Fredric Brown
Hay un
delicioso cuento de horror que sólo consta de dos frases:
El último
hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. Sonó una llamada a la
puerta...
Dos frases y
una elipsis de tres puntos suspensivos. El horror, naturalmente, no está en la
misma historia; está en la elipsis, en la implicación: qué llamó a la puerta.
Enfrentada con lo desconocido, la mente humana proporciona algo vagamente
horrible.
Pero no fue
horrible, en realidad.
El último
hombre sobre la Tierra - o en el universo, es igual - estaba sentado solo en
una habitación. Era una habitación bastante peculiar. Se había dedicado a
averiguar la razón de esta peculiaridad. Su conclusión no le horrorizó, pero le
molestó.
Walter Phelan,
que había sido profesor adjunto de antropología en la Universidad Nathan hasta
el momento en que, hacía dos días, la Universidad Nathan dejó de existir, no
era hombre que se horrorizara fácilmente. Ni con un gran esfuerzo de
imaginación se habría podido calificar a Phelan de figura heroica. Era de
escasa estatura y carácter apacible. No se hacía mirar, y él lo sabía.
No es que ahora
le preocupara su aspecto. Ahora mismo, en realidad, era incapaz de sentir gran
cosa. De una forma abstracta, sabía que dos días antes, en el espacio de una
hora, la raza humana había sido destruida, a excepción de él y, en algún
lugar... una mujer. Y éste era un hecho que no preocupaba en modo alguno a
Walter Phelan. Probablemente jamás la había visto y no le preocupaba demasiado
que jamás llegara a verla.
Las mujeres no
habían constituido un factor importante en la vida de Walter desde que Martha
falleció un año y medio antes. No es que Martha hubiera sido una buena
esposa... Era excesivamente dominante. Sí, había amado a Martha, de una forma
profunda y tranquila. Ahora sólo tenía cuarenta años, y treinta y ocho cuando
Martha falleció, pero la verdad es que desde entonces no había vuelto a pensar
en las mujeres. Su vida fueron sus libros, los que había leído y los que había
escrito. Ahora ya no tenía objeto seguir escribiendo libros, pero disponía del
resto de su vida para leerlos.
Realmente,
tener compañía habría sido agradable, pero se las arreglaría sin ella. Quizá al
cabo de un tiempo llegara a disfrutar la compañía de algún zan, aunque no le
parecía probable. Sus pensamientos eran tan extraños y distintos de los suyos,
que la posibilidad de encontrar un tema de conversación interesante para ambos
resultaba muy improbable. Eran inteligentes en cierto aspecto, pero también lo
eran las hormigas. Ningún hombre ha logrado comunicarse jamás con una hormiga.
Sin saber por qué, pensaba en los zan como si fueran hormigas, unas súper
hormigas, aunque no se parecieran a ellas, y tenía el presentimiento de que los
zan consideraban a la raza humana tal como la raza humana consideraba a las
hormigas vulgares. Lo que habían hecho con la Tierra era lo que los hombres
hacían con los hormigueros, aunque lo hubieran hecho de un modo más eficiente.
Pero le habían
dado gran cantidad de libros. Fueron muy amables en eso, en cuanto él les dijo
lo que quería. Y se lo dijo en el mismo momento de comprender que estaba
destinado a pasar el resto de su vida en aquella habitación. El resto de su
vida, o lo que los zan habían expresado con las palabras, pa-ra-siem-pre.
Incluso una mente
brillante, y los zan tenían una mente brillante, tenía sus peculiaridades. Los
zan habían aprendido a hablar el idioma de la Tierra en cuestión de horas, pero
se empeñaban en separar las sílabas. Sin embargo, estamos divagando.
Sonó una
llamada a la puerta.
Ahora ya está
todo explicado, a excepción de los puntos suspensivos, la elipsis, y yo me
encargaré de completarlos y demostrarles que no fue nada horrible.
Walter Phelan
exclamó: «Adelante», y la puerta se abrió. Naturalmente, era un zan. Era
exactamente igual que los demás zan; si había un medio de distinguirlos, Walter
no lo había descubierto. Medía un metro y medio de altura y no se parecía a
nada de lo que pudiera haber existido sobre la Tierra, es decir, nada que
hubiera existido en la Tierra antes de que los zan aparecieran.
Walter dijo:
«Hola, George.» Cuando se enteró de que ninguno de ellos poseía un nombre
propio, decidió llamarlos a todos George, y a los zan no pareció importarles.
Este contestó:
«Ho la, Wal ter.» Esto era el ritual, la llamada a la puerta y los saludos.
Walter aguardó.
- Pun to uno -
dijo el zan -. Ha rás el fa vor de sen
tar te con la si lla de ca ra al o tro la do.
Walter repuso:
- Ya me lo
imaginaba, George. Esa pared es transparente por el otro lado, ¿verdad?
- Es trans pa
ren te.
Walter suspiró.
- Lo sabía. Esa
pared es lisa y está vacía, no hay ningún mueble adosado a ella. Además, parece
distinta de las otras paredes. Si insisto en sentarme de espaldas, ¿qué pasará?
¿Me mataréis? Casi lo desearía.
- Nos lle va
ría mos tus li bros.
- Me has
convencido, George. De acuerdo, me pondré de cara a la pared cuando lea.
¿Cuántos animales, aparte de mí, tenéis en este zoológico vuestro?
- Dos cien tos
die ci séis.
Walter meneó la
cabeza.
- No está
completo, George. Incluso un zoológico de segunda fila puede superar al
vuestro..., podría superarlo, quiero decir, si hubiera quedado algún zoológico
de segunda fila. ¿Nos habéis escogido al azar?
- Mues tras al
a zar, sí. To das las es pe cies ha brían si do de ma sia das. Un ma cho y u na
hem bra de cien es pe cies.
- ¿Con qué los
alimentáis? Me refiero a los carnívoros.
- Fa bri ca mos
co mi da sin té ti ca.
- Muy
ingenioso. ¿Y la flora? También habéis reunido una buena colección, ¿verdad?
- La flo ra no
ha si do daña da por las vi bracio nes. Si gue cre cien do.
- Me alegro por
la flora. Así pues, no habéis sido tan duros con ella como con la fauna. Bueno,
George, has empezado hablando del «punto uno». Deduzco que existe un punto dos.
¿Cuál es?
- Hay al go que
no com pren de mos. Dos de los o tros a ni ma les duer men y no se des pier
tan. Están fríos.
- Eso ocurre
hasta en los zoológicos mejor organizados, George. Probablemente no les ocurra
nada a excepción de que estén muertos.
- ¿Muertos?
Esto significa detenidos. Nada los ha detenido. Cada uno de ellos estaba solo.
Walter miró
fijamente al zan.
- ¿Quieres
decir, George, que no sabes lo que significa la muerte natural?
- La muer te es
cuan do se ma ta a un ser, cuándo se de tie ne su vi da.
Walter Phelan
parpadeó.
- ¿Cuántos años
tienes, George? - preguntó.
- Die ci
séis..., no com pren de rás el sen ti do de la palabra. Tu planeta ha girado
unas siete mil ve ces en torno a tu sol. Aún soy jo ven.
Walter dejó
escapar un silbido.
- Un niño de
pecho - dijo. Reflexioné un momento -. Mira, George, tienes que saber ciertas
cosas respecto al planeta donde ahora estás. Aquí hay un tipo que no existe en
el lugar de donde tú vienes. Es un viejo con una barba, una guadaña y un reloj
de arena. Tus vibraciones no le han matado.
- ¿Qué es?
- Llámale La
Parca, George. El Viejo de la Muerte. Nuestra gente y nuestros animales viven
hasta que alguien, el Viejo de la Muerte, les arrebata la vida.
- ¿Ha detenido
a las dos criaturas? ¿De tendrá a más?
Walter abrió la
boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Algún indicio en la voz de George
le indicó que vería un ceño de preocupación en su rostro, en el caso de que
tuviera un rostro reconocible como tal.
- ¿Qué te
parece si me llevas a ver esos animales que no se despiertan? - preguntó Walter
-. ¿Está contra las reglas?
- Ven - dijo el
zan.
Esto ocurrió
por la tarde del segundo día. Fue a la mañana siguiente cuando regresaron los
zan, varios de ellos. Se llevaron los libros y los muebles de Walter Phelan.
Después, se lo llevaron a él. Se encontró en una habitación mucho más grande, a
unos cien metros de distancia de la anterior.
Se sentó y
esperó lo que vendría a continuación. Cuando llamaron a la puerta, supo lo que
ocurriría y se puso cortésmente en pie mientras decía:
- Adelante.
Un zan abrió la
puerta y se apartó ligeramente. Una mujer entró.
Walter se
inclinó.
- Walter Phelan
- dijo -, en caso de que George no le haya informado de mi nombre. George
intenta mostrarse educado, pero no conoce todas nuestras costumbres.
La mujer
parecía tranquila; se alegró de constatarlo. Dijo:
- Yo me llamo
Grace Evans, señor Phelan. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me han traído
aquí?
Walter la
examinó mientras hablaba. Era alta, tan alta como él, y bien proporcionada.
Daba la impresión de tener unos treinta años escasos, casi la misma edad que
Martha. Poseía la misma tranquila confianza en sí misma que siempre había
admirado en Martha, a pesar de que contrastara con su propia informalidad. En
realidad, pensó, se parecía bastante a Martha.
- Creo que ya
puede imaginarse la razón por la que la han traído aquí - repuso -, pero
retrocedamos un poco. ¿Sabe qué ha sucedido?
- ¿Se refiere a
que han... matado a todo el mundo?
- Sí. Siéntese,
por favor. ¿Sabe cómo lo hicieron?
Ella se dejó
caer en un cómodo sillón cercano.
- No - dijo -.
No sé exactamente cómo. Creo que no importa demasiado, ¿verdad?
- No demasiado.
Pero voy a explicarle toda la historia, todo lo que sé después de hacer hablar
a uno de ellos y unir los cabos sueltos. No son muchos..., por lo menos, aquí
no hay muchos. No sé si constituyen una raza muy numerosa en su lugar de
origen, que no sé dónde está, aunque me imagino que debe de encontrarse fuera
del sistema solar. ¿Ha visto la nave espacial en la que vinieron?
- Sí. Es casi
tan grande como una montaña.
- Casi. Bueno,
está equipada para emitir una especie de vibración... Ellos la llaman así en
nuestro idioma, pero yo supongo que más que una vibración sonora es una onda
radioeléctrica.., que destruye cualquier clase de vida animal. La nave está
protegida contra la vibración. No sé si su radio de acción es tan amplio como
para aniquilar de una vez a todo el planeta, o si volaron en círculo en torno a
la Tierra, emitiendo las ondas vibratorias. Pero la cuestión es que aniquiló
inmediatamente a todos los seres vivos, y confío en que lo hicieran sin dolor.
La única razón por la que nosotros, y los otros doscientos animales y pico de
este zoológico, no hemos muerto también, es que nos hallábamos dentro de la
nave. Nos han escogido como muestra. ¿Sabía que esto era un zoológico?
- Bueno, lo
sospechaba.
- Las paredes
frontales son transparentes por la cara exterior. Los zan han demostrado ser
muy hábiles al reproducir en el interior de cada cubículo el hábitat natural de
la criatura que contiene. Los cubículos, como éste donde nos encontramos, son
de plástico, y ellos poseen una máquina capaz de fabricar uno en menos de diez
minutos. Si la Tierra hubiera tenido una máquina y un proceso como éste, no
habría habido ningún problema de vivienda. Bueno, de todos modos, este problema
ya no existe. Y me imagino que la raza humana - específicamente usted y yo -
puede dejar de preocuparse por la bomba H y la próxima guerra. Es indudable que
los zan nos han resuelto un gran número de problemas.
Grace Evans sonrió ligeramente.
- Otro caso en
qué la operación tuvo éxito, pero el paciente murió. Las cosas estaban
realmente muy mal. ¿Se acuerda de cuándo le capturaron? Yo, no. Una noche me
fui a dormir y me desperté en una jaula de la nave espacial.
- Yo tampoco me
acuerdo - repuso Walter -. Tengo el presentimiento de que primero usaron las
ondas a muy baja intensidad, lo justo para que perdiéramos el conocimiento.
Después descendieron y recogieron muestras para su zoológico más o menos al
azar. Cuando tuvieron las que deseaban, o las que cabían en su nave, abrieron
la espita al máximo. Y eso fue todo. Hasta ayer no supe que cometieron un error
al sobreestimamos. Pensaban que éramos inmortales, como ellos.
- Que éramos...
¿qué?
- Se les puede
matar, pero no saben lo que es la muerte natural. Por lo menos, hasta ayer. Dos
de los nuestros fallecieron ayer.
- Dos de...
¡Oh!
- Sí, dos de
nuestros animales que estaban en su zoológico. Dos especies que se han
extinguido irrevocablemente. Y, por la forma en que los zan miden el tiempo,
los restantes miembros de cada especie no vivirán más que unos minutos.
Supusieron que tenían especies permanentes.
- ¿Quiere decir
que no sabían lo que eran criaturas de corta vida?
- Así es -
contestó Walter -. Uno de ellos es joven a los siete mil años, según me confesó
él mismo. A propósito, ellos son bisexuales, pero no creo que se reproduzcan
más que cada diez mil años. Cuando ayer se enteraron de la vida ridículamente
corta que tenemos los animales terrestres, debieron de escandalizarse hasta la
médula, si es que tienen médula. La cuestión es que han decidido reorganizar su
zoológico: dos y dos en vez de uno y uno. Se imaginan que duraremos más si
vivimos colectivamente en vez de individualmente.
- ¡Oh! - Grace
Evans se levantó y un ligero rubor cubrió su rostro -. Si usted cree..., si
ellos creen... - Se dirigió hacia la puerta.
- Estará
cerrada - dijo tranquilamente Walter Phelan -, pero no se preocupe. Quizá ellos
lo crean, pero yo no lo creo. No necesita decirme que no se fijaría en mí
aunque yo fuera el último hombre sobre la Tierra; sería absurdo en las actuales
circunstancias.
- Pero ¿es que
piensan tenernos encerrados, a los dos juntos, en esta habitación tan pequeña?
- No es tan
pequeña; nos las arreglaremos. Yo puedo dormir bastante cómodamente en uno de
esos mullidos sillones. Y no crea que no estoy totalmente de acuerdo con usted.
Dejando aparte todas las consideraciones personales, el mínimo favor que
podemos hacer a la raza humana es permitir que se extinga con nosotros y no
perpetuarla para que la exhiban en un zoológico.
Ella dijo
«Gracias» de forma casi inaudible, y el rubor desapareció de su cara. La ira se
reflejaba en sus ojos, pero Walter sabía que no era por su causa. Con los ojos
lanzando chispas como en ese momento, se parecía mucho a Martha, pensó.
Le sonrió y
dijo:
- O si no...
Ella se levantó
de un salto y por un momento él creyó que se acercaría y le pegaría. Después
volvió a desplomarse en su asiento.
- Si usted
fuera un hombre, pensaría en una forma de... ¿Ha dicho que se les puede matar?
- Su voz era dura.
- ¿A los zan?
Oh, desde luego. Los he estado estudiando. Su aspecto difiere totalmente del
nuestro, pero creo que tienen un metabolismo parecido, el mismo tipo de sistema
circulatorio, y probablemente el mismo tipo de sistema digestivo. Creo que
cualquier cosa capaz de matarnos a nosotros podría matarlos a ellos.
- Pero usted ha
dicho que...
- Oh,
naturalmente, hay diferencias. Ellos no poseen el factor que hace envejecer a
los hombres. O bien ellos tienen una glándula de la que el hombre carece, algo
que renueve las células. Más frecuentemente que cada siete años, quiero decir.
Ella había
olvidado su ira. Se inclinó ansiosamente hacia delante. Dijo:
- Creo que
tiene razón. Sin embargo, no creo que sientan dolor, de ninguna clase.
El había estado
esperando eso. Dijo:
- ¿Qué le hace
pensar as!?
- Encontré un
trozo de alambre en la mesa de mi cubículo y lo estiré frente a la puerta para
que el zan se cayera. Así fue, y el alambre le hizo un corte en la pierna.
- ¿Observó si
le salía sangre roja?
- Sí. pero no
pareció importarle. No se enfadó; ni siquiera hizo un solo comentario, lo único
que hizo fue desatar el alambre. Al volver pocas horas después, el corte había
desaparecido. Bueno, casi. Conseguí ver un pequeño rastro de él y por esto
estoy segura de que era el mismo zan.
Walter Phelan
asintió lentamente.
- Es natural
que no se enfadara. No experimentan ninguna clase de emoción. Quizá, si
matáramos a uno de ellos, ni siquiera nos castigaran. Se limitarían a darnos la
comida por un agujero y no se acercarían a nosotros, nos tratarían como los
hombres trataban a los animales de un zoológico que habían matado a su
guardián. Probablemente se limitarían a asegurarse de que no atacáramos a otro
de nuestros guardianes.
- ¿Cuántos hay?
Walter repuso:
- Unos
doscientos, según creo, en esta nave concreta. Pero, indudablemente, hay muchos
más en el lugar de donde proceden. Sin embargo, tengo el presentimiento de que
esto sólo constituye una avanzadilla, encargada de limpiar el planeta y
preparar la ocupación de los zan.
- Resulta
indudable que han hecho un buen...
Llamaron con
los nudillos a la puerta y Walter Phelan dijo: «Adelante.» Un zan abrió la
puerta y se quedó en el umbral.
- Hola, George - saludó Walter.
- Ho la, Wal
ter. - El mismo ritual. ¿El mismo zan?
- ¿Qué es lo
que te preocupa?
- O tra cria tu
ra duer me y no se des pier ta. U na llama da co madre ja.
Walter se
encogió de hombros.
- Son cosas que
ocurren, George. El Viejo de la Muerte. Ya te he hablado de él.
- Al go peor.
Un zan ha muerto. Esta ma ña na.
- ¿Es eso peor?
- Walter le miró imperturbablemente -. Bueno, George, tendrás que acostumbrarte
a ello, si pensáis quedaros aquí.
El zan no dijo
nada. Se quedó donde estaba. Finalmente, Walter dijo:
- ¿Y bien?
- Respecto a la
comadreja, ¿recomiendas lo mismo?
Walter se
encogió de hombros nuevamente.
- Lo más
probable es que no sirva de nada. Pero ¿por qué no?
El zan salió.
Walter oyó sus
pasos, alejándose. Sonrió entre dientes.
- Quizá dé
resultado, Martha - dijo.
- Mar... Yo me
llamo Grace, señor Phelan. ¿Qué es lo que quizá dé resultado?
- Yo me llamo
Walter, Grace. Dejémonos de formulismos. Verás, Grace, tú me recuerdas mucho a
Martha. Era mi esposa. Falleció hace un par de años.
- Lo siento.
Pero ¿qué es lo que quizá dé resultado? ¿De qué has hablado con el zan?
- Mañana lo
sabremos - dijo Walter.
Y no pudo
sacarle una palabra más.
Aquél era el
tercer día de estancia de los zan. El día siguiente fue el último.
Era cerca de
mediodía cuando apareció uno de los zan. Después del ceremonial, permaneció
junto a la puerta, con un aspecto más extraño que nunca. Resultaría interesante
poder describirlo, pero no existen palabras para hacerlo. Dijo:
- Nos mar cha
mos. El con se jo se ha reu ni do y lo ha de ci di do.
- ¿Acaso ha
muerto otro de los vuestros?
- A no che. Es
te es un pla ne ta de muer te.
Walter asintió.
- Vosotros
habéis hecho vuestra parte. Dejáis a doscientos trece con vida, aparte de
nosotros, pero esto no es demasiado entre muchos millones. No tengáis prisa en
volver.
- ¿Podemos
hacer algo?
- Sí. Podéis
daros prisa. Dejad nuestra puerta abierta y las demás cerradas. Nos ocuparemos
de los otros.
El zan asintió
y se fue.
Grace Evans se
había levantado, y tenía los ojos brillantes; Preguntó:
- ¿Cómo...?
¿Qué...?
- Espera - le
advirtió Walter -. Déjame oírles despegar. Es un ruido que quiero oír y
recordar.
El ruido se
produjo a los pocos minutos, y Walter Phelan, adquiriendo súbitamente
conciencia de lo tenso que estaba, se dejó caer en una silla y se relajó.
Repuso
apaciblemente:
- En el Jardín
del Edén también había una serpiente, Grace, y ella nos causó muchos problemas.
Pero ésta nos los ha solucionado y ha compensado la acción de aquélla. Me
refiero a la pareja de la serpiente que murió anteayer. Era una serpiente de
cascabel.
- Quieres decir
que por su causa murieron los dos zan? Pero...
Walter asintió.
- No sabían
nada acerca de las serpientes. Cuando los zan me llevaron a ver las primeras
criaturas que «estaban dormidas y no se despertaban», vi que una de ellas era
un serpiente de cascabel. Tuve una idea, Grace. Se me ocurrió pensar que las
criaturas venenosas eran unas especies características de la Tierra y que los
zan no debían de conocerlas. Además, cabía la posibilidad de que su organismo
fuera tan parecido al nuestro que el veneno les matara. De todos modos, no se
perdía nada por intentarlo. Y ambas suposiciones fueron acertadas.
- ¿Cómo
lograste que la serpiente de cascabel...?
Walter Phelan
esbozó una sonrisa.
- Les expliqué
lo que es el cariño. Ellos no lo sabían. Sin embargo, descubrí que les
interesaba conservar el mayor tiempo posible al miembro restante de las
especies, para estudiarlo antes de su muerte. Les dije que moriría
inmediatamente porque había perdido a su pareja, a menos que tuviera un cariño
y afecto constantes. Se lo demostré con el pato, que era la otra criatura que
había perdido a su pareja. Por fortuna, era un pato doméstico y no me resultó
difícil estrecharlo contra mi pecho y acariciarlo, para enseñarles cómo debían
hacerlo. Después dejé que ellos lo hicieran con el pato... y con la serpiente
de cascabel.
Se levantó y
desperezó. Después volvió a sentarse más cómodamente. Dijo:
- Bueno, ante
nosotros se extiende un mundo que debemos organizar. Tendremos que sacar a los
animales del arca, y antes habrá que pensar y decidir varias cosas. Podemos
dejar en libertad a todos los animales salvajes que sean herbívoros, para que
se las arreglen como puedan. En cuanto a los domésticos, es preferible que los
conservemos y nos encarguemos de ellos; los necesitaremos. Pero los carnívoros,
los predadores... Bueno, habrá que decidirse. Pero mucho me temo que todo sea
inútil, al menos que encontremos y sepamos manejar la máquina que usaban para
fabricar alimentos sintéticos.
La miró
fijamente.
- También hemos
de pensar en la raza humana; habrá que tornar una decisión respecto a ella, una
decisión muy importante.
Ella volvió a
sonrojarse un poco, como el día anterior; se sentó rígidamente en la silla.
- No - dijo.
El simuló no
haberlo oído.
- Ha sido una
hermosa raza, incluso en el caso de que hubiera llegado a extinguirse. Ahora
renacerá si nosotros hacemos que renazca, y puede que tropiece con grandes
dificultades durante cierto tiempo, pero nosotros podemos reunir libros y
conservar la mayoría de sus conocimientos intactos; los importantes, por lo
menos. Podemos...
Se interrumpió
al ver que ella se ponía en pie y se dirigía hacia la puerta. Así habría
reaccionado Martha, pensó, en la época que él la cortejaba, antes de casarse.
Dijo:
- Piénsalo,
querida, y tómate todo el tiempo que quieras. Pero vuelve.
Se oyó un
portazo. El permaneció sentado, pensando en todas las cosas que debían hacerse
en cuanto empezaran, pero sin prisas para empezarlas.
Y al cabo de un
rato, oyó los vacilantes pasos de Grace que regresaba.
Sonrió
ligeramente. ¿Ven? No fue horrible, en realidad.
El último
hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en una habitación. Sonó una llamada
a la puerta...
FIN
Edición electrónica
de Paul Atreides
Bahía Blanca, Agosto de 2001