Fredric Brown
1
Lo supo de
alguna manera, cuando se despertó por la mañana. Ahora, situado junto a la
ventana de la redacción, desde donde contemplaba el dibujo de luz y sombras
proyectado por el oblicuo sol de la tarde sobre los edificios, estaba casi
seguro. Sabía que muy pronto, quizá aquel mismo día, ocurriría algo importante.
No sabía si sería algo bueno o malo pero lo intuía sombríamente. Y con razón;
pocas cosas buenas pueden suceder inesperadamente a un hombre, es decir, cosas de
verdadera importancia. El desastre puede atacar desde innumerables direcciones
en formas extraordinariamente diversas.
Una voz dijo:
«Hola, señor Vine», y él se apartó de la ventana, lentamente. Eso ya era
extraño, pues no tenía la costumbre de moverse lentamente; era un hombre
pequeño y vivaz, casi felino en la rapidez de sus reacciones y movimientos.
Pero en esta
ocasión algo le hizo apartarse lentamente de la ventana, como si presintiera
que jamás volvería a ver aquel claroscuro de una tarde al sol.
- Hola, Red -
contestó.
El pecoso
botones anunció:
- Su Señoría
quiere verle.
- ¿Ahora?
- A su
conveniencia. Cualquier día de la semana que viene, quizá. Si está ocupado,
dele un plantón.
El apoyó un
puño en la barbilla de Red y le empujó, mientras el botones retrocedía con
fingido arrepentimiento.
Se dirigió al
depósito de agua. Apretó el botón y el agua llenó el vaso de papel.
Harry Wheeler
fue a su encuentro y dijo:
- Hola, Napi.
¿Qué hay? ¿Te han llamado a capítulo?
- Sí, para un
aumento - repuso.
Bebió y estrujó
el vaso, que tiró a la papelera. Se dirigió a la puerta que ostentaba el
letrero de «Privado» y la abrió.
Walter J.
Candler, el director, alzó la vista de los papeles que llenaban su escritorio y
dijo afablemente:
- Siéntese,
Vine. En seguida le atiendo. - Después volvió a bajar la vista.
Tomó asiento en
la silla que había frente a Candler, sacó un cigarrillo del bolsillo de la
camisa y lo encendió. Examinó la parte posterior de la hoja que el director
estaba leyendo. En aquel lado no había nada escrito.
El director
puso la hoja sobre la mesa y le miró.
- Vine, esto es
descabellado. Por lo visto, usted es un genio cuando se trata de escribir cosas
descabelladas.
Sonrió
lentamente al director y dijo:
- Si es un
cumplido, gracias.
- Es un
cumplido, desde luego. Usted nos ha hecho cosas bastante difíciles. Esto es
diferente. Nunca he pedido a un reportero que hiciese algo que yo mismo no
haría. Yo no haría. Yo no haría una cosa así, de modo que no voy a pedírselo.
El director
cogió el papel que había estado leyendo y volvió a dejarlo sin mirarlo
siquiera.
- ¿Ha oído
hablar alguna vez de Ellsworth Joyce Randolph?
- ¿El director
del manicomio? Claro que sí; incluso le conocí, casualmente.
- ¿Qué
impresión le produjo?
Observó que el
director le observaba escrutadoramente, y le pareció que la pregunta no había
sido demasiado casual. Replicó hábilmente:
- ¿A qué se
refiere? ¿En qué sentido? ¿Quiere saber si es una buena persona, un buen
político, un psiquiatra competente, o qué?
- Quiero saber
si le pareció un tipo equilibrado.
Miró a Candler
y se dio cuenta de que Candler no bromeaba. Candler era estrictamente
inexpresivo.
Se echó a reír,
y después se puso súbitamente serio. Se apoyó sobre la mesa de Candler.
- Ellsworth Joyce Randolph - dijo -. ¿Se refiere a Ellsworth
Joyce Randolph?
Candler
asintió.
- El doctor
Randolph ha venido esta mañana a verme. Me ha contado una historia bastante
extraña. No quería que la publicara; quería que la comprobara, y que encargase
de ello a nuestro mejor hombre. Me ha dicho que, si descubríamos que era
verdad, podríamos imprimirla en tipos de ciento veinte líneas y tinta roja. -
Sonrió irónicamente -. Es lo que haremos.
Apagó el
cigarrillo y estudió el rostro de Candler.
- Pero la
historia es tan absurda que usted piensa que el doctor Randolph está loco.
- Exactamente.
- Y ¿qué tiene
de difícil el trabajo en cuestión?
- El doctor
dice que sólo podremos conseguir la historia actuando desde dentro.
- ¿Entrando
como paciente o algo por el estilo?
Candler repuso:
- Algo por el
estilo.
- ¡Ah!
Se levantó de
la silla y se acercó a la ventana, de espaldas al director. El sol apenas se
había movido. Sin embargo, el dibujo de luces y sombras reflejado en las calles
parecía distinto, sombríamente distinto. Su estado de ánimo también era distinto.
Comprendió que aquello ero lo que había estado esperando que sucediese. Se
volvió y dijo:
- No. Desde
luego que no.
Candler se
encogió imperceptiblemente de hombros.
- No le culpo.
Ni siquiera se lo he pedido. Yo tampoco lo haría.
- ¿Qué cree
Ellsworth Joyce Randolph que está sucediendo en su manicomio? Debe ser algo
bastante descabellado si usted mismo ha llegado a dudar de su cordura.
- No puedo
decírselo, Vine. Le he prometido que no lo haría, tanto si aceptaba usted el
trabajo como si no.
- ¿Pretende
decirme que, aunque aceptara el encargo, no sabría lo que debía buscar?
- Así es.
Estaría predispuesto, su juicio no sería objetivo. Buscaría algo concreto, y
podría creer que lo había encontrado sin tener una base firme. O, por el
contrario, estaría tan predispuesto a no encontrarlo, que quizá no quisiera
reconocerlo aunque lo tuviera delante de las narices.
El se apartó de
la ventana y se acercó a la mesa sobre la que descargó un puñetazo.
- Maldita sea,
Candler, ¿por qué yo?. Ya sabe lo que me ocurrió hace tres años.
- Desde luego.
Amnesia.
- Eso es,
amnesia. Ni más ni menos. Nunca he ocultado que no me he recuperado de esa
amnesia. Tengo treinta años, ¿no es así? Sólo recuerdo lo sucedido en el
espacio de tres años. ¿Sabe lo que es tener un muro que te impide recordar lo
sucedido antes de esa época?
» Oh, bueno, sé
lo que hay al otro lado de ese muro. Lo sé porque todo el mundo me lo dice. Sé
que empecé trabajando como botones hace diez años. Sé dónde y cuándo nací y que
mis padres murieron. Sé como eran... porque he visto fotografías suyas. Sé que
no tenía esposa ni hijos, porque así me lo dijeron todas las personas que me
conocían. Téngalo bien presente: todas las personas que me conocían, no todas
las personas que yo conocía. Yo no conocía a nadie.
» Desde
entonces no me ha ido mal del todo. Cuando salí del hospital - ni siquiera
recuerdo el accidente que me mandó allí - vine directamente aquí porque aún me
acordaba de escribir artículos, a pesar de que tuviese que aprender el nombre
de todo el mundo. No estaba en peor situación que un periodista novato empleado
en un periódico de una ciudad desconocida. Y todo el mundo me ayudó mucho.
Candler abrió
una mano para calmar la tempestad. Dijo:
- Está bien,
Napi. Ha dicho que no, y eso es suficiente. No me parece que esto tenga nada
que ver con el tema que nos ocupa, ya que lo único que tenía que hacer era
decir que no, así que olvídelo.
La tensión
seguía dominándole. Dijo:
- ¿No le parece
que esto tenga nada que ver con el tema que nos ocupa? Usted me pide... o, de
acuerdo, no me lo pide, me lo sugiere... que me haga pasar por loco, y entre en
el manicomio. Cuando... ¿qué confianza puede uno tener en su propia cordura si
no recuerda sus días de colegio, no recuerda el día que conoció a las personas
que trabajan con él, no recuerda el día que empezó a trabajar, y no
recuerdas... nada de lo sucedido antes de hace tres años?
Volvió a
descargar un puñetazo encima de la mesa, y después miró a su alrededor. Dijo:
- Lo siento. No
pretendía excitarme de este modo.
- Siéntese -
dijo Candler.
- La respuesta
sigue siendo no.
- Es igual;
siéntese.
Se sentó,
extrajo un cigarrillo y lo encendió.
Candler dijo:
- Ni siquiera
tenía intención de mencionarlo, pero ahora me veo obligado a hacerlo. Es
necesario, después de oírle hablar así. No sabía que aún estuviera tan
trastornado por su amnesia. Pensaba que lo había superado.
» Escuche,
cuando el doctor Randolph me ha preguntado qué periodista era capaz de hacer el
trabajo, le he hablado de usted. Le he contado sus antecedentes. El también
recuerda haberle conocido. Sin embargo, no sabía nada de su amnesia.
- ¿Acaso me ha
recomendado por eso?
- No me
interrumpa. Me ha dicho que, mientras usted se encontrara allí, no tendría
inconveniente en someterle a un nuevo tratamiento de choques que podría
devolverle la memoria. Ha dicho que valía la pena intentarlo.
- No ha
asegurado que diera resultado.
- Ha dicho que
era posible; en cualquier caso, no le perjudicará.
Apagó el
cigarrillo que acababa de encender. Miró fijamente a Candler. No tuvo que decir
lo que pensaba; el director lo leyó en su rostro.
-
Tranquilícese, muchacho - dijo Candler -. Recuerde que no se lo he dicho hasta
que usted mismo me ha confiado lo mucho que ese muro le preocupa. No es una
baza que me reservase para el final. Se lo he dicho para hacerle un favor,
después de oírle hablar de ese modo.
- ¡Un favor!
Candler se
encogió de hombros.
- Ha dicho que
no. Yo he aceptado su respuesta. Después ha empezado a quejarse y yo no he
tenido más remedio que mencionar algo que ya había olvidado. No le dé más
vueltas. ¿Cómo va el artículo de los sobornos? ¿Algo nuevo?
- ¿Asignará a
otro el artículo del manicomio?
- No; usted es
el único que puede hacerlo.
- ¿De qué se
trata? Debe de ser una historia muy insólita para que dude del buen sentido del
doctor Randolph. ¿Acaso cree que sus pacientes deberían ocupar el lugar de los
médicos, o qué?
Se echó a reír.
- Ya lo sé, no
puede decírmelo. Es un atractivo cebo doble, la curiosidad... y la esperanza de
derrumbar ese muro. ¿Puede contarme el resto? Si digo que sí en vez de no,
¿cuánto tiempo estaré allí, y en qué condiciones? ¿Qué oportunidades tengo de
volver a salir? ¿Cómo entraría?
Candler repuso
lentamente:
- Vine, ya no
estoy seguro de querer asignarle la misión. Olvidemos el asunto.
- De ningún
modo. Por lo menos, no hasta que conteste a mis preguntas.
- De acuerdo.
Ingresaría anónimamente, de forma que nadie pudiese criticarle si la historia
resultara falsa. En caso contrario, podría explicar toda la verdad... incluida
la confabulación del doctor Randolph para hacerle entrar y salir nuevamente.
Entonces, el secreto ya no será tal.
» Podría
descubrir lo que quiere en unos cuantos días... y, de todos modos, no se
quedaría allí más de dos semanas.
- ¿Cuántos
residentes del manicomio sabrían mis intenciones, aparte de Randolph?
- Ninguno. -
Candler se inclinó hacia delante y alzó cuatro dedos de la mano izquierda -
Sólo cuatro personas estarían al corriente. Usted. - Señaló un dedo -. Yo. - El
segundo -. El doctor Randolph - El tercer dedo -. Y otro de nuestros
periodistas.
- No es que
tenga nada que oponer, pero ¿por qué otro periodista?
- Sería un
intermediario, en dos aspectos. Primero, le acompañaría a visitar a un
psiquiatra; Randolph nos recomendará alguno que será relativamente fácil de
engañar. Se hará pasar por su hermano y solicitará que le examinen. Usted
convencerá al psiquiatra de que está chalado y él lo certificará. Se necesitan
dos médicos para recluirle, pero Randolph será el segundo. Su supuesto hermano
querrá que Randolph sea el segundo.
- ¿Todo esto
bajo un nombre falso?
- Si lo
prefiere... Claro que no hay razón para que sea así...
- Lo prefiero.
Naturalmente, no quiero que se publique. Diga a todos los de aquí..., excepto
mi... oiga, en este caso no tendríamos que inventarnos un hermano. Charlie
Doerr, de Circulación, es primo hermano mío y mi pariente más próximo. Podría
servir ¿verdad?
- Desde luego.
En ese caso, tendría que hacer de intermediario para todo lo demás. Visitarle
en el manicomio y traer todo lo que usted quiera enviar.
- Y si en un
par de semanas no he descubierto nada, ¿me salvará?
Candler
asintió.
- Se lo diré a
Randolph; el le entrevistará y dictaminará su curación, para que pueda salir.
Vuelve aquí y habrá estado de vacaciones. Eso es todo.
- ¿Qué clase de
locura debo fingir que tengo?
Le pareció
observar que Candler se contorsionaba ligeramente en su asiento.
- Bueno... ¿y
si recurriéramos a Napoleón? Según el doctor Randolph me dijo, la paranoia es
una forma de locura que no tiene síntomas físicos. No es más que una ilusión
apoyada en una estructura de racionalización. Un paranoico puede estar
perfectamente cuerdo en todos los sentidos menos en uno.
Miró a Candler
y vio que esbozaba una sonrisa irónica.
- ¿Así que debo
creer que soy Napoleón?
Candler hizo un
gesto ambiguo.
- Escoja su
propia personalidad. Sin embargo ¿no le parece que ésta resulta más natural? Es
decir, los muchachos de la oficina siempre le llaman Napi, cuando quieren
bromear un poco, y... - Terminó débilmente -: y todo lo demás.
Y entonces
Candler le miró fijamente.
- ¿Quiere
hacerlo?
- Creo que sí.
Se lo confirmaré mañana por la mañana, después de haberlo consultado con la
almohada, pero, extraoficialmente, es que sí. ¿Le parece bien?
Candler
asintió.
- Me tomo el
resto de la tarde libre; iré a la biblioteca para informarme sobre la paranoia.
De todos modos, no tengo otra cosa que hacer. Y esta misma noche hablaré con
Charlie Doerr. ¿De acuerdo?
- Estupendo.
Gracias.
Sonrió a
Candler. Se acodó en la mesa de éste y dijo:
- Ahora que las
cosas han llegado hasta este punto, voy a confiarle un pequeño secreto. No se
lo diga a nadie. ¡Soy Napoleón!
Esto constituía
un buen remate, así que salió.
2
Recogió el
abrigo y el sombrero y salió a la calle, pasando del aire refrigerado al ardiente
sol. Pasó del tranquilo manicomio que es la redacción de un periódico después
de cerrar una edición, al manicomio más tranquilo de las calles en una
bochornosa tarde julio.
Se retiró el
sombrero panamá de la frente y se enjugó las gotas de sudor con un pañuelo.
¿Adónde iba? No pensaba ir a la biblioteca para estudiar lo referente a la
paranoia; esto había sido una excusa para tener el resto de la tarde libre.
Hacía más de dos años que había leído todos los libros sobre paranoia - y temas
afines - que había en la biblioteca. Era un experto en la materia. Podía
engañar a cualquier psiquiatra del país y hacerle creer que estaba cuerdo... o
loco.
Se dirigió
hacia el parque que había al norte de la ciudad y se sentó en uno de los bancos
situados a la sombra. Dejó el sombrero en el banco y volvió a enjugarse el
sudor de la frente.
Contempló
abstraídamente la gran extensión de césped, de un verde intenso bajo los rayos
del sol, que se extendía a sus pies, las palomas y su absurda forma de andar
moviendo la cabeza, y la roja ardilla que bajó por el tronco de un árbol, miró
a su alrededor y se escabulló detrás del mismo árbol.
Y volvió a
pensar en el muro de amnesia de tres años antes.
Un muro que no
era un muro en absoluto. La frase le intrigó: un muro que no era un muro en
absoluto. Palomas sobre el césped, ¡qué lástima! Un muro que no era un muro en
absoluto.
No era un muro
en absoluto; era un cambio, un brusco viraje. Una línea trazada entre dos
vidas. Veintisiete años antes del accidente. Tres años desde el accidente.
No formaban
parte de la misma vida.
Pero nadie lo
sabía. Hasta aquella tarde no había insinuado la verdad - en caso de que fuera
la verdad - a nadie. Recurrió a ello para dejar el despacho de Candler,
sabiendo que Candler lo tomaría como una broma. De todos modos, había que tener
cuidado si repetía con frecuencia una broma así, la gente empezaría a dudar.
El hecho de que
las numerosas lesiones producidas por el accidente hubieran incluido una
mandíbula rota era la causa de que actualmente estuviese en libertad y no en un
manicomio. Esa mandíbula rota - la tenía enyesada cuando recobró el
conocimiento cuarenta y ocho horas después de chocar de frente con un camión a
quince kilómetros de la ciudad - le impidió hablar durante tres semanas.
Y al cabo de esas
tres semanas, a pesar del dolor y la confusión que le atenazaban, había tenido
la oportunidad de reflexionar con calma. Inventó el muro. La amnesia, la
oportuna amnesia que resultaba mucho más creíble que la verdad.
Pero ¿acaso lo
que él creía era la verdad?
Este era el
fantasma que le había rondado durante los últimos tres años, desde el momento
en que se despertó en una habitación completamente blanca y vio a un
desconocido, vestido de forma muy extraña, sentado junto a su cama, una cama
como jamás había visto en ningún hospital de campaña. Una cama con un armazón
el la parte superior. Y cuando apartó la mirada del desconocido y la posó sobre
su propio cuerpo, vio que le habían enyesado una pierna y ambos brazos, y que
tenía la pierna levantada y sujeta a una polea por medio de una cuerda.
Trató de abrir
la boca para preguntar dónde estaba, y que le había sucedido, y fue entonces
cuando descubrió el yeso que le inmovilizaba la mandíbula.
Miró fijamente
al desconocido con la esperanza de que éste le proporcionara la información que
deseaba, y el desconocido le sonrió y le dijo:
- Hola, George.
Ya estás de nuevo con nosotros ¿eh? Te pondrás bien.
Notó algo
extraño en el idioma... hasta que descubrió lo que era. Inglés. ¿Acaso se
hallaba en poder de los ingleses? Era un idioma que no dominaba pero comprendió
perfectamente al desconocido ¿Por qué le había llamado George?
Es posible que
sus dudas, algo de su enorme estupefacción, se reflejaran en sus ojos, porque
el desconocido se acercó más a la cama y dijo:
- Quizá aún
estés un poco confundido, George. Has tenido un accidente. Tu cupé chocó con un
camión. Esto fue hace dos días y hasta ahora no habías recobrado el
conocimiento. Estás bien, pero tendrás que quedarte unos días en el hospital,
hasta que se suelden todos los huesos que te has roto. Nada serio.
Entonces le
sobrevino un acceso de dolor que borró toda su confusión, y cerró los ojos.
Otra voz dijo:
- Vamos a
ponerle una inyección, señor Vine. - No se atrevió a abrir los ojos. Era más
fácil luchar contra el dolor sin ver nada.
Sintió el
pinchazo de una aguja en el brazo. Casi en seguido dejó de experimentar
sensación alguna.
Cuando volvió
nuevamente en sí - doce horas después, según le dijeron -, se encontró en la
misma habitación blanca, y la misma extraña cama, pero esta vez había una mujer
en la habitación, una mujer vestida con un extraño traje blanco, que miraba un
papel sujeto a una tablilla a los pies de la cama.
Ella le sonrió
al ver que había abierto los ojos. Le dijo:
- Bueno días,
señor Vine. Espero que ya se encuentre mejor. Voy a decir al doctor Holt que se
ha despertado.
Se marchó y
regresó con un hombre que iba tan extrañamente vestido como el desconocido que
le había llamado George.
El doctor le
miró y se echó a reír.
- Por una vez
tengo un paciente que no puede contestarme. Ni siquiera puede escribir una
nota. - Después se puso serio - ¿Le duele algo? Parpadee una vez si no le duele
nada y dos, si siente dolor.
El dolor no era
muy fuerte, así que parpadeó una vez. El doctor asintió con satisfacción.
- Ese primo
suyo - dijo - ha venido a verle. Se alegrará de saber que pronto estará en
posición de... de escuchar, ya que no puede hablar. Le diré que venga un rato
esta tarde.
La enfermera le
alisó las sábanas y después, compasivamente, ella y el médico le dejaron solo,
para que ordenara sus caóticos pensamientos.
¿Ordenarlos?
Esto había tenido lugar hacía tres años, y aún no había sido capaz de
ordenarlos.
El sorprendente
hecho de que todos hablaran inglés y que él entendiera perfectamente esa bárbara
lengua, pese a sus escasos conocimientos de ella. ¿Cómo era posible que un
accidente le hubiese capacitado para entender un idioma que sólo conocía
superficialmente?
El sorprendente
hecho de que le llamaran por un nombre distinto. «George» fue el nombre
utilizado por el desconocido que se hallaba junto a su lecho la noche anterior.
La enfermera le había llamado «señor Vine». George Vine, un nombre inglés sin
duda.
Pero había algo
mil veces más sorprendente que cualquiera de esas dos cosas: lo que el
desconocido de la noche anterior (¿podía ser el «primo» del qué el médico le
había hablado?) le había dicho respecto al accidente: «Tu cupé chocó con un
camión»
Lo realmente
asombroso, lo contradictorio, es que él sabía lo que significaban las palabras
«cupé» y «camión». No es que recordara haber conducido ninguno de ellos, ni el
accidente en sí, ni ninguna otra cosa a partir del momento en que tomara
asiento en su tienda después de Lodi... pero... pero ¿cómo era posible que la
imagen de un cupé, un vehículo impulsado por un motor de gasolina, formara
parte de sus recuerdos, si tal concepto jamás había figurado en su mente?
Lo más horrible
era aquella loca mezcla de dos mundos, uno de ellos, nítido, claro y definido.
El mundo en el cual había vivido durante veintisiete años, el mundo en el cual
había nacido veintisiete años antes, el 15 de agosto de 1769, en Córcega. El
mundo en el cual se había acostado - parecía que fuese la noche anterior - en
su tienda de Lodi, como general del Ejército en Italia, tras su primera
victoria importante en el campo de batalla.
Por otra parte,
estaba aquel inquietante mundo en el que se había despertado, este mundo blanco
en el que se hablaba inglés, un inglés que - pensándolo bien - era distinto del
que había oído en Brienne, Valence, Toulon, y que, sin embargo, entendía a la
perfección y estaba seguro de poder hablar si no tuviera la mandíbula enyesada.
Este mundo en el que todos le llamaban George Vine, y en el cual todos
utilizaban palabras que él no sabía, que no podía lógicamente saber, pero que
producían imágenes en su mente.
Cupé, camión.
Eran dos formas distintas de - la palabra acudió espontáneamente a su memoria -
automóviles. Se concentró en lo que era un automóvil y en cómo funcionaba, y
descubrió que poseía esa información. El bloque de cilindros, los pistones
impulsados por explosiones de vapor de gasolina, encendido por la chispa de
electricidad producida por un generador...
La
electricidad. Abrió los ojos y alzó la vista hacia la lámpara que colgaba del
techo, y supo, de alguna manera, que era una luz eléctrica, y se dio cuenta de
que tenía una noción general de lo que era la electricidad.
El italiano
Galvani... sí, había leído algo respecto a los experimentos de Galvani, pero
éstos no habían desembocado en nada tan práctico como aquella luz. Y, mientras
contemplaba aquella luz amortiguada por la pantalla, vio energía hidráulica
accionando dinamos, muchos kilómetros de cables, motores accionando
generadores... Contuvo la respiración ante el concepto que le proporcionaba su
propia mente, o parte de su propia mente.
Los confusos e
inseguros experimentos de Galvani, con sus débiles corrientes y ranas que
pataleaban, apenas habían presagiado el obvio misterio de aquella luz que
brillaba en el techo; y esto era precisamente lo más extraño; una parte de su
mente lo encontraba misterioso y la otra parte lo consideraba normal y
comprendía su funcionamiento de un modo general.
La luz
eléctrica fue inventada por Thomas Alva Edison alrededor de... ¡Ridículo!,
había estado a punto de decir alrededor de 1900, y sólo era el año 1796.
Entonces fue
cuando se dio cuenta de lo más horrible de todo e intentó - con grandes dolores
y en vano - incorporarse en la cama. Si su memoria no le engañaba, fue en 1900,
y Edison falleció en 1931... Y un hombre llamado Napoleón Bonaparte murió
ciento diez años antes de esa fecha, en 1821.
Entonces estuvo
a punto de volverse loco.
Y, loco o
cuerdo, únicamente el hecho de no poder hablar le salvó del manicomio; le dio
tiempo para reflexionar, tiempo para comprender que su única oportunidad
residía en fingir amnesia, en fingir que no recordaba nada de su vida anterior
al accidente. No te recluyen en un manicomio por sufrir de amnesia. Te dicen
quién eres, te dejan reanudar lo que dicen que era tu vida anterior. Te dejan
atar cabos, mientras intentas recordar.
Era lo que
había hecho hacía tres años. Ahora, al día siguiente, iría a un psiquiatra y le
diría que el era... ¡Napoleón!
3
Los rayos del
sol eran más oblicuos a cada minuto que transcurría. En el cielo, un avión
alteró la quietud reinante con sus zumbidos; alzó la vista y se echó a reír
silenciosamente, en su interior, con una risa que no tenía nada que ver con la
locura. Una risa verdadera, porque surgía de la concepción de Napoleón
Bonaparte viajando en un avión como aquél y de la abrumadora incongruencia de
esa idea.
Entonces pensó
que no recordaba haber viajado nunca en avión. Quizá George Vine lo hubiese
hecho; en algún momento de sus veintisiete años de vida, tenía que haberlo
hecho. Pero ¿acaso eso significaba que él hubiera viajado en uno? Esta era una
pregunta que formaba parte de la gran pregunta.
Se levantó y
empezó a andar nuevamente. Eran casi las cinco; Charlie Doerr no tardaría en
abandonar la sede del periódico e ir a su casa para cenar. Lo mejor sería
telefonear a Charlie y asegurarse de que estaría en su casa aquella noche.
Se dirigió al
bar más cercano y telefoneó; Charlie Doerr no tardó más de un minuto en ponerse
al aparato. Dijo:
- Soy George;
¿estarás en casa esta noche?
- Desde luego,
George. Iba a una partida de cartas, pero la he cancelado al saber que irías a
verme.
- ¿Al saber
que...? Oh, ¿te lo ha dicho Candler?
- Sí. Oye, no
sabía que me telefonearías porque entonces habría llamado a Marge, pero ¿qué te
parece si salimos a cenar? Ella no tendrá ningún inconveniente; puedo llamarla
ahora, si tu puedes.
- No, gracias,
Charlie. Tengo un compromiso para cenar. Y, escucha, sobre la partida de
cartas, puedes ir. Yo pasaré por tu casa hacia las siete y no es necesario que
hablemos toda la noche; una hora será suficiente. De todos modos, tú no
saldrías antes de las ocho.
- No te
preocupes - dijo Charlie -; no tengo ningún empeño en salir, y tú hace mucho
tiempo que no sales. Así que nos veremos a las siete, ¿de acuerdo?
Desde la cabina
telefónica, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Se preguntó por qué había
declinado la invitación a cenar; probablemente porque, de un modo
subconsciente, deseara estar solo un par de horas más antes de hablar con
nadie, incluso con Charlie y Marge.
Bebió la
cerveza a pequeños sorbos, porque quería hacerla durar; aquella noche tenía que
estar sereno, muy sereno. Aún tenía tiempo para cambiar de opinión; se había
dejado una puerta abierta, aunque pequeña. Aún podía hablar con Candler a la
mañana siguiente y decirle que había resuelto no hacerlo.
Por encima del
borde del vaso, se contempló en el espejo que había detrás de la barra. Bajo,
rubio, con pecas en la nariz, corpulento. Lo de bajo y corpulento encajaba a la
perfección, pero el resto... Ni el parecido más remoto.
Bebió
lentamente otra cerveza, y así dieron las cinco y media.
Salió y reanudó
su paseo, esta vez hacia la ventana del tercer piso por la que estaba mirando
cuando Candler le hizo llamar. Se preguntó si alguna vez volvería a sentarse junto
a esa ventana para contemplar la tarde bañada por el sol.
Quizá sí. Quizá
no.
Pensó en Clare.
¿Deseaba verla aquella noche?
Pues no,
sinceramente, no. Pero si desaparecía durante una o dos semanas sin despedirse
de ella, ya podía darla por perdida.
No tenía
opción.
Se detuvo en un
drugstore y telefoneó a su casa.
- Clare, soy
George - dijo -. Escucha, mañana tengo que irme de viaje por un asunto del
periódico; no sé cuánto tiempo estaré fuera. Se trata de una de esas cosas que
tanto pueden durar días como semanas. ¿Podemos vernos a última hora, para
despedirnos?
- Claro que sí,
George. ¿A qué hora?
- Podría ser
después de las nueve, aunque no mucho. ¿Te parece bien? Primero tengo que ver a
Charlie, por negocios; quizá no pueda escaparme antes de las nueve.
- Desde luego,
George. Cuando tú quieras.
Se detuvo
frente a un puesto de hamburguesas, pese a no tener apetito, y consiguió tomar
un bocadillo y un pedazo de tarta. Así dieron las seis menos cuarto y, si iba
andando hasta casa de Charlie, llegaría a la hora fijada. Así que fue andando.
El propio
Charlie le abrió la puerta. Llevándose un dedo a los labios, hizo un gesto con
la cabeza en dirección a la cocina, donde Marge estaba lavando los platos.
Susurró:
- No le he
dicho nada a Marge, George. Se preocuparía.
Habría querido
preguntar a Charlie por qué iba a preocuparse, pero no lo hizo. Quizá tuviera
miedo de la respuesta. Significaría que Marge ya se preocupaba por él, y esto
era mala señal. El creía haber desempeñado muy bien su papel a lo largo de los
tres últimos años.
De todos modos,
no pudo preguntar nada, pues Charlie le condujo en seguida al salón y la cocina
estaba al lado. Mientras tanto, Charlie le dijo:
- Me alegro de
que hayas decidido venir a jugar una partida de ajedrez, George. Marge tiene
que salir esta noche; quiere ver no sé qué película. Yo iba a esa partida de
cartas por una cuestión de legítima defensa, pero no me apetecía nada.
Sacó el tablero
y las piezas de un armario y lo colocó sobre la mesita auxiliar.
Marge entró con
una bandeja en la que había dos grandes vasos llenos de cerveza y la dejó al
lado del tablero. Dijo:
- Hola, George.
Me he enterado de que te vas un par de semanas.
El asintió.
- Lo malo es
que no sé dónde. Candler, el director, me ha preguntado si podía encargarme de
una asunto fuera de la ciudad, y yo le he sido que sí pero no hablaremos hasta
mañana.
Charlie tenía
las dos manos extendidas, con un peón en cada una de ellas, y cuando toco la
mano izquierda de Charlie, palideció. Movió un peón hacia el rey y, cuando
Charlie hizo lo mismo, adelantó el peón de la reina.
Marge se
retocaba el sombrero frente al espejo. Dijo:
- Bueno,
George, si ya te has ido cuando vuelva, hasta pronto y buena suerte.
- Gracias,
Marge. Adiós.
Hizo unos
cuantos movimientos antes de que Marge se acercara, dispuesta para irse, besara
a Charlie, y después le besara a él en la frente. Dijo:
- Cuídate
mucho, George.
Su mirada se
cruzó con la de los azules ojos de Marge y pensó: «Está preocupada por mí». Eso
le asustó un poco.
En cuanto la
puerta se hubo cerrado tras ella, dijo:
- No es
necesario que acabemos la partida, Charlie. Vayamos al grano, porque he quedado
con Clare a las nueve. No sé cuánto tiempo estaré fuera, así que no puedo irme
sin despedirme de ella.
Charlie alzó la
vista hacia él.
- ¿Acaso lo de
Clare es serio, George?
- No lo sé.
Charlie cogió
su cerveza y tomó un sorbo. De repente adoptó una voz brusca y práctica. Dijo:
- De acuerdo,
vayamos al grano. Mañana por la mañana tenemos hora a las nueve para ver a un
tipo llamado Irving, el doctor W.E. Irving, del Edificio Appleton. Es
psiquiatra; el doctor Randolph nos lo ha recomendado.
» Le he
telefoneado esta tarde después de hablar con Candler; Candler ya había
telefoneado a Randolph. Le di mi verdadero nombre. Mi historia ha sido ésta:
tengo un primo que últimamente se comporta de una forma muy extraña y con el
cual deseo que tenga un cambio de impresiones. No le he dado el nombre de mi
primo. Tampoco le he dicho en qué sentido te comportabas de un modo extraño; he
esquivado la pregunta y le dicho que prefería que juzgara por sí mismo y sin
ninguna clase de prejuicios. Le he explicado que te había convencido para
visitar a un psiquiatra y que el único que yo conocía era Randolph; que había
telefoneado a Randolph, que éste me había dicho que ya no ejercía privadamente
y me había recomendado a Irving. Le he dicho que era tu pariente más próximo.
» Eso deja vía
libre a Randolph para ser el segundo médico del certificado. Si logras
convencer a Irving de que estás realmente loco y él quiere firmar tu reclusión,
puedo insistir en que te vea Randolph, a quien quería desde el principio. Y,
esta vez, como es natural, Randolph accederá.
- ¿No has dicho
absolutamente nada respecto a la clase de locura que sospechas que tengo?
Charlie meneó
la cabeza. Repuso:
- Así que, de
todos modos, ninguno de los dos iremos al Blade mañana por la mañana. Me iré de
casa a la hora de siempre para que Marge no haga preguntas, y nos encontraremos
en el centro - digamos, en el vestíbulo del Christina - a las once menos
cuarto. Si logras convencer a Irving de que has de ser recluido - si es que ésa
el la palabra correcta -, llamaremos inmediatamente a Randolph y mañana estará
todo arreglado.
- ¿Y si cambio
de opinión?
- Telefonearé
para decir que no vamos. Eso es todo. Oye, ¿verdad que no hay nada más que
hablar? Terminemos esa partida de ajedrez; no son más que las siete y veinte.
El meneó la
cabeza.
- Prefiero
seguir hablando, Charlie. Te has olvidado de una cosa; pasado mañana. ¿Con qué
frecuencia irás a verme para recoger los boletines de Candler?
- Oh, es
verdad, lo había olvidado. Todos los días de visita... tres veces por semana:
lunes, miércoles, y viernes por la tarde. Mañana es viernes, de modo que si
consigues entrar, el lunes será el primer día que pueda visitarte.
- De acuerdo.
Dime. Charlie, ¿te ha insinuado algo Candler respecto a la historia por la que
debo entrar ahí?
Charlie Doerr
meneó lentamente la cabeza.
- Ni una
palabra. ¿De qué se trata? ¿Acaso es demasiado secreta para que hables de ella?
Miró fijamente
a Charlie, sumido en un mar de dudas. Y de pronto comprendió que no podía
decirle la verdad: que él tampoco sabía nada. Pasaría por un tonto. No pareció
una tontería cuando Candler le dio la razón - una razón, de todos modos - para
no decírselo, pero ahora si que lo parecería.
Repuso:
- Si él no te
ha explicado nada, me imagino que yo tampoco debo hacerlo, Charlie. - Y como
esto no le pareció demasiado convincente, añadió -: Se lo he prometido a
Candler.
Habían vaciado
los dos vasos de cerveza y Charlie se los llevó a la cocina para llenarlos de
nuevo.
El siguió a
Charlie, pues prefería la informalidad de la cocina. Se sentó a horcajadas en
una silla de la cocina, acodándose en el respaldo, y Charelie se apoyó en el
frigorífico.
Charlie dijo:
- ¡Prosit!
Ambos bebieron,
y después Charlie preguntó:
- ¿Ya has
pensado la historia que le contarás al doctor Irving?
El asintió.
- ¿Te ha
contado Candler lo que debo decirle?
- ¿Que eres
Napoleón? - contestó Charlie, reprimiendo una carcajada.
¿Por qué le dio
la impresión de que su hilaridad era fingida? Miró a Charlie, y comprendió que
lo que pensaba resultaba completamente increíble. Charlie era una persona
franca y sincera. Charlie y Marge eran sus mejores amigos; habían sido amigos
suyos durante tres años. Según Charlie, mucho tiempo más, muchísimo más. Pero
de lo ocurrido antes de esos tres años... él no podía dar fe.
Se aclaró la
garganta para darse ánimos. Tenía que preguntar, tenía que asegurarse.
- Charlie. voy
a preguntarte algo que quizá te extrañe. ¿Estáis actuando honestamente?
- ¿Qué?
- Ya sé que es
una pregunta extraña. Pero... mira, tú y Candler no creéis que estoy loco,
¿verdad? No habréis ideado todo esto entre los dos para recluirme - o, por lo
menos, examinarme - sin que yo sepa lo que ocurre, hasta que sea demasiado
tarde ¿verdad?
Charlie le miró
fijamente. Dijo:
- Vamos,
George, no me creerás capaza de hacerte una cosa así, ¿verdad?
- No, claro que
no. Pero... quizá pensaras que era por mi propio bien, y eso podría haberte
decidido. Escucha, Charlie, si estoy en lo cierto, si realmente piensas eso,
déjame decirte que no es justo. Mañana iré a un psiquiatra para mentirle, para
tratar de convencerle de que tengo alucinaciones. No para ser sincero con él. Y
eso sería una gran injusticia. Lo comprendes, ¿verdad, Charlie?
Charlie
palideció ligeramente. Repuso:
- Te juro,
George, que no es nada de eso. Todo lo que yo sé es lo que Candler y tú me
habéis dicho.
- ¿Crees que
estoy cuerdo, absolutamente cuerdo?
Charlie se
humedeció los labios. Dijo:
- ¿Quieres
saber la verdad?
- Sí.
- Nunca lo he
dudado, hasta este momento. A menos que... bueno, la amnesia es una forma de
aberración mental, y tú no has podido superarla pero esto no es lo que tú
querías decir, ¿verdad?
- No.
- En este caso,
hasta ahora mismo... George, eso tiene todo el aspecto de una manía
persecutoria, si es que realmente pensabas lo que me has preguntado. Una
conspiración para... ¿Es que no te das cuenta de lo ridículo que es? ¿Qué razón
podríamos tener Candler y yo para mentirte y querer recluirte?
El contestó:
- Lo siento,
Charlie. Ha sido una idea absurda. No, claro que no lo creo. - Lanzó una ojeada
a su reloj -. Terminaremos esa partida de ajedrez, ¿quieres?
- Estupendo.
Espera a que llene otra vez los vasos.
Jugó
distraídamente y consiguió perder al cabo de quince minutos. Declinó el
ofrecimiento de Charlie para una revancha y se recostó en el sillón.
Dijo:
- Charlie, ¿has
visto alguna vez unas piezas de ajedrez que sean rojas y negras?
- N-no. O
blancas y negras, o rojas y blancas. ¿Por qué?
- Bueno... -
sonrió -. Me imagino que no tendría que decírtelo, después de hacerte dudar
sobre si estoy cuerdo o no, pero es que últimamente he tenido varias veces el
mismo sueño. No es que sea más descabellado que otro sueño cualquiera, pero lo
raro es que se repite una y otra vez. Es algo sobre una partida entre rojas y
negras; ni siquiera estoy seguro de que sea ajedrez. Ya sabes lo que pasa
cuando sueñas; las cosas parecen tener sentido aunque sean absurdas. En el
sueño no me pregunto si las piezas rojas y negras son de ajedrez o no; lo sé,
lo supongo, o creo saberlo. Pero cuando me despierto no lo recuerdo. ¿Sabes lo
que quiero decir?
- Desde luego.
Continúa.
- Bueno,
Charlie, he estado pensando que quizá tenga algo que ver con o que hay al otro
lado de un muro de amnesia que jamás he podido derribar. Esta es la primera vez
en mi... bueno, no en mi vida, quizá, pero si en los tres años que recuerdo de
ella, en que tengo varias veces el mismo sueño. Me pregunto si..., si no es un
indicio de que estoy empezando a recobrar la memoria.
» ¿He tenido
alguna vez un juego de fichas rojas y negras, por ejemplo? O bien, en mi
colegio, ¿tenían competiciones de baloncesto o béisbol entre equipos rojos y
negros, o... algo por el estilo?
Charlie
reflexionó unos minutos antes de menear la cabeza.
- No - dijo -,
no recuerdo nada parecido. Claro que en las ruletas hay rojo y negro... rouge
et noir. También son los colores de una baraja de cartas.
- No. Estoy
completamente seguro de que no tiene nada que ver con las cartas ni con la
ruleta. No es... nada de este estilo. Es un juego entre las rojas y las negras.
En cierto modo, ellas son los jugadores. Piénsalo, Charlie; no en donde tú
habrías podido asimilar esa idea, sino en donde yo habría podido.
Vio que Charlie
reflexionaba y, al cabo de un rato, le dijo:
- Está bien, no
sigas estrujándote el cerebro, Charlie. A ver si te dice algo esto: El
brillante fulgor.
- El brillante
fulgor, ¿de qué?
- Sólo esas
palabras: el brillante fulgor. ¿Significan algo para ti?
- No.
- Está bien -
dijo -; olvídalo.
4
Llegó temprano
y dejó atrás la casa de Clare, llegando hasta la esquina, donde se detuvo bajo
el gran olmo que allí había, para fumar el resto de su cigarrillo, mientras
reflexionaba sombríamente.
En realidad, no
había nada que pensar; lo único que tenía que hacer era despedirse de ella.
Unas cuantas palabras. Y rehuir sus pregunta acerca del lugar a donde iba, y
cuánto tiempo se quedaría. Tenía que mostrarse tranquilo e indiferente, como si
no significaran absolutamente nada el uno para el otro.
Tenía que ser
así. Conocía a Clare Wilson desde hacía un año y medio, y habían estado
saliendo durante todo ese tiempo; no era justo. Esto debía ser el final, por el
bien de ella. No tenía derecho a pedir a una mujer que se casara con él... ¡un
loco que creía ser Napoleón!
Tiró el
cigarrillo y lo aplastó furiosamente con la punta del zapato; después
retrocedió hasta la casa, subió los escalones del porche, y tocó el timbre.
La propia Clare
le abrió la puerta. la luz procedente del recibidor confirió un brillo dorado a
su cabello, que rodeaba su cara en sombras.
Deseó con
tantas fuerzas tomarla entre sus brazos que le costó un verdadero esfuerzo
mantener los brazos estirados a lo largo del cuerpo.
Estúpidamente,
dijo:
- Hola, Clare
¿Cómo van las cosas?
- No lo sé,
George. ¿Cómo van las cosas? ¿No piensas entrar?
Se retiró del
umbral para dejarle pasar y la luz iluminó su cara, dulcemente seria. Sabía que
ocurría algo desusado, pensó él; su expresión y tono de voz se lo revelaron.
No quería
entrar. Dijo:
- Hace una
noche preciosa Clare. Demos un paseo.
- De acuerdo,
George - Salió al porche -. Una noche preciosa, y unas estrellas maravillosas.
- Se volvió hacia él y lo miró -. ¿Alguna de ellas es tuya?
El se
sobresaltó ligeramente. Después dio un paso adelante y la cogió por el codo,
para ayudarla a bajar los escalones del porche. Contestó:
- Todas son
mías. ¿Quieres comprar una?
- ¿Es que no me
la regalarías? ¿Ni una muy pequeñita? Me conformaría con una que tuviera que
mirar con un telescopio.
Se encontraron
en la acera, dónde ya nadie podía oírles, y su voz cambió bruscamente,
perdiendo la nota festiva que tenía, para preguntar:
- ¿Qué sucede,
George?
El abrió la
boca para contestar que no sucedía nada, pero volvió a cerrarla. No podía
decirle una mentira, pero tampoco podía decirle la verdad. El hecho de que ella
le hubiese formulado esta pregunta de ese modo, tendría que haber simplificado
las cosas, sin embargo, las hizo más difíciles.
Le hizo otra
pregunta:
- Tienes la
intención de despedirte... para siempre, ¿verdad, George?
El repuso:
- Sí. - Tenía
la boca seca. No sabía si esa única palabra había salido como un articulado
monosílabo o no, de modo que se humedeció los labios y lo intentó de nuevo -;
Sí, me temo que sí, Clare.
- ¿Por qué?
No tuvo el
valor de mirarla, así que siguió con la vista fija en el infinito. Dijo:
- N-no puedo
decírtelo, Clare, pero debo hacerlo. Es lo mejor para ambos.
- Dime una
cosa, George. ¿Es verdad que te vas o sólo era... una excusa?
- Es verdad. Me
voy; no sé por cuánto tiempo. No me preguntes adónde, por favor. No puedo
decírtelo.
- Quizá yo sí
que pueda, George. ¿Te importa que lo haga?
Le importaba,
le importaba mucho. Pero ¿cómo iba a decírselo? No contestó, porque tampoco
podía decir que sí.
Habían llegado
al parque, el reducido parque del barrio que sólo ocupaba una manzana de
extensión y no ofrecía demasiada intimidad, pero que tenía bancos. El la siguió
hacia allí... o quizá fue ella y tomaron asiento en un banco. Había otras
personas en el parque, pero no demasiado cerca. El aún no había contestado su
pregunta.
Ella se sentó
muy cerca de él, y comentó:
- Estás
preocupado por tu estado mental, ¿verdad, George?
- Pues... sí,
en cierto modo, sí, es verdad.
- Y tu viaje
tiene algo que ver con eso, ¿no es así? ¿Vas a algún sitio para someterte a
observación o tratamiento, o las dos cosas?
- Algo por el
estilo. No es tan sencillo como todo esto, Clare, y yo... no puedo explicarte
de qué se trata.
Ella apoyó una
mano sobre las suyas, que descansaban sobre sus rodillas. Dijo:
- Sabía que era
algo por el estilo, George, y no te pido que me expliques nada. Lo único que
pido es que no me digas lo que querías decirme. Dime «hasta la vista» en vez de
«adiós». Ni siquiera me escribas, si no quieres, pero no seas tan noble ni
termines con todo en este mismo momento, pensando en mi bien. Por lo menos
espera a que regreses. ¿De acuerdo?
El tragó
saliva. ¡Ella lo presentaba todo de una forma tan sencilla cuando, en realidad,
era tan complicado! Tristemente, respondió:
- Está bien,
Clare. Si tú lo prefieres...
Ella se levantó
bruscamente:
- Volvamos,
George.
El también se
levantó.
- Aún es
temprano.
- Lo sé, pero a
veces... Bueno, es el momento psicológico más adecuado para separarnos. George.
Sé que parece una tontería pero, después de lo que hemos dicho, ¿no sería - uh
- un anticlímax... seguir...?
El se echó a
reír. Dijo:
- Comprendo a
lo que te refieres.
Regresaron a su
casa en silencio. El no habría podido decir si fue un silencio feliz o
desgraciado; estaba demasiado confundido para saberlo.
En el oscuro
porche, delante de la puerta, ella se volvió y le miró.
- George -
dijo.
Silencio.
- ¡Oh, George!
Deja de ser tan noble o lo que sea. A menos, naturalmente que no me ames. A
menos que esto sólo sea una complicada forma de... evasiva. ¿Lo ves?
Sólo había dos
cosas que él pudiera hacer. Una era echar a correr como alma que lleva el
diablo. la otra era hacer lo que hizo, la rodeó con sus brazos y la besó,
apasionadamente.
Cuando terminó,
y no se dio prisa en terminar, respiraba entrecortadamente y tenía las ideas
confusas, pues se concentró diciendo lo que no pensaba decir.
- Te quiero,
Clare. Te quiero; te quiero mucho.
Y ella
contestó:
- Yo también te
quiero, amor mío. Volverás a buscarme, ¿verdad?
Y él dijo:
- Sí, sí.
Ella vivía a
unos seis kilómetros de la pensión dónde él se alojaba, pero fue andando, y el
paseo le pareció muy corto.
Se sentó junto
a la ventana de su habitación, con la luz apagada, para pensar, pero sus
pensamientos describían el mismo círculo cerrado que habían descrito durante
tres años.
Fuera, en el
exterior, las estrellas parecían relucientes diamantes en el cielo. ¿Sería una
de ellas la estrella de sus destino? En ese caso, él la seguirá, la seguiría
hasta el manicomio si es que le conducía hasta allí. En su interior existía la
arraigada convicción de que aquello no era un accidente, que no podía
considerase una coincidencia el hecho de que le hubieran pedido que dijera la
verdad bajo pretexto de una mentira.
La estrella de
su destino.
¿El brillante
fulgor? No, la frase de sus sueños no se refería a eso; no era una frase
adjetiva, sino sustantiva. El brillante fulgor. ¿Qué era el brillante fulgor?
¿Y las rojas y
las negras? Había pensado en todo lo que Charlie le sugiriese, y otras cosas
también. Fichas de un juego de damas, por ejemplo. Pero no era eso.
Las rojas y las
negras.
Bueno,
cualquiera que fuese la respuesta, ahora se dirigía a toda velocidad hacia
ella.
Al cabo de un
rato se acostó, pero tardó mucho en quedarse dormido.
5
Charlie Doerr
salió del despacho que ostentaba el letrero de «Privado» y alzó una mano. Dijo:
- Buena suerte,
George. El doctor quiere hablar contigo.
Estrechó la
mano de Charlie y repuso:
- Ya puedes
marcharte. Nos veremos el lunes, el primer día de visita.
- Esperaré aquí
- contestó Charlie -. Me he tomado el día libre ¿sabes? Además, quizá no tengas
que ir.
Soltó la mano
de Charlie y le miró fijamente a los ojos. Repuso lentamente:
- ¿A qué te
refieres, Charlie... con eso de que quizá no tenga que ir?
- Verás... -
Charlie parecía desconcertado -. Quizá te diga que estás bien, o te sugiera que
vengas regularmente a verle hasta que te repongas, o... - Charlie terminó con
un hilo de voz -: O algo por el estilo.
Incrédulamente,
siguió mirando a Charlie. Habría querido gritar: «¿Estoy loco o lo estás tú?»,
pero hubiera sido una locura en aquellas circunstancias. Pero tenía que
asegurarse de que las palabras de Charlie no respondieran a sus más íntimos
pensamientos; quizá hubiera caído en el papel que debía desempeñar al hablar
con el médico. Preguntó:
- Charlie,
¿acaso no recuerdas que...? - El resto de la pregunta le pareció una locura, al
ver la mirada inexpresiva de Charlie. La respuesta estaba en la cara del propio
Charlie; no necesitaba que éste la tradujera en palabras.
Charlie volvió
a decir:
- Esperaré,
naturalmente. Buena suerte, George.
El miró a
Charlie y asintió, después de lo cual dio media vuelta y entró en el despacho
con el letrero de «Privado». Cerró la puerta, mientras estudiaba al hombre
sentado tras la mesa, que se había levantado al verle entrar. Un hombre
corpulento, de anchas espaldas y cabello gris.
- ¿El doctor
Irving?
- Sí, señor
Vine. ¿Quiere hacer el favor de sentarse?
Se dejó caer en
el cómodo sillón tapizado que había al otro lado de la mesa del médico.
- Señor Vine -
dijo el médico -, la primera de este tipo de entrevistas siempre resulta un
poco difícil. Para el paciente, me refiero. Hasta que me conozca mejor, le será
un poco difícil superar ciertas reticencias y hablar libremente de sí mismo.
¿Prefiere hablar, contarme cosas a su manera, o que yo le haga preguntas?
Lo pensó. Tenía
una historia preparada, pero sus pocas palabras con Charlie en la sala de
espera lo habían cambiado todo.
Repuso:
- Quizá sea
mejor que me haga preguntas.
- Muy bien. -
El doctor Irving tenía una pluma en la mano y una hoja de papel sobre la mesa,
frente a sí -. ¿Dónde y cuando nació?
Suspiró
profundamente.
- Si no me
equivoco, nací en Córcega, el 15 de agosto de 1769. Naturalmente, no me acuerdo
del momento de mi nacimiento. Sin embargo, recuerdo algunas cosas de mi
adolescencia en Córcega. Estuvimos allí hasta que cumplí los diez años, y
después me enviaron al colegio en Brienne.
En vez de
escribir, el médico daba ligeros golpecitos en el papel con la punta de la pluma.
Preguntó:
- ¿En qué año y
qué mes estamos?
- En agosto de
1947. Sí, sé que debería tener ciento setenta y tantos años. Quizá desee saber
cómo me explico este hecho. No me lo explico. Tampoco me explico el hecho de
que Napoleón muriese en 1821.
Se recostó en
el sillón y cruzó los brazos, alzando los ojos al techo.
- No trato de
explicarme las paradojas y discrepancias. Las acepto como tales. Pero, según mi
memoria, y aparte de los lógicos pros y contras, fui Napoleón durante
veintisiete años. No le cansaré explicándole lo que ocurrió durante ese tiempo;
todo consta en los libros de historia.
» Pero en 1796,
después de la batalla de Lodi, mientras estaba al mando de los ejércitos en
Italia, me acosté. Que yo sepa, no ocurrió nada extraño, me acosté con la
intención de dormir un poco. Pero me desperté - habiendo perdido el sentido del
tiempo - en un hospital de esta ciudad, y me informaron de que mi nombre era
George Vine, de que estábamos en el año 1944, y de que yo tenía veintisiete
años.
» Lo de los veintisiete
años de edad encajaba, pero era lo único. Absolutamente lo único. No recuerdo
nada sobre la vida de George Vine, antes de que él... de que yo me despertara
en el hospital después del accidente. Ahora sé algunas cosas de su vida
anterior, pero sólo porque me las han contado.
» Sé cuando y
dónde nació, dónde fue al colegio, y cuando empezó a trabajar en el Blade. Sé
cuándo se alistó en el ejército y cuándo fue licenciado - a finales de 1943 - a
causa de una lesión en la rodilla, producida por una herida en la pierna. No se
la hizo en combate, y no había ninguna causa «psiconeurótica» en mi... en su
licenciamiento.
El médico dejó
de juguetear con la pluma. Preguntó:
- ¿Hace tres
años que se encuentra así... y lo ha mantenido en secreto?
- Sí. Después del
accidente tuve tiempo para reflexionar, y entonces decidí aceptar lo que me
dijeron acerca de mi identidad. Me habrían recluido, naturalmente. Después, he
tratado de encontrar la solución. He estudiado la teoría del tiempo de Dunne...
¡e incluso de Charles Fort! - Esbozó una súbita sonrisa -. ¿Ha leído algo sobre
Casper Hauser?
El doctor
Irving asintió.
- Quizá tuviera
razón al hacer lo mismo que hice yo. Me pregunto cuántas personas que dicen
sufrir de amnesia han simulado ignorar lo ocurrido antes de cierta fecha...
para no admitir que tenían recuerdos muy distintos de los hechos.
El doctor
Irving dijo lentamente:
- Su primo me
informa de que usted estaba bastante... ah... «entusiasmado» ha sido su
palabra... con el tema de Napoleón antes del accidente. ¿Cómo se lo explica?
- Ya le he
dicho que no me explico nada de nada. Pero puedo verificar ese hecho, aparte de
lo que diga Charlie Doerr. Aparentemente yo - George Vine, si es que alguna vez
he sido George Vine - se interesaba mucho por Napoleón, había leído sobre él,
le había convertido en su héroe, y había hablado bastante de él. Tanto, que sus
compañeros de trabajo del Blade le pusieron el apodo de «Napi».
- Observo que
hace usted distinción entre usted y George Vine. ¿Son una misma persona o no?
- Lo hemos sido
durante tres años. Antes... no recuerdo haber sido George Vine. No creo que lo
fuera. Creo que yo, hace tres años, me desperté en el cuerpo de George Vine.
- Y ¿qué había
hecho durante cien años y pico?
- No tengo ni
la menor idea. No dudo que éste sea el cuerpo de George Vine, y con el he
heredado sus conocimientos, a excepción de sus recuerdos personales. Por
ejemplo, sé desempeñar su labor en el periódico, aunque no me acuerde de la
gente con la que antes trabajaba allí. Poseo su dominio del inglés y su
habilidad para escribir. Sé escribir a máquina. Mi caligrafía es igual que la
suya.
- Si piensa que
usted no es Vine, ¿cómo se lo explica?
Se inclinó
hacia delante.
- Creo que una
parte de mí es George Vine, y la otra no. Creo que ha ocurrido una
transferencia que no tiene nada que ver con las demás experiencias humanas.
Esto no significa necesariamente que sea sobrenatural... ni que yo esté loco,
¿verdad?
El doctor
Irving no contestó. En cambio, preguntó:
- Por razones
muy comprensibles, ha mantenido este asunto en secreto durante tres años.
Ahora, supongo que por otras razones, ha decidido revelarlo. ¿Cuáles son estas
otras razones? ¿Qué ha sucedido para que cambiara de actitud?
Esta era la
pregunta que más le había preocupado.
Muy lentamente,
repuso:
- Porque no
creo en la casualidad. Porque la situación en sí ha cambiado. Porque estoy
dispuesto a que me recluyan en calidad de paranoico para descubrir la verdad.
- ¿Qué ha
cambiado en la situación?
- Ayer me
sugirieron - mi director - que fingiera estar loco por una razón práctica. Y me
sugirió que fingiera la locura que tengo en realidad, si es que la tengo. Desde
luego, admito la posibilidad de que esté loco. Sin embargo, sólo puedo actuar
sobre la base de que no lo esté. Usted sabe que es el doctor Willard E. Irving;
puede actuar sobre esta base, pero ¿cómo sabe quién es? Quizá usted también
esté loco, pero sólo puede actuar como si no lo estuviera.
- ¿Cree que su
director forma parte de un complot - ah - contra usted? ¿Creé que hay una
conspiración para recluirle en un manicomio?
- No lo sé.
Esto es lo que ha sucedido desde ayer por la tarde. - Suspiró profundamente.
Después, comenzó a hablar. Explicó al doctor Irving toda la historia de su
entrevista con Candler, lo que Candler le dijo respecto al doctor Randolph, su
conversación de la última noche con Charlie Doerr y el sorprendente cambio de
conducta de Charlie en la sala de espera.
Cuando hubo
terminado, añadió:
- Eso es todo.
- Miró la inexpresiva cara del doctor Irving con más curiosidad que
preocupación, tratando de adivinar sus pensamientos. Con indiferencia, dijo -:
Es natural que no me crea. Usted piensa que estoy loco.
Le miró a los
ojos, y prosiguió:
- No tiene
opción... a menos que quiera creer que le estoy contando una serie de mentiras
para convencerle de que estoy loco. Es decir que, como científico y psiquiatra,
usted no puede admitir siquiera la posibilidad de que las cosas que yo creo -
que yo sé - sean objetivamente ciertas. ¿Tengo razón o no?
- Me temo que
sí. ¿Qué me sugiere?
- Que siga
adelante y firme el certificado. Yo seguiré el juego hasta el final. Incluso me
someteré al detalle de que el doctor Ellsworth Joyce Randolph sea el segundo en
firmar.
- ¿No tiene
ninguna objeción que hacer?
- ¿Acaso
serviría de algo que la tuviera?
- En un
aspecto, sí, señor Vine. Si un paciente tiene ciertos prejuicios - o manías -
contra un psiquiatra en particular, es mejor que no se someta a sus cuidados.
Si usted cree que el doctor Randolph forma parte de un complot contra usted, le
sugiero que escoja otro.
El repuso
serenamente:
- ¿Aunque yo
eligiera a Randolph?
El doctor
Irving agitó una mano.
- Naturalmente,
si usted y el señor Doerr prefieren...
- Lo
preferimos.
La cabeza de
grisáceos cabellos asintió gravemente.
- Quiero que
comprenda una cosa: si el doctor Randolph y yo decidimos que lo mejor para
usted es que ingrese en un sanatorio, no será para recluirle permanentemente.
Será para someterle a tratamiento.
El asintió.
El doctor
Irving se puso en pie.
- ¿Quiere
disculparme un momento? Voy a telefonear al doctor Randolph.
El doctor
Irving entró en un despacho contiguo. El pensó: «Aquí tiene un teléfono, pero
no quiere que yo oiga la conversación»
Permaneció
tranquilamente sentado hasta que el doctor Irving regresó y le dijo:
- El doctor Randolph
puede recibirnos ahora mismo. He pedido un taxi para que nos lleve allí.
¿Querrá disculparme otra vez? Me gustaría hablar con su primo, el señor Doerr.
No se movió y
ni siquiera volvió la cabeza para ver cómo el doctor salía. Podría haberse
acercado a la puerta y tratado de oír la conversación que se desarrollaba en la
sala de espera, pero no lo hizo. Permaneció sentado hasta oír que la puerta se
abría y la voz de Charlie decía:
- Vamos,
George. El taxi ya debe de haber llegado.
Bajaron en el
ascensor, y el taxi ya estaba frente al edificio. El doctor Irving dio la
dirección.
En el taxi,
cuando estaban a medio camino, comentó:
- Hace un día
precioso.
Charlie se
aclaró la garganta y repuso:
- Sí, es
verdad.
Durante el
resto del trayecto no volvió a decir nada, y los demás tampoco.
6
Llevaba unos
pantalones grises y una camisa gris, abierta en el cuello y sin corbata con la
que pudiera ahorcarse. Tampoco llevaba cinturón, por la misma causa, pero los
pantalones se ajustaban tanto a su cintura que no había peligro de que se le
cayeran. Tampoco había peligro de que él se cayera por ninguna ventana; tenían
barrotes.
Sin embargo, no
estaba en una celda; era un gran pabellón en la tercera planta. En el pabellón
había otros siete hombres. Los observó. Dos de ellos jugaban al ajedrez.
sentados en el suelo y con un tablero entre los dos. Uno estaba sentado en una
silla, y miraba fijamente al infinito; otros dos se hallaban apoyados en los
barrotes de una de las ventanas abiertas, mirando al exterior y hablando
normalmente. Uno leía una revista. Otro estaba sentado en un rincón, tocando
escalas en un piano que no se veía por ninguna parte.
El estaba
apoyado en la pared, mirando a los otros siete. Hacía dos horas que se
encontraba allí; le habían parecido dos años.
La entrevista
con el doctor Ellsworth Joyce Randolph se desarrolló sin dificultades;
prácticamente fue un duplicado de la mantenida con el doctor Irving. Y resultó
evidente que el doctor Randolph jamás había oído hablar de él con anterioridad.
Era lo que él
esperaba, naturalmente.
Ahora se sentía
muy tranquilo. Había decidido que por el momento, no pensaría, no se
preocuparía por nada, ni siquiera sentiría nada.
Se apartó de la
pared y observó el desarrollo de la partida de ajedrez.
Era una partida
de ajedrez normal; se seguían todas las reglas.
Uno de los
jugadores alzó la vista y preguntó:
- ¿Cómo te
llamas?
Era una
pregunta perfectamente normal; lo único anormal era que este mismo hombre ya se
la había formulado cuatro veces durante las dos últimas horas.
Contestó:
- George Vine.
- Yo me llamo
Bassington, Ray Bassington. Llámame Ray. ¿Estás loco?
- No.
- Algunos de
nosotros lo están y otros no. El lo está. - Miró al hombre que tocaba el
imaginario piano -. ¿Sabes jugar al ajedrez?
- No muy bien.
- De acuerdo.
Aquí se come muy temprano. Cualquier cosa que quieras saber, pregúntamela.
- ¿Cómo se sale
de aquí? Espera, no es una broma, ni nada por el estilo. En serio, ¿cuál es el
procedimiento?
- Compareces
ante la junta una vez al mes. Te hacen preguntas y deciden si has de irte o
quedarte. A veces te clavan agujas. ¿Qué ha pasado contigo?
- ¿Pasar
conmigo? ¿A qué te refieres?
- ¿Imbecilidad,
maníaco depresivo, demencia precoz, melancolía involutiva...?
- Oh. Paranoia,
me imagino.
- Mala cosa. Es
cuando te clavan agujas.
Se oyó un
timbre.
- Es la cena -
dijo el otro jugador de ajedrez -. ¿Has tratado de suicidarte alguna vez? ¿O de
matar a alguien?
- No.
- Entonces, te
dejarán comer en una mesa A, con cuchillo y tenedor.
En aquel
momento abrieron la puerta de la sala. Se abrió hacia fuera, apareció un
guardia y dijo:
- Adelante. -
Todos salieron, excepto el hombre sentado en la silla que miraba al infinito.
- ¿Qué hay de
él? - preguntó a Ray Bassington.
- Se perderá la
cena. Es un maníaco depresivo, en plena etapa de depresión. Te dejan perder una
comida; si no vas a la siguiente, se te llevan y te dan de comer. ¿Eres un
maníaco depresivo?
- No.
- Tienes
suerte. Es horrible cuando estás en baja forma. Por aquí, por esta puerta.
Era una
habitación muy grande. Mesas y bancos estaban ocupados por hombres vestidos con
pantalones y camisa grises, igual que él. Un guardia le agarró por un brazo al
entrar y le dijo:
- Aquí. Este es
tu sitio.
Estaba al otro
lado de la puerta. Había un plato de hojalata, lleno de comida, y una cuchara
junto a él. Preguntó:
- ¿Es que no me
dan cuchillo y tenedor? Me habían dicho que...
- Periodo de
observación, siete días. Nadie tiene cubiertos hasta después del periodo de
observación. Siéntese.
Se sentó. Su
compañeros de mesa tampoco tenían cubiertos. Todos comían, algunos ruidosa y
torpemente. El mantuvo la vista fija en su plato, a pesar de su aspecto
repugnante. Jugueteó con la cuchara y consiguió ingerir unos cuantos trozos de
patata y uno o dos de los pedazos de carne que eran menos grasosos.
El café les fue
servido en una taza de hojalata, y se preguntó por qué hasta darse cuenta de lo
fácil que resultaba romper una taza normal y de lo mortífero que podía ser uno
de los pesados tazones que usan en los restaurantes baratos.
El café era
flojo y estaba tibio; no fue capaz de tomarlo.
Se apoyó en el
respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió nuevamente, vio que su plato y su
taza estaban vacíos y que el hombre situado a su izquierda comía rápidamente.
Era el hombre que tocaba el inexistente piano.
Pensó: «Si me
quedo mucho tiempo, llegaré a tener tanta hambre que me comeré toda esta
porquería.» No le gustó la idea de quedarse tanto tiempo.
Al cabo de un
rato sonó un timbre y todos se levantaron, mesa por mesa, respondiendo a una
seña que no vio, y salieron del comedor. Su grupo fue el último en entrar y el
primero en salir.
Ray Bassington
le dio alcance en las escaleras. Dijo:
- Te
acostumbrarás. ¿cómo has dicho que te llamas?
- George Vine.
Bassington se
echó a reír, la puerta se cerró tras ellos y la llave dio la vuelta en la
cerradura.
Vio que fuera
estaba oscuro. Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través de
los barrotes. Una sola estrella brillaba justo encima del olmo del jardín. ¿Su
estrella? Bueno, la había seguido hasta allí. Una nube la ocultó a sus ojos.
Alguien se
hallaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio que era el hombre que tocaba el
piano. Tenía la piel aceitunada y aspecto de extranjero, así como unos ojos muy
negros; en aquel momento sonreía, como animado por una secreta alegría.
- Eres nuevo
aquí, ¿verdad? ¿O es que acaban de trasladarte a esta sala?
- Soy nuevo. Me
llamo George Vine.
- Baroni.
Músico. Por lo menos, lo era. Ahora... no importa. ¿Quieres saber algo en
especial?
- Desde luego;
cómo salir.
Baroni se echó
a reír, sin demasiada alegría ni amargura.
- Lo primero es
convencerles de que vuelves a estar bien. ¿Te importa decirme lo que te pasa...
o prefieres no hablar de ello? A algunos les importa, y a otros no.
Miró a Baroni
preguntándose a qué grupo pertenecería. Finalmente dijo:
- Creo que no
me importa. Yo... creo ser Napoleón.
- ¿Lo eres?
- ¿Qué?
- ¿Eres
Napoleón? Si no lo eres, ya es algo. Entonces, quizá te dejen salir dentro de
seis o siete meses. Si realmente lo eres... mala cosa. Lo más probable es que
te mueras aquí.
- ¿Por qué?
Quiero decir, si lo soy, es que no estoy loco y...
- Esta no es la
cuestión. La cuestión es que ellos crean que no lo estás. Tal como ellos lo
ven, si crees que eres Napoleón, es que estás loco. Quodd erat demonstrandum.
Te quedarás aquí.
- ¿Aunque les
diga que estoy convencido de ser George Vine?
- Han tratado a
mucho paranoicos, antes que a ti. Y a ti te consideran un paranoico, puedes
estar seguro. Cada vez que un paranoico se cansa de un lugar, trata de largarse
mintiendo. Ellos no son tontos, y lo saben.
- En general,
sí, pero ¿cómo...?
Un repentino
escalofrío le bajó por la espina dorsal. No tuvo que terminar la pregunta. Te
clavan agujas... No le dio importancia cuando Ray Bassington se lo dijo.
El hombre de piel
aceitunada asintió.
- El suero de
la verdad - dijo -. Cuando un paranoico llega al punto de afirmar que está
curado, se aseguran de que dice la verdad antes de soltarle.
Pensó que se
había dejado atraer a una trampa perfecta. Probablemente moriría allí.
Apoyó la cabeza
en los fríos barrotes de hierro y cerró los ojos. Oyó unos pasos que se
alejaban y comprendió que estaba solo.
Abrió los ojos
y miró al cielo; las nubes también habían ocultado la luna.
«Clare - pensó
-; Clare.»
Una trampa.
Pero... si era
una trampa, debía haber un trampero.
Estaba cuerdo o
estaba loco. Si estaba cuerdo, había caído en una trampa, y si había un trampa
tenía que haber uno o varios tramperos.
Si estaba
loco...
Que Dios le
confiriera la gracia de estar loco. De este modo, todo sería mucho más
sencillo, y algún día podría salir de allí, podría volver a trabajar en el
Blade, posiblemente con todos los recuerdos de su vida anterior. O la vida de
George Vine.
Esta era la
dificultad. El no era George Vine.
Y había otra
dificultad. El no estaba loco.
El frió hierro
de los barrotes sobre su frente.
Al cabo de un
rato oyó que se abría la puerta y miró a su alrededor. Habían entrado dos
guardias. Una absurda esperanza surgió en su interior. No duró demasiado.
- Hora de
acostarse, muchachos - dijo uno de los guardas. Miró al maniaco depresivo, que
seguía sentado en la misma silla, y dijo -: Está como una cabra. Oiga,
Bassington, ayúdeme a llevármelo.
El otro
guardia, un hombre muy corpulento con el cabello cortado al rape como un
luchador, se acercó a la ventana.
- Usted. Usted
es el nuevo. Vine, ¿verdad?
El asintió.
- ¿Quiere
jaleo, o prefiere portarse bien? - Los dedos de la mano derecha del guardia se
cerraron, y alzó el puño.
- No quiero
jaleo. Ya he tenido bastante.
El guardia se
relajó un poco.
- De acuerdo,
siga así y todo irá bien. Ahí tiene una cama libre. - Señaló -. Esta de la
derecha. Tiene que hacérsela por la mañana. Quédese en la cama y ocúpese de sus
propios asuntos. Si hay ruidos o alboroto en la sala, venimos y nos ocupamos de
solucionarlo. A nuestro modo. A usted no le gustaría.
No estaba
seguro de poder hablar, así que se limitó a asentir. Dio media vuelta y
traspuso la puerta del cubículo que el guardia le había señalado. Había dos
camas; el maníaco depresivo que había visto sentado en la silla se hallaba
acostado en una de ellas, mirando al techo con ojos muy abiertos. Le habían
quitado los zapatos, pero estaba completamente vestido.
Se acercó a su
cama, sabiendo que no podía hacer nada por el otro hombre, ya que no había
forma de llegar a él a través del impenetrable caparazón de horrible tristeza
que es el intermitente compañero de una maníaco depresivo.
Retiró una
sábana manta que cubría su propia cama y vio otra sábana manta del mismo color
gris de la primera sobre una dura almohadilla. Se quitó la camisa y los
pantalones y los colgó de un clavo situado en la pared a los pies de su cama.
Miró a su alrededor en busca de un interruptor con que apagar la luz del techo,
pero no lo encontró. Sin embargo, en aquel momento, la luz se apagó.
Una sola luz
seguía brillando en algún lugar de la sala, y gracias a ella pudo quitarse los
zapatos y calcetines y meterse en la cama.
Permaneció
inmóvil durante un rato, sin oír más que dos sonidos, ambos débiles y
aparentemente lejanos. En un cubículo situado fuera de la sala, alguien cantaba
en voz baja, para sí, una melodía sin palabras; en otro lugar, alguien
sollozaba. En su propio cubículo, ni siquiera se oía la respiración de su
compañero de cuarto.
Entonces se oyó
el ruido ahogado de unos pies descalzos y, desde el umbral, una voz dijo:
- George Vine.
- ¿Sí?
- Chist, no tan
alto. Soy Bassington. Quiero decirte algo acerca de este guardia; tendría que
haberte advertido antes. No se te ocurra provocarle.
- No lo he
hecho.
- Ya lo he oído;
eres muy listo. Te hará pedazos si le das la oportunidad. Es un sádico. Muchos
guardias lo son; por eso son carceleros de manicomios, así es como se llaman a
sí mismos, carceleros de manicomios. Si les echan de un sitio por ser demasiado
brutales, se vengan en otro. Mañana volverá; he pensado que debería advertirte.
La sombra del
umbral desapareció.
Permaneció
tendido en la penumbra, en la casi total oscuridad, sintiendo más que pensando.
Preguntándose muchas cosas. ¿Podían saber los locos que estaban locos? ¿Lo
sabían? ¿Estaban todos seguros, tal como él lo estaba...?
Aquella
criatura inmóvil que se hallaba acostada en la cama vecina a la suya, sufriendo
en silencio, aislada de toda ayuda humana, y sumergida en una profunda tristeza
incomprensible para los cuerdos...
- ¡Napoleón
Bonaparte!
Una voz muy
clara, pero ¿procedía de su propia mente, o del exterior? Se incorporó en la
cama. Sus ojos escudriñaron la oscuridad, no distinguió ninguna silueta,
ninguna sombra, en el umbral de la puerta.
Repuso:
- ¿Sí?
7
Sólo entonces,
sentado en la cama y habiendo contestado «Sí», se dio cuenta del nombre con el
que la voz le había llamado.
- Levántese y
vístase.
Levantó las
piernas sobre el borde de la cama, y se levantó. Cogió la camisa y estaba
empezando a ponérsela cuando se detuvo repentinamente y preguntó:
- ¿Por qué?
- Para saber la
verdad.
- ¿Quién es
usted? - inquirió.
- No hable tan
alto. Ya le oigo. Estoy dentro y fuera de usted. No tengo nombre.
- Entonces,
¿qué es usted? - Hizo la pregunta en voz alta, sin pensar.
- Un
instrumento del Brillante Fulgor.
Dejó caer los
pantalones que tenía en las manos. Se sentó lentamente en el borde de la cama,
se inclinó hacia el suelo, y los buscó a tientas.
Su mente
también buscaba algo, aunque no sabía qué. Finalmente encontró una pregunta...
la pregunta. Esta vez no la formuló en voz alta; la pensó, se concentró en ella
mientras recogía los pantalones y se los ponía.
«¿Estoy loco?»
La respuesta -
No - le llegó tan clara y nítida como una palabra pronunciada en voz alta, pero
¿acaso había sido así? ¿O era un sonido que sólo estaba en su mente?
Encontró los
zapatos y se los puso. Mientras anudaba los cordones en una especie de lazos,
pensó: «¿Quién - qué - es el Brillante Fulgor?»
- El Brillante
Fulgor es la misma esencia de la Tierra. Es la inteligencia de nuestro planeta.
Es una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas
existentes en el universo, la Tierra es una; se llama El Brillante Fulgor.
«No lo
entiendo», pensó.
- Lo entenderá.
¿Está preparado?
Acabó de hacer
el segundo lazo. Se levantó. La voz dijo:
- Venga. No
haga ruido.
Fue como si le
guiaran a través de la casi total oscuridad, a pesar de que no sintió ningún
contacto físico; tampoco vio ninguna presencia física unto a él. Sin embargo,
avanzó confiadamente, aunque de puntillas y sin hacer ruido, seguro de que no
tropezaría con nada. Atravesó la gran estancia que constituía la sala donde le
habían destinado, y su mano extendida tocó el pomo de la puerta.
Lo hizo girar
lentamente y la puerta se abrió hacia dentro. la luz le cegó. La voz dijo:
«Espere», y él se mantuvo inmóvil. Oyó un sonido - el crujido de un papel - al
otro lado de la puerta, en el pasillo iluminado.
Después, en el
fondo del rellano, se oyó un estridente chillido. El ruido de una silla y unos
pies que corrían hacia el lugar de procedencia del chillido. Una puerta se
abrió y se cerró.
La voz dijo:
«Venga», así que acabó de abrir la puerta y salió, pasando frente a la mesa y
la silla vacía que estaba junto a al puerta de la sala.
Otra puerta,
otro pasillo. La voz dijo: «Espere», la voz dijo: «Venga»; esta vez el guarda
estaba dormido. Pasó de puntillas frente a él. Bajó las escaleras.
Pensó la
pregunta:
«¿Hacia donde
me dirijo?»
- Hacia la
locura - dijo la voz.
- Pero usted ha
dicho que yo no estaba... - Había hablado en voz alta y el sonido le sobresaltó
más que la respuesta a su última pregunta. Y, en el silencio que siguió a las
palabras que había pronunciado, oyó - procedente del pie de las escaleras - el
zumbido de un interfono, y alguien dijo: «¿Sí...? De acuerdo, doctor. En
seguida subo.» Pasos y el ruido de la puerta de un ascensor al cerrarse.
Terminó de
bajar las escaleras, dobló una esquina, y se encontró en el vestíbulo
principal. Había una mesa vacía con un interfono junto a ella. Siguió adelante
y llegó a la puerta que daba a la calle. Estaba cerrada y descorrió el
pestillo.
Salió al
exterior, a la oscuridad de la noche.
Avanzó
silenciosamente sobre cemento, sobre gravilla; después, sus pies avanzaron
sobre hierba y dejó de andar de puntillas. La oscuridad era completa; sintió la
presencia de árboles a su alrededor y las hojas rozaron ocasionalmente su cara,
pero siguió andando rápidamente, confiadamente, y extendió la mano justo a
tiempo para tocar un muro de ladrillos.
Levantó el
brazo y tocó la parte superior; se encaramó a él. En la superficie de la pared
había innumerables trozos de cristales; se hizo numerosos cortes en la ropa y
la carne, pero no sintió dolor, sólo la humedad y la viscosidad de la sangre.
Siguió andando
a lo largo de una carretera iluminada, a lo largo de calles oscuras y vacías,
bajó por un callejón todavía más oscuro. Abrió la verja de un jardín y se
dirigió hacia la puerta trasera de una casa. Abrió la puerta y entró. En la
parte delantera de la casa había una habitación iluminada; vio el rectángulo de
luz al final del pasillo. Enfiló el pasillo y entro en la habitación iluminada.
Junto a él, procedente de la nada, se oyó la voz del instrumento del Brillante
Fulgor.
- Mire - dijo
-; he aquí El Ser de la Tierra.
Miró. No como
si tuviera lugar un cambio exterior, sino uno interior, como si sus sentidos se
hubiesen transformado para percibir algo que hasta entonces no se podía ver.
El globo que
era la Tierra empezó a brillar; a relucir fulgurantemente.
- Está usted
viendo la inteligencia que rige la Tierra - dijo la voz -; la suma de los
negros, blancos, y rojos, que son uno, divididos tal como los lóbulos de un
cerebro, la trinidad que es una.
El brillante
globo y las estrellas que había tras él se desvanecieron, y la oscuridad se
hizo más impenetrable, al mismo tiempo que la mortecina luz se intensificaba, y
se encontró en la habitación con el hombre situado junto a la mesa.
- Lo ha visto -
dijo el hombre al que odiaba -, pero no lo entiende. Usted pregunta: ¿Qué he
visto? ¿Qué es el Brillante Fulgor? Es una inteligencia colectiva, la verdadera
inteligencia de la Tierra, una de las tres inteligencias del sistema solar, una
de las muchas que hay en el universo.
» Entonces, ¿qué es el hombre? Los hombres son peones, en partidas de... para usted... una complejidad increíble, entre rojas y negras, blancas y negras, por diversión. El juego de una parte de un organismo contra otra parte, para entretenerse un instante de la eternidad. Hay unos juegos más largos, que se desarrollan entre galaxias. No con el hombre.
» El hombre es
un parásito característico de la Tierra, que tolera su presencia durante cierto
tiempo No existe en ningún otro lugar del cosmos, y su existencia aquí será muy
corta. Un poco de tiempo, unas cuantas guerras sobre el tablero, que creerá
haber provocado él mismo... Veo que empieza a comprender.
El hombre
situado junto a la mesa sonrió.
- Quiere saber
algo de sí mismo. No hay nada menos importante. Se hizo un movimiento, antes de
Lodi. Se presentó la oportunidad de mover los rojos; se necesitaba una
personalidad más fuerte y despiadada; fue un momento critico de la historia...
es decir, de la partida. ¿Lo comprende ahora? Se introdujo a un sustituto para
que se convirtiera en Napoleón.
Consiguió
articular dos palabras:
- ¿Qué más?
- El Brillante
Fulgor no mata. Teníamos que hacer algo con usted, trasladarle de lugar y de
tiempo. Mucho después, un hombre llamado George Vine falleció en accidente; su
cuerpo aún era utilizable. George Vine no estaba loco, pero tenía complejo de
Napoleón. la transferencia resultaba divertida.
- Sin duda. -
Nuevamente le fue imposible llegar al hombre de la mesa. El mismo odio era el
muro que los separaba -. Así pues, ¿George Vine está muerto?
- Sí. Y usted,
como sabe demasiado, tiene que volverse loco para que no sepa nada. El hecho de
saber la verdad le volverá loco.
- ¡No!
El instrumento
se limitó a sonreír.
8
La habitación,
el cubo de luz, se oscureció, pareció ladearse. Aunque seguía en pie, estaba
inclinándose hacia atrás, y su posición se convirtió en horizontal en vez de
vertical.
Tenía todo su
peso apoyado sobre la espalda y debajo de su cuerpo había la blanda dureza de
la cama, la aspereza de una sábana manta gris, Y podía moverse; se incorporó.
¿Había sido un
sueño? ¿Había salido realmente del manicomio? Extendió las manos, las unió, y
notó que estaban pegajosas. La misma sustancia viscosa cubría la pechera de sus
camisa y la parte delantera de sus pantalones.
Además, llevaba
los zapatos puestos.
La sangre le
indicaba que se había encaramado a la pared. La analgesia le abandonaba, y el
dolor empezaba a hacer su aparición en las manos, el pecho, el estómago y las
piernas. Un dolor penetrante.
En voz alta,
dijo:
- No estoy
loco, No estoy loco. - ¿Lo había dicho a gritos?
Una voz
contestó:
- No. Todavía
no. - ¿Era la voz que había oído antes en la habitación? ¿O era la voz del
hombre que había visto en la estancia iluminada? ¿Acaso ambas eran la misma
voz?
La voz dijo:
- Pregunte:
«¿Qué es el hombre?»
Mecánicamente
lo preguntó.
- El hombre es
un callejón sin salida en el proceso evolutivo, que ha llegado demasiado tarde
para competir, que siempre ha estado controlado y movido por el Brillante
Fulgor, el cual era viejo y sabio antes de que el hombre adquiriese la posición
erecta.
» El hombre es
un parásito que vive en un planeta habitado desde antes de que él llegara,
habitado por un Ser que es uno y muchos, un billón de células y una sola mente,
una sola inteligencia, una sola voluntad... tal como ocurre en todos los demás
planetas habitados del universo.
El hombre es
una broma, un bufón, un parásito. No es nada; aún será menos.
«Ven y
enloquece»
Salió
nuevamente de la cama; empezó a andar. Salió del cubículo, atravesó la sala.
llegó a la puerta que daba al pasillo; una delgada rendija de luz se veía
debajo de ella. Pero, esta vez, no alargó la mano hacia el pomo. En cambio,
permaneció inmóvil frente a la puerta, y ésta empezó a brillar; lentamente, se
fue iluminando y se hizo visible.
Como iluminada
por una invisible linterna, la puerta se convirtió en un visible rectángulo en
la oscuridad circundante; tan claramente visible como la rendija que se veía
debajo.
La voz dijo:
- Ahí tiene una
célula de su soberano, una célula que no es inteligente, por sí misma, pero que
forma parte de una unidad inteligente, una del billón de unidades que
constituyen la inteligencia que gobierna la Tierra... y a usted. También es una
del millón de inteligencias que gobiernan el universo.
- ¿La puerta?
No...
La voz no
contestó; se había retirado, pero en su mente estaba el eco de una silenciosa
carcajada.
Se acercó un
poco más y vio lo que tenía que ver. Una hormiga subía lentamente por la
puerta.
La siguió con
los ojos, mientras un creciente horror le dominaba, le invadía totalmente. Un
centenar de cosas que le habían dicho y mostrado cobraban repentinamente
sentido, un sentido hecho de espantoso horror. Los negros, los blancos, y
rojos; las hormigas negras, las hormigas blancas, las hormigas rojas, los que
jugaban con los hombres, los lóbulos separados de un solo cerebro, la
inteligencia que era una. El hombre como accidente, parásito, peón; un millón
de planetas en el universo, habitados por una raza de insectos que era la única
inteligencia del planeta... y todas las inteligencias reunidas constituían la
única inteligencia cósmica que era... ¡Dios!
Fue incapaz de
articular esta única palabra.
Se volvió loco.
Golpeó la
puerta, sumida otra vez en la oscuridad, con sus manos recubiertas de sangre,
con las rodillas, la cara, todo su cuerpo, a pesar de que ya se había olvidado
de la razón, ya se había olvidado de lo que quería aplastar.
Estaba loco -
demencia precoz, no paranoia - cuando aliviaron su cuerpo al ponerle una camisa
de fuerza, lo aliviaron del frenesí a la quietud.
Era una locura
tranquila - paranoia, no demencia precoz - cuando le dieron de alta al cabo de
once meses.
La paranoia es
una enfermedad muy peculiar; no tiene síntomas físicos, es la presencia de una
idea fija. Una serie de choques de metrazol curaron su demencia precoz y sólo
le dejaron la idea fija de que era George Vine, periodista.
Los médicos del
manicomio también creían que lo era, así que su manía no fue reconocida como
tal y le dejaron marchar, entregándole un certificado que demostraba su
completa recuperación.
Se casó con
Clare; sigue trabajando en el Blade... para un hombre llamado Candler. Sigue
jugando al ajedrez con su primo, Charlie Doerr. Sigue viendo - para someterse a
revisiones periódicas - al doctor Irving y al doctor Randolph.
¿Cuál de ellos
sonríe interiormente? ¿De qué les serviría saberlo?
No importa. ¿No
lo comprenden? ¡Nada importa!
FIN
Edición digital
de Paul Atreides
Bahía Blanca,
2001.