniente a mi retorno al Perú, poco o nada tiene
     que ver lo anteriormente dicho con lo que esta tarde quiero contar.
     Rebobino, pues, hasta quedarme en que no tengo un patético diario íntimo.
     Por ello, a menudo, me es difícil recordar con precisión el año, el mes,
     el día, en que me ocurrieron cosas importantísimas. Y nada saco con
     indagar, con consultar, con cotejar, por la simple y sencilla razón de
     que, en mi caso, las emociones intensas se tragan los calendarios. Por
     chiquititos que sean, los acontecimientos que han ido marcando mi vida
     siguen anidando en todos los almanaques, año tras año, como una canción
     que ha terminado, pero cuya melodía nos persigue eternamente, despiertos,
     dormidos, soñando, y también de pesadilla en pesadilla.
     Año tras año, esos acontecimientos son lo mismo que fueron, incluso
     décadas atrás, y traen la misma carga de ternura, de infinita alegría, de
     nostalgia y de amor. Y traen también, cuando cabe, el eterno
     remordimiento, la insoportable culpa de los seres que nacieron
     malditamente culposos, y, lo que es peor, que nunca terminan de purgar la
     autocondena que se aplicaron tras una pequeña infamia, por ejemplo. Nunca.
     Por más lágrimas que derramen. Por más lágrimas que sigan derramando aún
     décadas después.
     ¿Me acuerdo, no me acuerdo, en qué año fue...? Fechas del diablo.
     En todo caso, resumo al máximo: París estaba cada día más linda y Maggie
     estaba cada día más linda en París, cuando cotejablemente, por supuesto,
     nos casamos un día de enero de 1967. Después, una noche, a Maggie la
     atropelló un auto, y nuestro gran amigo Ángel Berenguer la trajo cargadita
     y con el pie roto al departamento en que, mañana tras mañana, nos
     sorprendía felices la constatación de que nos habíamos enamorado en Lima,
     cuatro o cinco años antes, y ahora despertábamos día tras día casados en
     París, como si continuáramos soñando.
     Debo reconocer que mis reacciones son a menudo exageradas. Porque Maggie
     ya estaba incluso enyesada cuando Ángel Berenguer la trajo cargadita y
     sufriente, y yo, en vez de ayudar siquiera en algo, como que no pude
     soportar que le doliera el pie –ni nada- al ser que más amaba en mi vida,
     y empecé a pegar de alaridos mientras huía del departamento, escaleras
     abajo, ante la atónita mirada de Ángel y de mi amor cargadito, dolido,
     fracturado. La realidad no tenía por qué hacerme estas cosas. Que la
     realidad se encargase pues de la realidad, mientras yo me lanzaba a las
     nocturnas calles de París, en loca búsqueda del vehículo que le había
     pisado el pie a Maggie, para incendiarlo con chofer adentro y todo, y,
     simultáneamente, intentaba autoconvencerme de que había vivido una fugaz
     pesadilla y de que la escena que acababa de presenciar jamás había tenido
     lugar, por la sencilla razón de que Maggie no tenía el más mínimo derecho
     de hacerme sufrir así.Media hora más tarde, volvía avergonzadísimo al
     pequeño departamento en que sala y dormitorio eran la misma cosa,
     entremezcladamente. Ángel continuaba haciéndole compañía a Maggie, y ella
     cesaba de llorar no bien me veía regresar con la dura realidad bien
     asumida.
     -No soporté la idea de verte herida, amor... Perdóname, por favor...
     -Ay, Alfredo, tú cada día más loquito...
     -¿Y por qué tienes la pierna en alto?
     -Porque así tiene que ser. Un mes y medio en cama con la pierna en alto.
     Después ya creo que me sacarán el yeso.
     -Yo me ocuparé de todo, amor.
     -Pues no te queda más remedio, amigo- interrumpió Ángel Berenguer,
     poniéndose de pie para despedirse, y agregando-: Tendrás que aprender a
     cocinar, a lavar, a planchar...
     Le dimos las gracias al gran Ángel y le deseamos también las buenas
     noches. Después, con sumo cuidado, fui a tenderme un rato al lado de
     Maggie, para llorar tranquila y demostrativamente ante ella, solidario con
     su fractura, repleto del más enorme cariño, de la más inmensa pena, del
     interminable horror que sentía sólo de imaginarla atropellada por un
     salvaje, de mi total disponibilidad para ayudarla en todo aquello que su
     patita rota le impidiera hacer.
     Después, le expliqué más detenidamente el vergonzoso episodio de mi huida.
     Le conté hasta qué punto yo hubiera deseado que ese automóvil me
     atropellara a mí, jamás a ella. Al fin y al cabo, yo ya estaba
     acostumbrado al dolor, a todo tipo de padecimientos físicos. Yo ya me
     había roto muchos huesos, y mi infancia estuvo marcada por unos cólicos
     atroces. Y ni qué decir de mi adolescencia y esa otitis que, año tras año,
     me ocasionaba tremendos dolores en el oído derecho, no bien terminaba el
     verano y, con él, mis zambullidas en las olas de La Herradura o en la
     piscina del Country Club. Definitivamente, Maggie, ese automóvil debió
     atropellarme a mí.
     -Ay, Alfredo, tú cada día más loquito...
     -Si supieras, amor, lo mal que me siento.
     -Pero, ¿por qué, Alfredo? Acaso...
     -Diablos, Maggie, si supieras cómo me habría gustado pertenecer a una de
     esas tribus aborígenes en que, mientras las mujeres dan a luz, los hombres
     braman de dolor en una hamaca colgada entre dos árboles, en plena jungla.
     En cambio aprendí a cocinar. Desde la cama, con su patita en alto, Maggie
     me decía paso a paso lo que había que hacer, y en la
     cocina-comedor-escritorio que formaba la segunda habitación del
     departamento de dos piezas, yo seguía sus instrucciones al pie de la
     letra, en vista de que la distancia era mínima y su voz me llegaba con
     meridiana claridad. Además, hacía la compra, lavaba, planchaba, mantenía
     el departamento impecable, aunque en esto siempre nos habíamos repartido
     las tareas ella y yo.
     Menos el dolor y el espanto que me produjo ver a Maggie herida y el
     episodio de mi fuga y sus auténticas razones, todo lo demás se había
     borrado de mi memoria. Por ello me sorprendió mucho leer una semblanza que
     Jean Marie Saint Lu –antiguo colega en la universidad de Nanterre, París,
     gran amigo, y actualmente mi traductor al francés-, había escrito sobre
     mí, en una revista universitaria publicada muchos años después, en
     Montpellier. Hasta creí que se había vuelto loco, Jean Marie, ya que en
     ella hablaba del excelente cebiche peruano que yo preparaba. No sólo no
     tengo la menor idea de cómo se prepara un cebiche: es que cuando leí el
     texto de mi amigo Saint Lu, ni siquiera recordaba que alguna vez había
     sabido cocinar ese plato. Sin duda alguna, lo aprendí a hacer para Maggie,
     y lo dejé de hacer el día en que me abandonó. La canción había terminado
     para siempre, pero también para siempre quedó la melodía. La canción era
     mi famoso cebiche a la peruana. La melodía es Maggie.
     Y así seguramente ocurrió también con muchos otros platos y cosas que
     aprendí a hacer con todo el amor del mundo, para una muchacha con el pie
     roto y permanentemente en alto, tendida durante semanas.