MARCIANO,
VETE A CASA
Fredric Brown
Título
original: Martians, go home
Traducción: Francisco Blanco
© 1955 by Fredric Brown
© 1982 by Hyspamérica ediciones
S.A.
Corrientes 1437 4º - Buenos
Aires
Bahía Blanca, Julio de 2001
Prólogo
El que los
pueblos de la Tierra no se hallasen preparados para afrontar la llegada de los
marcianos fue exclusivamente culpa suya. Debieron haber prestado mayor atención
a la advertencia que supusieron los sucesos del siglo anterior y, en especial,
los de las precedentes décadas.
En cierto modo,
se puede considerar que tal advertencia databa de mucho tiempo atrás, ya que
desde que asentó la opción de que la Tierra no era el centro del Universo, sino
sólo uno más entre los varios planetas que giraban alrededor del Sol, los
hombres han especulado sobre si los demás planetas no estarían también
habitados. Sin embargo, tales especulaciones habían permanecido siempre en un
plano puramente filosófico, tal como ocurre con las especulaciones sobre el
sexo de los ángeles o sobre si fue antes el huevo o la gallina.
Podemos decir
que la advertencia empezó realmente con Schiaparelli y Lowell, en particular
con este último.
Schiaparelli
fue el astrónomo italiano que descubrió los canales de Marte, pero nunca
aseguró que se tratase de construcciones artificiales. Fue Lowell quien, tras
estudiarlos y dibujarlos, dio rienda suelta a su imaginación, diciendo que se
trataba de canales artificiales. Prueba positiva de que Marte estaba habitado.
Es cierto que
fueron pocos los astrónomos que se pusieron de parte de Lowell; algunos incluso
negaron la existencia de las rayas sobre la superficie del planeta o aseguraron
que se trataba de ilusiones ópticas, mientras que otros explicaron que se trataba
de líneas naturales, no de canales.
Pero las
gentes, que siempre tienden a acentuar lo positivo, en su inmensa mayoría
eliminaron lo negativo y siguieron a Lowell. Exigieron y obtuvieron millones de
palabras de especulación científica sobre los marcianos, fantasías al estilo de
los suplementos dominicales.
Luego, las
novelas de ciencia ficción se apoderaron del campo de la especulación. Ganaron
su primera y resonante batalla en 1895, cuando H.G. Wells escribió su magnífica
obra «La guerra de los mundos», un clásico que describe la invasión de la
Tierra por los marcianos, quienes consiguen atravesar el espacio con
proyectiles disparados por los cañones de Marte.
Esa novela, que
se hizo inmensamente popular, ayudó a preparar a la Tierra para la invasión.
Orson Welles le dio otro empujón. En 1938, el día de los Inocentes, emitió un
programa radiofónico que consistía en una dramatización del libro de Wells, y
demostró, sin quererlo, que muchos de nosotros ya estábamos entonces dispuestos
a aceptar la invasión de los marcianos como algo real. Miles de personas en
todo el país, que pusieron sus receptores una vez empezado el programa y por lo
tanto no escucharon el aviso de que se trataba de algo ficticio, creyeron que
se trataba de hechos reales, que era cierto que habían llegado los marcianos.
Las novelas de
ciencia ficción tuvieron un gran auge, lo que, unido al desarrollo de la
ciencia, hizo cada vez más difícil el deslindar, en las novelas, la ciencia de
la fantasía.
Cohetes V-2
cruzando el Canal y bombardeando Inglaterra. Radar, sonar. Luego la bomba A. La
energía atómica. La gente empezó a creer que la ciencia podía llevar a cabo
cualquier cosa que se propusiese.
Lanzados desde
White Sands, en Nuevo México, los cohetes interplanetarios experimentales empezaron
a salir de la atmósfera terrestre. Un satélite artificial dispuesto para girar
alrededor de la Tierra. Muy pronto llegaríamos a la Luna.
La bomba H. Los
platillos volantes. Desde luego, ahora ya sabemos lo que son, pero entonces no
se sabía, y muchos creían en su origen extraterrestre.
El submarino
atómico. El descubrimiento de la metzita en 1963. La teoría de Barner
demostrando que Einstein estaba equivocado y probando que velocidades
superiores a la luz eran posibles.
Cualquier cosa
podía ser verdad, y mucha gente esperaba que sucediera.
Esa psicosis de
anticipación no sólo afectaba al hemisferio occidental. En todas partes, la
gente estaba dispuesta a creer cualquier cosa, como aquel japonés, en
Yamanashi, que decía ser un marciano y fue rápidamente linchado por una turba
que creyó en sus palabras. Luego, las algaradas de Singapur en 1962. Y se sabe
ahora que la revolución filipina del año siguiente fue iniciada por una secta
secreta mahometana, que decía estar en comunicación mística con los venusianos
y actuar bajo su guía, consejo y dirección. Y en 1964 ocurrió aquel trágico
accidente de los dos aviadores del ejercito estadounidense que se vieron
obligados a hacer un aterrizaje forzoso con la nave espacial de prueba que
pilotaban. Tuvieron que aterrizar al sur de la frontera y fueron entusiasta e
inmerecidamente eliminados por los mexicanos, quienes, al verlos salir del
aparato con sus trajes y cascos espaciales, los tomaron por marcianos.
Sí, debimos
estar preparados para lo que ocurrió. Pero, ¿y para el modo en que llegaron? Sí
y no. La ciencia ficción ha presentado a los marcianos bajo mil aspectos
distintos - altas sombras azules, reptiles microscópicos, gigantescos insectos,
bolas de fuego, flores ambulantes, lo que se quiera -, pero siempre evitó
cuidadosamente lo vulgar, y lo vulgar resultó ser cierto. En realidad eran
pequeños hombres verdes.
Pero con una
diferencia..., y que diferencia. Nadie podía estar preparado para eso.
Debido a que
muchas personas aún creen que ese dato pude tener cierta importancia sobre la
cuestión, creo que debo decir que el año 1964 empezó sin que nada lo
distinguiera de la docena de años anteriores.
La única
diferencia fue que empezó un poco mejor. La depresión del principio de la
década había terminado, y la Bolsa alcanzaba nuevas cimas nunca vistas.
La guerra fría
seguía congelada, y no había más señales de una inminente explosión que en
cualquier otra época después de la crisis de China.
Europa se
encontraba más unida que nunca desde la segunda guerra mundial, y una
restablecida Alemania ocupaba de nuevo su lugar entre las grandes naciones
industriales. En los Estados Unidos, lo negocios eran florecientes y la mayor
parte de los hogares disponían de dos automóviles. En Asia había menos hambre
que de costumbre.
Sí, 1964 empezó
bien.
Primera parte -
La llegada de los marcianos
1
Tiempo:
primeras horas de la tarde del jueves 26 de marzo de 1964.
Lugar: una
cabaña de troncos, de dos habitaciones, en el desierto, a kilómetro y medio de
su vecino más próximo y no muy lejos de Indio, California, a unos doscientos
cuarenta kilómetros al este y ligeramente al sur de Los Ángeles.
En escena, al
levantarse el telón: Luke Deveraux, solo.
¿Por qué
empezamos por él? ¿Y por qué no? Por algún sitio habrá que empezar. Y Luke, como
escritor de novelas de ciencia ficción, debería haber estado más preparado que
nadie para lo que iba a ocurrir.
Les presentamos
a Luke Deveraux. Treinta y siete años, un metro setenta y setenta kilos de
peso. Posee un selvático cabello rojo al que no es posible dominar sin la ayuda
del fijador, y Luke nunca ha querido usar fijador. Debajo de los cabellos, unos
ojos azul pálido, de mirada ausente; la clase de ojos que uno duda que le estén
viendo, aunque le miren directamente. Debajo de los ojos, una larga y fina
nariz, bastante centrada en un rostro alargado, sin afeitar durante las últimas
cuarenta y ocho horas.
En aquel
momento, las 8.14 de la tarde, hora del Pacífico, vestía una camiseta blanca,
que ostentaba en el pecho, con grandes letras rojas, las siglas de YWCA, unos
vaqueros desteñidos y zapatillas muy usadas.
No dejen que el
YWCA de la camiseta les engañe. Luke nunca había sido ni será miembro de esa
organización de jóvenes católicas. La camiseta pertenecía a Margie, su esposa o
ex esposa. (Luke no estaba seguro de su posición legal con respecto a ella; se
había divorciado hacía siete meses, pero la separación definitiva no sería
concedida hasta dentro de otros cinco.) Cuando ella dejó la mesa y la cama de
Luke debió de dejar también aquella camiseta entre las de él. Luke rara vez
usaba camisetas en Los Ángeles, y no la había descubierto hasta aquella misma
mañana. Le quedaba muy bien - Margie era una muchacha bastante grande -, y Luke
había pensado que, solo y en el desierto, bien podía usarla durante un día
antes de clasificarla como un trapo para limpiar el coche. Ciertamente no valía
la pena devolverla, aunque estuvieran en mejores relaciones que las que
disfrutaban en la actualidad. Margie se divorció de la YWCA mucho antes que de
Luke, y no la había usado desde entonces. Quizá la había puesto deliberadamente
entre las camisas de él, como una broma, cosa que Luke dudaba, recordando el
humor que tenía Margie cuando se marchó.
Bien, durante
el día había pensado que si ella la dejó como una broma, le había salido el
tiro por la culata, porque él la encontró en un momento en que se hallaba solo
y podía usarla. Y si por casualidad la dejó con toda deliberación para que él
la encontrara, pensara en ella y se lamentará de su pérdida, también en eso se engañaba.
Volvía a estar enamorado, y de una muchacha que era el reverso de Margie en
casi todos los aspectos. Su nombre era Rosalind Hall, y era taquígrafa en la
Paramount. Estaba perdido por ella. Loco por ella. Rabioso por ella.
Lo cual sin
duda era un factor importante, porque en aquel momento se encontraba solo en la
cabaña, a muchos kilómetros de una carretera asfaltada. La cabaña de troncos
pertenecía a un amigo suyo, Carter Benson, también escritor, quien, en
ocasiones, en los meses más frescos del año, la utilizaba por la misma razón
que había movido a Luke a dirigirse allí: el deseo de la soledad y de encontrar
argumento para sus obras.
Era ya la tarde
del tercer día que Luke pasaba allí y aún seguía buscando sin encontrar nada,
excepto grandes dosis de soledad. Ninguna llamada telefónica, ninguna carta, y
tampoco había visto a otro ser humano, ni siquiera a distancia.
Pero estaba
seguro de que aquella misma tarde había empezado a barruntar una idea. Algo
todavía demasiado vago, demasiado diáfano para empezar a escribir, ni siquiera
en forma de notas; algo tan impalpable, quizá, como una sombra fantasmal, pero
de todos modos era algo. Aquél era el principio, esperaba, y suponía una gran
mejora con respecto a cómo le iban las cosas en Los Ángeles.
Estaba en el
peor bache de su carrera de escritor, y casi le volvía loco el pensar que no
había escrito una sola línea en varios meses. Su editor le bombardeaba con
frecuentes cartas por correo aéreo desde Nueva York, pidiendo por lo menos un
título que pudieran anunciar como su próximo libro. ¿Y cuándo terminaría el
libro y podrían preparar su edición? Teniendo en cuenta que le habían
adelantando quinientos dólares a cuenta, había que admitir que tenían derecho a
preguntar todo aquello.
Finalmente, una
sombría desesperación - y hay pocas desesperaciones más sombrías que la de un
escritor que debe crear y no puede - le había impulsado a pedir prestadas las
llaves de la cabaña de Carter Benson y el permiso para utilizarla mientras
fuese necesario. Por suerte, Benson acababa de firmar un contrato de seis meses
con unos estudios de Hollywood y no la usaría, por lo menos durante ese tiempo.
De manera que
aquí estaba Luke Deveraux y aquí seguiría hasta que hubiera encontrado un
argumento y empezado su libro. No sería necesario que lo terminase aquí; una
vez que hubiese arrancado, sabía que podía continuar en su ambiente habitual,
sin negarse el placer de pasar las tardes con Rosalind Hall.
Durante los
tres últimos días, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde,
había paseado por la cabaña, tratando de concentrarse. Sobrio, y a veces
sintiendo que estaba a punto de enloquecer. Por las tardes, comprendiendo que
esforzar su cerebro durante más horas le haría más mal que bien, se permitía
descansar y beber unas copas. Exactamente cinco copas; una cantidad que sabía
que le aflojaría los nervios, sin llegar a emborracharle ni darle un terrible
dolor de cabeza a la mañana siguiente. Espaciaba cuidadosamente sus cinco copas
para que durasen hasta las once de la noche. Las once en punto era su hora de
irse a la cama mientras vivía en la cabaña. No hay nada como la regularidad,
pero hasta el momento no le había servido de nada.
A las 8.14 ya
estaba en su tercera copa - la que debía durarle hasta las nueve - y acababa de
beber el segundo sorbo. Estaba tratando de leer sin mucho éxito, porque su
mente, ahora que quería concentrarse en la lectura, prefería pensar en el
posible argumento de su novela. Las mentes demuestran con frecuencia ese tipo
de perversidad.
Y quizá porque
no la perseguía, estaba mucho más cerca de la idea de un argumento de lo que lo
había estado en mucho tiempo. Se hallaba vagamente pensando que sucedería si
los marcianos...
Llamaron a la
puerta. La miró por un instante, sorprendido, antes de dejar el vaso y
levantarse de la silla. La noche era tan tranquila que no era posible que un
coche se hubiera acercado sin que él lo oyera, y desde luego no era posible que
nadie hubiese llegado andando hasta allí.
Se repitió la
llamada, más fuerte. Luke se acercó a la puerta y la abrió, mirando hacia el
desierto iluminado por la luna. En el primer momento no vio a nadie; luego miró
hacia abajo.
- ¡Oh, no! -
dijo.
Era un
hombrecillo verde, de unos setenta y cinco centímetros de altura.
- Hola, Mack -
dijo el hombrecillo -, ¿Es esto la Tierra?
- ¡Oh, no! -
dijo Luke Deveraux -. No puede ser.
- ¿Por qué no
puede ser? Tiene que serlo. Mira - señaló hacia arriba -. Una luna, y del
tamaño y distancia correctos. La Tierra es el único planeta en el sistema con
una sola luna. Mi planeta tiene dos.
- Oh, Dios -
dijo Luke -. Sólo hay un planeta en el sistema solar que tenga dos lunas.
- Mira, Mack, a
ver si te espabilas. ¿Es esto la Tierra o no?
Luke movió la
cabeza asintiendo, sin poder pronunciar una sola palabra.
- Muy bien -
dijo el hombrecillo -. Eso ya está arreglado. Ahora, ¿qué diablos te pasa?
- G... g... g -
dijo Luke.
- ¿Estás loco?
¿Y ésa es la forma en que recibes a los forasteros? ¿No vas a invitarme a
entrar?
Luke dijo:
- En...
entra...
Y se apartó a
un lado.
Una vez dentro,
el marciano miró a su alrededor y arrugó el ceño.
- Vaya un lugar
más destartalado - dijo -. ¿Todos vosotros vivís así, o tú eres uno de los que
llaman basura blanco? Argeth, qué muebles más feos.
- No los escogí
yo - dijo Luke, pasando a la defensiva -. Pertenecen a un amigo mío.
- Entonces,
tienes un pésimo gusto para escoger a tus amigos. ¿Estás solo?
- Eso es lo que
me pregunto es este instante - dijo Luke -. No estoy seguro de que crea en tu
existencia. ¿Cómo puedo saber que no eres una alucinación?
El marciano se
sentó ágilmente en una silla y se quedó balanceando las piernas.
- No puedes
saberlo. Pero si lo piensas es que te falta un tornillo.
Luke abrió la
boca y volvió a cerrarla. De repente recordó su vaso y tanteó a sus espaldas
sin volverse, haciendo caer el vaso con la mano en vez de sujetarlo. No se
rompió, pero derramó su contenido encima de la mesa y por el suelo antes de que
pudiera ponerlo derecho. Luke maldijo en voz baja y luego recordó que de todos
modos la mezcla no era muy fuerte. Y en vista de las circunstancias quería un
trago que fuese un trago. Se acercó al fregadero, donde se hallaba la botella
de whisky, y se sirvió medio vaso, solo.
Bebió un sorbo
y casi se ahogó. Cuando se aseguró de que el licor iba a seguir el camino
adecuado, volvió a sentarse en una silla con el vaso bien apretado en la mano,
observando al visitante.
- ¿Me estás
estudiando? - dijo el marciano.
Luke no
contestó. Lo estaba examinando con atención, tomándose todo el tiempo
necesario. Su visitante era humanoide, pero decididamente no era humano. La
ligera sospecha de que uno de sus amigos hubiese contratado a un enano de circo
para gastarle una broma desapareció.
Marciano o no,
el hombrecillo no era humano. No podía ser un enano porque su torso era muy
corto con respecto al largo de sus delgadas piernas y brazos; los enanos tienen
torsos largos y piernas cortas. En proporción, la cabeza resultaba grande, y
mucho más esférica que una cabeza humana; el cráneo era completamente calvo. No
se veía ninguna señal de barba, y Luke tuvo el presentimiento de que aquella
criatura estaba desprovista de pelo en todo el cuerpo.
El rostro...
bueno, tenía todos los elementos que debía tener un rostro, pero también
resultaban desproporcionados. La boca era el doble de grande que una boca
humana, al igual que la nariz; los ojos, tan pequeños como brillantes, y muy
juntos. Las orejas también eran muy pequeñas, y carecían de lóbulo. A la luz de
la luna la tez le pareció de un verde oliva; pero bajo la luz artificial, notó
que era de un color verde esmeralda.
Cada una de sus
manos disponía de seis dedos. Probablemente significaba que también tendría
seis dedos en cada pie, pero como llevaba zapatos no era posible comprobarlo.
Los zapatos
eran de un verde oscuro, igual que el resto de sus ropas, unos ajustados
pantalones y una camisa suelta, confeccionados en el mismo material, algo que
se parecía a la gamuza o a una piel de antílope muy suave. No llevaba sombrero.
- Empiezo a
creer en ti - dijo Luke, dudoso.
Volvió a
levantar el vaso. El marciano gruñó:
- ¿Todos los
humanos son tan estúpidos como tú? ¿Y tan mal educados? ¡Estar bebiendo sin
ofrecer una copa a un invitado!
- Perdón - dijo
Luke.
Se levantó y se
dirigió en busca de la botella y de otro vaso.
- No es que yo
la quiera - dijo el marciano -. No bebo. Un vicio muy desagradable. Pero podías
haberla ofrecido.
Luke volvió a
sentarse y suspiró.
- Debí hacerlo
- dijo -. Lo siento. Empecemos de nuevo. Me llamo Luke Deveraux.
- Un nombre muy
tonto.
- Quizás el
tuyo me parezca tonto a mí. ¿Puedo preguntar cuál es?
- Claro,
pregunta.
Luke suspiró de
nuevo.
- Los marcianos
no usamos nombres. Es una costumbre ridícula.
- Sin embargo,
son útiles cuando queremos que alguien venga. Igual que... ¿Oye, no me has
llamado Mack?
- Claro. Nosotros
llamamos a todo el mundo Mack, o su equivalente en el idioma que estemos
hablando. ¿Por qué molestarse en aprender un nuevo nombre para cada persona a
la que te diriges?
Luke volvió a
levantar el vaso.
- Hum - dijo -,
quizá tengas razón en eso, pero pasemos a algo más importante. ¿Cómo puedo
estar seguro de que estás realmente aquí?
- Mack, ya te
he dicho que te falta un tornillo.
- Esa es la
cuestión - dijo Luke -. ¿Estaré loco? Si estás realmente aquí estoy dispuesto a
admitir que no eres un humano, y si admito eso no hay ninguna razón para que no
acepte tu palabra respecto al sitio de donde vienes. Pero si no estás aquí,
entonces es que estoy borracho o padezco una alucinación. Antes de que llegaras
sólo había tomado dos copas, muy flojas, y no me hicieron ningún efecto.
- Entonces,
¿por qué te las bebiste?
- Eso no tiene
nada que ver con lo que discutimos. Así pues, sólo quedan dos posibilidades: o
realmente estás aquí, o me he vuelto loco.
El marciano
emitió un sonido desagradable y descortés.
- ¿Y que te
hace pensar que esas dos posibilidades son autoexcluyentes? Naturalmente que
estoy aquí. Pero no estoy tan seguro respecto a que no estés loco, y tampoco me
importa.
Luke suspiró.
Parecían requerirse muchos suspiros para tratar a los marcianos. O mucha
bebida. Su vaso estaba vacío. Se levantó para volverlo a llenar. Whisky solo
otra vez, pero ahora con un par de cubitos de hielo.
Antes de
sentarse, tuvo una idea. Dejó el vaso encima de la mesa, dijo: «Perdona», y
salió al exterior. Si el marciano era real, debería tener su nave espacial por
allí cerca.
¿Probaría algo
el que la viese?, se preguntó. Si veía al marciano, ¿por qué no podía llegar su
alucinación hasta ver su nave espacial?
Pero no había
ninguna aeronave imaginaria o real. La luna brillaba alegremente y el terreno
era liso como la palma de la mano; Podía ver a gran distancia. Dio la vuelta a
la cabaña y alrededor de su coche, aparcado a espaldas de la casita, a fin de
poder ver en todas direcciones. Ninguna nave espacial.
Regresó al
interior, se puso cómodo y bebió una generosa parte del contenido del vaso.
Luego apuntó al marciano con un dedo acusador.
- No hay
ninguna nave espacial - dijo.
- Desde luego
que no.
- Entonces,
¿cómo llegaste aquí?
- Maldito si te
importa, pero te lo diré. Kwimmé.
- ¿Qué quieres
decir?
- Sólo esto -
dijo el marciano.
Y desapareció
de la silla. La palabra «sólo» llegó desde la silla y la palabra «esto» desde
detrás de Luke.
Éste se volvió
con rapidez. El marciano estaba sentado en el borde de la cocina de gas.
- ¡Dios mío -
dijo Luke - teleportación!
El marciano
desapareció de nuevo. Luke se volvió y lo encontró otra vez sentado en la
silla.
- No es
teleportación - dijo el marciano -. Se necesitan aparatos para teleportarse.
Para kwimmar basta la mente. El motivo de que vosotros no podáis hacerlo es que
no sois lo bastante listos.
Luke bebió otro
sorbo.
- ¿Y has hecho
todo el camino desde Marte?
- Desde luego.
Salí un segundo antes de llamar a tu puerta.
- Habéis
kwimmado aquí antes? Oye - Luke le apuntó otra vez con el dedo -, apostaría que
lo habéis hecho muchos de vosotros, lo que explicaría las supersticiones sobre
fantasmas y...
- Tonterías -
dijo el marciano -. A vosotros os faltan tornillos en la cabeza y eso explica
vuestras supersticiones. Nunca hemos estado aquí antes. Ninguno de nosotros.
Acabamos de aprender la técnica necesaria para kwimmar a larga distancia. Antes
sólo podíamos hacerlo a distancias muy cortas. Para realizar el viaje
interplanetario hay que aprender hokima.
Luke volvió a
señalar con el dedo.
- Ya te he
pescado. ¿Cómo es que hablas inglés entonces?
El marciano
hizo una mueca. Sus labios eran muy aptos para las muecas.
- Puedo hablar
todos vuestros sencillos y tontos idiomas. Por lo menos todos los que se oyen
en los programas de radio, y los demás los puedo aprender en cosa de una hora
cada uno. Algo muy fácil. Tú no podrías aprender el marciano ni en mil años.
- ¡Así me
condene! - dijo Luke -. No me extraña que no te gustemos si todas tus ideas
sobre nosotros las has aprendido en los programas de radio. Debo admitir que la
mayoría son una porquería.
- Igual que la
mayoría de vosotros, o no los lanzaríais al éter.
Luke contuvo
con dificultad su ira y volvió a beber otro sorbo. Finalmente, empezaba a creer
que se trataba realmente de un marciano y no de un producto de su imaginación.
Y además, pensó de repente, ¿qué iba a perder por creerlo? Si estaba loco, la
cosa y no tenía remedio. Pero si se trataba de un marciano de veras, constituía
una magnífica oportunidad para un escritor de ciencia ficción.
- ¿Cómo es
Marte? - preguntó.
- No te importa
un pito, Mack.
Luke bebió de
nuevo. Contó hasta diez y trató de mostrarse tan tranquilo y razonable como le
era posible.
- Escucha -
dijo -, me mostré un poco descortés al principio porque estaba sorprendido.
Pero lo siento te presento mis excusas ¿Por qué no podemos ser amigos?
- ¿Por qué
tenemos que serlo? Tu eres un miembro de una raza inferior.
- Aunque sólo
sea por eso, la conversación resultará más agradable para los dos.
- No para mí,
Mack. Me gusta mostrarme desagradable. Me gusta pelearme. Si vas a ser fino y
educado conmigo, me iré a buscar a alguien con quien pueda discutir un poco.
- Espera, no
te... - Luke comprendió de repente que llevaba el camino equivocado si quería
que el marciano se quedara. Dijo -: Por mi puedes irte al infierno, si lo
prefieres.
El marciano
hizo una mueca de burla.
- Eso ya está
mejor. Creo que llegaremos a entendernos.
- ¿Por qué has
venido a la Tierra?
- Tampoco te
importa nada, pero me agradará darte una pista. Por qué vais a los parques
zoológicos en este planeta pobretón?
- ¿Cuánto
tiempo pensáis quedaros?
El marciano
inclinó la cabeza a un lado.
- Eres un tipo
difícil de convencer, Mack. No soy la oficina de información. Lo que hago o por
qué lo hago no es nada que te concierna. A lo que es seguro que no vine es a
enseñar a niños.
El vaso de Luke
volvía a estar vacío. Lo llenó de nuevo. Miró al marciano con irritación. si
aquel tipo quería pelea, ¿por qué no complacerle?
- Oye, verruga
verde... - dijo -, creo que debería...
- ¿Deberías
hacer qué? ¿Hacerme algo a mí? ¿Tú y cuántos más?
- Yo, una
cámara y un flash - dijo Luke, recriminándose por no haber pensado en ello
antes -. Por lo menos voy a sacarte una foto. Luego, cuando la revele...
Dejó el vaso y
se metió en el dormitorio. Por suerte su cámara estaba cargada y el flash tenía
una bombilla puesta; los había puesto en la maleta, no con la idea de
fotografiar a un marciano, sino porque Benson le dijo que los coyotes a veces
se acercaban a la cabaña por las noches y quería sacar algunas fotografías.
Volvió a la
otra habitación, preparó la cámara rápidamente y la sujetó con una mano,
manteniendo el flash en la otra.
- ¿Quieres que
pose para ti? - preguntó el marciano.
Se colocó los
pulgares en los oídos y agitó sus otros diez dedos, miró bizco y sacó una larga
lengua de un color amarillo verdoso.
Luke tomó su
fotografía. Puso otra bombilla en el flash, pasó la foto y apuntó la cámara de
nuevo. Pero el marciano ya no se hallaba allí. Su voz, desde otro extremo de la
habitación, dijo:
- Con una
basta, Mack. No tientes a la suerte haciendo que me aburra más de lo que estoy.
Luke giró
rápidamente y apuntó la cámara en aquella dirección, pero cuando levantó el
flash, el marciano había desaparecido. Y una voz a sus espaladas le decía que
no se mostrase más estúpido de lo que era en realidad.
Luke abandonó
la lucha y dejó la cámara encima de la mesa. Por lo menos tenía una foto. Era
una lástima que no tratase de un carrete en color, pero no se puede tener todo.
Volvió a coger
su vaso. Se sentó con él en la mano, porque de repente el suelo empezó a
oscilar. Bebió un trago para serenarse, y dijo:
- Dizme. Quiero
decir, dime. Podéis captar nuestros programas de radio. ¿Y que hay de la
televisión? ¿Es que estáis atrasados en los últimos adelantos?
- ¿Qué es la
televisión, Mack?
Luke se lo
explicó.
- Esas ondas no
llegan tan lejos - dijo el marciano -, gracias a Argeth. Ya es bastante
desagradable tener que escucharos. Ahora que he visto a uno de vosotros y sé lo
que parecéis...
- Tonterías -
dijo Luke -. Aún no habéis inventado la televisión,.
- Desde luego
que no. No la necesitamos. Si pasa algo en cualquier rincón de nuestro mundo
que queramos ver, nos limitamos a kwimmar allí en un instante. Oye, ¿he
tropezado con un fenómeno o todos los demás de tu raza son tan repugnantes como
tú?
Luke casi se
atragantó con el sorbo de whisky que bebía.
- ¿Acaso...
acaso te consideras muy atractivo?
- Para
cualquier otro marciano lo soy.
- Apuesto a que
vuelves locas a las chicas - dijo Luke -, si es que hay chicas en Marte.
- Las hay, pero
desde luego los marcianos no actuamos como vosotros. ¿Vuestra raza se porta
realmente del modo tan desagradable en que lo hacen los actores de radio?
¿Estás lo que denomináis «enamorado» de una de vuestras hembras?
- Eso no te
importa.
- ¿Lo crees
así? - dijo el marciano.
Y desapareció.
Luke se puso en pie, un poco vacilante, y miró en derredor, para ver si había
kwimmado a otro lugar de la habitación. No lo vio.
Volvió a
sentarse, sacudió la cabeza para aclarar sus ideas y bebió otro trago a fin de
confundirlas de nuevo.
Gracias a Dios,
o a Argeth, que tenía aquella foto. Al día siguiente iría a Los Ángeles para
que se la revelaran. Si sólo mostraba una silla vacía, se pondría en manos de
un psiquiatra a toda velocidad. Si aparecía un marciano..., entonces decidiría
lo que debería hacer.
Mientras tanto,
emborracharse lo más aprisa posible era lo único razonable que podía hacer. Ya
había bebido demasiado para arriesgar a ir en el coche aquella misma noche, y cuanto
antes bebiera hasta dormirse, antes se despertaría por la mañana.
Cerró los ojos,
y cuando los volvió a abrir, el marciano estaba de nuevo sentado en la silla.
Con una mueca de burla, dijo:
- Estaba en esa
pocilga de dormitorio, leyendo tu correspondencia. ¡Uf, cuánta basura!
¿Correspondencia?
Allí no tenía ninguna correspondencia, pensó Luke. Y luego recordó que sí. Un
pequeño paquete con tres cartas, las que Rosalind le había escrito cuando él
estuvo en Nueva York tres meses atrás para entrevistarse con su editor y
convencerle que le diera otro adelanto sobre el libro que ahora trataba de
iniciar. Estuvo allí una semana, dedicándose a renovar sus relaciones con los
editores de revistas; había escrito a Rosalind cada día y ella le envió tres
cartas. Eran las únicas que tenía de ella. Las había guardado amorosamente y
las había traído pensando en volverlas a leer si llegaba a sentirse demasiado
solo.
- Argeth,
cuántas bobadas - dijo el marciano -. Y qué forma más estúpida tenéis de
escribir vuestro lenguaje. me costó un minuto entero descifrar vuestro alfabeto
y relacionar los sonidos con las letras. Figúrate un lenguaje que tiene el
mismo sonido escrito de tres modos distintos, como en hierba, yerba o hierva.
- Maldito
bicho. No tenías por qué leer mis cartas.
- Tsk, tsk -
dijo el marciano -. Yo hago lo que quiero, y tú no me habrías hablado de tu
vida amorosa, de tu queridita, tu corazoncito y del encanto de la vida.
- ¡Entonces es
que de verdad las has leído, maldita verruga verde! Te daría...
- ¿Qué? -
preguntó el marciano, con desdén.
- Te daría un
puntapié que te devolvería a Marte, eso es.
El marciano
relinchó de risa.
- Ahorra el
aliento, Mack, para hacerle el amor a Rosalind. Apuesto a que crees que ella
sentía todas las bobadas que puso en esas cartas. Apuesto a que crees que está
loca por ti.
- Está loca...
maldición, quiero decir...
- No te
excites, Mack. Su dirección está en el sobre. Voy a kwimmar allí ahora mismo y
enterarme de eso. Sujétate el sombrero.
- ¡Tú te
quedas...!
Luke se quedó
solo otra vez, y su vaso estaba vacío, de manera que se dirigió al fregadero
para volver a llenarlo. Se sentía más borracho que en muchos años, pero cuanto
antes quedara inconsciente mucho mejor. Y si era posible, antes de que
regresara el marciano o kwimmase de vuelta, si es que realmente iba a regresar
o kwimmar de nuevo allí.
Porque ya no
podía aguantar más. Alucinación o realidad, ya no podía contenerse, y si el
marciano volvía, lo tiraría por la ventana. Aunque hiciese estallar una guerra
interplanetaria.
De nuevo en la
silla empezó a beber. Aquel vaso sería el último.
- Eh, Mack...
¿Aún estás lo bastante sobrio para que hablemos?
Luke abrió los
ojos, preguntándose cuándo los había cerrado. El marciano había regresado.
- Vete - dijo
-. Piérdete. Mañana yo...
- Espabílate,
Mack. Tengo noticias para ti, directas de Hollywood. Esa chica tuya estaba en
casa y te echaba mucho de menos.
- ¿Eh? Ya te he
dicho que me quería, ¿no? Maldita verruga ver...
- Te echaba
tanto de menos que ha llamado a alguien para que la consuele. Un tipo alto y
rubio. Ella le llama Harry.
Aquello despejó
a Luke por un instante. Rosalind tenía un amigo llamado Harry, pero era una
amistad platónica; eran amigos porque trabajaban juntos en el mismo
departamento de la Paramount.
- ¿Harry Sunderman?
- preguntó - ¿Delgado, bien vestido, con una chaqueta deportiva...?
- No, ese Harry
no es el que yo digo, Mack. No sé si suele llevar una chaqueta deportiva. El
Harry de que hablo no llevaba más que un reloj de pulsera.
Luke Deveraux
rugió y se puso en pie, lanzándose sobre el marciano. Con las manos extendidas
buscó el verdoso cuello. Ambas manos pasaron a través del cuello y se
estrecharon mutuamente.
El hombrecillo
verde le dirigió una mueca y sacó la lengua. Luego le dijo:
- ¿Quieres
saber lo que hacían, Mack, tu Rosalind y su Harry?
Luke no
contestó. Se tambaleó en busca de su vaso y lo vacío de un trago.
Aquello era lo
último que recordaba cuando se despertó a la mañana siguiente. Estaba tendido
en la cama; al menos pudo llegar hasta allí. Pero estaba encima de las mantas,
y completamente vestido, incluso con los zapatos puestos. Tenía un espléndido
dolor de cabeza y un sabor infernal en la boca. Se sentó en la cama y miró en
derredor con cierto temor. No se veía a ningún hombrecillo verde.
Llegó hasta la
pieza contigua y la examinó. Luego se acercó a la cocina, preguntándose si el
café valdría el trabajo de hacerlo.
Decidió que no
valía la pena, ya que podía tomarlo en uno de los paradores de la carretera,
cuando volviera a la ciudad. Y cuanto antes volviera allí mucho mejor. Ni
siquiera se detendría en limpiar la cabaña o en empaquetar sus cosas. Podía
volver más tarde y recoger la maleta. O pedir a alguien que fuera a buscarla si
es que tenía que entrar en el manicomio por algún tiempo.
En aquel
momento lo que quería era salir de allí, y al infierno con todo lo demás. Ni
siquiera se ducharía o afeitaría hasta que estuviera en su casa; tenía otra
máquina eléctrica en su apartamento y también el resto de su ropa.
¿Y después qué?
Bueno, después empezaría a preocuparse por lo que debía hacer. Pensó que por
entonces el dolor de cabeza se le habría pasado lo suficiente para poder pensar
con calma.
Al pasar por la
otra habitación vio la cámara fotográfica y la recogió para llevársela. Quizá,
después de reflexionar con calma, necesitaría revelar aquella foto. Aún había
una posibilidad entre mil de que, a pesar de que sus manos habían pasado a
través de su cuerpo, un verdadero marciano se hubiera sentado en aquella silla,
y no se tratara de una alucinación. Quizá los marcianos tenían otros poderes
aparte del kwimmar.
Sí, si aparecía
un marciano en la foto, ese hecho haría cambiar todas sus ideas, de modo que
sería mejor eliminar dicha posibilidad antes de tomar ninguna decisión.
Si no
aparecía..., bueno, lo mejor que podría hacer sería telefonear a Margie y
pedirle que le recomendara al psiquiatra al que varias veces le había pedido
que consultara durante su matrimonio. Ella había sido enfermera en varias
instituciones mentales antes de casarse con Luke, y volvió a trabajar en una de
ellas cuando se separaron. Una vez Margie le dijo que había estudiado
psicología en la universidad, y que si hubiera podido pagarse los cursos que le
faltaban para terminar la carrera, habría obtenido el título de psiquiatra.
Luke salió
fuera y cerró la puerta, contorneando la casa en busca de su coche. El
hombrecillo verde estaba sentado encima del capó de su automóvil.
- Hola, Mack -
dijo -. Pareces un condenado a muerte, pero creo que tienes derecho a sentirte
de ese modo, la bebida es un vicio muy desagradable.
Luke dio media
vuelta y volvió a entrar en la casa. Encontró la botella, se sirvió medio vaso
como tónico matinal y lo bebió de un trago. Si aún sufría alucinaciones, pensó,
lo necesitaba. Y ahora que la garganta ya no le ardía, se sentía mucho mejor
físicamente. Bueno, quizá no tanto.
Cerró la casa
de nuevo y volvió al coche. El marciano seguía allí. Luke se sentó al volante y
puso el motor en marcha. Luego sacó la cabeza por la ventanilla.
- ¡Eh! -
exclamó -, ¿cómo voy a poder ver la carretera si tú estás sentado ahí delante?
El marciano
volvió la cabeza y lanzó una risotada.
- ¿Y a mi que
me importa que puedas ver la carretera o no? Si tienes un accidente, yo no me
haré daño.
Luke suspiró y
puso el coche en movimiento. Condujo por el camino de tierra hasta la carretera
principal con la cabeza fuera de la ventanilla. Alucinación o no, le era
imposible ver a través del hombre verde, de modo que tenía que mirar por un
lado.
Dudó un
instante en si debía o no detenerse en el parador para tomar café, y decidió
que sería mejor hacerlo. Quizás el marciano se quedase donde estaba. Y si no lo
hacía y seguía a Luke al interior del parador, nadie podría verlo, de modo que
tampoco tenía importancia. Con todo, tendría que recordar que no debía hablar
con él, o todos le creerían loco.
El marciano
saltó al suelo cuando Luke aparcó el coche, y le siguió hacia el parador. No
había en aquel momento ningún otro cliente. Sólo un camarero de rostro triste,
con un largo delantal blanco.
Luke se sentó
en un taburete alto frente a la barra. El marciano dio un salto y se sentó en
el taburete contiguo, poniendo los codos sobre el mostrador. El camarero dio
media vuelta y se quedó mirando, pero no a Luke. Gimió:
- Oh, Dios,
aquí tenemos a otro.
- ¿Cómo? -
exclamó Luke -. ¿Otro qué?
Apretó el borde
del mostrador con tal fuerza que le dolieron los dedos.
- Otro marciano
- dijo el dependiente -. ¿Acaso no puede verlo?
Luke aspiró
profundamente.
- ¿Quiere decir
que hay más de ellos?
El camarero
miró a Luke con profundo asombro.
- Amigo, ¿dónde
estuvo anoche? ¿Solo en el desierto, sin aparato de radio ni televisión?
Tenemos un millón de ellos.
2
El camarero
estaba equivocado. Se calculó más tarde que llegaron unos mil millones de
marcianos, todo lo exactamente que era posible contarlos. Más o menos, uno por
cada tres seres humanos, hombres, mujeres o niños.
Cerca de
sesenta millones sólo en Estados Unidos, y un número equivalente en proporción
a la población en todos lo demás países del mundo. Todos aparecieron, según
pudo determinarse, en el mismo instante en todas partes. En el huso horario del
Pacífico, fue a las 8.14 de la tarde. En otros husos horarios, a otras horas.
En Nueva York fue tres horas más tarde, a las 11.14 de la noche, a la salida de
los teatros y cuando los clubs nocturnos empezaban a animarse. (Se animaron
mucho más tras la llegada de los marcianos.) En Londres fue a las 4.14 de la
madrugada, pero la gente se despertó en el acto por obra y gracia de los
marcianos. En Moscú eran las 7.14 de la mañana, cuando sus habitantes se
disponían a marcharse al trabajo, y el hecho de que muchos de ellos fueran a
trabajar demuestra su valor. O quizás es que temían más al kremlin que a los
marcianos. En Tokio eran las 13.14 horas, y en Honolulu las 6.14 de la tarde.
Un gran número
de personas murieron aquella noche. O aquella mañana o tarde, según donde se
encontraran. Sólo en Estados Unidos, las víctimas se calcularon en más de
treinta mil, la mayor parte pocos minutos después de la llegada de los marcianos.
Algunos
fallecieron de un ataque al corazón a causa del susto. Otros de apoplejía.
También de heridas por arma de fuego, porque muchos sacaron sus escopetas y
trataron de disparar sobre los marcianos; las balas los atravesaron sin ningún
efecto aparente, y con lamentable frecuencia fueron a enterrarse en carne
humana. Otro gran número perecieron en accidentes de automóvil. Algunos
marcianos habían kwimmado de repente a vehículos en movimiento, generalmente al
asiento contiguo al del conductor. Las palabras «Más aprisa, Mack, más aprisa»,
surgiendo de lo que el conductor suponía un asiento vacío, no le ayudaban en
nada a mantener el control del coche, aunque no se volviera para mirar.
No hubo
víctimas entre los marcianos, aunque muchos les atacaron - unas veces sin
previo aviso; otras, como en el caso de Luke Deveraux, más tarde, tras llegar a
la exasperación - con pistolas, cuchillos, hachas, sillas, platos, garrotes,
instrumentos musicales, libros, mesas, herramientas, guadañas, lámparas,
cortadoras de césped..., cualquier cosa que tuvieran a mano. Los marcianos se
limitaban a mofarse de los ataques y proferir comentarios insultantes.
Otras personas,
por el contrario, trataron de darles la bienvenida y mostrarse amistosos. Con
éstos, los marcianos fueron mucha más insultantes.
Pero, en
cualquier parte donde llegaron, y fuera cual fuese el modo en que los
recibieron, decir que causaron dificultades y sembraron la confusión es decir
poco.
3
Tomemos, por
ejemplo, la triste cadena de acontecimientos que tuvieron lugar en la emisora
de televisión KVAK, de Chicago. No es que lo que ocurrió fuese básicamente
distinto de lo sucedido en el resto de emisoras de televisión, pero no podemos
estar en todas partes.
Era un programa
literario y muy espectacular. Richard Bretaine, el más renombrado intérprete de
Shakespeare en todo el mundo, representaba una versión condensada para
televisión de Romeo y Julieta, con Helen Ferguson como primera actriz.
La grabación
empezó a las diez en punto, y catorce minutos después ya había llegado a la
escena del balcón en el acto segundo. Julieta acababa de aparecer en el balcón,
y Romeo, en el jardín, declamó sonoramente el más famoso de todos los discursos
románticos.
Pero, ¡oh!,
¿qué luz es aquélla en lejana ventana?
¡Es el este, y Julieta
el Sol!
Levántate,
hermoso Sol, y hiere a la envidiosa Luna
que ya está
enferma y pálida del pesar
de que tú, su
doncella...
Había llegado a
ese punto cuando de repente apareció un hombrecillo verde sentado en la
balaustrada, medio metro a la izquierda de donde se apoyaba Helen Ferguson.
Richard
Bretaine tragó saliva y perdió el ritmo, pero se recobró rápidamente y
continuó. Después de todo, aún no había ninguna prueba de que alguien viese lo
que él veía. Y en cualquier caso, la función siempre debe continuar. Siguió
valerosamente:
...seas mucho
más bella que ella.
Pero no su
doncella, ya que siente envidia;
sus viejos
cendales son pálidos y verdes...
La palabra
«verde» se le atravesó en la garganta. Hizo una pausa para recobrar el aliento,
y en aquella pausa escuchó un murmullo colectivo que parecía surgir de todos
los rincones del estudio.
En ese momento
el hombrecillo dijo con voz clara y burlona.
- Mack, eso es
una solemne tontería, y tú lo sabes.
Julieta se
enderezó y vio lo que había en la balaustrada, a su lado. Chilló una sola vez y
cayó desvanecida. El marciano la miró.
- ¿Qué demonios
te pasa ahora, Jane? - quiso saber.
El director de
la obra era un hombre valiente y decidido. Veinte años atrás había sido
teniente de infantería de marina, y había procedido - no seguido - a sus
hombres en los asaltos a Tarawa y Kwajalein; había merecido dos medallas al
valor, en un tiempo en el que mostrarse valeroso dentro de los límites del
deber era prácticamente un suicidio. Desde entonces había adquirido veinte
kilos más y una casita en los suburbios, pero seguía siendo un valiente.
Lo demostró
ahora echando a correr hacia el plató para agarrar al intruso y sacarlo de
allí.
Trató de
agarrarlo, pero sin resultado. El hombrecillo verde lanzó un agudo maullido, se
puso de pie sobre la balaustrada y, mientras las manos del realizador trataban
en vano de cerrarse sobre las piernas del hombrecillo, se volvió ligeramente
para enfrentarse con la cámara y levantó la mano derecha, llevándose el pulgar
a la nariz y agitando los demás dedos.
En aquel
momento, el técnico que estaba en la sala de control recobró la serenidad lo
bastante para interrumpir el programa; después de aquello, nadie que no
estuviera en el estudio supo lo que ocurrió.
A pesar de
todo, sólo una fracción del medio millón de personas que vieron empezar el
programa se entretuvieron en seguirlo hasta el momento en que fue interrumpido.
Tenían marcianos propios para mantenerse ocupados, y en sus mismos hogares.
4
O tomemos el
infortunado caso de las parejas en plena luna de miel - y ya sabemos que
siempre existen parejas en luna de miel - o en cualquier razonable aunque no
tan legal equivalente de una luna de miel.
Tomemos pues al
azar a los señores Gruder, de veinticinco y veintidós años de edad, que en
aquel mismo día se habían casado en Denver. William R. Gruder era teniente de
la armada, destinado como instructor en Treasure Island, San Francisco. La
novia, Dorothy Gruder, nacida Armstrong, trabajaba en la sección de anuncios
del Tribune, de Chicago. Se habían conocido y enamorado mientras Bill estuvo en
la Escuela Naval de los Grandes Lagos, cerca de Chicago. Cuando le trasladaron
a San Francisco, decidieron casarse el primer día de una semana de permiso que
iban a concederle, para lo cual se encontrarían a medio camino, en Denver.
Pensaban pasar aquella semana en Denver como luna de miel. Después, él
regresaría a San Francisco, acompañado de su esposa.
Se casaron a
las cuatro de la tarde de aquel día, y si hubieran sabido lo que iba a ocurrir
a las pocas horas, hubieran ido a un hotel inmediatamente para consumar su
matrimonio antes de que llegasen los marcianos. Por supuesto, no tenían ni
idea.
En cierto modo
tuvieron suerte... Ningún marciano se ocupó de ellos de inmediato; tuvieron
tiempo de prepararse mentalmente antes que vieran al primero.
A las 9.14 de
la noche, acababan de entrar en un hotel tras una agradable cena, y el botones
disponía sus maletas en la habitación.
Mientras Bill
le deslizaba una rumbosa propina, escucharon el primero de lo que se convirtió
en una serie de ruidos. Alguien, en una habitación cercana, empezó a gritar, y
el grito pareció despertar el eco de otros chillidos más lejanos, que
aparentemente procedían de distintas direcciones. Luego, furiosas exclamaciones
masculinas. Después, el sonido de seis tiros en rápida sucesión, como si
alguien vaciara el cargador de una pistola. Pasos que corrían por el pasillo.
Y más carreras,
que parecían venir de la calle, y el repentino chirrido de los frenos y luego
más disparos. Y una voz irritada en la que parecía ser la habitación contigua,
demasiado confusa para que se entendieran las palabras, pero sonando como si
fuera una serie de maldiciones.
Bill arrugó el
ceño, y se dirigió al botones:
- Creí que se
trataba de un hotel tranquilo, uno de los buenos. Antes lo era, por lo menos.
El botones
tenía una expresión asombrada.
- Lo es, señor.
No puedo imaginar lo que ocurre...
Se dirigió
rápidamente a la puerta y la abrió, mirando a izquierda y derecha del corredor.
Pero quienquiera que estuviera corriendo ya había desaparecido por el recodo
del pasillo.
El botones dijo
por encima del hombro:
- Lo siento,
señor. No sé lo que ocurre, pero ocurre algo. Será mejor que vuelva abajo, y
les sugiero que cierren la puerta. Buenas noches y muchas gracias.
Cerró la puerta
a sus espaldas. Bill se acercó y dio vuelta a la llave, luego se volvió hacia
su flamante esposa.
- Probablemente
no pasa nada, querida. Olvidémoslo.
Dio un paso
hacia ella y luego se detuvo ante el ruido de otra andanada de tiros, esta vez
definitivamente procedentes de la calle, y más carreras. Su habitación estaba
en el tercer piso, y una de las ventanas se hallaba ligeramente entreabierta;
los sonidos eran claros y penetrantes.
- Un momento,
querida - dijo Bill -. Creo que sí que pasa algo.
Se acercó a la
ventana, la abrió por completo y se asomó al exterior. Dorothy se reunió con
él. Al principio no vieron sino la calle vacía, a excepción de los coches
aparcados. luego, de la entrada de un edificio cercano salieron corriendo un hombre
y un niño. ¿O quizá no era un niño? Incluso a aquella distancia y a la escasa
luz, parecía ser un niño extraño. El hombre se detuvo y lanzó una patada al
niño, si es que era un niño. Desde donde estaban les pareció como si el pie del
hombre hubiera pasado a través del niño.
El hombre se
cayó al suelo, una hermosa caída que hubiera parecido graciosa en cualquier
otro momento. Luego se levantó y empezó a correr de nuevo, con el niño
corriendo a su lado. Uno de ellos hablaba, pero no pudieron distinguir las
palabras, ni decir cuál de los dos lo hacía; eso sí, la voz no parecía la de un
niño.
Luego las dos
figuras doblaron la esquina y desaparecieron de su vista. Desde otra dirección,
muy lejos en la noche, llegó el sonido de más disparos. Pero no se veía nada.
Se alejaron del
balcón y se miraron el uno al otro.
- Bill - dijo
Dorothy -, ¿qué puede ser...? ¿No puede haber estallado una revolución... o
algo parecido?
- Demonios, no,
no aquí. Pero...
Sus ojos se
posaron en una radio adosada a la pared, de las que funcionan con una moneda, y
se dirigió hacia ella, hurgando en sus bolsillos. Encontró una moneda de
veinticinco centavos, la introdujo en la ranura y apretó el botón. La muchacha
se reunió con él, y ambos se quedaron mirando a la radio mientras las válvulas
se calentaban. Luego el aparato empezó a zumbar. Bill extendió su mano libre y
dio vueltas al dial hasta que encontró una voz, una voz muy aguda y excitada.
- ...Marcianos,
definitivamente marcianos - decía -. Pero por favor, señores, no se abandonen
al pánico. No tengan miedo, pero tampoco traten de atacarles. No servirá de
nada. Además son inofensivos. No pueden hacer ningún daño por la misma razón
que nosotros no podemos herirles. Nuestras manos pasan a través de ellos como
si fueran humo. Por la misma razón, son inútiles las balas, los cuchillos o
cualquier otra arma. Por lo que sabemos, ninguno de ellos ha intentado agredir
a un ser humano. Así que repito, mantengan la calma y no se dejen dominar por
el pánico.
Otra voz se
confundía con la suya, más o menos remedando lo que decía el locutor, pero la
voz de éste subió de tono para ahogar la interferencia.
- Sí, hay uno
de ellos aquí, encima de mi mesa, y ésta intentando interferir, pero mantengo
el micrófono tan cerca de la boca que...
- Bill, eso es
una broma, un programa de ficción. Igual que en aquella ocasión de que me
hablaron mis padres, hace veinte años. Busca otra emisora.
Bill dijo:
- Claro,
querida. Seguro que es una broma.
Giró el dial
nuevamente. Otra voz.
- ...Y no se
exciten, amigos. Muchas personas han resultado muertas o heridas al intentar
matar a los marcianos, pero eso no es posible. No lo intenten. Mantengan la
calma. Sí, están en todo el mundo, están en todos los países del mundo, y no
sólo aquí, en Denver. Tenemos parte de nuestro personal escuchando otras
emisoras, tantas como nos es posible, y todavía no hemos encontrado una que no
informe de su presencia, aun en el otro lado del mundo.
»Pero no pueden
hacernos ningún daño. Repito, no pueden causarnos daño. De manera que no se exciten
y mantengan la calma. Esperen, hay uno sobre mi hombro que ha estado tratando
de decirme algo, pero no sé qué, porque estaba hablando cuando yo les hablaba a
ustedes. Ahora voy a ofrecerle el micrófono y pedirle que les tranquilice.
Ellos han sido... un poco descorteses con nosotros, pero sé que cuando
comprenda que va a dirigir la palabra a millones de oyentes, pues... Oiga
amigo, ¿quiere hablar a todos nuestros queridos oyentes para asegurarles
que...?
Una voz
distinta se escuchó por la radio, una voz un poco más aguda que la del locutor.
- Gracias,
Mack. Sólo quería decirte que te jodas, y ahora puedo decir a todos esos
queridos oyentes que se...
La emisora
enmudeció en aquel mismo instante. El brazo de Bill había soltado a Dorothy, y
ambos se miraron. Luego ella dijo, débilmente:
- Querido,
prueba otra emisora. No es posible que...
Bill Gruder
tendió la mano hacia el dial, pero nunca llegó a alcanzarlo. Detrás de ellos,
en la habitación, una voz dijo:
- Hola, Mack.
Hola, Jane.
Los dos se
volvieron de repente. El marciano se hallaba sentado con las piernas en el
alfeizar de la ventana por la que se habían asomado unos minutos antes.
Nadie dijo
nada, y transcurrió un largo minuto en silencio. Tampoco entonces ocurrió nada,
salvo que la mano de Bill encontró la de Dorothy y la apretó con fuerza.
El marciano les
dirigió una mueca:
- ¿Se os ha
comido la lengua el gato?
Bill se aclaró
la garganta.
- ¿Es cierto?
¿Eres realmente un... marciano?
- Argeth, qué
estúpido eres. Después de lo que has oído por radio, aún lo preguntas.
- Cómo, maldito
pequeño...
Dorothy agarró
el brazo Bill cuando éste soltó su mano y dio un paso adelante.
- Bill, contén
los nervios. Recuerda lo que dijo la radio.
Bill Gruder se
quedó quieto, pero aún fulminaba al marciano con la mirada.
- De acuerdo -
dijo al marciano -. ¿Qué es lo que quieres?
- Nada, Mack.
¿Qué voy a querer que tu puedas darme?
- Entonces
lárgate de aquí. No queremos compañía.
- Oh, ¿quizá
recién casados...?
Dorothy dijo
con voz de orgullo:
- Celebramos la
ceremonia esta tarde.
- Bien - dijo
el marciano -. Entonces sí que quiero algo. Ya he oído hablar de vuestras
desagradables costumbres nupciales. Ahora podré contemplarlas.
Bill Gruder se
soltó de las manos de su mujer y se lanzó a través de la habitación Sus manos
extendidas buscaron - y atravesaron - al marciano que estaba en la ventana.
Llevaba tal impulso que casi atravesó también la ventana abierta.
- Qué mal genio
- dijo el marciano -. Tsk, tsk.
Bill volvió
junto a Dorothy, le rodeó los hombres, con un brazo en un gesto protector y se
quedó allí, con los ojos echando chispas.
- Así me
condene - dijo -. Allí no hay nada.
- Eso es lo que
piensas, estúpido - replicó el marciano.
Dorothy dijo:
- Es como
dijeron por la radio, Bill. Pero recuerda que él tampoco puede hacernos daño.
- Me hace daño
a mí, querida. Sólo con sentarse ahí.
- Ya sabes lo
que estoy esperando - dijo el marciano -. Si queréis que me vaya, ya podéis
empezar. Creo que vuestra raza primero se quita la ropa, ¿no? Vamos, vamos,
desvestiros.
Bill dio otra
vez un paso hacia delante.
- Oye,
espantajo verde...
Dorothy le
contuvo.
- Bill, déjame
intentar algo.
Ella se puso
delante de él y miró con ojos suplicantes al marciano.
- No lo
comprendes - dijo -. Nosotros... nos amamos sólo en privado. No podemos
hacerlo, ni queremos, hasta que te vayas. Por favor, vete.
- Tonterías,
Jane. Me quedo.
Y se quedó.
Durante tres horas y media, los recién casados, sentados en el borde de la
cama, trataron de ignorar la presencia del marciano, esperando que se cansara. Desde
luego, sin decirse el uno al otro que intentaban conseguir que se cansara,
porque ahora sabían que con ello sólo conseguirían que el marciano se mostrase
más obstinado en quedarse.
En ocasiones
hablaban o intentaban hablar, pero no era una conversación muy lúcida. A veces
Bill iba hasta la radio y jugaba con el dial por un momento, confiando en que a
aquellas alturas alguien habría encontrado una manera efectiva de tratar a los
marcianos, o daría algún consejo más constructivo que simplemente decir que
mantuviesen la calma y no se entregasen al pánico. Bill no sentía pánico,
aunque tampoco estaba de humor para mantener la calma.
Sin embargo,
todas las emisoras decían lo mismo - todas sonaban como manicomios mal
organizados -, excepto aquellas que habían interrumpido sus emisiones. Y nadie
había descubierto lo que se podía hacer con los marcianos. De vez en cuando
daban un boletín de noticias, una declaración del presidente de los Estados
Unidos, de la Comisión de Energía Atómica, o de otra figura pública igualmente
importante. Todas las declaraciones aconsejaban al público que mantuviera la
calma y no se excitase, que los marcianos eran inofensivos, y que debían
mostrarse amistosos si era posible. Pero ninguna emisora informó de ningún caso
en el que alguien en la Tierra hubiera conseguido la amistad de un solo
marciano.
Finalmente,
Bill dejó la radio por última vez y regresó para sentarse en la cama, olvidó
que quería ignorar la presencia del marciano y le miró con ojos llenos de odio.
El marciano, al
parecer, no prestaba ninguna atención a los Gruder. Había sacado del bolsillo
un pequeño instrumento musical parecido a una gaita y se entretenía en tocar
canciones, si es que se las podía llamar así. Las notas no podían soportarse
por demasiado agudas, y no seguían ningún tipo de armonía conocida de la
Tierra. Sonaba como una muela de afilador.
A veces dejaba
la gaita y les miraba, sin decir nada, lo cual era probablemente lo más
irritante que podía decir.
A la una de la
madrugada, la impaciencia de Bill Gruder estalló.
- Al diablo con
todo esto. Él no puede ver en la oscuridad, y si bajo las cortinas antes de
apagar la luz...
La voz de
Dorothy pareció preocupada.
- Querido,
¿cómo podemos saber que no ve en la oscuridad? Los gatos pueden hacerlo, y las
lechuzas.
Bill vaciló,
pero sólo por un instante.
- Maldición,
querida; aunque pueda ver en la oscuridad, no podrá ver a través de las mantas.
Hasta podemos quitarnos la ropa debajo de las sábanas.
Se acercó a la
ventana y la dejó caer de golpe, y luego bajó las cortinillas, sintiendo una
irritada satisfacción al atravesar al marciano en ambas operaciones. Bajó la
cortina de la otra ventana y luego apagó la luz. Después regresó a la cama a
tientas.
Y aunque el
deseo de guardar silencio les inhibía en cierto modo, y ni siquiera querían
hablar en susurros, aquélla fue una noche de bodas después de todo.
Se habrían
sentido menos satisfechos - y estuvieron menos satisfechos al día siguiente -
si hubieran sabido, como todo el mundo descubrió al cabo de un día o dos, que
los marcianos, no solo podían ver en la oscuridad, sino incluso a través de las
mantas. Hasta de las paredes. Algún tipo de visión de rayos X, o más
probablemente alguna habilidad especial como la de kwimmar, les permitía ver a
través de los objetos sólidos. Y debían tener excelente vista, porque podían
leer la más pequeña letra de imprenta en los documentos plegados guardados en
las mesas de despacho, en las cajas de caudales cerradas. Podían leer cartas y
hasta libros sin necesidad de abrirlos.
Tan pronto como
se supo esto, todos comprendieron que nunca volverían a sentirse seguros de su
aislamiento mientras los marcianos estuvieran en la Tierra. Aunque no hubiera
un marciano en la habitación con ellos, podía haberlo en la habitación contigua
o fuera del edificio, contemplándoles a través de la pared.
Muy pocas
personas supieron o adivinaron tal cosa la primera noche. (Luke Deveraux, por
ejemplo, debería haberlo adivinado, porque su marciano había leído las cartas
de Rosalind guardadas dentro de una maleta cerrada; pero en aquel momento Luke
tampoco sabía si el marciano había abierto la maleta para coger las cartas. Y
cuando Luke contó con aquellos dos hechos para llevar a cabo una deducción
inteligente, ya no se encontraba en estado de hacer ningún tipo de deducción.)
Y aquella primera noche, antes de que la gente se enterase de ello, los
marcianos tuvieron oportunidad de ver muchas cosas. Especialmente los miles de
ellos que kwimmaron de repente a habitaciones oscuras y se sintieron lo
bastante interesados en lo que ocurría allí para mantenerse callados durante un
rato.
5
El segundo
deporte de puertas adentro más popular en Estados Unidos sufrió una derrota aún
peor aquella misma noche, y desde entonces se hizo imposible.
Veamos lo que
sucedió al grupo de amigos que jugaba al póquer cada jueves por la noche en la
casa que George Séller tenía en la playa, unos cuantos kilómetros al norte de
Laguna, California. George era soltero y vivía allí todo el año. Los otros
vivían en Laguna, donde tenían sus empleos o negocios.
En la noche de
aquel jueves se reunieron seis de los amigos, contando a George. El número
ideal para una buena partida, y ellos podían jugar excelentes partidas, con
apuestas lo bastante altas para que el juego fuese excitante, pero no hasta el
punto de que las pérdidas fueran serias para ninguno. Para todos ellos el
póquer era más una religión que un vicio. Los jueves por la noche - desde las
ocho hasta la una o incluso las dos de la madrugada - constituían la emoción de
sus vidas, esas brillantes horas hacia las que miraban con anticipación durante
los aburridos días y noches de la semana. No se les podía llamar fanáticos,
quizá, pero sí llenos de dedicación.
Pocos minutos
después de las ocho ya se habían puesto cómodos, en mangas de camisa y con las
corbatas aflojadas, y se sentaron alrededor de la gran mesa en el living,
dispuestos a empezar la partida tan pronto como George terminara de barajar las
cartas nuevas que acababa de sacar del paquete precintado. Todos habían
comprado fichas, y todos tenían burbujeantes vasos o latas de cerveza abiertas
delante de ellos. Siempre bebían, aunque con moderación: nunca lo suficiente
para embotar su juicio.
George terminó
de barajar y repartió cartas, boca arriba, para ver quién sacaría la primera
sota a fin de ser mano en primer lugar; fue a parar a Gerry Dix, cajero del
banco de Laguna.
Dix dio y ganó
la primera partida, con un trío de dieces. Sin embargo, no ganó mucho; sólo
George había ido, pero luego no pudo apostar; había sacado una pareja de nueves
de entrada y no logró mejorar sus cartas.
La mano
siguiente, Bob Trimble, propietario de la papelería del pueblo, recogió las
cartas para la siguiente partida.
- Haced las
apuestas iniciales, muchachos - dijo -. Este juego va a ser mejor. Voy a dar
buenas cartas a todos.
En el otro
extremo del living, la radio tocaba una música suave. A George Séller le
gustaba la música de fondo, y sabía en qué emisora podía obtenerla a cualquier
hora de la noche del jueves.
Trimble dio.
George cogió sus cartas y vio dos modestas parejas, sietes y treses. Podía
abrir, pero era un poco flojo para abrir al principio de la partida; sin duda
algún otro mejoraría la mano. Si era así, podría quedarse y sacar otra carta.
- Paso - dijo.
Otros dos
pasaron, y luego Harry Wainright, gerente de un pequeño almacén en South
Laguna, inició las apuestas con una ficha roja. Dix y Trimble se quedaron y
George hizo lo mismo. Los dos hombres que habían pasado entre George y
Wainright volvieron a pasar. Así, quedaron solamente cuatro en la partida, y
George sólo tenía que robar una carta para unir a sus dos parejas; si hacía un
full probablemente ganaría.
Trimble volvió
a coger la baraja y dijo:
- ¿Cartas,
George?
- Un momento -
dijo George de repente.
Había vuelto la
cabeza y estaba escuchando la radio. Ahora no emitía música, y de pronto se dio
cuenta de que ésta había cesado hacía un minuto o dos. Alguien estaba hablando,
con demasiada excitación para ser un anuncio; la voz parecía histérica. Además
ya eran las ocho y cuarto, y el programa que había sintonizado, «La hora de las
estrellas», sólo era interrumpido, a la media, para un breve anuncio.
¿Podría
tratarse de un aviso de emergencia, una declaración de guerra, el aviso de un
inminente ataque aéreo o algo parecido.
- Un momento,
Bob - dijo a Trimble.
Dejó las cartas
encima de la mesa y se levantó. Se acercó a la radio y elevó el volumen.
- ...Pequeños
hombres verdes, docenas de ellos, corriendo por toda la emisora. Dicen que son
marcianos. Tenemos noticias de que están por todas partes. Pero no se alarmen;
no pueden causar ningún daño. Son perfectamente inofensivos porque no se les
puede coger. La mano, o cualquier cosa que se les tire, pasa a través de ellos,
y ellos tampoco pueden tocarnos por la misma razón. De manera que no...
Continuó
durante un largo rato. Los seis hombres prestaban atención. Finalmente, Gerry
Dix dijo:
- ¿Qué diablos
te pasa, George? ¿Vas a interrumpir el juego para escuchar un programa de
ciencia ficción?
George
contestó:
- ¿Crees que se
trata de eso? Yo he sintonizado «La hora de las estrellas», un programa
musical.
- Es verdad -
dijo Walt Grainger -. Hace un momento tocaban un vals de Strauss. Creo que era
Los bosques de Viena.
- Prueba en
otra emisora, George - sugirió Trimble.
En aquel
instante, antes de que George pudiera alcanzar el dial, la radio enmudeció de
repente.
- ¡Maldición! -
tronó George, manipulando todos los botones -. Debe de haberse fundido una
lámpara. Ni siquiera se oye un zumbido.
Wainright dijo:
- Quizá lo
hicieron los marcianos. Volvamos a la partida, George antes de que se enfríen
mis cartas. Están lo bastante calentitas para ganar esta mano.
George vaciló y
luego miró hacia Walt Grainger. Los cinco hombres habían venido de Laguna en el
coche e Grainger.
- Walt - dijo
George -, ¿tienes radio en el coche?
- No.
George exclamó:
- ¡Maldición! Y
no tengo teléfono porque esa avara compañía no quiere tender la línea tan lejos
de... En fin olvidémoslo.
- Si estás
preocupado de verdad, George - dijo Walt -, podemos ir a la ciudad en un
momento. Tú y yo solos, y dejamos a los otros que sigan jugando, o podemos ir
los seis y volver en menos de una hora. No perderemos mucho tiempo, y podemos
quedarnos hasta más tarde para recuperarlo.
- A menos que
encontremos un cargamento de marcianos por el camino - dijo Gerry Dix.
- Tonterías -
terció Wainright -. George, lo que pasa es que tu radio ya estaba a punto de
estropearse; de lo contrario, ahora funcionaría.
- Yo opino
igual - dijo Dix -. ¡Qué demonios!, si hay marcianos por los alrededores, que
vengan aquí si es que quieren vernos. Ésta es nuestra noche de póquer, señores.
Vamos a jugar.
George Séller suspiró.
- De acuerdo -
dijo.
Volvió a
sentarse a la mesa y recogió sus cartas, mirándolas para recordar el juego que
tenía. Ah, sí, sietes y treses. Y le tocaba pedir.
- ¿Cartas? -
preguntó Trimble, cogiendo la baraja de nuevo.
- Una para mí -
dijo George, descartándose.
Pero Trimble
nunca llegó a darle la carta.
De repente,
Walt Grainger exclamó con voz aterrorizada:
- ¡Dios mío!
Todos se
quedaron helados por un instante, luego le miraron y se volvieron rápidamente
hacia donde él miraba.
Eran dos
marcianos. Uno estaba sentado en la parte superior de la lámpara de pie; el
otro, de pie encima de la radio.
George Séller
fue el primero que se recobró de la sorpresa, probablemente por haber estado
más dispuesto que los demás a aceptar las noticias que acababan de oír por la
radio. De modo un tanto absurdo, dijo:
- Bu... buenas
noches...
- Hola, Mack -
dijo el marciano que estaba encima de la lámpara -. Oye, será mejor que tires
esas cartas antes de coger otra.
- ¿Eh?
- Haz lo que te
digo, Mack. Tienes sietes y treses, y vas a tener un full porque la carta de
arriba es un siete.
El otro
marciano dijo:
- De veras,
Mack. Y vas a perder la camisa con ese full, porque este tipo... - señaló a
Harry Wainright, que había iniciado la apuesta - abrió con tres sotas, y la
cuarta es la segunda carta de arriba. Tendrá póquer de sotas.
- Seguid
jugando y lo veréis - dijo el primer marciano.
Harry Wainright
se puso en pie y puso sus cartas sobre la mesa, boca arriba, las tres sotas
entre ellas. Extendió la mano y cogió la baraja que sostenía Trimble, volviendo
las dos primeras cartas. Eran un siete y una sota. Tal como habían dicho.
- ¿Pensabas que
te engañábamos, Mack? - preguntó el primer marciano...
- Maldito
bicho...
Los músculos de
los hombros de Wainright se tensaron bajo la camisa mientras se dirigía al
marciano más próximo.
- ¡No lo hagas!
- dijo George Séller -. Harry, recuerda lo que dijo la radio. No puedes
tirarlos por la ventana si no puedes agarrarlos.
- Así es, Mack
- dijo el marciano -. Vas a parecer más burro de lo que eres.
El otro
marciano dijo:
- ¿Por qué no
seguís jugando? Nosotros os ayudaremos.
Trimble se puso
de pie.
- Tú ve por
aquél, Harry - dijo, sombrío. - Yo voy a por éste. Si la radio tenía razón no
podremos tirarlos por la ventana, pero no nos hará ningún daño intentarlo.
No les hizo
ningún daño, en efecto; pero tampoco les sirvió de nada.
6
El número de
víctimas humanas en todo el mundo durante aquellas primeras horas fue mucho más
elevado entre el estamento militar.
En todas las
instalaciones militares los centinelas usaron los rifles. Algunos dieron el
alto y luego dispararon; pero la mayoría sólo dispararon y siguieron disparando
hasta acabar las municiones. Los marcianos les hacían burla, impulsándolos a
seguir.
Los soldados
que no tenían armas a mano corrieron a buscarlas. Algunos utilizaron granadas.
Los oficiales usaron sus pistolas. El resultado fue una terrible carnicería
entre los soldados. Los marcianos parecieron divertirse mucho.
Con todo, la
mayor tortura mental fue infligida a los oficiales al mando de las
instalaciones militares secretas. Porque más pronto o más tarde, según su grado
de inteligencia, comprendieron que los secretos dejaban de serlo, fuesen
importantes o no. Al menos para los marcianos; y en vista de que los marcianos
adoraban el chismorreo, tampoco serían secretos para nadie.
No es que los
marcianos tuviesen ningún interés en los asuntos militares por sí mismo. Sólo
les movía su afición a causar dificultades. De hecho, no se mostraron
impresionados en lo más mínimo tras examinar las plataformas de lanzamiento de
los cohetes intercontinentales, los depósitos secretos de bombas A o H, los
archivos secretos o los planes secretos de defensa elaborados por el Pentágono.
- Bagatelas,
Mack.
Uno de ellos,
sentado encima de la mesa de despacho de un general, al mando de la base Able
(en aquel momento nuestro secreto militar más importante), le decía al general:
- Bagatelas.
Con todo lo que tienes aquí, no podrías vencer ni a una tribu de esquimales, si
los esquimales supieran vahr. Y nosotros podemos enseñarles, sólo para ver qué
pasa.
- ¿Qué diablos
es vahr? - rugió el general.
- Nada que te
importe, Mack.
El marciano se
volvió hacia otro de los marcianos que estaban en el despacho; en total eran
cuatro en aquel momento.
- Eh - dijo -,
vamos a kwimmar para echar una mirada a ver que tienen los rusos. Así podremos
comparar notas con ellos.
Él y el otro
marciano desaparecieron del despacho.
- Escucha esto
- dijo al otro uno de los dos marcianos restantes -. Una verdadera juerga.
Y empezó a leer
en voz alta un documento supersecreto guardado en la caja de caudales que había
en un rincón. El otro marciano se echó a reír con desdén. El general también se
echó a reír pero no con desdén. Siguió riendo hasta que se lo llevaron de allí
enfundado en una camisa de fuerza.
El Pentágono
era un manicomio, al igual que el Kremlin, aunque ninguno de los dos edificios
recibió más que una parte proporcional de los marcianos, tanto en el momento de
su llegada como en cualquier otro momento.
Los marcianos
eran tan imparciales como ubicuos. Ningún lugar les interesaba más que otro, ya
se tratase de la Casa Blanca o de la caseta del perro.
Tampoco se
hallaban más interesados en las enormes instalaciones, como por ejemplo la base
de Nuevo México donde se estaba montando el satélite artificial, que en los
detalles de la vida del más humilde coolie de Shanghai. Se burlaron por igual
de ambas cosas.
En todas partes
irrumpieron en la vida privada de todos. Bueno, en realidad ya no existía tal
cosa. Ya desde la primera noche resultó obvio que mientras ellos estuvieran en
la Tierra no habría aislamiento posible, ni secretos, tanto en la vida de los
individuos como en las maquinaciones de las naciones.
Todo lo
referente a nosotros, como individuos o como grupo, les interesaba, les
divertía y era motivo de burla para ellos. Sin duda, el verdadero objeto de
estudio de los marcianos era el hombre.
Los animales no
les interesaban, aunque no vacilaron en asustarlos o excitarlos cuando tal
acción podía tener el efecto indirecto de molestar o perjudicar a un ser
humano.
Los caballos
fueron particularmente afectados, y el montar a caballo, ya fuese como deporte
o como medio de transporte, se hizo tan peligroso que llegó a ser imposible.
Mientras los
marcianos estuvieron con nosotros, sólo las personas obstinadas se atrevieron a
ordeñar una vaca que no se hallase firmemente sujeta, con las patas atadas y la
cabeza amarrada a un poste.
Los perros se
volvieron frenéticos; muchos atacaron a sus dueños y tuvieron que ser
eliminados.
Sólo los gatos,
tras una o dos experiencias iniciales, se acostumbraron a ellos, tomándoselos
con calma. Pero es que los gatos siempre han sido diferentes.
Segunda Parte -
La vida con los marcianos
1
Los marcianos
se quedaron, y nadie podía adivinar por cuánto tiempo. Cabía la posibilidad de
que se quedasen para siempre. No era de nuestra incumbencia.
Y muy poca cosa
se aprendió de ellos, aparte de lo que era obvio al cabo de un día o dos de su
llegada.
Físicamente
todos eran muy parecidos. Aunque no eran idénticos, mostraban mucha menos
variación física entre ellos que entre seres humanos de la misma raza y sexo.
La única
diferencia importante era de tamaño: el más alto tendría noventa centímetros de
estatura, y el más pequeño, cosa de sesenta y cinco.
Entre los seres
humanos había diversas tendencias para explicar esa diferencia de tamaño entre
los marcianos. Algunos creían que todos eran varones adultos - y sus rostros
contribuían a crear esa impresión - y que la variación de altura de unos a
otros era tan natural como lo es entre los hombres.
Otros pensaban
que dicha diferencia indicaba una edad distinta; que era probable que todos
fuesen varones adultos, pero que su crecimiento no cesara con la edad adulta,
por lo que los bajitos eran relativamente jóvenes y los altos relativamente
viejos.
Había quién
creía que los altos eran probablemente varones y los bajitos hembras, y que las
diferencias de sexo, cualesquiera que fuesen, sólo se manifestaban en la altura
cuando iban vestidos. Dado que nadie había visto a un marciano desnudo, esta
teoría, al igual que las otras, no podía ser demostrada ni refutada.
Y aún existía
la teoría de que todos los marcianos eran iguales a nivel sexual, bien porque
fuesen hermafroditas, o porque careciesen de sexo, tal como nosotros lo
entendemos, y que posiblemente se reproducían por partenogénesis u otro medio
que ni siquiera podíamos adivinar. Incluso podía ocurrir que creciesen en los
árboles, como los cocos, para caer al suelo cuando estuvieran maduros, ya
adultos e inteligentes, dispuestos a enfrentarse con su mundo o a burlarse del
nuestro. En tal caso, los más pequeños podían ser niños recién caídos del árbol
como si dijéramos, pero tan llenos de maligno humorismo como los más viejos.
Nunca
descubrimos lo que comían o bebían, y ni siquiera si lo hacían. No podían comer
los alimentos terrestres, desde luego, ni siquiera tomarlos del plato, por la
misma razón por la que tampoco nosotros podíamos tocar a los marcianos. Mucha
gente pensaba que, ya que su sistema de kwimmar era instantáneo, un marciano
sencillamente kwimmaría a Marte en las ocasiones en que necesitara comer o
beber. En cuanto al sueño, si es que lo necesitaban, nadie había visto a un
marciano durmiendo en la Tierra.
En realidad,
sabíamos muy poco sobre ellos.
Tampoco
estábamos seguros de que estuvieran entre nosotros en persona. Muchos, en
especial los científicos, insistían en que una forma de vida incorpórea, sin
masa, no puede existir. Y que por tanto lo que veíamos no eran los mismos
marcianos sino sus proyecciones; que los marcianos poseían cuerpos tan sólidos
como los nuestros y que los dejaban en Marte, posiblemente en estado de trance,
y que el kwimmar era sencillamente la habilidad de proyectar su cuerpo astral,
que era visible pero no corpóreo.
De ser cierta,
esa teoría explicaría muchas cosas, pero aun sus más ardientes defensores
tenían que admitir que dejaba una cosa por explicar. ¿Cómo puede hablar una
proyección no corpórea? Si el sonido es el movimiento físico o vibración de las
moléculas del aire, ¿cómo puede una simple proyección astral crear un sonido?
Y no había
ninguna duda de que podían crear sonidos. Sonidos verdaderos, no sólo en la
mente del oyente; lo demostraba el hecho de que los sonidos que producían
podían ser registrados en discos o en cinta magnetofónica. Podían hablar y
también llamar a la puerta, aunque lo hacían raras veces. El marciano que llamó
a la puerta de Luke Deveraux en lo que después se llamó la Noche de la Llegada
fue una excepción. La mayoría kwimmaban, sin llamar, al interior de las
habitaciones, emisoras de televisión, clubes nocturnos, teatros, bares
(debieron de tener lugar escenas memorables en los bares aquella noche), cuarteles,
iglúes, cárceles..., a todas partes.
También
aparecían claramente en las fotografías, como hubiera descubierto Luke Deveraux
si se hubiera molestado en revelar aquella foto. Tanto si se hallaban entre
nosotros, en persona, como si no, era opacos a la luz. Pero no al radar, y los
científicos se mesaron los cabellos discutiendo la causa.
Todos insistían
en que no tenían nombre, ni siquiera número, y que los nombres eran ridículos e
innecesarios. Ninguno de ellos se dirigió nunca a un ser humano por su nombre.
En Estados Unidos llamaron a todos los hombres Mack, y a todas las mujeres
Jane; en otras partes usaron los equivalentes locales.
En un terreno,
al menos, demostraron unas aptitudes excepcionales: en lingüística. El marciano
de Luke no mentía cuando dijo que podía aprender cualquier idioma en una hora o
menos. Los marcianos que aparecieron entre varios pueblos primitivos cuyo
idioma nunca había sido emitido por radio, llegaron sin saber una palabra de su
lenguaje, pero lo hablaban con corrección y con gran soltura al cabo de pocas
horas. Y fuera cual fuese el idioma que hablasen, lo hablaban con fluidez,
utilizando incluso giros y modismos populares, sin la rigidez y torpeza que
caracterizan el aprendizaje de un nuevo lenguaje.
Resultaba obvio
que muchas de las palabras de su vocabulario no habían sido aprendidas en los
programas de radio. Pero eso no era difícil de explicar; a los pocos segundos
de su llegada, muchos tuvieron estupendas oportunidades de recibir una buena
educación en procacidades. Por ejemplo, el marciano que interrumpió la escena
del balcón de Romeo y Julieta en la emisora de televisión sin duda había
kwimmado antes a un bar, pongo por caso, del que emigró en busca de pastos más
verdes al cabo de unos minutos, al descubrir que muchos de los suyos habían
kwimmado al mismo lugar.
Mentalmente,
los marcianos eran más parecidos que físicamente, aunque también en ese nivel
se observaban pequeñas diferencias.
Pero desde el
primero al último eran abusivos, irritantes, molestos, rudos, brutales,
parlanchines, discutidores, detestables, descorteses, execrables, malignos,
descarados, odiosos, hostiles, de mal genio, insolentes, respondones, burlones,
canallescos, aguafiestas. Eran impúdicos, repugnantes, desagradables,
mareadores, quisquillosos, perversos, peleones, faltones, sarcásticos,
traidores, truculentos, incívicos, pesados, hirientes, y obstinados en
mostrarse enojosos y en causar dificultades a todos los que se ponían en
contacto con ellos.
2
De nuevo a
solas y sintiéndose exhausto - de haber algún marciano presente aún se habría
sentido peor -, Luke Deveraux se tomó todo el tiempo que quiso para deshacer
sus dos maletas en la pequeña habitación que acababa de alquilar en Long Beach.
Habían pasado
dos semanas desde la Noche de la Llegada. A Luke sólo le quedaban cincuenta y
seis dólares, y había llegado a Long Beach buscando trabajo, cualquier trabajo
que le sirviera para seguir comiendo cuando se le acabaran los cincuenta y seis
dólares. Por el momento, había abandonado la idea de escribir una novela.
En una cosa
había tenido suerte, mucha suerte. Pudo subarrendar su apartamento de soltero
en Hollywood por cien dólares al mes, apartamento que él mismo había amueblado
por la misma cantidad. Aquello le permitía reducir sus gastos y seguir en
posesión de sus cosas, sin tener que pagar almacenaje por ellas. No hubiera
podido venderlas por una cantidad que valiera la pena, ya que los dos objetos
más caros eran el televisor y la radio, y ambos eran completamente inútiles por
el momento. Si los marcianos se marchaban algún día, volverían a tener valor.
De modo que
ahora lo que llevaba con él eran sus dos maletas y su máquina de escribir
portátil; la máquina era para escribir cartas pidiendo trabajo.
Probablemente
tendría que escribir muchas, pensó sombrío. Incluso en Long Beach la situación
iba a ser difícil. En Hollywood habría sido imposible.
Hollywood era
la ciudad que más había sufrido en todo el país. Hollywood, Beverly Hills,
Culver City y toda el área del cine. Todo el que estaba relacionado de algún
modo con el negocio del cine, la radio o la televisión estaba sin trabajo.
Actores, productores, locutores..., todos. Todos iban en el mismo barco y el
barco se hundió de pronto.
Y por una
reacción secundaria, todo lo demás en Hollywood sufría las consecuencias. En
quiebra, o muy cerca, estaban los miles de tiendas, salones de belleza,
hoteles, bares, restaurantes y clubes nocturnos cuya clientela habitual era la
gente del cine.
Hollywood se
convertía en un pueblo desierto. Los únicos que quedaban eran aquellos que, por
una u otra razón, no podían marcharse. Él tampoco hubiera podido marcharse, de
no ser a pie si hubiera esperado mucho más.
Quizá debía
haberse alejado aún más de Hollywood, pero no quería gastar mucho en viajes. Y
de cualquier modo, las cosas estaban difíciles en todas partes.
En todo el país
- excepto en Hollywood, que se rindió en el acto -, el lema durante la última
semana había sido «Trabajamos como de costumbre».
Y en algunos
negocios era más o menos cierto. Uno puede acostumbrarse a conducir un camión
con un marciano burlándose de la forma en que uno conduce o saltando sin cesar
encima del capó. O se pueden vender comestibles en un mostrador con un marciano
sentado - ingrávido pero inamovible - sobre la cabeza, moviendo las piernas
delante del rostro de la víctima y mofándose de él y del cliente. Cosas así
pueden ser una prueba para los nervios, pero pueden hacerse.
Otros negocios
no salieron tan bien librados. Como hemos visto, el mundo del espectáculo fue
el primero y más duramente atacado.
Los programas
de televisión en directo se hicieron particularmente inviables. Aunque los
programas filmados no fueron interrumpidos la primera noche, excepto en algunas
emisoras en las que los técnicos fueron presa del pánico a la vista de los
marcianos, todos los programas en directo desaparecieron de las ondas al cabo
de unos minutos. Los marcianos adoraban interrumpir los programas en vivo.
Algunas
emisoras de radio y televisión cesaron de emitir por completo. Otras aún
funcionaban, usando sólo material filmado, pero era obvio que la gente se
cansaría pronto de ver y oír las mismas y viejas películas una y otra vez, aun
cuando la ausencia temporal de los marcianos en sus propios hogares les
permitiera verlas y oírlas sin interrupción.
Y desde luego,
nadie en su sano juicio estaba interesado en comprar nuevos aparatos de radio y
televisión, de manera que se perdían miles de puestos de trabajo en todo el
país: los relacionados con la fabricación y venta de los aparatos.
También se
quedaban sin empleo los miles de personas que trabajaban en los teatros, cines,
salas de conciertos, estadios y otros espectáculos públicos. Los espectáculos
de masas habían muerto. Cuando se reunía una masa de gente se reunía también
una masa de marcianos, y lo que iba a ser una agradable diversión cesaba de
serlo, aun cuando fuese posible continuarla. Borremos pues a los jugadores de
béisbol, taquilleros, acomodadores, boxeadores, operadores de cine y
televisión.
Sí, las cosas
iban a ser difíciles. La Gran Depresión de 1929 empezaba a verse como un
período de prosperidad.
Sí, pensaba
Luke, iba a costarle mucho encontrar trabajo. Y cuanto antes empezase a
buscarlo, mejor. Tiró impaciente las últimas cosas de la maleta en los cajones
de la cómoda, observando con algo de sorpresa que la camiseta de Margie estaba
entre ellas. ¿Por qué habría traído aquello? Se tocó el rostro para ver si se
había afeitado, se pasó el peine rápidamente por el cabello y salió de la
habitación.
El teléfono
estaba sobre una mesita en el hall y Luke se sentó allí ante el listín
telefónico. Dos periódicos de Long Beach encabezaban su lista. No es que
confiase realmente en entrar en ninguno de ellos, pero el de reportero era el
trabajo más adecuado en que podía pensar, y no perdería nada con intentarlo,
excepto un par de monedas. Además, en el News conocía a Hank Freeman, lo que
podía serle de cierta utilidad para presentarse en uno de los dos periódicos.
Marcó el número
del News. Había un marciano en la centralita parloteando al mismo tiempo que la
telefonista, intentando confundir las llamadas y a veces consiguiéndolo, pero
finalmente logró hablar con Hank. Éste trabajaba en la sala de redacción.
- Luke Deveraux, Hank. ¿Cómo van las cosas?
- Bueno,
podrían ir peor. ¿Cómo te tratan los verdes, Luke?
- Me imagino
que como a todos. Oye, estoy buscando trabajo. ¿Qué posibilidades hay de entrar
en el News?
- Ninguna.
Tenemos un montón de gente esperando para cualquier tipo de trabajo en el
periódico; muchos con experiencia de periodistas. Nunca has trabajado en un
periódico, ¿verdad?
- Los vendía
por la calle cuando era pequeño.
- Hoy ni
siquiera encontrarías trabajo para eso, amigo. Lo siento, ni la más remota
esperanza de nada, Luke. Las cosas están tan mal que todos hemos aceptado
rebajas de sueldo. Y con tantos talentos que intentan entrar, me temo que yo
también voy a perder el puesto.
- ¿Rebajas de
sueldo? Creía que sin la competencia de la radio los periódicos prosperarían.
- La
circulación ha aumentado. Pero los ingresos de un periódico dependen de los
anuncios, y eso ha pegado un bajón. Con tanta gente sin empleo y sin gastar,
todas las tiendas de la ciudad han cortado sus presupuestos de publicidad. Lo
siento, Luke.
Luke no se
molestó en llamar al otro periódico.
Salió a la
calle y caminó hacia la avenida Pine, en dirección al distrito comercial. Las
calles estaban llenas de gente y de marcianos. Los viandantes, en general,
parecían silenciosos y sombríos, pero las estridentes voces de los marcianos
compensaban aquello.
Había menos
tráfico que de costumbre, y la mayoría de la gente conducía con mucha
precaución; los marcianos tenían el hábito de kwimmar de repente a los capós de
los coches, delante del parabrisas. La única solución era conducir lentamente y
con un pie en freno, listo para parar en el momento en que la visión quedase
interrumpida.
También era
peligroso pasar a través de un marciano, a menos de tener la seguridad de que
no se hallaba de pie delante de algún obstáculo para impedir que uno lo viera.
Luke presenció
un ejemplo de ello. Había una hilera de marcianos atravesados en la avenida
Pine, un poco al sur de la calle Séptima. Parecían estar muy quietos, y Luke se
preguntó por qué, hasta que apareció un Cadillac a muy poca velocidad y el
conductor, con el rostro ceñudo, aceleró de repente y giró ligeramente para
pasar a través de la hilera. Habían estado ocultando una zanja de unos sesenta
centímetros de ancho, excavada para una tubería de conducción de aguas. El
Cadillac saltó como un caballo salvaje, y una de las ruedas delanteras se separó
del coche y empezó a rodar calle abajo. El conductor rompió el parabrisas con
la cabeza y salió del coche destrozado, derramando sangre y maldiciones. Los
marcianos aullaron divertidos.
En la esquina
siguiente, Luke compró un periódico, y al ver un puesto de limpiabotas, decidió
limpiarse los zapatos mientras miraba los anuncios. Aquélla iba a ser la última
vez que se limpiaba los zapatos pagando, hasta que tuviera un empleo y más
dinero, se dijo; de ahora en adelante se limpiaría los zapatos el mismo.
Buscó la página
de los anuncios, y miró las demandas. Al principio pensó que no había ninguno
de tales anuncios, pero luego encontró un cuarto de columna. Sin embargo, en lo
que al él se refería era igual que si no hubiera ninguno; lo comprendió al cabo
de unos minutos. Los empleos que se ofrecían sólo eran de dos categorías:
puestos técnicos altamente especializados requiriendo una formación y
experiencia especiales, y los de «No se necesita experiencia», solicitando
vendedores a domicilio, sólo a comisión. Luke había probado aquel trabajo, uno
de los más duros existentes, muchos años antes, cuando era joven y empezaba a
escribir; y había quedado convencido de que no era capaz ni de regalar muestras
gratuitas, ni mucho menos de vender nada. Y aquello fue en los «buenos
tiempos». No serviría de nada el que lo intentase ahora, a pesar de lo
desesperado de su situación.
Volviendo a
cerrar el periódico, se preguntó si se habría equivocado al venir a Long Beach.
¿Por qué lo había hecho? Desde luego, no porque la clínica mental donde
trabajaba su ex esposa estuviera allí. No pensaba buscarla; había terminado con
las mujeres. Al menos durante mucho tiempo. Una breve pero desagradable escena
con Rosalind, al día siguiente de su regreso a Hollywood, le había convencido
de que el marciano no mentía respecto a lo ocurrido en el apartamento de ella
la noche anterior. (Malditos, nunca mentían cuando decían algo, uno tenía que
creerles.)
¿Habría sido un
error ir a Long Beach?
La primera
página del periódico le demostró que las cosas estaban mal en todas partes.
«Drástica reducción en los gastos de Defensa Nacional», anunciaba el
Presidente. Sí, admitía que aquello aumentaría el desempleo, pero el dinero se
necesitaba desesperadamente para los subsidios a los parados, y de aquel modo
duraría más. Y los subsidios - con el pueblo hambriento - eran ciertamente más
importantes que los presupuestos militares, dijo el Presidente en la
conferencia de prensa.
En realidad, el
presupuesto de Defensa Nacional no tenía ninguna importancia en aquel momento.
Los rusos y los chinos tenían sus propios problemas, peores que las nuestros.
Además, ahora conocíamos todos sus secretos y ellos sabían los nuestros, y,
según había dicho el Presidente con una amarga sonrisa, así no se podía hacer una
guerra.
Luke, que
sirvió durante tres años como teniente en la armada diez años atrás, se
estremeció ante la idea de una guerra con los marcianos ayudando alegremente a
ambos contendientes.
«La bolsa sigue
bajando», decía otro artículo. Pero las acciones de empresas de espectáculos,
como la radio, cine, televisión y teatro, se habían recuperado un poco. Después
de ser consideradas como algo carente de valor la semana anterior, ahora se
cotizaban a una décima parte de su valor, como una apuesta a largo plazo de
aquellos que pensaban y esperaban que los marcianos no se quedarían por mucho
tiempo. Sin embargo, los valores industriales reflejaban la reducción en los
gastos de defensa con un fuerte declive, y el resto de valores habían bajado
por lo menos varios enteros. Las grandes bajas habían ocurrido la semana
anterior.
Luke pagó al
limpiabotas y dejó el periódico.
Una fila de
personas que daba la vuelta a la esquina, le hizo seguirla para ver adónde
llevaba. Era una agencia de colocación. Por un momento pensó en volver y unirse
a la cola; luego, en la ventanilla, vio un letrero que decía: «Inscripción,
diez dólares», y decidió no probar fortuna. Con cientos de personas
inscribiéndose, la posibilidad de obtener un empleo por medio de aquella
agencia no valía diez dólares de su escaso capital. No obstante, cientos de
personas los estaban pagando.
Y si había
alguna agencia de colocación que no cobrase la inscripción, la cola sería mucho
más larga.
Luke siguió
caminando.
Un hombre alto,
de mediana edad, con ojos brillantes y una enmarañada barba gris, se hallaba de
pie encima de un cajón en la acera, entre dos coches aparcados. Media docena de
personas le escuchaban sin mayor interés. Luke se detuvo y se apoyó en la pared
de un edificio.
- ¿Y por qué,
pregunto, nunca dicen mentiras? ¿Por qué son veraces? ¿Por qué? A fin de que,
ya que no dicen mentiras pequeñas, vosotros creáis en su gran mentira.
»¿Y cuál,
amigos míos, es su gran mentira? La de que ellos son marcianos. Eso es lo que
quieren que creáis, para la eterna perdición de vuestras almas.
»¡Marcianos!
Son demonios, demonios venidos de las más profundas entrañas del infierno,
enviados por Satán, tal como se predice en el Libro de las Revelaciones.
»Y, ¡oh, amigos
míos!, estáis condenados, condenados a menos que veáis la verdad y oréis, oréis
de rodillas todas las horas del día y de la noche, al único ser que puede
devolverlos al sitio de donde vinieron a fin de tentaros y atormentaros. ¡Oh,
amigos míos!, orad a Dios y a su Hijo, pedid el perdón para los pecados del
mundo que han desencadenado esos demonios...
Luke siguió
caminando.
Probablemente,
pensó, en todo el mundo los fanáticos religiosos decían lo mismo a algo
parecido. Quizá tenían razón. No existía ninguna prueba evidente de que fueran
marcianos. Sólo que él, personalmente, creía que podían existir marcianos, y no
creía en demonios, diablo y todo eso. Por esa razón estaba dispuesto a aceptar
la palabra de los marcianos sobre su procedencia.
Otra cola, otra
agencia de colocación.
Un muchacho que
pasaba con una pila de prospectos le dio uno a Luke. Redujo el paso para
echarle una breve mirada. Decía:
GRANDES
OPORTUNIDADES EN UNA NUEVA PROFESIÓN:
HÁGASE
CONSULTOR PSICÓLOGO
El resto estaba
en letras más pequeñas. Se metió el prospecto en el bolsillo. Quizá lo leyese
más tarde. Probablemente era un nuevo timo. Una depresión económica crea timos
como un pantano crea mosquitos.
Otra fila de
gente que daba la vuelta a una esquina. Le pareció más larga que las otras dos
que había visto, y se preguntó si se trataría de una agencia publica de
colocación, una que no cobrase derechos de inscripción.
Si era así, no
le costaría nada inscribirse, ya que no podía pensar en nada más constructivo
por el momento. Además, si su dinero se acababa antes de conseguir un empleo, tendría
que estar registrado para poder cobrar el subsidio. O entrar en los trabajos
públicos que el gobierno ya estaba organizando. ¿Tendrían un proyecto para
escritores esta vez? En tal caso, sin duda tendría trabajo, y no sería como
escritor de novelas, sino sólo para desarrollar algo así como una historia de
Long Beach, y aunque estuviera acabado como escritor, aquello aún podía
hacerlo, borracho o dormido.
La cola parecía
adelantar bastante aprisa, tan aprisa que pensó que sólo debían dar impresos
para que la gente los cumplimentara y los enviara por correo.
Fuera como
fuese, iría a la cabeza de la fila para asegurarse de lo que pasaba.
No pasaba nada.
La cola llevaba a un comedor gratuito de emergencia. Atravesaba un gran portal
que daba a un enorme edificio, el cual parecía haber estado destinado a sala de
baile o a pista de patinaje. Ahora estaba lleno de largas mesas improvisadas
con tablones colocados sobre caballetes de madera; cientos de personas en su
mayoría hombres, pero también algunas mujeres, se sentaban a las mesas,
inclinados sobre paltos de sopa. Docenas de marcianos corrían arriba y abajo
sobre las mesas, con frecuencia poniendo los pies - sin otro efecto que el
visual, desde luego - en los humeantes platos y saltando por encima de las cabezas
de los que comían.
El olor de la
sopa no era malo, y aquello recordó a Luke que tenía hambre; debía de ser ya
mediodía y no había desayunado. ¿Por qué no ponerse en la fila y conservar sus
escasos recursos financieros? Nadie parecía hacer ninguna pregunta; cualquiera
que se ponía en la cola recibía un plato.
¿O no era así?
Por un momento observó la mesa donde había un gran caldero de sopa, del que un
hombre gordo con un grasiento delantal servía la sopa en los platos que le
presentaban; se fijó en que bastantes personas dejaban el plato de sopa encima
de la mesa y con una expresión de disgusto en el rostro, daban media vuelta y
se marchaban.
Luke puso la
mano en el brazo de un hombre que pasaba por su lado después de rechazar la
sopa con gesto hosco.
- ¿Qué pasa? -
preguntó -. ¿Tan mala es la sopa? Parece que huele bien.
- Ve a mirar,
amigo - dijo el hombre, soltándose y dirigiéndose hacia la salida.
Luke se acercó
más y miró. Ahora podía ver que había un marciano dentro del caldero, sentado o
en cuclillas. Cada pocos segundos se inclinaba, sacando una larga lengua
amarillenta para lamer la sopa. Luego hacía ver que escupía en la sopa,
produciendo un ruido muy desagradable.
El hombre gordo
con el cucharón no le prestaba ninguna atención, y continuaba sirviendo sopa a
través del marciano. Algunas de las personas en la fila - las que ya habían
estado allí en otras ocasiones, sospechó Luke - tampoco parecían darle
importancia, o pasaban con la mirada clavada en otro punto.
Luke contempló
la escena durante un minutos más y luego salió fuera. No se puso en la cola.
Sabía perfectamente que la presencia del marciano no tenía ningún efecto sobre
la sopa. Pero de todos modos todavía no tenía tanta hambre, ni la tendría
mientras le durase el dinero.
No tardó en
hallar una pequeña cafetería, vacía de clientes y, por el momento al menos,
también felizmente vacía de marcianos. Se comió un bocadillo de salchichas y
luego pidió otro y una taza de café.
Había acabado
el segundo bocadillo y media taza de café cuando el camarero, un muchacho alto
y rubio de unos diecinueve años, le dijo:
- Déjeme que
vuelva a calentar el café.
Y llevó la taza
a la cafetera automática, la volvió a llenar y la devolvió.
- Gracias -
dijo Luke.
- ¿Quiere un
trozo de tarta?
- Oh... no,
creo que no.
- Tarta de
arándanos, regalo de la casa.
- A ese precio
desde luego - dijo Luke -. ¿Por qué?
- El dueño va a
cerrar el negocio esta noche. Tenemos más tarta de la que podemos vender hasta
entonces. ¿Por qué no regalarla?
Puso el plato
con el trozo de tarta y un tenedor delante de Luke.
- Gracias -
repitió Luke -. ¿Tan mal van los negocios?
- Hermano, las
cosas están mal... - dijo el camarero.
3
Hermano, las
cosas iban mal. Y en ningún lado peor que en el mundo del delito y de la ley.
Cabía pensar que si las cosas iban mal para los policías, irían bien para los
granujas, o viceversa; pero en realidad no era así.
Las cosas iban
mal para las fuerzas de la ley y el orden porque los crímenes violentos y las
peleas florecían por todas partes. Los nervios de todos estaban a punto de
estallar. No servía de nada el atacar o pelarse con los marcianos - ni siquiera
en intentarlo -, así que la gente discutía y luchaba entre sí. Las peleas
callejeras y domésticas abundaban. Los asesinatos - no con premeditación, sino
cometidos en un arrebato de ira o locura temporal - iban en aumento. Sí, la
policía tenía las manos llenas... y las cárceles aún más llenas.
Pero si los
policías trabajaban horas extras, los delincuentes profesionales casi no tenían
nada que hacer, y pasaban hambre. Los delitos contra la propiedad, con o sin
violencia, los delitos planeados ya no se producían.
Los marcianos
lo chismorreaban todo.
Tomemos un
ejemplo cualquiera: lo que sucedió a Alf Billings, un carterista de Londres,
casi en el mismo instante en que Luke Deveraux terminaba su tarta en la
cafetería de Long Beach.
Eran las
primeras horas de la tarde, hora de Londres. El pequeño Alf Billings, que
acababa de salir tras pasar un mes en la cárcel, se hallaba a la puerta de un
bar donde había gastado sus últimas monedas en un vaso de cerveza. De manera
que cuando vio a un forastero de aspecto próspero que pasaba por la calle,
decidió robarle la cartera. Ninguno de los viandantes parecía policía ni
detective. Había un marciano sentado encima de un coche aparcado en la calle,
pero Alf aún no sabía gran cosa de los marcianos. Y de todos modos, no tenía
dinero; debía arriesgarse o aquella noche no tendría donde dormir. De modo que
se acercó al forastero y le robó la cartera.
De repente, el
marciano saltó a la acera al lado de Alf, señalando la cartera que éste llevaba
en la mano y cantando alegremente:
- ¡Yah, yah,
yah, yah, yah, mira que cartera ha robado!
- ¡Lárgate de
aquí, maldito! - gruñó Alf, haciendo desaparecer la cartera en uno de sus
bolsillos y dando media vuelta para perderse entre el gentío.
Pero el
marciano no quería largarse. Siguió al lado del pobre Alf, cantando alegremente
con voz estridente. Alf lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que
su víctima había dado media vuelta, se palpaba los bolsillos y se preparaba a
correr detrás de él y su pequeño compañero.
Alf corrió como
alma que lleva el diablo. Dio la vuelta a la esquina y cayo en los brazos de un
imponente policía.
No es que los
marcianos estuvieran contra el delito o los delincuentes, estaban contra todo y
contra todos. Adoraban armar escándalo, y atrapar a un delincuente, fuese
planeando un delito o en el acto de cometerlo, les proporcionaba una magnífica
ocasión para divertirse.
Pero una vez el
criminal en poder de la justicia, eran igualmente aficionados a atormentar a la
policía. En los tribunales eran capaces de irritar de tal modo a los jueces,
abogados, testigos y jurados que siempre había más vistas suspendidas que
conclusas. Con los marcianos en las Audiencias, la justicia tendría que ser
sorda al tiempo que ciega para poder ignorar su presencia.
4
- Una tarta
estupenda - dijo Luke, dejando el tenedor -. Gracias otra vez.
- ¿Más café?
- No, gracias.
Ya he bebido bastante.
- ¿Está seguro
de que no quiere nada más?
Luke sonrió.
- Sí, un
empleo.
El camarero se
apoyaba con ambas manos sobre el mostrador. De repente se enderezó.
- Oiga, tengo
una idea, hermano ¿Quiere un empleo por medio día? ¿Desde ahora hasta las
cinco?
Luke se le
quedó mirando.
- ¿Habla en
serio? Claro que lo quiero. Mucho mejor que perder la tarde buscando.
- Entonces ya
lo ha encontrado.
El joven dio la
vuelta al mostrador, quitándose el delantal mientras lo hacía.
- Cuelgue ahí
su chaqueta y póngase esto.
Tiró el
delantal encima del mostrador.
- De acuerdo -
dijo Luke, sin coger todavía el delantal - ¿Qué es lo que pasa?
- Que me marcho
al campo, eso es lo que pasa.
Luego, ante la
sorprendida expresión en el rostro de Luke, sonrió.
- Bien, voy a
explicárselo. Pero primero déjeme que me presente. Me llamo Rance Carter.
Y le ofreció la
mano. Luke la estrechó y dijo:
- Luke
Deveraux.
Rance se sentó
en un taburete, frente a Luke.
- No bromeaba
cuando dije que soy un campesino, - explicó -; al menos lo era hasta hace dos
años, cuando vine a California. Mis padres tienen una pequeña granja cerca de
Hartville, Missouri. Entonces yo no me sentía contento allí, pero con todo lo
que ocurre ahora, y sin trabajo hasta Dios sabe cuando, creo que me gustaría
regresar a casa.
Sus ojos
brillaban de excitación - o de nostalgia -, y con cada frase su acento se
deslizaba más hacia el sencillo lenguaje del campesino.
- Buena idea -
asintió Luke -. Al menos podrá comer. Y habrá menos marcianos en una granja que
en la ciudad.
- Usted lo ha
dicho. Me decidí a regresar tan pronto como el dueño dijo que iba a cerrar el
negocio. Cuanto antes mejor. Toda esta mañana he estado ardiendo en deseos de
marcharme, y cuando usted dijo que quería un empleo, eso me dio una idea. Le
prometí al dueño que estaría aquí hasta las cinco, que es la hora en que él
vendrá, y creo que soy demasiado honrado para cerrar y dejarle abandonado.
Supongo que no importará que le deje a usted en mi lugar, ¿no?
- No creo -
dijo Luke. - ¿Pero piensa que él me pagará?
- Yo lo haré.
Cobro diez dólares al día, además de las comidas, y he cobrado hasta el día de
ayer. Hoy me tocan diez machacantes. Los sacaré de la caja y dejaré una nota;
le daré cinco y me quedaré cinco.
- Eso es
razonable - dijo Luke -. Trato hecho.
Se puso en pie,
se quitó la chaqueta y la colgó en uno de los ganchos de la pared. Luego se
puso el delantal, atándose los cordones a la espalda.
Rance ya se
había puesto la americana y estaba sacando los billetes de cinco dólares de la
caja registradora.
- California,
ya me voy... - cantó y luego hizo una pausa, sin duda en busca de algo que
rimara.
- De regreso a
Hartville, hoy - apunto Luke.
Rance se le
quedó mirando con asombro.
- Eh, amigo,
¿cómo ha podido salirle así, tan fácilmente? - chasqueó los dedos -. Debería
ser novelista, o algo por el estilo.
- Me conformo
con ser algo - le dijo Luke -. Oiga, ¿hay algo que deba saber de este trabajo?
- No. Los
precios están en ese cartel en la pared. Todo lo que no está a la vista, lo
encontrará en el frigorífico. Aquí tiene sus cinco y gracias mil.
- Buena suerte
- dijo Luke.
Se estrecharon
las manos, y Rance se marchó cantando alegremente:
- California,
ya me voy..., de regreso a Hartville...
Luke pasó diez
minutos familiarizándose con el contenido del frigorífico y los precios del
cartel. Huevos fritos con jamón parecía ser lo más complicado que podría verse
obligado a preparar. Y ya lo había hecho muchas veces en casa. Cualquier
escritor soltero al que no le guste interrumpir el trabajo para marcharse al
restaurante, no tarda en convertirse en un pasable cocinero de platos rápidos.
Sí, el trabajo
parecía sencillo, y Luke deseó que el dueño cambiara de idea sobre la cuestión
de cerrar el negocio. Con diez dólares al día, y las comidas gratis, podría
arreglarse algún tiempo. Y una vez libre de preocupaciones, quizá podría volver
a escribir por las noches.
Pero el
negocio, o mejor dicho la falta de él, mató aquella esperanza mucho antes de
que acabase la tarde. Los clientes entraban a un promedio de uno por hora, y
normalmente gastaban cincuenta centavos o menos cada uno. Un bocadillo y café
por cuarenta centavos, o tarta y café por treinta y cinco. Un potentado hizo
subir un poco el promedio gastándose noventa y cinco centavos en un bocadillo
de ternera, pero era obvio, aun para un profano en cuestiones comerciales como
Luke, que los ingresos no llegaban a cubrir el coste de las materias primas más
gastos generales, aunque su sueldo fuera el único gasto general de aquel
negocio.
Varias veces
los marcianos kwimmaron a la cafetería, pero por suerte nunca mientras un
cliente estaba comiendo en el mostrador. Al hallar sólo a Luke, ninguno de los
marcianos se molestó en hacer ninguna travesura, y no se quedaron más que unos
minutos.
A las cinco
menos cuarto Luke todavía no tenía apetito, pero decidió que podría ahorrarse
algún dinero si cenaba en ese momento. Se preparó un bocadillo de jamón cocido
y se lo comió. Luego hizo otro, lo envolvió y lo puso en el bolsillo de la
chaqueta.
Mientras lo
colocaba allí, su mano encontró un papel doblado, el prospecto que le habían
dado en la calle por la mañana. Volvió al mostrador con el papel en la mano y
lo desplegó para leerlo, mientras bebía una última taza de café.
VENZA A LA
DEPRESIÓN CON UNA NUEVA PROFESIÓN. HÁGASE CONSULTOR PSICÓLOGO.
¿Es usted
inteligente, de buena presencia y educación... pero sin trabajo?
Si posee esas
cualidades, ahora existe una nueva oportunidad par que pueda ayudar a la
humanidad, y a sí mismo, convirtiéndose en consultor psicólogo, enseñando a los
demás a mantener la calma y el recto juicio a pesar de los marcianos,
cualquiera que sea el tiempo que permanezcan entre nosotros.
Si goza de las
condiciones necesarias, y especialmente si dispone de conocimientos generales
de psicología, sólo requerirá muy pocas lecciones, quizá dos o tres, para
adquirir suficientes conocimientos para ayudarse primero a sí mismo y luego a
los demás a resistir el ataque concertado de los marcianos sobre la cordura
humana.
Las clases
serían limitadas a siete personas, a fin de permitir el coloquio y las
preguntas después de cada clase. La cuota será muy moderada: cinco dólares por
persona.
Su instructor
será el abajo firmante, licenciado en ciencias (Estado de Ohio, 1953), doctor
en psicología (U.S.C., 1958), con cinco años de experiencia como psicólogo
industrial en la Convair Corporation, miembro activo de la Asociación
Norteamericana de Psicólogos y autor de varias monografías y de un libro, Usted
y sus nervios, Dutton, 1962.
Ralph S. Forbes
Y un número de
teléfono de Long Beach.
Luke lo leyó
dos veces antes de ponerlo de nuevo en su bolsillo. No parecía un timo; al
menos, si aquel individuo realmente poseía tales grados académicos...
Y era algo
razonable. Mucha gente iba a necesitar ayuda, y deprisa. Eran muchos los que no
podían soportar la tensión y se derrumbaban. Si el doctor Forbes tuviera aunque
sólo fuera una parte de la solución...
Miró el reloj y
vio que eran las cinco y diez, y ya se preguntaba cuando llegaría el dueño y si
debería cerrar la puerta y marcharse, cuando se abrió la puerta.
El hombre gordo
y de mediana edad que entró se dirigió a Luke brevemente.
- ¿Dónde está
Rance?
- De vuelta a
Missouri. ¿Es usted el dueño?
- Sí. ¿Qué ha
pasado?
Luke se lo
explicó. El dueño del negocio asintió y dio media vuelta al mostrador. Abrió la
caja, leyó la nota de Rance y gruñó. Contó el dinero (no necesitó mucho tiempo)
y arrancó la tira registradora para comprobar la suma. Gruñó de nuevo y se
volvió a Luke.
- ¿Tan mal ha
estado el negocio? - preguntó - ¿O es que se ha metido unos cuantos dólares en
el bolsillo?
- Ha estado
realmente mal. Si hubiera recaudado por lo menos diez dólares quizá me hubiera
sentido tentado. Pero no cuando las entradas han sido menos de cinco. Eso está
por debajo de mi precio mínimo para sentirme deshonesto.
El hombre
suspiró.
- Le creo. ¿Ya
ha cenado?
- Me comí un
bocadillo. Y puse otro en el bolsillo de mi americana.
- Oh, hágase
unos cuantos más. Los suficientes para que le duren todo el día de mañana. Voy
a cerrar ahora, ¿para qué perder una noche?, y me llevaré a casa la comida que
sobre. Pero hay más de lo que mi mujer y yo podremos comer antes de que empiece
a estropearse.
- Gracias, voy
a hacerlo así - dijo Luke.
Se preparó
otros tres bocadillos fríos; no tendría necesidad de gastar dinero en comida
durante otro día.
De regreso a su
habitación, guardó cuidadosamente los bocadillos en una de sus maletas, que
ajustaba perfectamente, para protegerlos de los ratones y de las cucarachas, si
es que las había por allí; todavía no había visto ninguna, pero había tomado la
habitación aquella misma mañana.
Se sacó el
prospecto del bolsillo para volver a leerlo. De repente un marciano se sentó en
su hombro y se puso también a leer. El marciano terminó primero, aulló de
alegría y desapareció.
Aquel prospecto
parecía muy razonable. Por lo menos lo suficiente para que Luke sintiera el
deseo de arriesgar cinco dólares en una lección de las que ofrecía aquel
profesor en psicología. Sacó la cartera y volvió a contar su dinero. Sesenta y
un dólares; cinco más de los que le quedaban aquella mañana después de pagar
una semana de alquiler de la habitación. Gracias a su golpe de suerte en la
cafetería, no sólo se había enriquecido en cinco dólares, sino que no tendría
que gastar dinero en comida ni aquella noche ni al día siguiente.
¿Por qué no
arriesgar cinco dólares y ver si podía convertirlos en algo como ingreso
regular? Aunque no acabase el curso ni ganase dinero con aquello, por lo menos
tendría información por valor de cinco dólares sobre la forma de controlar sus
propia irritación hacia los marcianos. Quizás hasta el punto de que le fuera
posible volver a escribir.
Antes de que
pudiera arrepentirse y cambiar de idea, se dirigió al teléfono y marcó el
número indicado en el prospecto.
Una voz
masculina, serena y profunda, se dio a conocer como perteneciente a Ralph
Forbes.
Luke dio su
propio nombre.
- He leído su
prospecto, doctor Forbes, y me siento interesado. ¿Cuándo celebra su próxima
clase? ¿Y puede decirme si está completa?
- Aún no he
dado ninguna clase, señor Deveraux. Empiezo mi primer grupo esta tarde a las
siete, dentro de una hora. Y otro grupo mañana a las dos de la tarde. Ninguno
de los dos está completo todavía; aún tengo cinco plazas disponibles en cada
uno de ellos, de modo que puede escoger el que más le convenga.
- En tal caso,
cuanto antes mejor. Anóteme para esta tarde por favor. ¿Celebra esas clases en
su domicilio?
- No, dispongo
de una pequeña oficina para este propósito. Despacho seis catorce en el
Edificio Draeger de la avenida Pine, al norte del Ocean Boulevard. Pero espere
un momento; antes de que cuelgue, ¿puedo explicarle algo y hacerle unas cuantas
preguntas?
- Adelante,
doctor.
- Gracias.
Antes de aceptar su inscripción, espero que me perdonará si le hago unas
cuantas preguntas respecto a su experiencia. Ya comprenderá, señor Deveraux,
que esto no es un timo. Aunque espero ganar dinero con ello, naturalmente,
también estoy interesado en ayudar a la gente, y hay un gran número de personas
que van a necesitar mucha ayuda. Por esa razón he escogido este método,
trabajando por medio de otros.
- Comprendo.
Usted busca discípulos para convertirlos en apóstoles.
El psicólogo se
echo a reír.
- Una forma
inteligente de expresarlo. Pero no quisiera llevar más lejos la analogía; puedo
asegurarle que no me considero un mesías. Pero tengo la suficiente fe en mi
capacidad para ayudar a los demás como para querer escoger a mis alumnos con
cuidado. Ya que doy mis clases a un número tan reducido, quiero estar seguro de
dedicar mis esfuerzos a personas que...
- Le comprendo
perfectamente - interrumpió Luke -. Puede empezar a preguntar.
- ¿Tiene usted
estudios universitarios, o algo equivalente?
- Sólo he hecho
dos cursos en la universidad, pero creo que poseo el equivalente de una
educación universitaria; al menos, una no especializada. Durante toda mi vida
he sido un lector omnívoro.
- ¿Y por cuánto
tiempo ha sido eso, si me permite la pregunta?
- Treinta y
siete años. Espere, quiero decir que tengo treinta y siete años de edad. No he
leído durante todo ese tiempo, claro.
- ¿Ha leído
mucho sobre temas de psicología?
- Nada técnico.
Bastantes libros de divulgación.
- ¿Y cuál ha
sido su principal ocupación?
- Escribir
ciencia ficción.
- ¿Es posible?
¿Ciencia ficción? ¿No será usted por casualidad Luke Deveraux?
Luke sintió el
hálito de orgullo que un escritor siempre experimenta cuando su nombre es
reconocido.
- Sí. No me
diga que usted también lee ciencia ficción...
- Oh, sí, y me
gusta mucho. Por lo menos me gustaba hasta hace dos semanas. En estos momentos
no creo que nadie tenga interés en leer novelas sobre seres extraterrestres. Y
ahora que pienso en ello..., supongo que habrá una seria interrupción en la
venta de novelas sobre este tema. ¿Es por eso por lo que busca una nueva
profesión?
- Me temo que
aun antes de que llegasen los marcianos yo ya estaba en el peor bache de mi
carrera de escritor, de modo que no puedo echarles toda la culpa a ellos.
Tampoco me han ayudado en nada, desde luego. Y está usted en lo cierto en lo
que ha dicho sobre la baja de ventas, mucho más de lo que pueda creer. Ya no
existe ningún mercado para esas obras, y creo que no lo habrá hasta muchos años
después de que se hayan marchado los marcianos..., si es que se marchan alguna
vez.
- Entiendo.
Bien, señor Deveraux, siento que haya tenido mala suerte en su carrera de
escritor. No hace falta que le diga que me sentiré muy satisfecho teniéndole en
una de mis clases. Si hubiera mencionado su nombre cuando me dijo su apellido
hace un momento, puedo asegurarle que mis preguntas no hubieran sido
necesarias. ¿Le veré esta tarde a las siete, entonces?
- Sin falta -
dijo Luke.
Quizá las
preguntas del psicólogo no fuesen necesarias, pero Luke se sentía satisfecho de
que las hubiera hecho. Ahora estaba seguro de que no se trataba de una estafa,
y de que aquel hombre era lo que decía ser.
Aquellos cinco
dólares que iba a gastar podían ser la mejor inversión de su vida. Ahora estaba
seguro de que tendría una nueva profesión, algo importante. Se sintió
convencido de que iba a continuar con aquellos estudios y a tomar todas las
lecciones que Forbes dijera que necesitaba, aunque fueran más de las dos o tres
que el prospecto de Forbes decía que serían suficientes. Si se le acababa el
dinero, sin duda Forbes, que le conocía y admiraba como escritor, estaría
dispuesto a darle las últimas lecciones a crédito, permitiéndole pagar cuando
empezara a ganar dinero ayudando a los demás.
Y además de las
lecciones, pasaría muchas horas en la biblioteca pública o leyendo los libros
en su casa; no sólo leyéndolos, sino en realidad estudiando a fondo todos los
libros sobre psicología que cayeran en sus manos. Podía leer con rapidez y
tenía buena retentiva, y si iba a dedicarse a esa nueva profesión, lo mejor
sería que lo hiciera por entero y que se convirtiera en lo más aproximado a un
verdadero psicólogo que fuera posible sin el prestigio de un título. Pero
quizás hasta eso podría conseguirlo algún día. ¿Por qué no? Si realmente estaba
acabado como escritor, lo mejor que podía hacer era buscar, por difícil que
fuera la búsqueda, un puesto en otra profesión legítima. ¡Aún era joven,
caramba!
Se duchó con
rapidez y se afeitó, cortándose ligeramente cuando un repentino maullido resonó
en su oído en mitad de una pasada de la maquinilla de afeitar; un segundo antes
no había ningún marciano en la habitación. Sin embargo, no era un corte muy
profundo, y su lápiz estíptico detuvo la hemorragia fácilmente. Se preguntó si
ni siquiera los psicólogos podrían llegar a acostumbrarse a cosas como aquellas
para evitar la reacción y el sobresalto que le había hecho cortarse. Bien, Forbes
tendría la respuesta. Y si no había respuesta, una máquina de afeitar eléctrica
solucionaría el problema. Se compraría una tan pronto como volviera a ganar
dinero.
Deseaba que su
aspecto respaldase la impresión producida por su nombre; de modo que se puso su
mejor traje - el de gabardina color canela -, una camisa blanca, limpia, vaciló
un instante entre su corbata a cuadros y una más seria de color azul, y escogió
la azul.
Salió a la
calle, silbando alegremente. Caminaba con paso rápido, sintiendo que aquel
instante era un momento crucial en su existencia, el principio de una nueva y
mejor época.
Los ascensores
del Edificio Draeger no funcionaban, pero no le desanimó tener que subir por
las escaleras hasta el sexto piso; por el contrario, le hizo sentirse más lleno
de vigor.
Cuando abrió la
puerta del seis catorce, un hombre alto y delgado, vestido con un traje gris
oscuro y unas gruesas gafas de concha, se levantó de detrás de un escritorio
para acercarse a él con la mano extendida.
- ¿Luke
Deveraux? - preguntó.
- En efecto,
doctor Forbes. ¿Cómo me ha reconocido?
Forbes sonrió.
- En parte por
eliminación; todos los que se han inscrito ya están aquí, excepto usted y otra
persona. Y en parte porque he visto su foto en la contraportada de un libro.
Luke se volvió
y vio que ya había otras cuatro personas en el despacho, sentadas en cómodas
sillas. Dos hombres y dos mujeres. Todos iban bien vestidos y parecían
inteligentes y educados. También había un marciano, sentado con las piernas
cruzadas en una esquina del escritorio de Forbes, sin hacer otra cosa por el
momento que parecer aburrido. Forbes presentó a Luke a los presentes...,
excepto al marciano. Los hombres se llamaban Kendall y Brent; las mujeres eran
la señorita Kowalski y la señora Johnston.
- Y también le
presentaría a nuestro amigo marciano, si supiera su nombre - dijo Forbes, con
animación -. Pero siempre nos dicen que no usan nombre.
- Mack, vete a... - dijo el marciano.
Luke escogió
una de las sillas vacantes y Forbes volvió a su silla giratoria detrás del
escritorio. Echó una mirada a su reloj de pulsera.
- Las siete en
punto - dijo -. Pero creo que debemos conceder unos minutos más a nuestro
último colega para que pueda llegar. ¿Están de acuerdo?
Todos
asintieron, y la señorita Kowalski preguntó:
- ¿Quiere que
le entreguemos nuestra cuota mientras esperamos?
Cinco billetes
de cinco dólares, incluyendo el de Luke, pasaron de mano en mano hasta llegar
al escritorio de Forbes. El psicólogo los dejó allí, a la vista de todos.
- Gracias -
dijo -. Voy a dejarlos ahí por el momento. Si alguno de ustedes no se siente
satisfecho cuando termine la lección, puede retirar su dinero. Ah, aquí está
nuestro último miembro. ¿Señor Gresham?
Estrechó la
mano del recién llegado, un hombre de mediana edad, con una incipiente
calvicie, que le pareció vagamente familiar a Luke, aunque no podía recordar el
nombre ni dónde le había conocido, y lo presentó a los otros miembros de la
clase. Gresham vio el pequeño montón de billetes encima del escritorio y añadió
el suyo, y luego se sentó en una silla vacía junto a Luke. Mientras Forbes
arreglaba sus notas, Gresham se inclinó hacia Luke.
- ¿No nos hemos
conocido el alguna parte? - susurró.
- Creo que sí -
dijo Luke -. Tuve la misma impresión cuando entró. Pero ya hablaremos más
tarde. Espere, creo que...
- ¡Silencio,
por favor!
Luke se
interrumpió y se echó hacia atrás bruscamente. Luego enrojeció un poco al darse
cuenta de que era el marciano quien había hablado, no Forbes. El marciano le
hizo una mueca.
Forbes sonrió.
- Permítanme
que empiece diciendo que hallarán imposible ignorar a los marcianos,
especialmente cuando dicen o hacen algo inesperado. No deseaba mencionar este
punto inmediatamente, pero ya que es obvio que esta noche voy a tener «cierta
ayuda» en la clase, quizá será mejor que empiece con una afirmación que había
pensado desarrollar de modo gradual.
»Es la
siguiente: su vida, sus pensamiento y su cordura, al tiempo que las vidas,
pensamientos y cordura de aquellos a quines espero que podrán aconsejar y
ayudar, estarán menos afectadas por ellos si escogen un termino medio entre
tratar de ignorarlos por completo y tomarlos demasiado en serio.
»El ignorarlos
por completo, o mejor dicho, el tratar de ignorarlos por completo, el pretender
que no están aquí cuanto es evidente que sí están, es una forma de rechazo de
la realidad que puede llevar directamente a la esquizofrenia y a la paranoia.
Por el contrario, el prestarles plena atención, el permitir que lleguen a
irritarles seriamente puede llevarles a un ataque de nervios... o a la
apoplejía.
Parecía lógico,
pensó Luke. En casi todas las cosas de este mundo, el término medio es el
mejor.
El marciano
sentado en la esquina del escritorio bostezó desaforadamente.
Un segundo
marciano kwimmó de repente al despacho, justo en el centro de la mesa, tan
cerca de la nariz de Forbes que éste dejó escapar una exclamación involuntaria.
Luego sonrió a sus alumnos por encima de la cabeza del marciano.
Volvió a mirar
sus notas, pero el marciano ya estaba sentado encima de ellas. Pasó una mano a
través del marciano y las corrió hacia un lado; el marciano se movió en el acto
para mantenerse encima de ellas.
Forbes suspiró
y levantó los ojos parar mirar a la clase.
- Bien, parece
ser que tendré que hablar sin la ayuda de mis notas. Su sentido del humor es
muy infantil.
Se inclinó
hacia un lado para ver mejor por el costado del marciano sentado delante de él.
El marciano también se inclinó hacia el mismo lado. Forbes se enderezó y el
marciano repitió su movimiento.
- Su sentido
del humor es muy infantil - volvió a decir Forbes -. A este respecto, debo
decirles que ha sido a través de mi estudio de los niños y sus reacciones hacia
los marcianos como he llegado a desarrollar la mayor parte de mis teorías. Sin
duda, todos ustedes habrán observado que después de las primeras horas, cuando
ha pasado la novedad del primer encuentro, los niños se acostumbran a la
presencia de los marcianos con mucha más facilidad que los adultos.
Especialmente los niños de menos de cinco años. Yo tengo dos niños y...
- Tres, Mack -
dijo el marciano que estaba en la esquina del escritorio -. He visto el
contrato por el que pagaste dos mil dólares a aquella dama de Gardenia, para
que ella no presentara una demanda de paternidad.
Forbes
enrojeció.
- Tengo dos
niños en mi hogar - dijo con firmeza - y...
- Y una esposa
alcohólica - dijo el marciano -. No te olvides de ella.
Forbes esperó
unos instantes con los ojos cerrados, como si contara en silencio.
- El sistema
nervioso de los niños - continuó -, como ya he explicado en Usted y sus
nervios, mi popular libro sobre...
- No tan
popular, Mack. Ya sabes que la declaración de derechos dice que se han
publicado menos de mil ejemplares.
- Quise decir
que está escrito en estilo popular.
- Entonces,
¿por qué no se vende?
- Porque la
gente no los compra - estalló Forbes. Luego sonrió al auditorio -. Perdónenme.
No debí permitir que me arrastrasen a una discusión sin objeto. Si ellos hacen
preguntas ridículas, no contesten.
El marciano que
estaba sentado encima de sus notas, de repente kwimmó a la cabeza de Forbes,
donde se sentó con las piernas colgando sobre su rostro y balanceándolas de tal
modo que la visión del psicólogo quedaba alternativamente bloqueada y
despejada.
Forbes miró sus
notas, ahora de nuevo visibles, con intermitencias. Dijo:
- Ah..., aquí
hay una nota para recordarles, y será mejor que lo haga mientras puedo leer la
nota; se refiere a que al tratar con las personas a quienes deben ayudar deben
ser completamente veraces y...
- ¿Por qué no
lo has sido tú, Mack? - preguntó el marciano sentado en la esquina del
escritorio.
- ...no hacer
afirmaciones injustificadas sobre su persona o...
- ¿Cómo has
hecho tú en esa circular, Mack? ¿Por qué omitiste decir que varias de las
monografías que mencionabas ni siquiera han llegado a publicarse?
El rostro de
Forbes se iba volviendo de un rojo vivo por detrás del péndulo de las verdes
piernas del marciano. Se puso lentamente en pie, con las manos agarradas al
borde del escritorio.
- Yo..., ah...,
uh...
- ¿Por qué no
les has dicho que no eras más que un ayudante de psicólogo en la Convair, y la
razón de que te despidieran, Mack?
Y el marciano
que estaba en la esquina de la mesa se puso los pulgares en los oídos, agitó
sus otros dedos y emitió un estridente maullido.
Forbes le
golpeó con todas sus fuerzas. Y a continuación aulló de dolor cuando su puño,
pasando a través del marciano, golpeó, haciéndola caer, la pesada lámpara
metálica que ocultaba con su cuerpo.
Retiró la mano
herida y la contempló sin expresión a través del péndulo de las piernas del
segundo marciano. De pronto, los dos marcianos desaparecieron del despacho.
Forbes, con el
rostro ahora blanco en vez de rojo, volvió a sentarse lentamente y miró sin ver
a las seis personas sentadas en su despacho, como si se preguntara la razón de
que se hallaran allí. Luego se pasó la mano por la cara y dijo:
- Al tratar con
los marcianos, es importante recordar que...
En ese momento,
hundió la cabeza entre los brazos, apoyados en el escritorio, y empezó a
sollozar suavemente.
La señora
Johnston era la que estaba más cerca de la mesa. Se puso en pie y se adelantó,
poniendo una mano en el hombro del que lloraba.
- Señor Forbes
- dijo -, señor Forbes, ¿se encuentra bien?
No hubo ninguna
respuesta, pero los sollozos cesaron poco a poco.
Todos los demás
también se pusieron en pie. La señora Johnston se volvió hacia ellos:
- Creo que será
mejor que le dejemos solo... Y... - recogió uno de los billetes de cinco
dólares - me parece que podemos llevarnos nuestro dinero.
Se quedó con
uno de los billetes y entregó los restantes a los otros. Todos se marcharon en
silencio, algunos caminando de puntillas.
Todos excepto
Deveraux y Gresham.
- Quedémonos...
- había dicho Gresham -. Puede necesitar ayuda.
Y Forbes había
asentido en silencio.
Una vez solos,
levantaron la cabeza de Forbes y lo pusieron recto en la silla. Tenía los ojos
abiertos, pero vacíos de expresión.
- Shock
psíquico - dijo Gresham -. Es posible que se recobre y no le pase nada. Pero...
- Su voz se hizo dudosa -. ¿Cree que debemos hacer que venga alguien con la
camisa de fuerza?
Luke estaba
examinando la mano herida de Forbes.
- Está rota...
- dijo -. Al menos necesita que le curen eso. Telefoneemos a un médico. Si no
se ha recobrado hasta entonces, que el doctor cargue con la responsabilidad de
que vengan y se lo lleven.
- Buena idea.
Pero quizá no sea necesario telefonear. Hay un médico en este mismo edificio.
Me fijé en su placa cuando venía hacia aquí, y la luz estaba encendida. Quizá
tiene visita de noche o ha estado trabajando hasta tarde.
El médico había
estado ocupado hasta tarde, pero se preparaba para marcharse cuando los dos
entraron en su despacho. Lo llevaron a la oficina de Forbes, le explicaron lo
ocurrido, le dijeron que ahora él era el responsable y se marcharon.
Cuando bajaban
las escaleras, Luke dijo:
- Era un tipo
simpático, mientras duró.
- Y su idea era
buena, mientras duró.
- Así lo creo -
dijo Luke -. Y ahora me siento totalmente apagado. Oiga, íbamos a tratar de
recordar dónde nos conocimos. ¿Ha pensado algo?
- ¿No pudo ser
en la Paramount? He trabajado allí seis años, hasta que cerraron los estudios
hace dos semanas.
- Eso es - dijo
Luke -. Usted escribía en series. Yo pasé unas cuantas semanas trabajando en
guiones, hace ya algunos años. No me gustaba mucho y lo dejé. Lo mío es
escribir historias, no preparar guiones.
- Debió de ser
ahí entonces. Oiga, Deveraux...
- Llámeme Luke.
Y su nombre es Steve, ¿no?
- Así es. Bien,
Luke, yo también me siento apagado. Pero ya sé en qué gastarme los cinco
dólares que acabo de recobrar. ¿Tiene alguna idea con respecto a los suyos?
- La misma que
usted. Después de comprar un par de botellas, ¿vamos a mi habitación o a la
suya?
Compararon las
ventajas de las respectivas habitaciones y se decidieron por la de Luke; Steve
Gresham vivía con una hermana casada; había niños y otras molestias, de modo
que la habitación de Luke sería la mejor.
Ahogaron sus
penas vaso a vaso; Luke resultó ser el más resistente de los dos. Un poco
después de la medianoche Gresham quedó inconsciente; Luke aún se tenía en pie,
aunque sus movimientos eran un poco erráticos.
Trató de
despertar a Gresham sin conseguirlo, y entonces se sirvió tristemente otro vaso
y se sentó a beber y pensar en vez de beber y hablar. Pero deseaba hablar más
que pensar y casi, aunque no del todo, deseó que apareciera un marciano. Y aún
no estaba lo bastante loco o borracho para hablar solo.
- Todavía no -
dijo en voz alta, y el sonido de su propia voz le sobrecogió, haciéndole quedar
de nuevo en silencio.
Pobre Forbes,
pensó. Él y Gresham habían desertado de su lado; debieron haberse quedado con
Forbes y ayudarle, por lo menos hasta que se convencieran de que ya no tenía
remedio. Ni siquiera habían esperado a oír el diagnóstico del médico. ¿Habría
podido el médico despertarle, o habría enviado a buscar a los loqueros?
Podía
telefonear al doctor y preguntarle lo ocurrido, pero no recordaba el nombre de
aquel médico, si es que alguna vez lo había oído.
Podía llamar al
Hospital Mental de Long Beach y enterarse de si Forbes se encontraba allí. O si
preguntaba por Margie, quizás ella podría darle más detalles de la situación de
Forbes de los que podría conseguir de la telefonista. Pero no quería hablar con
Margie. Sí que quería. No, no quería. Ella se había divorciado de él; que se
fuera ahora al diablo. Al diablo con todas las mujeres.
Salió al hall
en busca del teléfono, tambaleándose un poco. Tuvo que cerrar un ojo para leer
las diminutas letras del listín, y luego otra vez para marcar el número.
Preguntó por
Margie.
- ¿Apellido,
por favor?
- Uh...
Durante un
instante, no pudo recordar el apellido de soltera de Margie. Luego se acordó,
pero decidió que probablemente aún no se habría decidido a usarlo de nuevo,
especialmente teniendo en cuenta que el divorcio aún no era definitivo.
- Marjorie
Deveraux. Enfermera.
Un momento, por
favor.
Unos minutos
más tarde, sonó la voz de Margie.
- Diga.
- Hola, Margie.
Soy Luke. ¿Te he despertado?
- No. Trabajo
en el turno de noche. Luke, estoy contenta de que hayas llamado. Estaba muy
preocupada por ti.
- ¿Preocupada
por mí? Estoy muy, muy bien. ¿Por qué te preocupas por mí?
- Bueno..., por
los marcianos. Hay tantas personas que... No sé, sólo estaba preocupada.
- ¿Creías que
podían volverme tarumba, eh? - repuso Luke con voz pastosa -. No te preocupes,
querida, no podrán tumbarme. Yo escribía ciencia ficción, ¿no lo recuerdas? Yo
inventé a los marcianos.
- ¿Estás seguro
de encontrarte bien, Luke? Has estado bebiendo.
- Claro que he
estado bebiendo. Pero estoy bien. ¿Cómo estás tú?
- Muy bien.
Pero muy ocupada. Este lugar parece... un manicomio. No puedo hablar durante
mucho tiempo por teléfonos. ¿Necesitas algo?
- No necesito
nada, querida. Estoy muy, muy bien...
- Entonces
tengo que colgar. Pero quiero hablar contigo, Luke. ¿Querrás telefonearme
mañana por la tarde?
- Desde luego,
querida. ¿A que hora?
- A cualquier
hora de la tarde. Adiós Luke.
- Adiós,
querida.
Luke volvió a
su vaso, recordando de pronto que se había olvidado de preguntar por Forbes.
Bueno, no tenía importancia. O Forbes estaba bien o no lo estaba; y no podía
hacer nada si no lo estaba.
Era
sorprendente, pensó, que Margie se mostrara tan afectuosa. Especialmente
dándose cuenta de que él estaba borracho. Ella no era una puritana con la
bebida - bebía con moderación -, pero siempre se enfurecía cuando él bebía
demasiado, como esta noche.
Debía estar
preocupada de verdad por él. ¿Pero por qué?
Y entonces
recordó. Ella siempre había sospechado que Luke no era muy estable mentalmente.
Una vez había tratado de llevarle a un psicoanalista; era una de las cosas por
las que habían peleado. De manera que ahora, con tantas personas perdiendo la
chaveta, pensaría que Luke sería de los primeros en caer.
Estaba loca, si
pensaba eso. Él sería el último en permitir que los marcianos le tumbaran, no
el primero.
Se sirvió otro
vaso. No es que en realidad lo deseara - ya estaba muy borracho -, sino que era
un gesto de desafío hacia Margie y los marcianos. Ya les enseñaría él...
Ahora tenía a
uno de ellos en la habitación. Apuntó un vacilante dedo hacia el recién llegado
y dijo:
- No podrás
tumbarme. Yo te he inventado.
- Ya estás en
el suelo, Mack. Estás más borracho que una cuba.
El marciano
paseó la mirada, con gesto de disgusto, de Luke a Gresham, quien roncaba en la
cama. Y debió decidir que ninguno de los dos merecía que perdiera su tiempo,
porque desapareció en el acto.
- ¿Has visto?
Ya te lo dije - murmuró Luke.
Bebió otro
trago y luego dejó el vaso en el suelo en el momento oportuno, porque la
barbilla le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.
Soñó con Margie.
A ratos soñó que discutía y peleaba con ella, y a ratos soñó... Pero aún cuando
los marcianos estuvieran presentes, los sueños seguían siendo inviolables.
5
El Telón de
Acero se agitó como una hoja de árbol sacudida por un terremoto.
Los líderes del
pueblo se encontraron frente a una oposición a la que no podían purgar, ni
siquiera intimidar. Y no podían echar las culpas de la presencia de los
marcianos a los capitalistas explotadores, porque pronto descubrieron que los
marcianos eran peores que los capitalistas explotadores.
No sólo no eran
marxistas, sino que se burlaban por igual de cualquier filosofía política. Se
reían de todos los gobiernos terrestres y de todas las formas de gobierno,
incluso de las más teóricas. Sí, ellos poseían la forma perfecta de gobierno,
pero rehusaban decir en que consistía... Era algo que no le importaba a nadie.
Ni eran
misioneros ni tenían ningún deseo de ayudarnos. Todo lo que querían era
enterarse de lo que pasaba y mostrarse tan molestos e irritantes como fuese posible.
Tras el
tembloroso telón tuvieron un tremendo éxito.
¿Cómo podía
nadie decir la Gran Mentira, ni siquiera una pequeña, con trescientos millones
de marcianos dispuestos a desmentirla? Adoraban la propaganda.
Y no cesaban de
llevar partes. Nadie puede adivinar cuántas personas fueron sumariamente
juzgadas y ejecutadas en los países comunistas durante el primer mes de la
llegada de los marcianos. Campesinos, superintendentes de fábricas, generales,
miembros del Politburó. Ya no era seguro hacer o decir nada con los marcianos
por allí. Y siempre parecía haber marcianos por todas partes. No obstante,
después de un tiempo aquella fase se normalizó. No podía ser de otro modo. No
se puede fusilar a todo el mundo, ni siquiera a todo el mundo fuera de las murallas
del Kremlin, sin no por otra razón porque entonces los capitalistas podrían
avanzar sin resistencia y apoderarse de todo. No se puede enviar a todo el
mundo a Siberia; Siberia podría contenerlos, pero no alimentarlos.
Era necesario
hacer concesiones; tenían que permitir pequeñas diferencias de opinión. Ciertas
disensiones de la línea del Partido debían ser ignoradas o toleradas.
Pero lo peor
era que la propaganda, aun la propaganda interna se hizo imposible. Cifras y
hechos, en discursos y en la prensa, debían ser veraces. Los marcianos
disfrutaban buscando el más pequeño error o exageración para contárselo a todo
el mundo.
¿Cómo se puede
gobernar así?
6
Sin embargo,
los capitalistas también tenían sus problemas. ¿Y quién no?
Tomemos el caso
de Ralph Blaise Wendell, de sesenta y cuatro años de edad. Alto, ya un poco
encorvado; delgado, con finos cabellos y ojos grises y cansados. Tuvo la
desgracia de ser nombrado presidente de los Estados Unidos en 1960, aunque en
aquella ocasión no pareciera una desgracia.
Ahora, y hasta
que las elecciones de noviembre le permitieran descansar, era el presidente de
una nación que contenía ciento ochenta millones de persones... y unos sesenta
millones de marcianos.
En ese momento,
una tarde de principios de mayo, seis semanas después de la llegada de los
marcianos, se hallaba sentado, solo, en su despacho, reflexionando.
Completamente
solo; ni siquiera un marciano presente. Tal soledad no era usual. Solo, o
acompañado de su secretario, tenía las mismas posibilidades que cualquier otra
persona de verse molestado. Los marcianos no perseguían a los presidentes y
dictadores más de lo que perseguían a un dependiente o a un barrendero. No
respetaban ninguna categoría social; no respetaban absolutamente nada.
Y ahora, al
menos por el momento, se encontraba solo, y con el trabajo del día concluido;
pero no sentía deseos de moverse. Estaba demasiado cansado para marcharse.
Cansado con el especial agotamiento que produce la combinación de una enorme
responsabilidad y la sensación de no ser apto para ella. Cansado de derrota.
Pensó
amargamente en las últimas seis semanas y en la enorme confusión que se había
generado. Una depresión que hacía parecer a la llamada Gran Depresión de 1929
un periodo de prosperidad surgida del sueño de un avaro.
Una depresión
que había empezado, no con la caída de los valores de Bolsa, aunque eso se
había producido rápidamente, sino con la repentina pérdida de trabajo de
millones de personas a la vez... Casi todo el personal relacionado de algún
modo con la industria del espectáculo; no sólo los actores, sino también los
tramoyistas, taquilleros, mujeres de limpieza. Toda la gente relacionada con el
deporte profesional. Todos los comprendidos en la industria del cine. Todos los
que trabajaban en la radio y la televisión, excepto unos cuantos técnicos para
hacer funcionar las emisores y proyectar antiguas películas o emitir obras
grabadas en cinta magnetofónica; y unos pocos, muy pocos, locutores y
comentaristas. Todos los músicos, para baile u orquesta.
Nadie había
pensado nunca en cuántos millones de personas se ganaban la vida, directa o
indirectamente, con el deporte o el espectáculo. Al menos hasta que todos
perdieron el empleo a la vez.
Y la caída casi
hasta cero de los valores de las empresas de espectáculos había iniciado el
derrumbe de la Bolsa.
La depresión se
había convertido en una pirámide, que aún seguía alzándose. La producción de
automóviles quedó reducida a un 87% menos, comparada con el mismo mes del año
anterior. Ni siquiera los que tenían empleo y dinero compraban coches nuevos.
La gente se quedaba en casa. ¿Adonde podían ir? Desde luego algunos aún tenían
el coche para ir y volver del trabajo, pero para eso el viejo cacharro era más
que suficiente. ¿Quién sería lo bastante tonto para comprar un coche nuevo en
medio de aquella depresión, y especialmente con el mercado de vehículos de
ocasión atestado de coches casi nuevos que mucha gente se había visto forzada a
vender? Lo extraño no era que la producción se redujese en un 87%, sino que aún
se fabricasen coches nuevos.
Los coches sólo
eran utilizados en casos estrictamente necesarios, pues los viajes de placer ya
no constituían ningún placer, las compañías petroleras y las refinerías también
estaban afectadas. Más de la mitad de las estaciones de servicio habían
cerrado.
Las industrias
del acero y del caucho trabajaban a la mitad de su capacidad. Más paro.
Apenas se
construía, porque la gente tenía menos dinero y nadie quería hacerse una casa.
Más desempleo.
¿Y las
cárceles? Llenas a rebosar, a pesar de la casi completa desaparición del crimen
organizado. Pero se habían llenado antes de que los delincuentes descubrieran
que su oficio ya no era rentable. ¿Y qué hacer con los miles de personas
arrestadas diariamente por delitos de violencia o desesperación?
¿Qué hacer con
las fuerzas armadas, cuando la guerra ya no era una posibilidad amenazadora?
¿Licenciarlas? ¿Y aumentar el desempleo con otros cuantos millones? Aquella
misma tarde había firmado una orden que concedía la licencia inmediata a cualquier
soldado o marino que demostrara tener un empelo esperándole o suficiente
capital para garantizar que no iba a convertirse un una carga para el estado.
Pero muy pocos podrían reunir esas condiciones.
La deuda
nacional, el presupuesto, los programas de obras públicas, el ejercito, el
presupuesto, la deuda nacional...
El presidente
Wendell apoyó la cabeza en las manos, sobre el escritorio, y gimió, sintiéndose
muy viejo y cansado.
De un rincón de
la sala, como un eco, surgió otro gemido burlón.
- Hola Mack -
dijo una voz -. ¿Otra vez haciendo horas extras? ¿Quieres que te ayude?
Y una risa. Una
risa sarcástica.
7
No todos los
negocios iban mal.
Por ejemplo,
estaban los psiquiatras. Volviéndose locos para impedir que los demás perdieran
la razón por completo.
Y también las
empresas de pompas fúnebres. Con la cifra de muertes - debidas a suicidio,
violencia o apoplejía - varias veces superior a lo normal, no existía la
depresión para los carpinteros de ataúdes. Su negocio era floreciente, a pesar
de la tendencia y los entierros sencillos o la cremación sin nada de lo que
realmente puede denominarse un funeral. (Era demasiado fácil para un marciano
convertir un funeral en una farsa, y en especial les gustaba desmentir las
alabanzas al difunto cuando se apartaban de la exacta verdad sobre sus virtudes
o silenciaban sus vicios. Ya sea por anteriores observaciones, por escuchar
detrás de las puertas o por haber leído cartas o diarios personales, los
marcianos presentes en los funerales siempre parecían ser capaces de descubrir
cualquier desviación de la estricta verdad en las alabanzas de los
concurrentes. Ni siquiera eran seguros los funerales cuando se creía que el
difunto había llevado una vida verdaderamente ejemplar; muchas veces, los
concurrentes aprendían cosas sobre él que les dejaban boquiabiertos.)
Las farmacias
tenían un negocio fabuloso en la venta de aspirinas, sedantes y tapones para
los oídos.
Pero el mayor
auge se percibía en la industria en que uno esperaba encontrarlo, en la
industria de bebidas alcohólicas.
Desde tiempos
inmemoriales, el alcohol ha sido la válvula de escape para las vicisitudes
diarias del hombre. Ahora la vida del hombre contenía verdes vicisitudes mil
veces peores de lo que habían sido nunca. Ahora, realmente, había algo de lo que
huir.
La mayor parte
de la bebida se consumía en los hogares, pero los bares aún seguían abiertos, y
estaban llenos por las tardes y atestados por las noches. En la mayoría, los
espejos de las estanterías estaban rotos como consecuencia de los vasos, botellas
y ceniceros que el público tiraba a los marcianos, y los vidrios nuevos no
habían sido reemplazados porque no tardarían en volver a romperse.
Pero los bares
aún funcionaban y la gente hacía cola para entrar. Por supuesto, los marcianos
también entraban, aunque no bebieran. Los propietarios y asiduos de los bares
habían encontrado una solución parcial al problema de los marcianos: el nivel
de ruido. Los tocadiscos no paraban nunca de sonar a todo volumen, y casi todos
los bares tenían dos. Los aparatos de radio también ayudaban a incrementar el
estrépito en unos cuantos decibelios. Los que querían hablar tenían que gritar
al oído del vecino.
Los marcianos
no podían hacer otra cosa que aumentar el ruido, y este era de tal categoría
que cualquier incremento era prácticamente superfluo.
Si uno era un
bebedor solitario (y cada vez más personas se convertían en bebedores
solitarios), había menos posibilidades de ser molestado por los marcianos en un
bar que en cualquier otros sitio. Podía haber una docena de ellos por los
alrededores, pero si uno se quedaba con el estómago pegado a la barra, con el
vaso en la mano y los ojos cerrados, ya no se les veía ni se les oía. Si al
cabo de un rato uno abría los ojos y los veía, ya no tenía importancia porque
ya no le causaban ningún efecto.
Sí, los bares
hacían buen negocio.
8
Como La
Linterna Amarilla, sito en la avenida Pine, a Long Beach. Un bar como otro
cualquiera, pero en el que se halla Luke Deveraux, y ya es hora de que volvamos
a él, porque está a punto de ocurrirle algo importante.
Tiene el
estomago pegado a la barra, y un vaso en la mano. Permanece con los ojos
cerrados, de modo que podemos observarle sin que se dé cuenta.
Parece un poco
más delgado; aparte de eso, no se observan otras diferencias desde que lo vimos
por última vez, siete semanas atrás. Aún presenta un aspecto limpio, y está
bien afeitado. Sus ropas siguen presentables y bien cortadas, aunque su traje
necesita plancha, y las arrugas en el cuello de la camisa nos dicen que Luke se
lava él mismo la ropa. Pero se trata de una camisa de deporte y no le queda
mal.
Para ser
francos, hasta esta noche ha tenido suerte. Suerte en el sentido de que ha
podido lograr que sus cincuenta y seis dólares con la ayuda de pequeños y
ocasionales ingresos, le duren estas siete semanas, sin haber tenido que
recurrir todavía a la ayuda del gobierno.
Ya estaba
decidido; al día siguiente lo haría. Había llegado a esa decisión mientras aún
le quedaban seis dólares, y con una buena razón para ello. Desde la noche en
que se había emborrachado con Gresham y telefoneó a Margie, no había vuelto a
beber. Había vivido como un monje y trabajado como un castor siempre que
encontró algo en qué trabajar.
Durante siete
semanas su orgullo le había sostenido. (El mismo orgullo que le había impedido
telefonear a Margie de nuevo como le prometió aquella noche. Deseó hacerlo
muchas veces, pero Margie tenía un empleo, y no quería verla ni hablar con ella
hasta que él también tuviera uno.)
Sin embargo,
esa noche, después del décimo consecutivo y descorazonador día (once días atrás
había ganado tres dólares ayudando a un hombre en una mudanza), y después de
pagar una frugal comida de buñuelos resecos y salchichas frías para comer en su
habitación, había contado el resto de su capital, que ascendía exactamente a
seis dólares.
De modo que
había decidido que todo se fuese al diablo. A menos que ocurriese un milagro, y
Luke no creía que pudiera sucederle tal cosa, tendría que declararse vencido y
buscar el subsidio estatal dentro de un par de días. No obstante, si decidía ir
al subsidio al día siguiente, aún le quedaba lo suficiente para tomar unas
copas. Después de siete semanas de abstinencia total y con el estómago medio
vacío, los seis dólares eran bastante para emborracharse aunque los gastara en
un bar. Y si no le gustaba el bar, podía gastar parte de ellos allí y el resto
en una botella para llevársela a la habitación. En cualquier caso se
despertaría con un terrible dolor de cabeza, pero con los bolsillo vacíos y una
conciencia tranquila respecto a la necesidad de recurrir al gobierno para
seguir comiendo. Probablemente, sería menos desagradable con un terrible dolor
de cabeza.
Por tanto,
convencido de que no podía ocurrirle ningún milagro, había ido a La Linterna
Amarilla, donde el milagro le esperaba.
Se hallaba de
pie ante el mostrador, con su vaso - el cuarto - delante de él, y bien sujeto
en la mano. Aún le quedaba dinero para unos cuantos más; en el bolsillo, desde
luego; uno no deja dinero encima del mostrador de un bar lleno de gente y se
queda allí con los ojos cerrados. Bebió otro trago.
Sintió una mano
sobre el hombro y una voz que gritaba: «¡Luke!», muy cerca de su oído. El grito
podía ser de un marciano, pero la mano no. Sin duda era alguien que le conocía,
precisamente aquella noche que quería emborracharse solo. Maldición. Bien, ya
vería la forma de quitarse al tipo de encima.
Abrió los ojos
y se volvió. Era Carter Benson, sonriendo alegre. Carter Benson, el mismo que
le había prestado las llaves de su cabaña en el desierto, cerca de Indio,
donde, hacía ya un par de meses, había intentado empezar aquella novela de
ciencia ficción que nunca empezó y que ahora nunca terminaría.
Carter Benson,
un buen tipo, pero con un aspecto tan próspero como siempre y probablemente
lleno de dinero en el bolsillo; que se fuera al diablo. En cualquier otra
ocasión, bien, pero esa noche Luke no quería la compañía de Carter Benson. Ni
siquiera aunque Carter le pagara la bebida, como sin duda haría si Luke lo
permitía. Esa noche quería emborracharse solo para sentirse triste por lo que
le iba a ocurrir al día siguiente.
Saludó a Carter
con la cabeza y dijo:
- El dragón
azul con los ojos de fuego vino resoplando por el bosque de hayas.
Carter podía
ver como sus labios se movían, pero no podía oír nada en medio de todo aquel
estruendo; de modo que no tenía importancia lo que dijera. Volvió a saludar con
la cabeza antes de volverse de nuevo hacia su vaso y cerrar los ojos. Carter no
era ningún estúpido; comprendería lo que deseaba y se marcharía.
Tuvo tiempo de
tomar otro trago y suspirar una vez más, empezando a sentir lástima de sí
mismo. Y de nuevo la mano volvió a apoyarse en su hombro. Maldito Carter, ¿es
que no era capaz de entender nada?
Abrió los ojos.
Su visión estaba obstruida por algo que estaba delante de ellos. Algo rosado,
de modo que no era un marciano. Lo que fuera estaba demasiado cerca de sus ojos
y le hacía bizquear. Tuvo que echar la cabeza atrás para verlo mejor.
Era un cheque.
Un cheque de aspecto muy familiar, aunque hacía mucho que no veía uno como
aquel. Un cheque de Ediciones Bernstein Inc., su propio editor, así como el de
Carter Benson. Cuatrocientos dieciséis dólares y algunos centavos. ¿Para qué se
lo enseñaría Carter? Sin duda para demostrarle que aún ganaba dinero
escribiendo y que quería que le ayudasen a celebrarlo. ¡Que se fuera al diablo!
Luke volvió a cerrar los ojos.
Un nuevo y más
urgente golpe sobre su hombro y tuvo que volver a abrirlos. El cheque aún
seguía delante de sus ojos. Y esta vez vio que estaba extendido a nombre de
Luke Deveraux, y no a favor de Carter Benson.
¿Cómo era
posible? Era él quien debía dinero a Bernstein por todos aquellos anticipos, y
no al revés. De todos modos, extendió una mano que de repente empezó a temblar
y cogió el cheque, manteniéndolo a la distancia adecuada de sus ojos para
examinarlo cuidadosamente. Parecía real, desde luego.
Se sobresaltó y
dejó caer el cheque cuando un marciano, que corría y se deslizaba por encima
del mostrador como si fuera una pista de hielo, patinó de repente a través de
su mano y del cheque. Pero Luke lo volvió a coger sin siquiera sentirse molesto
y se volvió hacia Carter, quien seguía sonriente.
- ¿Qué es lo
que pasa? - preguntó, deletreando esta vez exageradamente, a fin de que Carter
pudiera leer en sus labios.
Carter señaló
hacia la puerta y levantó dos dedos mientras decía:
- ¿Quieres
salir a la calle?
No era una
invitación a la pelea, como habría significado en tiempos más felices una frase
semejante pronunciada en un bar. Ahora tenía un nuevo significado debido al
ensordecedor ruido que imperaba en los bares. Si dos personas querían hablar un
minuto o varios minutos sin tener que gritar con toda la fuerza de sus pulmones
o leer en los labios de su interlocutor, salían a la puerta principal o trasera
y se apartaban unos pasos, llevando sus bebidas con ellos. Si ningún marciano
les seguía o kwimmaba de repente para unirse a la conversación, podían hablar
sin más molestias. Si un marciano empezaba a entrometerse podían regresar al
enloquecedor ruido del interior y no habrían perdido nada. Los camareros lo
comprendían y no les importaba si dos personas salían al exterior con los
vasos; además, los camareros solían estar demasiado ocupados para darse cuenta.
Luke se metió
rápidamente el cheque en el bolsillo, recogió los dos vasos que Carter había
pedido y se dirigió por la puerta trasera hacia un callejón poco iluminado, sin
llamar la atención de nadie. Y la suerte, que había visitado a Luke una vez,
siguió a su lado; ningún marciano les siguió.
- Carter, un
millón de gracias. Y perdona por tratar de esquivarte. Estaba empezando una
última y solitaria juerga y..., bueno, dejemos eso. Pero, ¿para qué demonios es
el cheque?
- ¿Has leído
alguna vez un libro titulado Infierno en Eldorado?
- ¿Si lo he
leído? Lo escribí hará cosa de doce o quince años; no era más que una mala
novela del Oeste.
- Exactamente.
Pero nada de mala; es una novela del Oeste bastante buena, Luke.
- De todos
modos, está ya más muerta que un abrigo de pieles. ¿No irás a decirme que
Bernstein piensa volver a editarla?
- Bernstein no.
Pero los de Libros Miniatura Co. van a publicar una nueva edición de bolsillo.
El mercado para las novelas del Oeste es ahora muy bueno, y están desesperados
buscando nuevos títulos. Han pagado una sabrosa suma por los derechos de
reedición de tu vieja novela.
Luke arrugó el
ceño.
- ¿Qué quieres
decir, Carter? No es que vaya a mirarle el diente a un caballo regalado, pero
¿desde cuándo cuatrocientos dólares son una sabrosa suma por los derechos de
una edición de bolsillo? No es que no suponga una fortuna para mí en estos
momentos, pero...
- Calma,
muchacho - replicó Carter -. Tu parte de los derechos ha sido de tres mil
dólares, y eso está muy bien para una reedición de bolsillo. Pero le debías a
Bernstein más de dos mil quinientos por todos esos anticipos, y ellos te los
han descontado. El cheque que tienes en el bolsillo es neto. Ya no debes nada a
nadie.
Luke silbó
suavemente. Aquello era distinto, desde luego.
Carter dijo:
- Bernstein, el
mismo Bernie, me llamó la semana pasada. Le devolvían el correo de donde vivías
últimamente, y no sabía como ponerse en contacto contigo. Le dije que si quería
enviarme el cheque a mí yo trataría de encontrarte. Y me dijo...
- ¿Y como me
has encontrado?
- Supe por
Margie que estabas en Long Beach. Parece ser que la llamaste hace unas semanas,
pero después no volviste a hacerlo, y ella no tenía tu dirección. Todas las
noches he estado dando vueltas por los bares. Sabía que te encontraría tarde o
temprano.
- Es un milagro
que lo lograras - dijo Luke -. Es la primera vez que entro en un bar desde que
hablé con Margie. Y la última hasta que..., quiero decir que habría sido la
última por Dios sabe cuanto tiempo si no me hubieras encontrado esta noche.
Pero sigue contando lo que te dijo Bernie.
- Que te dijera
que te olvidases de la novela de ciencia ficción. La ciencia ficción ha muerto.
Los seres extraterrestres constituyen precisamente una de las cosas de las que
la gente no quiere oír hablar. Ahora tienen marcianos hasta en casa. Pero el
público sigue leyendo, y hay una gran afición por las novelas policíacas y en
mayor medida por las del Oeste. Que te dijera que si habías empezado esa novela
de ciencia ficción... ¿A propósito, lo has hecho?
- No.
- Bien. De
todos modos, Bernie se mostró justo sobre este asunto; dijo que él la había
encargado y te había adelantado dinero, y que si ya tenías algo hecho te
pagaría a tanto por palabra todo lo que tuvieras escrito, pero que luego podías
romper las páginas manuscritas y tirarlas. Ya no lo necesita, y quiere que
dejes de trabajar en eso.
- No me será
difícil cuando ni siquiera tengo una idea para el argumento. Una vez pensé que
ya la tenía, allí en tu cabaña, pero se desvaneció. Fue la misma noche en que
llegaron los marcianos.
- ¿Cuáles son
ahora tus planes, Luke?
- Mañana voy
a...
De pronto se
interrumpió. Con un cheque por más de cuatrocientos dólares en el bolsillo ya
no necesitaba la ayuda del gobierno. ¿Qué planes tenía? Con la baja de precios
debida a la depresión podía vivir durante meses con aquel dinero. De nuevo
solvente, hasta podría ir a ver a Margie. Si lo deseaba. ¿Lo deseaba de veras?
- No lo sé -
dijo, y aquello era la respuesta a las preguntas de Carter y a las propias.
- Bien, yo si
lo sé. Sé lo que debes hacer si aún conservas algo de sentido común. Crees que
estás acabado como escritor porque ya no puedes escribir ciencia ficción. Pero
no es así. Es posible que no puedas escribir ciencia ficción por la misma razón
que nadie puede leerla. Es algo muerto. Pero, ¿qué tienen de malo las novelas
del Oeste? Una vez escribiste una; ¿o fue más de una?
- Una novela y
unos cuantos cuentos y novelas cortas. Pero no me gusta el Oeste.
- ¿Te gusta
cavar zanjas?
- Pues... no.
No mucho.
- Mira esto.
La cartera de
Carter Benson estaba otra vez en su mano, y sacó algo para enseñárselo a Luke.
Parecía otro cheque. Era otro cheque. Había luz suficiente para que Luke
pudiera leerlo. Mil dólares a la orden de Luke Deveraux, firmado por W. B.
Moran, tesorero, Editores Bernstein, Inc.
Carter extendió
la mano y volvió a coger el cheque.
- Todavía no es
tuyo, hijo. Bernie me lo envió para que te lo diera como adelanto de otra
novela del Oeste, si estabas dispuesto a escribirla. Me dijo que si lo haces y
no es peor que Infierno en Eldorado, por lo menos sacarás cinco mil dólares.
- Dámelo - dijo
Luke.
Volvió a
sostener el cheque en sus manos, mirándolo con cariño. El bache había pasado.
Las ideas empezaban a empujarle hacia la máquina de escribir. Una llanura del
Oeste, solitaria bajo la luz del atardecer, un vaquero cabalgando en el rifle
en el arzón.
- Así me gusta
- dijo Carter - ¿Vamos a beber algo para celebrarlo?
- Sí. O mejor
dicho..., espera un momento. ¿Te importaría mucho si no lo hiciéramos? ¿O por
lo menos lo dejáramos para otra ocasión?
- Lo que tú
digas. ¿Por qué? ¿Te sientes dispuesto a empezar?
- En efecto. Me
siento lleno de ánimos, y creo que debo empezar esa novela mientras dure mi
entusiasmo. Además, todavía estoy sereno; éste es mi cuarto vaso, así que aún
no es demasiado tarde. ¿No te importa, verdad?
- No. Lo
comprendo y estoy contento de que te sientas así. No hay nada como pasar una
nueva página. - Carter dejó su vaso en la repisa de la ventana que estaba a su
lado y sacó un librito de notas y un lápiz -. Dame tu dirección y tu número de
teléfono antes de que se me olvide.
Luke le dio
ambas cosas. Luego le tendió la mano.
- Gracias,
sinceramente. Y no tendrás que escribir a Bernie, Carter. Yo mismo le escribiré
mañana para decirle que la novela del Oeste ya está empezada.
- Magnífico.
Ah, otra cosa. Margie está preocupada por ti. Pude darme cuenta por su manera
de hablar cuando la telefoneé. Tuve que prometer que le daría tu dirección si
te encontraba. ¿Te parece bien?
- Desde luego.
Pero no es necesario que lo hagas. Yo mismo la llamaré mañana.
Apretó de nuevo
la mano de Carter y se marchó de allí con paso rápido.
Se sentía tan
excitado que hasta que no estuvo en las escaleras que llevaban a su habitación
no se dio cuenta de que aún conservaba en la mano el vaso medio lleno de whisky
y que, aunque había caminado muy deprisa, lo había llevado con tanto cuidado
por las calles que no se había vertido ni una gota. Se echó a reír y se detuvo
en el rellano para terminar de bebérselo.
Una vez en la
habitación, se quitó la chaqueta y la corbata y se subió las mangas de la
camisa hasta el codo. Puso la máquina de escribir y una pila de papel encima de
la mesa y acercó una silla. Colocó el papel en la máquina. Sólo papel de
copias. Había decidido hacer primero un borrador, de modo que no sería
necesario detenerse para buscar ningún dato. Todos los detalles que requiriesen
alguna información podrían ser atendidos en la versión definitiva.
¿Y el título?
No se necesita un buen título para una novela del Oeste. Basta con que indique
acción y tenga el «sonido» del Oeste. Algo así como Revólveres en la frontera o
Revólveres en el Pecos.
Bien, se
quedaría con aquello de Revólveres en, sólo que no quería volver a escribir una
novela de la frontera - Infierno en Eldorado ya había tratado de ese tema -, y
no sabía nada sobre el territorio de Pecos. Quizás haría mejor en escribir algo
de Arizona; había viajado bastante por Arizona y podría manejar las
descripciones mucho mejor.
¿Qué ríos había
en Arizona? ¡Hum!, vamos a ver, el Pequeño Colorado, pero eso era demasiado
largo. El nombre, no el río. Y también un arroyo llamado de las Truchas, pero
Revólveres en el Truchas sonaría estúpido.
Ya lo tenía. El
Gila. Revólveres en el Gila. Eso parecería emocionante a los que no sabían que
el Gila era un río muy modesto. Pero aunque lo supieran, seguía siendo un
título estupendo.
Centró el
título en mayúsculas al principio de la página. Debajo escribió: «Por Luke
Devers». Aquél era el seudónimo que había usado en Infierno en Eldorado y las
otras novelas del Oeste que había escrito, los cuentos y los relatos cortos.
Deveraux parecía demasiado envarado para una novela de aventuras. Bernie
probablemente querría que lo volviera usar. Si no era así, si creía que la
reputación que Luke tenía en el campo de la ciencia ficción con su propio nombre
podría ayudarle a vender sus novelas del Oeste. Luke tampoco tenía ningún
inconveniente en que lo hiciera. Bernie podía usar el nombre que quisiera por
aquellos mil dólares de adelanto y los otros cuatro mil de posibles ingresos.
Eso era mucho más de lo que ganaba con la ciencia ficción.
Un poco más
abajo escribió en el centro de la página: «Capítulo primero», y luego subió el
papel otras cuantas líneas y empujó el carro hacia la izquierda. Listo para
empezar.
Iba a escribir
sin detenerse, y dejaría que el argumento, por lo menos los detalles del
argumento, se fueran desenvolviendo mientras escribía.
De cualquier
modo, no hay muchos argumentos para una novela del Oeste. Vamos a ver, podría
usar el mismo argumento básico que ya había utilizado en uno de sus cuentos
cortos, Tormenta sobre el Llano. Dos ranchos rivales, uno propiedad del villano
y otro del héroe. Esta vez, los ranchos estarían a ambas orillas del río Gila,
y eso haría que el título fuese perfecto. El villano, desde luego, tenía un
gran rancho y pistoleros a sueldo; el héroe, un rancho pequeño y quizá unos
cuantos vaqueros que no eran pistoleros. Y una hija, claro está. En una novela
larga se necesita una dama.
El argumento
aparecía a toda velocidad. Luego el cambio de punto vista. Empezaría con un
punto de vista desde arriba de un pistolero contratado por el villano, que
llega para unirse al equipo del gran rancho. Pero el pistolero es en el fondo
un buen muchacho, y se enamora de la hija del ranchero bueno. Y cambiará de
bando para decidir la batalla a favor de los buenos cuando se entere de que...
Eso era. No podía fallar.
Los dedos de
Luke se posaron sobre el teclado, apretó el tabulador para marcar el párrafo y
empezó a escribir:
Mientras Don
Marston se acercaba a la figura que le esperaba en el sendero, la incierta
silueta se convirtió en un pistolero de ojos duros que tenía en la mano un
corto Winchester cruzado sobre el arzón de la silla y...
El carro de la
máquina empezó a avanzar, primero despacio y luego más y más aprisa, mientras
Luke se entregaba al ardor de su obra creadora. Con el tableteo de las teclas
se olvidó de todo, excepto de la avalancha de palabras.
Y de repente,
un marciano, uno de los más pequeños, apareció sentado a caballo del carro de
la máquina, como si cabalgase un potro.
- ¡Yupiii! -
aulló -. ¡Vamos, Silver! ¡Arre! ¡Más aprisa, Mack, más aprisa!
Luke gritó.
Y...
9
- ¿Catatonia,
doctor? - preguntó el interno.
El médico de la
ambulancia se frotó la barba por un instante contemplando la inmóvil figura
tendida sobre la cama de Luke.
- Es algo muy
extraño - dijo - Estado catatónico por el momento, ciertamente; pero es
probable que sólo se trae de una fase, como cualquier otra fase paranoica.
Se volvió a la
patrona de Luke, que estaba de pie en la entrada de la habitación.
- ¿Dice que
primero escuchó un grito?
- Sí. Pensé que
era en esta habitación y salí al pasillo para escuchar, pero su máquina de
escribir seguía funcionando, de modo que pensé que todo iba bien y me volví a
mi cuarto. Y luego, dos o tres minutos más tarde, oí ruido de cristales rotos,
así que abría la puerta y entré. La ventana estaba destrozada, y él tendido en
la escalera de incendios. Tuvo suerte de que hubiera esa escalera de incendios,
tirándose por la ventana como lo hizo.
- Muy extraño -
dijo el doctor.
- Se lo van a
llevar, ¿no, doctor? Especialmente cuando está sangrando tanto.
- Desde luego
que nos lo llevaremos. Pero no se preocupe por la sangre. Sólo son heridas
superficiales.
- Pero las
manchas en mis sábanas no son superficiales. ¿Y quién va a pagarme la ventana
rota?
El doctor
suspiró.
- Eso es algo
que no me concierne, señora. Pero será mejor que detengamos la hemorragia de
sus heridas antes de trasladarlo. ¿Sería tan amable de hervir un poco de agua?
- Desde luego,
doctor.
Cuando se
marchó la mujer, el interno miró al doctor con curiosidad.
- ¿Realmente
quería que hirviera agua o...?
- Claro que no,
Pete. Preferiría que se hirviera la cabeza, pero ella no estaría de acuerdo.
Siempre hay que pedir a las mujeres que hiervan agua, si uno quiere verse libre
de su presencia.
- Parece que da
resultado. ¿Quiere que limpie estos cortes con agua oxigenada aquí mismo o nos
lo llevamos a la ambulancia?
- Límpielos
aquí mismo, Pete. Quiero examinar un poco la habitación. Además, cabe la
posibilidad de que recobre el sentido y pueda bajar las escaleras por sí solo.
El doctor se
acercó a la mesa donde aún estaba la máquina de escribir con el papel puesto.
Empezó a leer y se detuvo un momento en el nombre.
- Por Luke
Devers - dijo -. Suena vagamente familiar, Pete. ¿Dónde habré oído ese nombre
hace poco?
- No lo sé,
doc.
- El principio
de una historia del Oeste. Diría que es una novela, ya que ha puesto Capítulo
primero. Durante los tres primeros párrafos todo va bien, y luego hay un sitio
donde la tecla atravesó el papel. Diría que llegó hasta ese punto cuando algo
le ocurrió. Un marciano, sin duda.
- ¿Hay alguna
otra razón para que la gente se vuelva loca, doc?
El doctor
suspiró.
- Antes
existían muchas razones. Pero creo que ahora ya no hacen que la gente se vuelva
loca. Bien, aquí debió de ser donde lanzó ese grito. Y luego, tal como la
patrona apuntó, siguió escribiendo unas cuantas líneas más. Venga aquí y léalo.
- Un segundo,
doc. Éste es el último corte.
Un minuto
después, el interno se acercó a la máquina de escribir.
- Tiene sentido
hasta aquí - dijo el doctor -. Aquí es donde la tecla atravesó el papel. Y
después...
- Vamos Silver
vamos Silver vamos Silver vamos Silver vamos Silver arre vamos arre Silver va
Silver mos arre arre a la tierra del sur en la tierra de Silver vamos arre -
leyó el interno.
- Parece un
telegrama que un sheriff enviase a su caballo. ¿Entiende algo, doc?
- No mucho.
Creo que guarda alguna relación con lo ocurrido pero no veo cuál. Bien, aún no
tengo mucha experiencia en este distrito, Pete. ¿Hay que llenar algún
formulario o nos lo llevamos sin más?
- Primero
miremos su cartera.
- ¿Para qué?
- Si tiene el
dinero suficiente, tendrá que ir a uno de los sanatorios particulares. Y si
tiene alguna nota con «En caso de accidente avisar a...», primero tenemos que
notificárselo a la persona indicada; quizá sus parientes se hagan cargo de los
gastos, y entonces nosotros quedamos libres de toda responsabilidad. Tenemos el
hospital tan lleno que hemos de buscar todos los medios posibles para que vaya
a otra parte.
- ¿Ha
encontrado la cartera?
- Sí. La lleva
en el bolsillo de atrás. Un momento.
El interno dio
la vuelta a la figura inmóvil tendida en la cama y sacó la cartera. La llevó a
la luz antes de abrirla.
- Tres dólares
- dijo.
- ¿No son
cheques esos papeles?
- Es posible.
El interno los
cogió y los desplegó, primero uno y después el otro. Silbó suavemente.
- Más de mil
cuatrocientos dólares. Si los cheques son buenos...
El doctor
estaba mirando por encima de su hombro.
- Lo son, a
menos que sean una falsificación. Esa es una editorial muy conocida. Oiga...,
están extendidos a favor de Luke Deveraux. Luke Devers debe de ser un
seudónimo, pero aun así es lo bastante parecido para que me sonara familiar.
El interno se
encogió de hombros.
- Nunca lo he
oído nombrar, pero es que no leo muchas novelas. No tengo tiempo.
- No quise
decir que me fuera conocido por eso, sino porque hay una muchacha, una
enfermera del Hospital General Mental, que ha avisado a todos los médicos y
psiquiatras de Long Beach para que estén atentos por si uno de ellos encuentra
a un paciente llamado Luke Deveraux. Es su ex marido, creo. Ella también se
apellida Deveraux. He olvidado su nombre.
- ¡Oh! Bien,
entonces ya tenemos a alguien a quien avisar. ¿Pero que hay de esos
cheques?¿Ese hombre es solvente o no?
- ¿Con mil
cuatrocientos dólares?
- ¿Y de qué
valen? No están endosados para el cobro, y en estos momentos Deveraux no se
encuentra en estado de poner la firma en ningún documento.
- Hum - dijo el
doctor, pensativo -. Ya veo lo que quiere decir. Bien, como dije antes, creo
que, en su caso, la catatonia no es más que una fase temporal. Pero si le
declaran loco, ¿será válida su firma a efectos legales?
- No sé que
decirle, doc. De todos modos, ¿por qué tenemos que preocuparnos por eso, al
menos hasta que hayamos hablado con esa señora, su ex esposa? Ella sabrá lo que
quiera hacer. Quizá acepte hacerse cargo del paciente..., y entonces ya no
tendremos que preocuparnos por nada.
- Me parece una
buena idea. Creo recordar que hay un teléfono en el hall. Quédese aquí, Pete, y
no le pierda de vista...; puede recobrar la conciencia en cualquier momento.
El doctor salió
al hall y regresó cinco minutos después.
- Bien, ya está
resuelto - dijo -. Ella se hace cargo de todo. Un sanatorio particular..., por
su cuenta si hay alguna dificultad con esos cheques. Ahora vendrá una
ambulancia privada para llevárselo. Todo lo que ha pedido es que esperemos diez
o quince minutos hasta que llegue.
- Buen trabajo.
- El interno bostezó -. Me pregunto qué le haría sospechar a la dama que el
tipo terminaría de ese modo. ¿Personalidad inestable?
- Puede que
fuera eso, en parte. Pero ella temía que le ocurriera algo si volvía a
escribir: parece ser que no ha escrito nada, ni siquiera lo ha intentado, desde
que llegaron los marcianos. Y dijo que cuando trabajaba en una historia,
concentrándose en su trabajo, solía dar un salto de un metro a la menor
interrupción. Cuando escribía, ella tenía que andar de puntillas por la casa.
- Es posible
que haya gente a la que les ocurra eso cuando se concentran de lleno en algo.
Quisiera saber lo que le ha hecho el marciano esta noche...
- Sea como
fuere, debió ocurrir en un momento de intensa concentración, cuando estaba
empezando a escribir su novela. Pero de todos modos, a mí también me gustaría
saber lo que ocurrió.
- ¿Y por qué no
me lo preguntan a mí, caballeros?
Los dos hombres
se volvieron, sobresaltados. Luke Deveraux estaba sentado en el borde de la
cama. Tenía un marciano sobre las rodillas.
- ¿Eh? - dijo el
doctor, un poco absurdamente.
Luke sonrió y
le miró con ojos que eran, o al menos parecían tranquilos y normales.
- Les diré lo
que ocurrió, si desean saberlo - dijo -. Hace dos meses perdí la razón; supongo
que debido a la tensión de mis infructuosos esfuerzos por escribir cuando no me
era posible. Estaba en una cabaña rústica en el desierto y empecé a tener
alucinaciones sobre los marcianos. Desde entonces he tenido esas alucinaciones.
Hasta esta noche, en que recobré el juicio de repente.
- ¿Está..., está
seguro de que no eran más que alucinaciones? - preguntó el doctor.
Al mismo tiempo
puso la mano en el hombro del interno, como una señal para que guardara
silencio. Si el paciente, en su actual situación, miraba hacia debajo de
repente, podía volver a presentarse el trauma mental, y quizás en una forma
peor.
Pero el interno
no comprendió la señal del doctor.
- Entonces -
preguntó a Luke -, ¿qué es esa criatura que tiene sobre las rodillas?
Luke miró hacia
abajo. El marciano levantó los ojos y sacó una larga lengua amarillenta. Luego
la volvió a esconder con un desagradable ruido. Después la volvió a sacar
delante de las narices de Luke.
Luke levantó la
vista y miró al interno con curiosidad.
- Yo no tengo
nada sobre las rodillas. ¿Está usted loco?
10
El caso de Luke
Deveraux, sobre el que más tarde escribió una monografía el doctor Ellicot H.
Snyder (psiquiatra y propietario de la Fundación Snyder, el sanatorio mental a
que fue enviado Luke), fue probablemente único. Al menos no se conoce ningún
otro caso, testificado por un reputado alienista en el que el paciente pudiera
ver y oír a la perfección, y no captar la presencia de los marcianos.
Desde luego,
existían muchas personas con la desgracia de sufrir a la vez sordera y ceguera.
Ya que los marcianos no podían ser percibidos por el tacto, el gusto o el
olfato, las hasta aquel momento afligidas personas no podían tener ninguna
prueba objetiva o sensorial de la presencia de los marcianos, y por lo tanto
tenían que aceptar la palabra, comunicada por los medios que fuese, de las
demás personas con respecto a la existencia de los marcianos. Algunos nunca
llegaron a creerlo por completo; en realidad no se les puede culpar de ello.
Y también
existían millones de personas, muchos millones - locos y cuerdos, científicos,
ignorantes y excéntricos - que aceptaban el hecho de su existencia, pero
rehusaban creer que fuesen marcianos.
Entre éstos,
los más numerosos eran los supersticiosos y los religiosos fanáticos, los
cuales creían que lo que los demás denominaban marcianos eran realmente
fantasmas, duendes, demonios, diablos, íncubos, gnomos, hadas, espíritus,
brujos, impíos, aparecidos, almas en pena, poderes de la noche o fuerzas del
mal, espíritus malignos o como se les quiera llamar.
En todo el
mundo, las religiones, sectas y congregaciones se mostraron divididas sobre el
tema. La Iglesia Presbiteriana, por ejemplo, se escindió en tres creencias
distintas. Había los Demonistas de la Iglesia Presbiteriana, cuyos adeptos
aceptaban que se trataba de marcianos, pero sostenían que su invasión no era ni
más ni menos que un acto de Dios, como lo son muchos de los terremotos,
inundaciones, fuegos y tormentas que, de vez en cuando, Él descarga sobre
nosotros. Y por último, la Iglesia Presbiteriana Revisionista aceptaba la doctrina
básica de los Demonistas, pero iba un poco más lejos al aceptarlos también como
marcianos, revisando para ello su concepción con respecto a la situación física
del infierno. (Un pequeño grupo disidente de los Revisionistas, que se llamaban
a sí mismos los Re-revisionistas, creían que, ya que el infierno se halla en
Marte, el cielo debe de estar situado debajo de las eternas nubes de Venus,
nuestro planeta hermano en el lado opuesto.)
Casi todas las
demás religiones se encontraban divididas siguiendo líneas semejantes, o aún
más sorprendentes. Dos de las excepciones las constituían la Iglesia del Credo
Científico y la Iglesia Católica.
La Iglesia del
Credo Científico mantenía a todos sus miembros unidos (y aquellos que se
apartaban de esa creencia se unían a otros grupos antes que provocar una
escisión en el seno de su iglesia), proclamando que los invasores no eran ni
demonios ni marcianos, sino el visible y audible producto del error humano, que
si nosotros rehusábamos creer en su existencia, los marcianos terminarían por
marcharse. Una doctrina que, como puede observarse, mantiene muchos puntos de
contacto con el delirio paranoico de Luke Deveraux, sólo que a él le daba
resultado.
La Iglesia
Católica también mantenía unidos a más del noventa por ciento de sus miembros
gracias al sentido común, o, si se prefiera, a la infalibilidad de su Papa,
quien decretó la creación de una asamblea extraordinaria compuesta de teólogos
y científicos católicos, cuya finalidad sería determinar la posición de la Iglesia.
Mientras no se adoptara una postura oficial, los católicos podían sustentar
opiniones en uno u otro sentido. La asamblea de Colonia llevaba un mes reunida
y aún estaba deliberando; dado que su clausura se hallaba supeditada a la
obtención de una decisión unánime, las deliberaciones prometían continuar
indefinidamente, y mientras tanto el cisma era evitado. Al mismo tiempo,
adolescentes de diversos países tenían supuestas revelaciones de índole divina
sobre la naturaleza de los marcianos y su ubicación y propósito en el universo;
sin embargo, ninguna de ellas había sido reconocida por la Iglesia, y sus
seguidores se restringían al ámbito local. Ni siquiera se aceptó el caso de la
muchacha chilena, que mostraba unos estigmas en la palma de sus manos, en los
que se apreciaba la huella de una pequeña mano verde con seis dedos.
Entre aquellos
más inclinados a la superstición a que a la religión, el número de teorías con
respecto a los marcianos era casi infinito, así como los métodos para tratar
con ellos o exorcizarlos. Los libros sobre brujería, demonología y magia negra
y blanca se vendían de un modo asombroso. Se pusieron a prueba todas las
fórmulas conocidas de la taumaturgia, la demoniomanía y la cábala, y se
inventaron muchas otras.
Entre los
adivinos, los astrólogos, los numerólogos y los que utilizaban cualquier otra
forma de predicción, desde echar cartas hasta el estudio de las entrañas de los
gallos, predecir el día y la hora de la marcha de los marcianos se convirtió en
tal obsesión que, fuera cual fuese la hora en que nos dejaran, cientos de
adivinos habrían acertado. Por otra parte, cualquier vidente que prefijara su
partida para uno de los días siguientes podía ganar muchos adeptos, aunque
fuera temporalmente.
11
- Es el caso
más extraño de toda mi experiencia, señora Deveraux - dijo el doctor Snyder.
Se hallaba
sentado detrás de su lujoso escritorio de caoba, en su magnífico despacho; era
un hombre de mediana estatura, robusto, con agudos ojos azules en un rostro
redondo de líneas suaves.
- Pero ¿por
qué, doctor? - preguntó Margie Deveraux.
Se trataba de
una joven muy bonita, sentada ahora muy recta en un sillón pensado para
inclinarse. Alta y esbelta, con cabellos dorados y ojos de un azul brillante.
- Usted ha
dicho que puede diagnosticarlo como paranoia - insistió.
- Con ceguera y
sordera histérica hacia los marcianos, en efecto. No quiero decir que el caso
sea complicado, señora Deveraux. Pero su esposo es el primer y único paranoico,
de los que he tratado, que se encuentra diez veces mejor, con un equilibrio
mental diez veces más estable que si estuviera cuerdo. Yo le envidio. Y dudo
que deba intentar curarle.
- Pero...
- Luke, le
conozco ya lo bastante bien para llamarlo por su nombre, ya lleva una semana
aquí. Se encuentra muy a gusto entre nosotros, aunque con mucha frecuencia
solicite verla a usted, y trabaja con entusiasmo en esa novela del Oeste. Ocho
o diez horas cada día. Ya ha terminado cuatro capítulos; los he leído y son
excelentes. Me gustan las novelas del Oeste y leo varias cada semana, de manera
que creo poder juzgar con cierto conocimiento de causa. No es un trabajo vulgar
y adocenado. Se trata de una obra excelente, a la altura de las mejores de Zane
Grey, Luke Short, Haycox y el resto de primeras figuras en el tema. Conseguí encontrar
un ejemplar de Infierno en Eldorado, la otra novela que escribió Luke hace
años... ¿Fue antes de que se casaran?
- Mucho antes.
- La he leído.
La que escribe ahora es mucho mejor. No me sorprendería que llegase a ser un
bestseller, o al menos tan alto en la lista de calificaciones como pueda llegar
una novela del Oeste. Pero tanto si obtiene ese renombre como si no, no hay
duda de que se convertirá en uno de los clásicos del tema. Por lo tanto, si le
curo de su obsesión, su obsesión puramente negativa, de que no existen los
marcianos...
- Comprendo.
Nunca podrá terminar la novela, a menos que los marcianos le vuelvan loco de
nuevo.
- Y le lleven
otra vez, por pura casualidad, al mismo tipo de aberración mental. Una
probabilidad entre un millón. ¿Acaso cree que será más feliz viendo y oyendo a
los marcianos y encontrándose imposibilitado de escribir gracias a ellos?
- ¿Sugiere por
lo tanto que no se le cure?
- No lo sé.
Estoy confuso, señora Deveraux. Faltaría a la ética profesional si tratara a un
enfermo que puede ser curado sin hacer ningún esfuerzo para librarle de su
enfermedad. Nunca he considerado tal idea, y no debería considerarla ahora. Sin
embargo...
- ¿Ha sabido
algo de esos cheques?
- Sí. Telefoneé
a su editor, el señor Bernstein. El de cuatrocientos dólares es una cantidad
que éste le debía. Podemos hacer que Luke lo endose y lo ingresaremos en su
cuenta para atender a sus gastos. Cobro cien dólares semanales por la estancia
aquí; ese cheque bastará para pagar la semana pasada e incluso tres más si
fuese necesario. Los...
- Pero, ¿y sus
honorarios, doctor?
- ¿Mis
honorarios? ¿Cómo puedo cobrar, si ni siquiera intento curarle? Pero, hablando
del otro cheque, el de mil dólares, ése es un adelanto sobre una futura novela
del Oeste. Cuando le expliqué las circunstancias del caso al señor Bernstein,
es decir, que Luke está definitivamente enajenado, pero trabajando bien y con
rapidez en esa novela, se mostró muy escéptico. Creo que no tenía mucha
confianza en mi capacidad como crítico literario. Me pidió que obtuviera el
manuscrito de Luke, volviera a telefonearle a su costa y le leyera el primer
capítulo por teléfono. Lo hice como me pedía; la conferencia debió costarle más
de cien dólares, y se mostró entusiasmado. Me dijo que si el resto del libro
mantenía aquella calidad, Luke ganaría posiblemente diez mil dólares, y quizá
mucho más. Me dijo que desde luego Luke podía cobrar el cheque por el adelanto,
y que si le hacía algo a Luke que le impidiera terminar la novela, vendría él
personalmente con ánimo de fusilarme. No es que sus palabras tuvieran un
sentido literal, desde luego; y aunque así fuera, eso no alteraría mi decisión
de...
Extendió las
manos en un gesto de confusión y un marciano apareció, sentándose en una de
ellas; dijo:
- Vete a..., Mack.
Y volvió a
desaparecer. El doctor Snyder suspiró.
- Trate de
comprender, señora Deveraux. Aceptemos que diez mil dólares sea la cifra mínima
que Luke obtenga por El sendero del desierto. Los cuatro capítulos que lleva
escritos constituyen aproximadamente una cuarta parte del libro. Sobre esa
base, ha ganado dos mil quinientos dólares durante la última semana. Si sigue
escribiendo a esa velocidad, habrá ganado diez mil dólares en un mes. Y aun
teniendo en cuenta que se tome vacaciones entre uno y otro libro, y el hecho de
que en la actualidad está escribiendo a una velocidad extraordinaria como una
reacción por todo el tiempo en que no le fue posible hacerlo, eso supone que en
un año podrá ganar por lo menos cincuenta mil dólares. Posiblemente cien o doscientos
mil si, como dijo el señor Bernstein, el libro es capaz de ganar «muchas veces»
esa cifra mínima. El año pasado mis ingresos netos fueron de veinticinco mi
dólares. ¿Y yo debo curarle?
Margie Deveraux
sonrió.
- Creo que a mí
también me asusta el pensar en eso. El mejor año que Luke ha tenido hasta
ahora, el segundo de nuestro matrimonio, ganó doce mil dólares. Pero hay algo
que no comprendo, doctor.
- ¿Qué es?
- Por qué me ha
hecho venir. Quiero ver a Luke, desde luego. Pero usted me dijo que sería mejor
que no le viera, que eso podría perturbarle y quizá detener su obra creadora.
No es que yo desee esperar ni un día más de lo imprescindible, pero si a la
velocidad que está escribiendo puede terminar la novela dentro de tres semanas,
¿no le parece más prudente que esperemos hasta entonces? Para asegurarnos de
que si cambia de nuevo, al menos tendrá ese libro terminado.
El doctor
Snyder sonrió con tristeza.
- Me temo que
no tenía otra alternativa, señora Deveraux. Luke se declaró en huelga.
- ¿En huelga?
- Sí, esta
mañana me dijo que no escribiría otra palabra de su novela hasta que yo la
telefoneara y le pidiera que viniera a verle. Y estaba decidido a cumplir su
palabra.
- ¿Entonces ha
perdido un día de trabajo?
- Oh, no. Sólo
media hora, el tiempo necesario para que yo la llamara por teléfono. Se puso de
nuevo ante la máquina de escribir cuando le dije que usted había prometido
venir esta tarde. Creyó en mi palabra de honor.
- Me parece muy
bien. Y ahora, antes de que vaya a verle, ¿tiene que darme algunas
instrucciones, doctor?
- Trate de no
discutir con él, en especial sobre su delirio. Si un marciano les interrumpe,
recuerde que él no puede verles ni oírles. Y eso es completamente cierto; no
finge en lo más mínimo.
- Y, desde
luego, yo también debo tratar de ignorar la presencia de los marcianos... Pero
ya sabe, doctor, que eso no siempre es posible. Si, por ejemplo, un marciano
nos grita de repente al oído, cuando menos se espera...
- Luke sabe que
hay otras personas que aún ven a los marcianos. No se extrañará de que usted
parezca sobresaltada en algún momento. O si usted le pide que repita algo que
acaba de decir, sabrá que es debido a que hay algún marciano que está gritando
más fuerte de lo que él habla, es decir que usted piensa que hay un marciano
que grita.
- Pero si un
marciano hace un gran ruido mientras yo le hablo, doctor, ¿cómo es posible que
Luke pueda oírme con gran claridad a pesar de ello, aunque su subconsciente no
le deje percibir el ruido producido por el marciano? ¿O no podrá oírme?
- La oirá
perfectamente. Ya he comprobado ese punto. Su subconsciente se limita a
eliminar al marciano, separando los dos niveles sonoros por el tono, de modo
que pueda oírla con claridad aunque usted esté susurrando y el marciano grite
con toda la fuerza de sus pulmones. Es algo similar a lo que ocurre con los
obreros que trabajan en fábricas y otros lugares muy ruidosos. También pueden
mantener una conversación en tono normal por encima, o quizá diríamos mejor por
debajo, del nivel sonoro del ambiente. Sólo que, en su caso, se debe a la larga
práctica en vez de a la sordera histérica.
- Ya comprendo.
Sí, veo claro cómo le es posible oír a pesar de la interferencia de los
marcianos. ¡Pero tiene que verlos!. Quiero decir que un marciano es
completamente opaco. No comprendo cómo es posible ver a través de ellos, aunque
no se crea en su existencia. Supongamos que un marciano se coloca entre él y yo
cuando estamos hablando y él me mira. Puedo comprender que no vea al marciano,
salvo quizá como una mancha de color, pero no es posible que pueda ver a través
de él, y entonces tendrá que admitir que hay algo entre él y yo.
- Él aparta la
vista. Es un mecanismo de defensa común en los casos de ceguera histérica
especializada. Y desde luego, el suyo es muy especializado, ya que sólo es
ciego para los marcianos. Tiene que comprender que existe una dicotomía entre
su mente consciente y su mente subconsciente, y su subconsciente constantemente
engaña a su conciencia, haciendo que dé media vuelta, o que aparte la vista e incluso
llegue a cerrar los ojos, antes que permitir que él se dé cuenta de que hay
algo delante de sus ojos a través de lo cual se puede ver.
- ¿Y por qué
cree él que aparta los ojos o los cierra?
- Su
subconsciente siempre se justifica de alguna manera. Obsérvelo en cualquier
momento en que haya marcianos junto a él y verá cómo funciona ese mecanismo
subconsciente.
Snyder suspiró.
- Hice un
estudio cuidadoso de ese detalle en los primeros días de su estancia aquí. Pasé
muchos ratos en su habitación, hablando con él o leyendo mientras él trabajaba.
Varias veces un marciano se interpuso entre él y el teclado de la máquina. En
cada una de esas ocasiones, se llevó las manos a la nuca y se inclinó hacia
atrás mirando el techo...
- Siempre hace
eso cuando está escribiendo y se detiene para pensar.
- Desde luego.
Pero en esas ocasiones fue su subconsciente quien tuvo sus ideas y le obligó a
hacerlo, porque de otro modo estaría mirando a la máquina sin poder ver nada. Y
si él y yo estuviéramos hablando, encontraría una excusa para levantarse y
cambiar de sitio si un marciano se interpusiera entre los dos. En una ocasión,
un marciano se sentó encima de su cabeza y bloqueó su visión por completo,
dejando que sus piernas colgaran delante del rostro de Luke; éste se limitó a
cerrar los ojos, o por lo menos pienso que lo hizo, porque yo tampoco podía ver
a través de las piernas del marciano, diciendo que tenía los ojos muy cansados
y excusándose por cerrarlos delante de mí. Su subconsciente se negaba a
reconocer el hecho de que había algo delante de él que no le dejaba ver.
- Empiezo a
comprender, doctor. Y supongo que si alguien utilizara una de esas ocasiones
para tratar de demostrarle que existen marcianos, es decir que había uno de
ellos con las piernas colgando delante de sus ojos, y le desafiara a que los
abriera y le dijera cuántos dedos tenía extendidos delante de él, o algo por el
estilo, rehusaría abrir los ojos y trataría de dar una explicación racional
para ello.
- Sí. Ya veo
que ha tenido experiencia en el trato con paranoicos. ¿Cuánto tiempo lleva como
enfermera en el Hospital General Mental, si me permite preguntarlo?
- Casi seis
años, en total. Algo más de diez meses esta vez, desde que Luke y yo nos
separamos, y unos cinco años antes de casarme.
- ¿Le importaría
decirme, como médico de Luke, qué fue lo que produjo la ruptura entre Luke y
usted?
- Desde luego
que no, doctor; pero preferiría contárselo en otra ocasión. Fueron muchas
pequeñas cosas, y nos llevaría mucho tiempo en especial si trato de ser justa con
los dos.
- Naturalmente.
- El doctor Snyder miró su reloj -. Dios santo, no tenía idea del tiempo que
llevamos charlando. Luke se estará mordiendo las uñas. Pero antes de que vaya
usted a verle, ¿puedo hacerle una pregunta muy personal?
- Por supuesto.
- Tenemos una
gran necesidad de enfermeras competentes en este sanatorio. ¿Habría algún medio
de que dejase su actual empleo para venir a trabajar con nosotros?
Margie se echó
a reír.
- ¿Y qué hay de
personal en eso?
- Lo que
pensaba ofrecerle para que deje su empleo allí. Luke ha descubierto que la
quiere, y ahora sabe que se equivocó gravemente al permitir que usted se
apartara de él. Yo... creo, por el interés que usted demuestra, que siente lo
mismo por él.
- Pues..., no
estoy segura, doctor. Siento preocupación, sí, y afecto. Y he llegado a
comprender que por lo menos parte de lo ocurrido entre los dos fue culpa mía.
Yo soy tan..., tan normal que no puedo comprender lo suficiente los problemas
psíquicos del escritor. Pero en cuanto a decir si aún puedo volver a amarle...,
quiero esperar hasta volver a verle.
- Entonces mi
oferta sólo es válida en el caso de que decida que aún le quiere. Si decide
venir a trabajar y vivir aquí, hay una puerta que une la habitación de Luke y
la contigua. Generalmente cerrada, desde luego, pero...
Margie volvió a
sonreír.
- Ya le haré
saber lo que he decidido antes de marcharme, doctor. Y creo que le gustará
saber que, si decido quedarme no estaría tolerando nada ilegal. Legalmente aún
estamos casados. Y puedo anular la petición de divorcio en cualquier momento
antes de que sea definitivo, dentro de tres meses.
- Bien. Lo
encontrará en la habitación seis del segundo piso. La puerta se abre desde
fuera, pero no es posible hacerlo desde el interior. Cuando quiera marcharse,
apriete el botón de servicio y alguien vendrá a abrirle la puerta.
- Gracias,
doctor.
Margie se puso
de pie.
- Y... vuelva
aquí, por favor, si quiere hablar conmigo antes de marcharse. Sólo que espero
que...
- ¿Qué no
estará levantado a esas horas?
Margie le dirigió
una brillante sonrisa, que se extinguió poco a poco.
- Sinceramente,
doctor, no lo sé... Ha pasado tanto tiempo desde que vi a Luke por última
vez...
Margie salió de
la oficina y subió por la escalera cubierta de gruesas alfombras; luego avanzó
por el pasillo hasta la puerta que ostentaba el número seis. Detrás de ella se
escuchaba el rápido teclear de una máquina de escribir.
Llamó con
suavidad para avisarle y luego abrió la puerta.
Luke, con el
cabello revuelto y los ojos llenos de salud y alegría, saltó de la silla para
cogerla entre sus brazos mientras la puerta se cerraba a espaldas de Margie.
Él dijo:
- ¡Querida!
¡Oh, Margie querida!
Y luego la
besó. Ella no tuvo tiempo de ver si había algún marciano dentro de la
habitación. Ni tampoco le importaba, decidió unos minutos más tarde. Después de
todo, los marcianos no eran humanos. Y ella sí.
12
Por entonces,
mucha gente había decidido que los marcianos no eran humanos, al darse cuenta
de que su presencia, o la posibilidad de la misma, inhibía el acto de la
procreación.
Durante las
primeras semanas tras la llegada de los marcianos, se empezó a temer que si
éstos se quedaban mucho tiempo la raza humana, al no poder multiplicarse, podía
extinguirse en el plazo de una generación.
Cuando se supo.
Y se supo muy pronto, que los marcianos no sólo veían en la oscuridad sino que
además eran capaces de ver a través de las ropas de cama e incluso de las
paredes, nadie dudó que, durante un tiempo, la vida sexual de los seres humanos
se resentiría enormemente.
Salvo los
degenerados y depravados, los seres humanos estaban acostumbrados a satisfacer
sus lícitos y sanos deseos carnales en la intimidad. No podían habituarse a la
idea de ser observados por los marcianos, siendo de todo punto inútiles las
precauciones que pudiesen tomar. Y aún venía a agravar la cuestión el saber que
a los marcianos les interesaba, divertía y repugnaba nuestro método de
procreación.
El alcance de
la influencia de los marcianos se refleja, al menos en lo que concierne a las
relaciones sexuales conyugales, en la tasa de natalidad de los primeros meses
de 1965.
En enero de
1965, nueve meses y una semana después de la Noche de la Llegada, la tasa de
natalidad de Estados Unidos se redujo a sólo un tres por ciento respecto a la
normal, y probablemente muchos de los nacimientos se debían a concepciones
acaecidas antes de la noche del 26 de marzo de 1964. El mismo fenómeno se
produjo en otros países; en Inglaterra, la caída de la tasa de natalidad fue
superior; incluso en Francia bajó a un dieciocho por ciento.
En febrero,
diez meses y una semana después de la llegada, la tasa de natalidad empezó a
ascender de nuevo. Subió a un treinta por ciento en Estados Unidos, a un
veintidós por ciento en Inglaterra y a un cuarenta y nueve por ciento en Francia.
Hacia marzo, se
había llegado ya a un ochenta por ciento. Excepto en Francia, dónde alcanzó un
ciento treinta y siete por ciento; obviamente los franceses comenzaban a
recuperar el tiempo perdido, mientras que en los demás países aún existía
cierto grado de inhibición.
Los seres
humanos se comportaban como tales, pese a los marcianos.
En abril se
llevaron a cabo varios estudios tipo Kinsey sobre el comportamiento sexual, los
cuales demostraron que casi todos los matrimonios volvían a tener relacione sexuales.
Y dado que los marcianos estuvieron presentes en muchas de las entrevistas en
las que se basaron los estudios, la veracidad de cuyos datos podían confirmar,
cabe pensar que dichos estudios fueron mucho más exactos que los realizados por
Kinsey dos décadas atrás.
En general, el
acto sexual sólo se practicaba en la oscuridad. Las sesiones matinales y
vespertinas, incluso entre los recién casados, formaban parte del pasado. El
uso de tapones para los oídos se generalizó; incluso los salvajes empleaban tapones
hechos con barro. Así, las parejas podían ignorar la presencia de los
marcianos, al no oír sus continuas burlas.
De todos modos,
las relaciones sexuales extramatrimoniales y prematrimoniales casi
desaparecieron; sólo los más atrevidos se arriesgaban a que sus relaciones
fueran divulgadas. Incluso las relaciones sexuales conyugales eran menos
frecuentes y placenteras, debido a que aún quedaban restos de inhibición, por
no mencionar la futilidad de susurrar palabras cariñosas en un oído tapado.
No, el sexo ya
no era como antes, como en los buenos tiempos, pero al menos subsistía en grado
suficiente para que la raza humana sobreviviera.
13
La puerta del
despacho del doctor Snyder estaba abierta, pero Margie se detuvo en el umbral
hasta que el doctor levantó los ojos y le dijo que entrase. Luego Snyder se dio
cuenta de que ella llevaba en las manos dos gruesas carpetas, y sus ojos se
pusieron brillantes.
- ¿Ha
terminado? - preguntó.
Margie asintió.
- ¿Y el último
capítulo? ¿Es tan bueno como todo lo demás?
- Creo que sí,
doctor. ¿Tiene tiempo para leerlo ahora?
- Claro. Me
tomaré todo el tiempo necesario. No hacía más que tomar notas para mi próxima
conferencia.
- De acuerdo.
Si tiene por aquí papel y bramante, yo prepararé el paquete para el correo
mientras usted lee la copia.
- Magnífico.
Encontrará todo lo necesario en el archivador.
Los dos se
aplicaron a sus distintas tareas. Margie terminó antes y esperó hasta que el
doctor finalizó la lectura y levantó los ojos para mirarla.
- Es excelente
- dijo -. Y no sólo tiene valor literario, sino también comercial.. Se venderá
bien. Y..., veamos, ¿usted ya lleva aquí un mes?
- Mañana hará
el mes.
- Entonces ha
tardado cinco semanas en total. El que usted se encontrara aquí no le ha
retrasado mucho.
Margie sonrió.
- He tenido
mucho cuidado en mantenerme separada de él durante sus horas de trabajo. Lo
cual no ha sido muy difícil, teniendo en cuenta que también son mis horas de
trabajo. Bien, llevaré esto a correos tan pronto como quede libre.
- No, llévelo
ahora. Y envíelo por correo aéreo. Bernstein tendrá especial interés en
publicarlo cuanto antes. Nosotros podremos pasar sin usted durante el tiempo
que tarde en llegar a correos; y espero que no tenga que ser por más tiempo.
- ¿Qué quiere
decir, doctor?
- ¿Piensa
quedarse y seguir trabajando para mí?
- Desde luego.
¿Por qué no tengo que quedarme? ¿Acaso mi trabajo no es satisfactorio?
- Sabe
perfectamente que lo es. Y que yo deseo que se quede. Pero Margie, ¿por qué
tiene que hacerlo? Su marido ha ganado lo bastante en las últimas cinco semanas
para que ustedes dos puedan vivir con comodidad por lo menos durante dos años.
Como la vida es ahora más barata, creo que los dos pueden vivir casi como reyes
con unos cinco mil dólares al año.
- Pero...
- Ya sé que
todavía no tiene el dinero, pero tienen lo bastante para empezar. Y dado que lo
que usted gana aquí es más que suficiente para pagar los gastos de la estancia
de Luke, sus ahorros deben seguir intactos. Además, estoy seguro de que
Bernstein les enviará otros adelantes, aun antes de que se publique el libro.
- ¿Está
tratando de librarse de mí, doctor Snyder?
- Ya sabe que
no, Margie. Es que no comprendo que haya personas que deseen trabajar sin
necesitarlo. Yo no lo haría.
- ¿Está seguro?
Mientras la raza humana, con los marcianos a sus espaldas, necesita más que
nunca ayuda médica, ¿usted se retiraría ahora si tuviera los medios
suficientes?
El doctor
Snyder suspiró.
- Ya comprendo
lo que quiere decir, Margie. Realmente, creo que podría retirarme si vendiera
la clínica. Pero nunca pensé que una enfermera pudiera pensar así.
- Pues ésta sí.
Además, ¿qué haría con Luke? No podría marcharme de aquí si él no lo hace. ¿Y
usted cree que está en condiciones de marcharse?
El suspiro del
doctor Snyder fue realmente profundo esta vez.
- Margie, creo
que eso es lo que me ha estado preocupando todo este tiempo, más que ninguna
otra cosa, excepto los marcianos. Y de pasada, diría que es raro que en estos
momentos nos veamos libres de ellos.
- Había seis
marcianos en la habitación de Luke cuando fui a buscar el original de la
novela.
- ¿Haciendo
qué?
- Bailaban
encima de él. Estaba tendido en la cama, pensando en una nueva idea para su
próxima novela.
- ¿Es que no
piensa tomarse primero unos días de descanso? No quisiera que trabajase en
exceso. ¿Qué haríamos si se pusiera enfermo?
- Piensa
tomarse unas vacaciones, empezando mañana. Pero dice que antes quiere tener por
lo menos una idea del argumento y quizás el título de su próxima obra. Cree que
si hace eso su subconsciente pude trabajar con la idea mientras él descansa, y
que cuando esté listo para poner manos a la obra le será más fácil el
desarrollo del argumento.
- Pero eso no
permite descansar a su subconsciente. ¿Hay muchos escritores que trabajen de
ese modo?
- Conozco a algunos
que lo hacen así. Pero quería hablar con usted respecto a esas vacaciones
cuando terminara mi trabajo. ¿Quiere que lo haga ahora?
- Puede
considerar que su trabajo ha terminado, de manera que ya puede empezar.
- Luke y yo lo
hablamos ayer noche, después de decirme que definitivamente iba a terminar la
novela hoy. Está dispuesto a quedarse aquí, pero bajo dos condiciones. Primera,
que yo también tenga esa semana de vacaciones. Y segunda, que le quiten esa
cerradura de la puerta, de modo que pueda salir cuando quiera. Prefiere
descansar aquí antes que en cualquier otro lugar, y dijo que podríamos
considerarlo nuestra segunda luna de miel si yo podía arreglar que me
concedieran esa semana de vacaciones.
- Concedido Y
tampoco hay ninguna razón para seguir con la cerradura en su puerta. A veces
siento como si Luke fuese la única persona cuerda en toda la institución. Desde
luego, es el que demuestra mayor serenidad y equilibrio mental, además de ser
quien gana dinero más aprisa. ¿Sabe algo ya de su próximo libro?
- Me dijo que
la acción se desarrollaría en Taos, Nuevo México, en..., creo que era en 1847.
Dijo que tendría que documentarse un poco para esta nueva obra.
- El asesinato
del gobernador Brent. Un período muy interesante. Yo puedo ayudarle a conseguir
la documentación que necesita. Tengo varios libros que le servirán de mucho.
- Muy bien. Eso
me ahorrará un viaje a la biblioteca pública o a una librería. Y ahora...
Margie se puso
en pie e hizo intención de coger el paquete, pero se sentó de nuevo.
- Doctor - dijo
-, hay algo más de lo que necesito hablarle, a menos que usted tenga...
- Siga. Mi
trabajo puede esperar. Y ni siquiera tenemos un marciano con nosotros.
Miró a su
alrededor para asegurarse de ello. No había ninguno.
- ¿Doctor, qué
es lo que Luke piensa realmente? He conseguido evitar hablar de ello hasta
ahora, pero no podré hacerlo siempre. Y si los marcianos llegan a mezclarse en
la conversación..., bueno, ya sé lo que debo hacer. Luke sabe que yo veo y oigo
a los marcianos. No puedo evitar sobresaltarme de vez en cuando. Y también sabe
que insisto en apagar la luz y en llevar tapones para los oídos cuando...
- Cuando ambas
cosas son convenientes - sugirió el doctor Snyder.
- Sí. Pero él
se da cuenta de que yo los veo y oigo y él no. ¿Acaso piensa que estoy loca?
¿Qué todo el mundo está loco excepto Luke Deveraux? ¿O qué?
El doctor
Snyder se quitó las gafas para limpiárselas.
- Es una
pregunta muy difícil de contestar, Margie.
- ¿Por qué no
conoce la repuesta o porque la explicación es difícil?
- Un poco por
ambas cosas. Los primeros días que Luke estuvo entre nosotros, hablé bastante
con él. Me dijo que se encontraba un poco confuso en relación con ese tema...,
supongo que algo más que confuso. Pero estaba seguro de que no existían los
marcianos. Él mismo había estado loco o había sufrido alucinaciones cuando
decía verlos. Pero no podía explicar porque si es que existe una alucinación
masiva para todos los demás, él se había recobrado y los demás no.
- Pero
entonces... debe pensar que todo el mundo está loco menos él.
- ¿Usted cree
en fantasmas, Margie?
- Desde luego
que no.
- Hay muchas
personas que creen en ellos, millones de personas. Y hay miles que les han
visto, escuchado, hablado con ellos..., o al menos piensan que lo han hechos.
Ahora bien, ¿si usted cree que está en plena posesión de sus facultades porque
no cree en los fantasmas, quiere decir que todos los que creen están locos?
- Por supuesto
que no, pero esto es distinto. Sólo se trata de personas de gran imaginación
que piensan que han visto a los fantasmas.
- Y nosotros
somos personas de gran imaginación que pensamos que tenemos a los marcianos
entre nosotros.
- Sin embargo,
todo el mundo ve a los marcianos. Excepto Luke.
El doctor
Snyder se encogió de hombros.
- Sin embargo
ése es su razonamiento, si quiere llamarlo así. La analogía con los fantasmas
es suya, no mía, aunque es una buena analogía, hasta cierto punto. En realidad,
algunos amigos míos están seguros de que han visto fantasmas; no creo que eso
signifique que estén locos, ni que yo lo esté porque no los he visto.
- Pero..., no
se puede fotografiar a los fantasmas ni registrar sus voces.
- Hay personas
que aseguran haber hecho ambas cosas. Es posible que usted no haya leído muchos
libros sobre las últimas investigaciones psíquicas. No es que sugiera que deba
hacerlo, sólo trato de hacerle ver que la analogía de Luke no está desprovista
por completo de justificación.
- ¿Entonces
usted no cree que Luke esté loco?
- Oh, desde
luego que lo está. De lo contrario, todos los demás incluyéndonos a usted y a
mí, estamos locos. Y eso me es imposible creerlo.
Margie suspiró.
- Me temo que
eso no me ayudará mucho si alguna vez él quiere hablar de este asunto.
- Es muy
posible que nunca quiera hacerlo. Cuando habló conmigo, no parecía muy deseoso
de explicar sus puntos de vista. Si algún día lo hace, déjele que hable y
limítese a escuchar. No intente discutir con él ni tampoco le siga la corriente
de un modo demasiado evidente. Pero si empieza a cambiar de algún modo, avíseme
en el acto.
- De acuerdo.
Pero ¿por qué, ya que usted no piensa curarle?
- ¿Por qué? -
El doctor Snyder arrugó el ceño -. Mi querida Margie, sus esposo está loco. En
este momento es una clase de locura muy ventajosa, ya que probablemente es el
hombre más afortunado de la Tierra, ¿pero qué pasaría si su forma de locura
cambiase?
- ¿Es posible
que la paranoia cambia a otra forma?
El doctor
Snyder hizo un gesto de excusa.
- Sigo
olvidándome de que no es necesario que hable con usted como un lego en
psiquiatría. Lo que quise decir es que su delirio sistematizado puede cambiar a
oro distinto y menos afortunado.
- ¿Cómo por
ejemplo volver a creer en los marcianos y negar la existencia de los seres
humanos?
El doctor
Snyder sonrió.
- No es fácil
un cambio tan radical, querida. Pero es muy posible - agregó, dejando de
sonreír - que llegue a no creer ni en unos ni en otros.
- Sin duda está
bromeando, doctor.
- No, no
bromeo. Realmente es una forma muy común de paranoia. Y además, una creencia
sostenida por mucha gente. ¿Ha oído hablar del solipsismo?
- La palabra me
parece familiar.
- Es latina, de
solus, que significa solo, e ipse, yo. Yo sólo. La creencia filosófica en que
el yo el lo único que existe. El resultado lógico de empezar a razonar con
cogito, ergo sum, o sea, pienso, luego existo, y encontrar que es imposible
aceptar cualquier otro paso como lógico. La creencia de que tanto el mundo como
las personas que me rodean son producto de mi imaginación.
Margie sonrió.
- Ahora lo
recuerdo. Fue un tema que surgió en luna de las clases de la universidad. Y
recuerdo que me pregunté: ¿y por qué no?
- La mayoría de
las personas se hacen esa pregunta en una u otra ocasión, aunque nunca lleguen
a tomárselo muy en serio. Pero es algo tentador, y además resulta completamente
imposible demostrar su falsedad. Para un paranoico, se trata de una ilusión ya
hecha que no necesita ser racionalizada, ni siquiera sistematizada. Y dado que
Luke ya no cree en los marcianos, eso sólo supondría un paso más.
- ¿Cree posible
que llegue a dar ese paso?
- Todo es
posible, querida. Todo lo que podemos hacer es observar atentamente y estar
preparados para cualquier cambio imprevisto. Y usted es la que se encuentra en
mejor situación para advertir cuándo se aproxima ese cambio.
- Le comprendo,
doctor. Vigilaré con la mayor atención. Y le doy muchas gracias por todo.
Margie se puso
en pie de nuevo. Esta vez recogió el paquete y salió de la oficina.
El doctor
Snyder la contempló mientras se marchaba, y luego se quedó sentado mirando
hacia el umbral por el que ella había desaparecido. Suspiró aún más
profundamente que antes.
Maldito
Deveraux, pensó. Insensible a los marcianos... y casado con una muchacha como
aquélla. Ningún hombre debería tener tanta suerte. No era justo.
En cuanto a su
esposa... Pero no quería pensar en su esposa, al menos no después de haber
mirado a Margie Deveraux.
Continuó
escribiendo el informe que iba a presentar aquella tarde en la reunión del
recién formado Frente Psicológico Antimarciano.
14
Efectivamente,
el Frente Psicológico Antimarciano funcionaba a toda velocidad, aunque todavía
ahora, a mediados de julio, casi cuatro meses después de la Llegada, sin llegar
a ninguna parte, en apariencia
Pertenecían a
él casi todos los psicólogos y psiquiatras de Estados Unidos. Y en todos los
países se habían formado organizaciones similares. Todas esas organizaciones
informaban sobre sus descubrimientos y teorías (desgraciadamente más teorías
que descubrimientos) a un departamento especial de las Naciones Unidas -
montado a toda prisa con ese objeto -, denominado Oficina Coordinadora de la
Defensa Psicológica, cuya principal misión consistía en la traducción y
distribución de los informes recibidos. Sólo la sección de traducciones ocupaba
tres enormes edificios y daba empleo a miles de políglotas.
La afiliación
al Frente y a las demás organizaciones similares era voluntaria y sin
remuneración. Pero casi todos los que reunían las necesarias condiciones eran
miembros, y la falta de remuneración no tenía mucha importancia, ya que todos
los psicólogos y psiquiatras que podían conservar su sano juicio estaban
ganando mucho dinero.
Desde luego no
se celebraban grandes asambleas: una multitud de psicólogos resultaba tan poco
práctica como cualquier otro numeroso grupo de personas con otro objetivo.
Grandes contingentes de personas reunidas significaban también un gran número
de marcianos, y el volumen de la interferencia hacía imposible el intercambio
de ideas. La mayoría de los miembros del Frente trabajaban solos y enviaban sus
informes por correo, recibían montones de informes de otros psicólogos y los
ponían a prueba en sus pacientes siempre que las nuevas ideas parecieran
interesantes.
Quizá
progresaban, en cierto modo; al menos no había tantas personas que se volvieran
locas. Pero también era posible que se debiera a que, como decían algunos, casi
todos las personas incapaces de soportar a los marcianos ya habían hallado una
forma de evasión en la locura.
Otros atribuían
ese avance a los consejos cada vez más acertados que los psicólogos podían dar
a los que aun se mantenían cuerdos. La incidencia del nivel de locura había
descendido, decían, cuando se llegó a aceptar que era mucho más seguro tratar
de ignorar a los marcianos hasta cierto punto. Era conveniente maldecirlos e
irritarse con ellos de vez en cuando. De otro modo la presión iba en aumento en
las mentes, como el vapor aumenta de presión dentro de una caldera sin válvula
de seguridad, y entonces no se tardaba mucho en reventar.
Y también se
atribuía el avance al consejo, igualmente razonable, de que no se tratase de
ganar la amistad de los marcianos. Al principio muchas personas lo intentaron,
y se cree que el mayor porcentaje de víctimas mentales fue entre ese grupo.
Hubo muchísimos hombres y mujeres de buena voluntad que lo probaron aquella primera
noche; algunos siguieron probando durante bastante tiempo. Unos pocos que
debían de ser santos y personas de una serenidad maravillosa, nunca dejaron de
intentarlo.
Sin embargo,
sus esfuerzos eran inútiles porque los marcianos se movían mucho. Ningún marciano
se quedaba mucho tiempo en un mismo sitio o en contacto con la misma persona,
familia o grupo. Quizá fuese posible, aunque parece improbable, que un humano
de extrema paciencia pudiera llegar a entablar relaciones amistosas con un
marciano y se ganase su confianza, si ese ser humano tuviera la oportunidad de
un largo contacto con un marciano dado.
Pero ningún
marciano era dado, en ese sentido. Al rato, a la hora, o como mucho al cabo de
un día, aquel hombre de buena voluntad se hallaba volviendo a empezar con otro
marciano distinto. En realidad, las personas que trataban de mostrarse amables
con ellos se encontraban cambiando de marcianos con más frecuencia que aquellos
que los maldecían a cada momento. Las personas amables les aburrían. Los conflictos
y las discusiones eran su pasión; adoraban las peleas.
Muchos de los
psicólogos preferían trabajar en pequeños grupos, en secciones. Especialmente
aquellos que, como miembros del Frente Psicológico, estudiaban o trataban de
estudiar la sicología de los marcianos. Hasta cierto punto es una ventaja el
tener marcianos cerca cuando uno los estudia o habla de sus peculiaridades.
Era a una de
esas secciones, un grupo de seis científicos, a la que pertenecía el doctor
Snyder. Aquella misma tarde iban a celebrar una reunión. Puso papel en la
máquina de escribir; sus notas ya estaban preparadas. Hubiera querido presentar
un informe oral; le gustaba hablar, mientras que el tener que mecanografiar su
informe le resultaba odioso. Pero siempre existía la posibilidad de que la
interferencia de los marcianos hiciera imposible un discurso coherente y
obligase a que el informe fuese dado a conocer en su forma escrita. Si los
miembros de la sección aprobaban su informe, éste sería pasado a un organismo
superior para su detenido estudio; quizá hasta se publicase. Y el doctor Snyder
no tenía ninguna duda de que su informe merecería ser publicado.
15
Entre otras
cosas, el informe del doctor Snyder decía lo siguiente:
En mi opinión,
la debilidad psicológica de los marcianos, su talón de Aquiles, reside en el
hecho de que les es imposible mentir.
Tengo
conocimiento de que este punto ha sido observado y discutido, y también de que
muchos, en especial nuestros colegas rusos, creen firmemente que los marcianos
pueden mentir y de hecho lo hacen, y que sus razones para decir la verdad sobre
nuestros asuntos, puesto que nunca ha sido posible demostrar que mienten sobre
las cuestiones que afectan a los terrestres, son dos. Primero, porque ello hace
que sus denuncias sean más efectivas y mortificantes, ya que no podemos dudar
de los que nos dicen. Segundo, porque al poder demostrar que no mienten en las
cosas pequeñas nos preparan para que creamos, a pies juntillas en la posible
gran mentira que nos cuentan sobre su naturaleza y sus propósitos contra
nosotros. La idea de que debe existir una gran mentira parecerá más natural a
nuestros amigos los rusos que al resto de nuestros asociados, ya que durante
tanto tiempo han vivido con su propia gran mentira...
El doctor
Snyder dejó de escribir, volvió a leer la última frase y luego la tachó.
Esperaba que su informe alcanzase una difusión internacional, y por tanto no
era prudente despertar por adelantado los prejuicios de algunos de sus lectores
contra lo que iba a exponer.
Creo, sin
embargo, que puede llegar a demostrarse claramente, por medio de un argumento
lógico, que los marcianos no sólo no mienten nunca, sino que les es imposible
hacerlo.
También resulta
obvio que su propósito consiste en mortificarnos todo lo posible.
Sin embargo
nunca han pronunciado la única afirmación que aumentaría nuestra miseria más
allá de lo humanamente soportable; nunca nos han dicho que piensan quedarse de
modo permanente entre nosotros. Desde la Noche de la Llegada, su única
respuesta, cuando se dignan contestar a la pregunta de cuándo piensan volver a
su casa o por cuánto tiempo piensan quedarse, es la de que eso no nos importa,
u otras palabras en ese sentido.
Para la mayoría
de nosotros, lo único que hace deseable la supervivencia es la esperanza, la
esperanza de que algún día, ya sea mañana o dentro de diez años, los marcianos
se irán y nunca más volveremos a verlos. El que su llegada fuese tan repentina
e inesperada nos autoriza a pensar que su marcha pueda efectuarse del mismo
modo.
Si los
marcianos pudieran mentir, sería absurdo que no nos dijeran que proyectan
convertirse en habitantes permanentes de la Tierra. Por lo tanto, no pueden
mentir.
Y una agradable
conclusión de este argumento lógico es que ellos saben que su estancia entre
nosotros no es permanen...
Una aguda
risita resonó a sólo unos centímetros del oído del doctor Snyder. Éste dio un
salto en su silla, pero dominó el impulso de volverse, sabiendo que encontraría
el rostro del marciano odiosamente pegado al suyo.
- Muy listo,
Mack, muy listo. Y retorcido como un sacacorchos.
- Es algo
perfectamente lógico - dijo el doctor Snyder -. Está demostrado. No puedes
mentir.
- Sin embargo,
puedo hacerlo - dijo el marciano -. Y ahora, desarrolla la lógica de eso
durante un rato, Mack.
El doctor
Snyder desarrollo la lógica de aquello, y gimió. Si un marciano decía que podía
mentir, entonces o bien decía la verdad y podía hacerlo, o por el contrario
mentía y...
Otra vez la
risa demoníaca volvió a estallar en sus oídos.
Y luego el
silencio. El doctor Snyder sacó la hoja de su máquina de escribir y,
resistiendo la tentación de doblarla en los pliegues necesarios para hacer una
pajarita de papel, la rompió en pequeños trozos; luego los echó a la papelera y
hundió la cara entre sus manos.
- Doctor
Snyder, ¿se encuentra bien? - sonó la voz de Margie.
- Sí, Margie.
Levantó la
cabeza y trató de recobrar la compostura; debió de conseguirlo, porque
aparentemente ella no observó nada anormal.
- Tenía los
ojos cansados - añadió -. Estaba descansando un momento.
- ¡Ah! Bueno,
ya he enviado el manuscrito. Y sólo son las cuatro. ¿Está seguro de que no
quiere que haga alguna otra cosa antes de marcharme?
- No. Espere,
sí, hay algo. Podría buscar a George y decirle que cambie la cerradura de la
puerta de Luke. Quiero decir que puede poner una cerradura corriente.
- Muy bien. ¿Ha
terminado su informe?
- Sí, ya lo he
terminado.
- Bien. Iré a
buscar a George.
Margie se
marchó, y él escuchó el taconeo mientras bajaba por la escalera en dirección a
las habitaciones del portero, en el sótano.
El doctor
Snyder se puso en pie casi sin darse cuenta. Se sentía terriblemente cansado,
terriblemente descorazonado. Necesitaba descansar, dormir un rato. Si se
quedaba dormido y llegaba tarde a la cena o a la reunión, no tenía ninguna
importancia. Necesitaba el sueño más que la cena o la inútil discusión con sus
colegas.
Caminó cansado
por el alfombrado pasillo, subió al segundo piso y empezó a avanzar por el
corredor.
Hizo una pausa
delante de la puerta de Luke y la contempló con ojos irritados. Un tipo con
suerte, pensó. Estaría allí leyendo o descansando. Y si había marcianos en la
habitación, ni siquiera se daría cuneta de ello. No los vería ni oiría.
Perfectamente
feliz, perfectamente sereno. ¿Quién era el loco, Luke o los demás? Y además
tenía a Margie.
Que se lo
llevara el diablo. Debería entregarlo a los lobos, a los otros psiquiatras,
para que experimentaran con él, probablemente haciéndolo tan desgraciado como
todos los demás si lo curaban, o volviéndole loco de alguna otra forma menos
afortunada.
Debería
hacerlo; pero no lo haría.
Se dirigió a su
habitación, la que utilizaba cuando no quería ir a su casa en Signal Hill, y
cerró la puerta. Cogió el teléfono y llamó a su esposa.
- Creo que no
podré ir a casa esta noche, querida. Pensé que sería mejor avisarte antes de
que empezases a cenar.
- ¿Pasa algo,
Ellicott?
- Sólo que me
siento muy cansado, voy a tenderme un rato, y si me quedo dormido... La verdad
es que necesito un poco de sueño.
- Tienes una
reunión esta noche.
- Es posible
que no vaya. Pero si voy a la reunión, iré después a casa en vez de regresar
aquí.
- Muy bien,
Ellicott. Los marcianos se han mostrado hoy especialmente irritantes. ¿Sabes
que dos de ellos...?
- Por favor,
querida, no quiero saber nada de los marcianos en estos momentos. Ya me lo
contarás en otra ocasión. Adiós, querida.
Mientras
colgaba el teléfono, se encontró mirando un rostro desencajado que se reflejaba
en el espejo, su propio rostro. Sí, necesitaba dormir. Volvió a coger el
aparato y llamó a la recepcionista, que también atendía la centralita y llevaba
el registro.
- ¿Doris? No
quiero que me molesten bajo ningún pretexto. Si hay alguna llamada para mí,
dígales que he salido.
- Bien, doctor.
¿Hasta cuándo?
- Hasta que le
avise. Y si no lo hago antes de que usted se marche, ¿querrá explicárselo a
Estelle cuando venga a hacer su guardia? Gracias.
Volvió a
contemplar su rostro en el espejo. Observó que sus ojos parecían hundidos y que
sus cabellos eran ahora el doble de grises que cuatro meses antes.
«¿De modo que los
marcianos no pueden mentir, eh?», se preguntó en silencio.
Y luego dejó
que la idea llegase a su conclusión lógica. Si los marcianos podían mentir - y
así lo aseguraban -, el hecho de que no dijesen que se quedaban para siempre no
era ninguna prueba evidente de que no lo hicieran.
Quizás obtenían
un sádico placer al permitirnos mantener la esperanza, a fin de disfrutar con
nuestros sufrimientos antes de aniquilar a la humanidad al negar cualquier
posible esperanza de rescate. Si todo el mundo se suicidaba o se volvía loco ya
no les quedaría ninguna diversión; ya no quedaría nadie a quien atormentar.
Sin embargo, la
lógica de su informe había sido tan hermosa y sencilla...
Su mente se
sintió confusa y por un instante no pudo recordar donde estaba el error. ¡Ah,
sí! Si alguien dice que puede mentir, es que puede hacerlo; de otro modo,
mentiría al decir que puede mentir, y si ya está mintiendo...
Arrancó su
mente de aquel círculo vicioso antes de que naufragase por completo. Se quitó
la chaqueta y la corbata y las colgó en el respaldo de una silla, se sentó en
el borde de la cama y se quitó los zapatos. Luego se tendió en la cama y cerró
los ojos.
De repente, un
instante después, saltó casi medio metro en el aire cuando dos maullidos
increíblemente estridentes estallaron en sus oídos. Se había olvidado de los
tapones. Se levantó y se los puso, volviéndose a tender.
Y soñó... con
los marcianos.
16
El frente
científico contra los marcianos no estaba tan organizado como el frente
psicológico, pero era más activo. Al contrario que los psiquiatras,
sobrecargados de pacientes, sin tiempo material para dedicarse a la
investigación y experimentación, los físicos dedicaban muchas horas a estudiar
a los marcianos.
Los demás tipos
de investigación estaban paralizados.
El frente
activo se hallaba situado en los grandes laboratorios del mundo: Brookhaven,
Los Álamos, Harwich, Braunschweig, Sumigrado, Troitsk y Tokuyama, por mencionar
sólo unos pocos.
Incluidos los
desvanes, sótanos o garajes de todos los ciudadanos que tenían algún
conocimiento en cualquier campo de la ciencia o de la paraciencia.
Electricidad, electrónica, química, magia blanca y negra, alquimia,
radiestesia, biótica, óptica, sónica y supersónica, tipología, toxicología y
topología eran usadas como medios de estudio o de ataque.
Los marcianos
deberían de tener un punto débil en alguna parte. Debía de existir algo que
hiciera decir ¡ay! a los marcianos.
Se les
bombardeaba con rayos alfa, beta, gama, delta, zeta, eta, theta y omega.
También, cuando
se presentaba la oportunidad - y ellos ni buscaban ni evitaban el ser sujetos
experimentales -, se les sometía a descargas de millones de voltios, a campos
magnéticos fuertes y débiles, a microondas y a macroondas.
Se utilizó
contra ellos el frío cercano al cero absoluto y el calor más ardiente que
podemos conseguir, el de la fisión nuclear. No, esta última parte no fue
realizada en un laboratorio. Una prueba de bomba H programada para abril fue
llevada a cabo según lo previsto, a pesar de los marcianos y tras muchas vacilaciones
de las autoridades competentes. Al fin y al cabo, ahora ya conocían todos
nuestros secretos, así que no se podía perder nada. Y había ciertas secretas
esperanzas de que algún marciano se encontrase cerca de la bomba H cuando
estallase. Uno de ellos se pasó todo el rato sentado encima de la bomba.
Después de la explosión, kwimmó al puente del buque insignia y se dirigió al
almirante, con aspecto disgustado:
- ¿Este es el
mejor petardo que tienes, Mack?
Fueron
fotografiados para su estudio, con todas las clases de luz conocidas:
infrarroja, ultravioleta, fluorescente, de sodio, arco carbónico a la luz de
una vela, fosforescente, a la luz del sol, de la luna y de estrella.
Fueron rociados
con todos los líquidos conocidos, incluyendo ácido prúsico, agua pesada, agua
bendita e insecticida.
Los sonidos que
producían, vocales o de otro tipo, fueron registrados por todos los sistemas
conocidos. Se les estudió con microscopios, telescopios, espectroscopios e
inconoscopios.
Resultados
prácticos, cero. Nada de lo que los científicos les hacían llegaba siquiera a
incomodarles.
Resultados
teóricos, insignificantes. Muy poco más se aprendió sobre ellos de lo que ya se
sabía al cabo de uno o dos días de su llegada.
Reflejaban los
rayos de luz sólo en ondas lumínicas dentro del espectro visible (de 0.0004 mm
a 0.0007 mm). Cualquier otra radiación por encima o debajo de esa banda les
atravesaba limpiamente sin que fuera afectada o reflejada. No podían ser
captados por rayos X, radioondas o radar.
Tampoco
producían efecto alguno en los campos gravitacionales o magnéticos. Ni les
causaba el menor efecto cualquier forma de energía o materia sólida, líquida o
gaseosa que intentáramos probar sobre ellos.
Ni absorbían ni
reflejaban el sonido, pero podían crearlo. Eso quizá confundía más a los
científicos que el hecho de que reflejasen la luz. El sonido es más sencillo
que la luz, o por lo menos lo comprendemos mejor. No es más que la vibración de
un medio, generalmente el aire. Y si los marcianos no se hallaban allí, en el
sentido de que no eran reales y tangibles, ¿cómo podían causar la vibración del
aire que nosotros percibimos como sonido? Pero lo producían, y no como un
efecto subjetivo en la mente del oyente, ya que los sonidos podían ser
registrados y reproducidos. Del mismo modo que las ondas lumínicas que
reflejaban podían ser registradas y estudiadas en una placa fotográfica.
Desde luego,
ningún científico creía que fueran diablos o demonios, por definición. Pero
muchos rehusaban creer que provinieran de Marte, o de cualquier otro lugar del
universo. Era obvio que estaban formados por un tipo distinto de materia - si
es que se trataba de materia, tal como nosotros la entendemos -, y por tanto
debían venir de algún otro universo donde las leyes de la naturaleza fuesen
completamente distintas. Quizá de otra dimensión.
Algunos
pensaban que los marcianos podían tener un número mayor o menor de dimensiones
que nosotros.
¿Acaso no
podían ser seres bidimensionales, cuya apariencia de poseer una tercera
dimensión fuese un efecto ilusorio de su existencia en un universo
tridimensional? Las sombras en una pantalla de cine parecen tener tres
dimensiones hasta que uno intenta cogerlas por un brazo.
O quizá no eran
más que proyecciones en un universo tridimensional de seres de cuatro o cinco
dimensiones, y cuya intangibilidad era debida a que poseían más dimensiones de
las que podemos ver o comprender.
17
Luke Deveraux
se despertó, estiró los brazos y bostezó, sintiéndose feliz y tranquilo en su
tercera mañana de vacaciones después de terminar El sendero del desierto. Unas
vacaciones bien merecidas, tras cinco semanas de intenso trabajo. El libro
probablemente le produciría más dinero que ninguno de los que había escrito
hasta entonces.
No sentía
ninguna preocupación por su próxima novela. Ya tenía decididos los puntos
principales del argumento, y de no ser porque Margie insistía en que debía
tomarse unas vacaciones, con toda probabilidad ya tendría escritos uno o dos
capítulos. Estaba deseoso de volver a aporrear el teclado.
Bien; había
aceptado el trato de tomarse unas vacaciones si Margie le acompañaba, y aquello
las convertía en una segunda y casi perfecta luna de miel.
¿Casi
perfecta?, se preguntó. Y se dio cuenta de que su mente rehuía la pregunta. Si
no era perfecta, tampoco quería saber por qué.
Pero, ¿por qué
no quería saberlo? Aquello significaba alejarse sin más de la pregunta
principal, si bien resultaba todavía vagamente inquietante.
«Estoy
pensando», reflexionó. Y no debería hacerlo, porque esa clase de ideas podían
estropearlo todo. Quizás era por eso por lo que había trabajado tan
intensamente en su novela, para evitar pensar. Pero, ¿evitar pensar en qué? Su
mente volvió a rechazar la idea.
Se despertó del
todo y entonces recordó. Los marcianos. Tenía que enfrentarse con el hecho que
trataba de evitar, el hecho de que todo el mundo seguía viéndolos y él no. De
que estaba loco - y él sabía que no lo estaba - o de que lo estaban todos los
demás.
Ninguna de las
dos premisas parecía lógica, y sin embargo una de las dos tenía que ser cierta.
Desde que viera a su último marciano cinco semanas atrás había evitado pensar
en aquello, porque el pensar en una paradoja tan horrible le volvería loco como
lo estaba antes y empezaría a ver a los...
Lleno de
horror, abrió los ojos y miró a su alrededor. Ningún marciano. Desde luego que
no; los marcianos no existían. No sabía por qué estaba tan seguro de ese hecho,
pero lo estaba. Tan seguro como de que ahora se hallaba en plena posesión de
sus facultades mentales.
Se volvió para
mirar a Margie. Aún dormía tranquilamente, el rostro inocente como el de una
niña, su hermoso cabello dorado extendido sobre la almohada. La sábana había
resbalado, mostrando el tierno pezón rosado que coronaba la suave redondez del
seno. Luke se apoyó en un codo, se inclinó hasta besarlo, con gran suavidad a
fin de no despertarla, ya que la tenue luz procedente de la ventana le decía
que aún era temprano, sin duda poco después del amanecer. Y también para no
despertar su propio deseo, pues durante el último mes había aprendido que ella
no quería saber nada de él durante el día en ese aspecto. Sólo por la noche, y
llevando esas malditas cosas en los oídos, de modo que no podía hablar con su
esposa. Malditos marcianos. Bueno, después de todo aquélla era su segunda luna
de miel, no la primera; además tenia treinta y siete años y no muchas
ambiciones por la mañana.
Se volvió a
tender en la cama y cerró los ojos, aunque sabía que no podría volver a
dormirse. Y no se durmió. Unos diez minutos más tarde, se halló más despierto,
de manera que de deslizó en silencia de la cama y se vistió. Faltaban pocos
minutos para las seis y media, pero podía dar un paseo por los jardines hasta
que fuese más tarde. Así Margie podría dormir en paz cuanto quisiera.
Cogió los
zapatos y salió al hall de puntillas, cerrando la puerta con cuidado a sus
espaldas. Se sentó en el último peldaño de la escalera y se puso los zapatos.
Ninguna de las
puertas exteriores del sanatorio se cerraba por la noche; los pacientes
recluidos - menos de la mitad - lo estaban en habitaciones particulares, bajo
la vigilancia directa de un enfermero. Luke salió por una de las puertas que
daba a los jardines.
En el exterior
la mañana era clara y brillante, pero un poco fresca. Hasta en los primeros
días de agosto puede hacer frío en un amanecer de California. Luke se
estremeció, deseando haberse puesto un suéter debajo de su chaqueta de deporte.
Pero el sol brillaba con fuerza y pronto dejaría de hacer fresco. Si caminaba
con rapidez se sentiría bien.
Se dirigió
hacia la valla y luego continúo en sentido paralelo a ella. La valla era de
madera roja, de unos dos metros de alto. No había ningún alambre en la parte
superior, y cualquier persona un poco ágil, incluyendo a Luke, podría saltarla
con facilidad; constituía más un indicador de límite que una barrera.
Por un instante
sintió la tentación de franquearla y andar en libertad durante media hora;
luego decidió que sería mejor no hacerlo. Si lo veían, tanto al marchar como al
volver, el doctor Snyder podría sentirse preocupado y limitar sus privilegios.
El doctor Snyder era una persona que se preocupaba mucho de las cosas. Además,
los jardines eran muy extensos; podía caminar mucho rato por dentro de ellos.
Continúo
andando, siguiendo la valla. Llegó hasta la primera esquina y se volvió. Vio
que no estaba solo, que no era el único que había madrugado aquella mañana. Un
hombre pequeño, con una gran barba negra y cuadrada, se hallaba sentado en uno
de los bancos verdes esparcidos por los jardines. Llevaba gafas con montura de
oro e iba elegantemente vestido hasta la punta de sus brillantes zapatos negros
rematados en botines grises. Luke los miró con curiosidad; no creía que hubiera
nadie que aún los usara. El hombre de la barba miraba inquisitivo por encima
del hombro de Luke.
- Bonita
mañana, ¿verdad? - dijo Luke.
Ya que se había
detenido, hubiera sido descortés el no saludarle.
El otro hombre
no le contestó. Luke se volvió y miró a sus espaladas, sin ver otra cosa que un
árbol. Pero no vio nada de lo que generalmente uno contempla en un árbol. Ni un
pájaro. Se volvió de nuevo, y el de la barba aún seguía mirando el árbol, sin
fijarse en él ¿Estaría sordo? ¿O...?
- Perdone -
dijo Luke.
Una horrible
sospecha le invadió, al no recibir ninguna respuesta. Dio un paso adelante y le
tocó en un hombro ligeramente. El hombre de la barba se estremeció un poco,
extendió una mano y se frotó el hombro sin mirar a Luke.
¿Qué haría si
lo arrancaba de su asiento a viva fuerza o le golpeaba?, se preguntó Luke. Pero
en vez de ello extendió una mano y la pasó varias veces delante de los ojos del
hombre. El otro parpadeó y se quitó las gafas, se frotó primero un ojo y luego
el otro, volvió a ponerse las gafas y siguió mirando al árbol.
Luke se
estremeció y siguió caminando. «Dios mío - pensó -, no puede verme ni oírme; no
cree que yo esté aquí. Del mismo modo que yo no creo... Pero, maldita sea,
cuando le toqué él lo sintió, solo que... ceguera histérica. Me lo explicó el
doctor Snyder cuando le pregunté por qué, dado que no veía a los marcianos, no podría
ver al menos alguna mancha que mi vista no pudiera atravesar. Y él me explicó
que yo..., al igual que ese hombre...»
Había otro
banco por allí cerca y Luke se sentó, volviéndose a mirar al de la barba, que
seguía sentado en su banco, a unos veinte metros de distancia. Todavía sentado,
todavía mirando al árbol.
«¿Mirando algo
que no existe? - se preguntó Luke -. ¿O algo que no existe para mí, pero sí
para él? ¿Cuál de los dos tiene razón? El piensa que yo no existo, y yo creo
que sí; ¿cuál de los dos está en lo cierto sobre eso? Bueno, yo existo, eso es
un hecho. Pienso, luego existo. ¿Pero cómo puedo saber que él está ahí? ¿Por
qué no puede ser una creación de mi imaginación?»
Un estúpido
solipsismo, el tipo de divagación a la que casi todo el mundo se entrega en la
adolescencia y de la que luego se recobra. Sólo que uno vuelve a divagar cuando
él y el resto de la gente empiezan a ver las cosas de un modo distinto, o
empiezan a ver distintas cosas.
Pero no el tipo
de la barba; no era más que un loco. No significaba nada. Sólo que quizás aquel
pequeño encuentro había encaminado la mente de Luke hacia lo que podía ser el
camino acertado.
La noche que se
había emborrachado con Gresham, antes de que quedarse dormido, recibió la
visita de un marciano, al que había maldecido. «Yo te inventé», recordaba
haberle dicho.
¿Y si lo hizo
en realidad? ¿Y si su mente, en medio de la borrachera, había reconocido algo
que su mente sobria desconocía? ¿Y si el solipsismo no era estúpido? ¿Y si el
Universo y todo lo que contenía era sencillamente producto de la imaginación de
Luke Deveraux? ¿Y si él, Luke Deveraux, inventó a los marcianos la noche en que
llegaron, cuando se encontraba en la cabaña de Carter Benson, en el desierto?
Luke se levantó
del banco y empezó a caminar con rapidez, para conseguir que su mente se
despejara. Se esforzó en recordar lo sucedido aquella noche. Antes de que
llamaran a la puerta había tenido una idea para el argumento de la novela de
ciencia ficción que trataba de escribir. Había estado pensando: ¿Qué sucedería
si los marcianos...? Pero no podía recordar el resto de aquella idea. La
llamada del marciano le había interrumpido.
¿O no fue así?
¿Y si, aunque su mente consciente no llegó a formular la idea con claridad,
ésta ya se había concretado en su mente subconsciente?: «¿Qué sucedería si los
marcianos fuesen hombrecillos verdes, visible, audibles, pero no tangibles, y
si dentro de un segundo uno de ellos llamase a esa puerta y dijese: «Hola,
Mack. ¿Es esto la Tierra?»». ¿Y si todo partiera de ese punto? ¿Por qué no?
Bueno, por una
sencilla razón, él ya había imaginado otros argumentos - cientos de ellos,
incluidos los cuentos cortos -, y ninguno se había convertido en realidad en el
instante en que los pensó.
Pero, ¿y si
aquella noche hubiera habido algo distinto en el ambiente que le rodeaba? Sí,
aquello parecía más posible, algo había ocurrido en su cerebro - fatiga mental
o la preocupación de su fracaso como escritor -, en la parte de su mente que
deslindaba lo real (el mundo ficticio que su mente de ordinario proyectaba a su
alrededor) de la ficción, y que en aquel caso realmente sería una ficción
dentro de otra ficción). Era lógico, por más ilógico que pareciera.
Pero, ¿qué
había ocurrido entonces unas cinco semanas atrás, cuando dejó de creer en la
existencia de los marcianos? ¿Por qué el resto de la gente - si el resto de la
gente era también producto de la imaginación de Luke - seguía creyendo en algo
en lo que el mismo Luke ya no creía, y que por lo tanto ya no existía?
Encontró otro
banco y volvió a sentarse. Aquél era un problema difícil. ¿O no lo era? Su
mente había recibido un terrible choque aquella noche. Sólo recordaba que tenía
algo que ver con un marciano, pero por lo que le había hecho - lanzarlo
temporalmente a un estado catatónico - debió de ser un golpe muy duro.
Y quizás aquel
choque había desplazado a la creencia en los marcianos de su mente consciente,
la mente que pensaba en este momento, sin eliminar de su subconsciente el error
entre la ficción y la realidad, entre el universo real y el argumento para su
novela.
Él no era un
paranoico, tan solo un esquizofrénico. Parte de su mente - la parte consciente,
pensante - no creía en los marcianos y sabía que no existían. Pero la parte más
profunda, el subconsciente creador y sustentador de todas las ilusiones, no
había recibido el mensaje del ser consciente. Todavía aceptaba a los marcianos
como algo real, y por lo tanto también lo hacían los demás seres de su
imaginación, los seres humanos.
Excitado, se
levantó y empezó a caminar de nuevo con rapidez. Entonces todo era fácil. Todo
lo que tenía que hacer era lograr que su subconsciente comprendiera la
realidad. Le parecía absurdo mientras lo hacía, pero subvocalizó para sí mismo:
- Eh, entérate
de que no hay marcianos. Los demás tampoco deberían verlos.
¿Lo habría
conseguido? ¿Por qué no, si de verdad tenía la respuesta adecuada a su
problema? Luke se sentía seguro de haber encontrado la solución.
Se halló en un
rincón apartado de los jardines y dio la vuelta para regresar a la cocina. El
desayuno ya debía estar preparado y quizá le sería posible colegir por los
actos de los demás si todavía veían y oían a los marcianos.
Miró su reloj y
vio que eran las siete y diez. Todavía faltaban veinte minutos para la primera
llamada del desayuno, pero había una mesa y sillas en la cocina donde, después
de las siete, los madrugadores podían tomar café antes del desayuno corriente.
Entró por la
puerta trasera y miró a su alrededor. El cocinero parecía muy ocupado en los
fogones; un asistente preparaba una bandeja para uno de los enfermos recluidos.
Las dos auxiliares de clínica, que también servían de camareras en el turno de
la mañana, no estaban allí; probablemente estaban preparando las mesas en el
comedor.
Dos pacientes
tomaban café en la mesa de la cocina; se trataba de dos mujeres de mediana
edad, una en albornoz y la otra en bata.
Todo parecía
pacífico y tranquilo, sin señales de excitación. Él no podría ver a los
marcianos, si es que había alguno por allí, pero podría darse cuenta, por las
reacciones de los demás, de si éstos los veían. Tendría que estar atento a
cualquier prueba indirecta.
Se sirvió una
taza de café, la llevó a la mesa y se sentó en una silla cercana.
- Buenos días,
señora Murcheson - dijo a una de las dos mujeres, a la que conocía; Margie se
la había presentado el día anterior.
- Buenos días,
señor Deveraux - contestó la mujer -. ¿Y su esposa? ¿Aún duerme?
- Sí. Me
levanté temprano para dar un paseo. Hermosa mañana.
- Así parece.
Le presento a la señora Randall; el señor Deveraux, por si no se conocen
todavía.
Luke murmuró
una fórmula cortés.
- Encantada,
señor Deveraux - dijo la otra señora -. Si ha estado por los jardines quizá
podrá decirme dónde se encuentra mi esposo, para que no tenga que buscarle por
todas partes.
- Sólo vi a una
persona - repuso Luke -. ¿Un hombre con una barba cuadrada?
Ella asintió y
Luke continuó:
- Está muy
cerca de la esquina norte. Sentado en uno de los banco y mirando a un árbol.
La señora
Randall suspiró.
- Probablemente
pensando en su gran discurso. Esta semana se cree que es Ishurti, pobre hombre.
- Retiró su silla -. Iré a decirle que el café ya está preparado.
Luke se levantó
y abrió la boca para decirle que él mismo iría a buscarle. Pero luego recordó
que el hombre de la barba no podía verle ni oírle, de modo que sería difícil
entregarle el mensaje. Volvía a cerrar la boca y no dijo nada.
Cuando la
puerta se cerró, la señora Murcheson apoyó una mano en su brazo.
- Una pareja
tan agradable... - dijo -. Es una pena.
- Ella parece
simpática - dijo Luke -. Yo... no llegué a hablar con su marido. ¿Acaso los dos
están...?
- Sí, claro.
Pero cada uno piensa que es el otro quién lo está. Cada uno cree que se
encuentra aquí para cuidar del otro.
La señora
Murcheson se acercó más.
- Pero yo tengo
mis sospechas, señor Deveraux. Creo que ambos son espías que pretenden estar
locos. ¡Espías venusianos!
Las eses fueron
terriblemente sibilantes; Luke se echó hacia atrás, y con el pretexto de
limpiarse el café de los labios se limpio también la cara.
El nombre de
Ishurti le resultaba familiar, pero no podía recordar de qué se trataba. De
pronto, pensó que se encontraría violento si la señora Randall traía a su
esposo a la mesa mientras él aún seguía allí, de modo que terminó su café
rápidamente y se excusó, diciendo que quería subir a ver si su esposa estaba ya
despierta.
Logró evadirse
en el último momento; los Randall ya atravesaban la puerta del jardín.
Ante la puerta
de su habitación oyó como Margie se movía en el interior. Llamó con suavidad
para no sobresaltarla y entró
- ¡Luke! - Ella
le echó los brazos al cuello y le besó - ¿Has ido a dar un paseo por el jardín?
Aún estaba
medio desnuda, y el vestido que había dejado caer sobre la cama para recibirle
completaría su atuendo.
- Hice eso y
tomé una taza de café. Ponte el vestido y llegaremos a tiempo para el desayuno.
Se sentó en una
silla contemplando cómo su esposas realizaba la acostumbrada serie de
contorsiones comunes a todas las mujeres cuando se meten un vestido por la
cabeza.
- Margie,
¿quién o qué es Ishurti?
Hubo un sonido
ahogado en el interior del vestido y luego apareció la cabeza de Margie,
mirándole un poco incrédula mientras acabad de vestirse.
- Luke, ¿es que
no has leído los periódicos...? No, claro. Pero de cuando los leías, deberías
recordar a Ishurti, a Yato Ishurti.
- Ah, sí, ya me
acuerdo.
Los dos nombres
juntos le hicieron recordar quién era el hombre.
- ¿Ha salido
mucho en los periódicos últimamente?
- ¿Si ha salido
mucho? Sale todos los días. Durante los tres últimos días ha sido la gran
noticia. Mañana pronunciará un discurso por radio, dirigido a todo el mundo;
quieren que todos lo escuchen, y los periódicos hablan de ello desde que se
supo la noticia.
- ¿Un discurso
por radio? Creía que los marcianos solían interrumpirlos.
- Ya no pueden
hacerlo, Luke. Es algo en lo que les hemos vencido, por fin. La radio utiliza
ahora un nuevo tipo de micro de garganta, en el que no pueden interferir los
marcianos. Esa fue la sensación hace cosa de una semana, antes del anuncio del
discurso de Ishurti.
- ¿Cómo
funciona? Me refiero al micrófono.
- En realidad
no capta los sonidos. No estoy muy bien enterada, de modo que no conozco todos
los detalles, pero el micro puede captar directamente las vibraciones de la
laringe del orador y transformarlas en ondas de radio. Ni siquiera es necesario
que hable en voz alta; sólo con que..., ¿cuál es la palabra?
- Subvocalice -
dijo Luke, recordando su reciente experimento para hablar a su subconsciente en
esa forma.
¿Habría
conseguido algo? No había visto señales de marcianos por allí.
- ¿De qué
tratará el discurso?
- Nadie lo
sabe, pero todos piensan que de los marcianos, porque ¿de qué otra cosa querría
hablar Ishurti a todo el mundo en estos momentos? Hay rumores, aunque nadie
sabe si son verdad o mentira, de que uno de los marcianos ha establecido por
fin un contacto lógico con él, y le ha hablado de las condiciones que los
marianos imponen para volver a su casa. Parece posible, ¿no crees? Deben de
tener un jefe, ya sea un rey o un dictador, o un presidente, o como ellos le
llamen. Y si querían presentar un ultimátum, ¿no te parece que Ishurti es el
hombre más adecuado?
Luke consiguió
reprimir la sonrisa que asomaba a sus labios y asintió de modo casual. Qué
desilusión iba a llevarse Ishurti al día siguiente...
- Margie,
¿cuándo viste a un marciano por última vez?
Ella le dirigió
una mirada un poco rara.
- ¿Por qué
Luke?
- Oh..., por
nada. Sólo quería saberlo.
- Pues... en
este momento hay dos de ellos en la habitación.
- Ah..., - dijo
él.
No había dado
resultado.
- Ya estoy
lista. ¿Nos vamos?
Ya estaban
sirviendo el desayuno. Luke comió sin apetito, sin probar el jamón y los
huevos. ¿Por qué no había dado resultado? ¡Maldito subconsciente! ¿Acaso no
podía oírle cuando subvocalizaba? ¿O es que no le creía?
De pronto, Luke
comprendió que tenía que marcharse a algún sitio. Aquel lugar, y quizá sería
mejor que se enfrentara con el hecho de que se trataba de un manicomio, aunque
le llamaran sanatorio, no era el adecuado para resolver un problema como el
suyo. Y aunque la presencia de Margie era maravillosa, no dejaba de ser una
distracción.
Se hallaba solo
cuando inventó a los marcianos; tendría que volver a estar solo para
exorcizarlos. Solo y lejos de todo. ¿La cabaña de Carter Benson? Desde luego.
¡Allí había empezado todo!.
Claro que en
agosto haría un calor infernal, pero por esa misma razón podía tener la
seguridad de que no encontraría a Carter en la cabaña. De modo que no tendría
que pedirle permiso; así su amigo no sabría que se encontraba allí, y no podría
delatarle si empezaban a buscarle. Margie no conocía aquel lugar; nunca habían
hablado de ello.
Tendría que
trazar sus planes cuidadosamente. Era demasiado pronto para fugarse porque el
banco no abría hasta las nueve y tenía que detenerse allí para sacar dinero de
su cuenta. Gracias a Dios, Margie había depositado el cheque en una cuenta
conjunta y le había traído la ficha para registrar su firma. Tendría que
retirar varios cientos de dólares para poder comprar un coche usado, no había
otro medio de llegar a la cabaña de Benson. Y Luke había vendido su coche antes
de dejar Hollywood.
Lo vendió sólo
por ciento cincuenta dólares, cuando unos meses antes - cuando aún gustaban los
viajes de placer - quizás habría conseguido quinientos. Bien, eso quería decir
que ahora podría comprar otro por poco dinero; quizá por menos de cien dólares.
O podría escoger un coche lo bastante bueno para llevarle hasta la cabaña y
permitirle realizar viajes a Indio cuando necesitara provisiones, si es que iba
a pasar allí algún tiempo hasta que consiguiera su propósito.
- ¿Te pasa
algo, Luke?
- No. Nada en
absoluto.
Pensó que ahora
era el momento de empezar a preparar el terreno para su huida.
- Sólo que me
encuentro un poco nervioso. No he podido dormir en toda la noche; no creo que
haya pegado los ojos más de un par de horas.
- Deberías
subir a la habitación para tenderte un rato, querido.
Luke hizo ver
que vacilaba.
- Bueno...,
quizás un poco más tarde. Si empiezo a sentir sueño. En este momento me siento
embotado y nervioso, pero dudo que pueda dormir.
- De acuerdo.
¿Qué te parece que hagamos?
- ¿Qué opinas
de unas cuantas partidas de badmington? Es posible que eso me canse lo bastante
para poder dormir unas horas.
Hacía un poco
de viento para que el badminton resultara agradable, pero jugaron durante una
media hora - hasta las ocho y media - y luego Luke bostezó y dijo que tenía
sueño.
- Será mejor
que subas conmigo - sugirió -. Así podrás llevarte lo que necesites de la
habitación, y luego podrás dejarme tranquilo hasta la hora de comer, si es que
puedo dormir hasta entonces.
- Ya puedes ir,
querido. No necesito nada. Te prometo que no te molestaré hasta las doce.
Él la besó
brevemente, deseando que el beso pudiera ser más largo, ya que quizá no
volvería a verla durante algún tiempo, y se fue a la habitación.
Se sentó
primero frente a la máquina de escribir y le dejó una nota diciendo que la
amaba mucho, pero que tenía algo muy importante que llevar a cabo, y que no se
preocupara porque no tardaría en volver.
Luego buscó el
bolso de Margie y cogió el dinero suficiente para pagar un taxi, si es que lo
encontraba. Ahorraría tiempo si podía hacerlo, pero aunque tuviera que recorrer
todo el camino a pie llegaría al banco a eso de las once, y aún le quedaría
mucho tiempo.
Luego miró por
la ventana para ver si podía distinguir a Margie en el jardín, pero no la vio.
Probó con la ventana del otro extremo del pasillo y tampoco pudo verla desde
allí. Pero cuando bajaba las escaleras escuchó su voz que salía de la puerta
abierta del despacho del doctor Snyder.
- ...No estoy
preocupada, pero me pareció que sus palabras eran algo extrañas. De todos
modos, no creo que...
Luke salió en
silencio por una puerta lateral y caminó por el jardín hasta un rincón donde un
bosquecillo ocultaba la valla de la vista de los edificios. El único peligro
era que alguien, al otro lado de la valla le viera franquearla y telefoneara a
la policía o al sanatorio.
Pero nadie le
vio.
18
Era el quinto
día de agosto del año 1964. Unos cuantos minutos antes de la una de la tarde en
Nueva York. Aquel día iba a ser quizá el momento crucial.
Yato Ishurti,
secretario general de las Naciones Unidas, estaba sentado, solo, en un pequeño
estudio de Radio City. Preparado y expectante. Lleno de esperanzas y de
temores.
El micrófono de
laringe ya estaba colocado. Llevaba tapones en los oídos para impedir cualquier
distracción una vez empezara a hablar. Y también cerraría los ojos en el mismo
instante en que el hombre de la sala de control le indicara que la emisión
estaba en marcha, para no sufrir tampoco distracciones visuales.
Recordando que
el pequeño micrófono aún no estaba conectado, tosió ligeramente mientras
contemplaba la pequeña ventana de cristal y al hombre que estaba detrás de
ella.
Iba a hablar a
la mayor audiencia que nunca oyera la voz de un solo hombre. Excepto unos
cuantos salvajes y los niños demasiado pequeños para hablar o comprender, casi
todos los seres humanos de la Tierra le escuchaban, ya fuese directamente o a
través de un traductor.
Aunque
apresurados, los preparativos habían sido completos. Todos los gobiernos de la
Tierra habían cooperado, y todas las emisoras del mundo recogerían su discurso
para retransmitirlo de inmediato, al igual que todos los barcos que surcaban
los mares.
Debía recordar
la necesidad de hablar con lentitud y de hacer una pausa al final de cada
frase, para que miles de traductores que debían transmitir la emisión en los
países de habla extranjera pudieran seguir su discurso.
Incluso las
tribus de los países más primitivos podrían oírle; se habían hecho todos los
preparativos posibles para que los nativos oyeran las traducciones locales
cerca de lo aparatos receptores. En las naciones civilizadas todas las fábricas
y oficinas que no habían cerrado a causa de la depresión interrumpirían el
trabajo para que los empelados se reunieran alrededor de las radios y los
altavoces públicos; las personas que se hallaban en sus casas y no tenían
radio, debían acudir a las casas de los vecinos que las tuvieran.
Podía decirse
que cerca de tres mil millones de personas le escucharían. Y también, cerca de
mil millones de marcianos.
Si tenía éxito
seria el hombre más famoso... Pero Ishurti apartó su mente con rapidez de
aquella idea egoísta. Debía pensar en la humanidad, no en sí mismo. Si
conseguía el éxito, se retiraría en el acto para que nadie pudiera acusarle de
intentar obtener beneficios de su éxito.
Si fracasaba...
Pero tampoco debía pensar en eso.
Ningún marciano
parecía estar presente en el estudio, ni tampoco en la parte de la sala de
control que podía distinguir a través de la pequeña ventana.
Volvió a toser,
ya en el último instante. Vio cómo el hombre en la sala de control cerraba un
contacto y luego le hacía una señal.
Yato Ishurti
cerró los ojos y empezó a hablar:
- Pueblos de
todo el mundo, os hablo a vosotros y a través de vosotros a nuestros visitantes
de Marte. Principalmente me dirijo a ellos. Pero es necesario que vosotros
también me escuchéis, de modo que cuando haya terminado podáis responder a una
pregunta que os haré.
»Marcianos,
cualesquiera que sean vuestras razones, no nos habéis confiado el porqué de
vuestra presencia entre nosotros. Es posible que seáis seres malignos y
perversos, y que nuestro dolor se a vuestra alegría. Es posible que vuestra
sicología, vuestra forma de pensar, sea tan distinta de la nuestra que no
podamos comprender vuestros motivos, aunque tratéis de explicarlos.
»Pero yo no
creo ninguna de esas cosas. Si realmente sois lo que parecéis o pretendéis ser,
vengativos y perturbadores, habríamos observado, al menos en alguna ocasión,
como peleabais o discutíais entre vosotros. Pero eso nunca ha sido visto ni
oído.
»Marcianos,
tratáis de engañarnos, pretendiendo ser lo que no sois.
A través de
toda la Tierra hubo un suspiro reprimido, cuando la gente se movió.
Ishurti
continuó:
- Marcianos,
tenéis un propósito oculto para hacer lo que hacéis. A menos que vuestra razón
esté más allá de mi comprensión, a menos que vuestros propósitos estén fuera de
la lógica humana, debe tratarse de una de dos alternativas.
»Puede que
vuestro propósito sea benigno; que hayáis venido para nuestro bien. Sabíais que
estábamos divididos, odiándonos los unos a los otros, luchando y siempre al
borde de la guerra final. Puede que hayáis visto que, siendo como somos, sólo
podríamos unirnos en una causa común, y un odio común que trascienda nuestros
odios fraternales, que ahora parecen tan ridículos que resultan difíciles de
recordar.
»O también es
posible que vuestro propósito sea menos benevolente, si bien tampoco
antagónico. Es posible, que, sabiendo que estamos, o estábamos, en el umbral de
los viajes interplanetarios, no queráis que vayamos a Marte.
»Puede que en
Marte seáis corpóreos y vulnerables, y que por lo tanto tengáis miedo de
nuestra raza; temáis que intentemos conquistaos, ya sea pronto o dentro de
muchos siglos. O sencillamente os disgustamos, sobre todo porque nuestros
programaos de radio no os hayan complacido, y no queráis nuestra compañía en
vuestro planeta.
»Si una de
estas razones básicas es la verdadera, y yo creo firmemente que una de ellas lo
es, sabéis que el decirnos que nos portáramos bien o que no nos acercásemos a
Marte sólo serviría para que hiciéramos lo contrario, en vez de aceptar vuestra
sugerencia. Queríais que nosotros lo comprendiéramos por nosotros mismos y que
voluntariamente hiciéramos lo que deseáis.
»¿Es tan
importante que sepamos o adivinemos cual de estos dos propósitos básicos es el
verdadero? Sea como fuere, ahora os demostraré que ya lo habéis conseguido.
»Hablo, y lo
voy a demostrar, en nombre de todos los pueblos de la Tierra.
»Solemnemente
juramos que hemos terminado para siempre nuestras luchas fraticidas. Juramos
que nunca, nunca, enviaremos una sola nave espacial a vuestro planeta, a menos
que algún día nos invitéis a ello, y creo que aun entonces nos costará aceptar
esa invitación.
Ishurti
concluyó solemnemente:
- Y ahora, la
prueba: pueblos de la Tierra, ¿estáis a mi lado en estos dos juramentos? Si lo
estáis, demostradlo ahora, allí donde os encontréis, ¡afirmándolo con vuestra
más potente voz! Pero, a fin de que vuestros traductores puedan llegar a este
punto de mi discurso, os ruego que esperéis, hasta que os dé la señal
diciendo... ¡Ahora!
- ¡YES!
- ¡SI!
- ¡OUI!
- ¡DAH!
- ¡HAY!
- ¡JA!
- ¡SIM!
- ¡JES!
- ¡NAM!
- ¡SHI!
- ¡LAH!
Y miles de
otros vocablos significando «sí» salieron simultáneamente de la garganta y del
corazón de todos los seres humanos que escuchaban la emisión. Ni un solo «no»
entre todas aquellas voces.
Fue el ruido
más potente jamás producido. Comparado con él, la explosión de la bomba H
parecería la caída de una aguja, y la erupción del Krakatoa el más débil de los
susurros.
No cabía duda
de que todos los marcianos sobre la Tierra habían tenido que oírlo. Si
existiera atmósfera entre los dos planetas para llevar el sonido, los marcianos
que había en Marte lo habrían oído.
A través de los
tapones de los oídos, y en el interior de un estudio insonorizado, Yato Ishurti
lo oyó. Y sintió cómo todo el edificio vibraba con el inmenso impacto sonoro.
No pronunció ni
una sola palabra más después de aquella espléndida afirmación. Abrió los ojos e
hizo una señal al hombre de la sala de control. Suspiró profundamente después
de ver cómo se cerraba el contacto, y se quitó los tapones de los oídos.
Se puso en pie,
emocionalmente exhausto, y caminó despacio hacia la pequeña antesala situada
entre el estudio y los grandes salones, deteniéndose un momento para recobrar
la compostura antes de enfrentarse con los miembros de su séquito.
Se volvió y por
casualidad vio su imagen reflejada en un espejo colgado de la pared. Vio al
marciano sentado con las piernas cruzadas sobre su cabeza, sus miradas se
cruzaron en el espejo, vio su mueca de burla y oyó como decía:
- Vete a..., Mack.
Sabía que debía
hacer lo que había venido preparado a cumplir en caso de fracaso. Sacó del
bolsillo el cuchillo ceremonial y lo extrajo de la vaina. Luego se sentó en el
suelo en la forma prescrita por la tradición. Habló brevemente con sus
antepasados. Realizó el breve ritual preliminar, y entonces con el cuchillo...
Dimitió de su
puesto como secretario general de las naciones Unidas.
19
La Bolsa había
cerrado el día del discurso de Ishurti, al mediodía.
Volvió a cerrar
de nuevo al mediodía del 6 de agosto, el día siguiente, pero por una razón
distinta; cerraba por un período indefinido como resultado de una orden dictada
por el presidente de la nación. Los valores habían abierto aquella semana a una
fracción de los precios del día anterior (que a su vez no eran más que una
fracción de sus precios premarcianos), no encontraban compradores y descendían
rápidamente. La orden presidencial detuvo el mercado, mientras algunos valores
valían al menos el papel en que estaban impresos.
En una medida
aún más radical, publicada aquella misma tarde, el gobierno decidió una
reducción del noventa por ciento en las fuerzas armadas. En una conferencia de
prensa, el presidente admitió la desesperación que les impulsaba a tal
decisión; aumentaría de un modo extraordinario el número de parados, pero sin
embargo la medida era necesaria, ya que el gobierno estaba prácticamente en
quiebra, y era más barato mantener a un hombre con el subsidio de paro. Las
demás naciones efectuaban reducciones similares.
E igualmente, a
pesar de las reducciones, todas vacilaban al borde de la quiebra. Cualquier
Estado establecido habría sido presa fácil para una revolución, salvo por el
hecho de que ni siquiera el más fanático de los revolucionarios deseaba el
poder en aquellas circunstancias.
Castigado,
burlado, perseguido, impotente, maniatado, mortificado y sacrificado, el hombre
de la calle miraba con sincero horror hacia un odioso futuro, y deseaba con
ansia la vuelta a los buenos tiempos, cuando sus únicas preocupaciones eran la
muerte, los impuestos y la bomba de hidrógeno.
Tercera parte -
La marcha de los marcianos
1
En agosto de
1964, un hombre llamado Hiram Oberdorffer, de Chicago, Illinois, inventó un
aparato que él denominaba «supervibrador subatómico antiextraterrestre».
Oberdorffer
había sido educado en Heidelberg, Winsconsin. Su educación formal terminó en
sexto curso, pero en los cincuenta años que siguieron se convirtió en un
inveterado lector de revistas de divulgación científica y de artículos
científicos en los suplementos dominicales y en otras publicaciones. Era un
ardiente teórico y, según sus propias palabras, «sabía más de ciencia que la
mayoría de esos tipos de laboratorio».
Estaba empleado
desde hacía muchos años, como portero de un edificio de apartamentos en la
calle Dearbon, cerca de Grand Avenue, y vivía en uno de dos habitaciones en el
sótano. En una de las dos habitaciones cocinaba, comía y dormía. En la otra
desarrollaba la parte de su existencia que tenía más importancia para él: era
su taller y laboratorio.
Además de un
banco de trabajo y algunas herramientas, su taller contenía varios armarios, y
en los armarios y por el suelo se apilaban piezas usadas de automóvil, piezas
viejas de aparatos de radio, de máquinas de coser y de aspiradoras eléctricas,
así como piezas procedentes de lavadoras viejas, máquinas de escribir,
bicicletas cortadoras de césped, motores fuera borda, aparatos de televisión,
relojes, teléfonos, juguetes mecánicos, motores eléctricos, máquinas
fotográficas, fonógrafos, ventiladores, escopetas y contadores Geiger. Un
infinito tesoro en una pequeña habitación.
Sus
obligaciones de portero, especialmente en el verano, no eran muy arduas, lo
cual le dejaba mucho tiempo para inventar y para su único placer, que
consistía, cuando había buen tiempo, en sentarse a descansar y a pensar en la
Bughouse Square, que sólo estaba a unos diez minutos de donde vivía y
trabajaba.
La Bughouse
Square es un parque del tamaño de una manzana de casas y que tiene otro nombre
que nadie utiliza. Está frecuentado generalmente por vagabundos, borrachos y
maniáticos. Debemos decir sin embargo que Oberdorffer no pertenecía a ninguna
de esas categorías. Trabajaba para vivir y sólo bebía cerveza en cantidades
moderadas. Y contra la posible acusación de que fuera un maniático, podía
probar que estaba cuerdo. Tenía papeles que lo demostraban, y que le habían
dado al dejarle marchar de una institución mental donde estuvo encerrado por
corto tiempo años atrás.
Los marcianos
molestaban a Oberdorffer mucho menos que a la mayoría; tenía la extraordinaria
suerte de estar completamente sordo.
Bueno, algo sí
le molestaban. Aunque no podía oír, le gustaba mucho hablar. Hasta podría
decirse que pensaba en voz alta, ya que generalmente hablaba consigo mismo
mientras estaba inventado algo. En cuyo caso, desde luego, la interferencia de
los marcianos no le causaba ninguna molestia; aunque no podía oír su propia
voz, sabía perfectamente lo que decía tanto si su voz quedaba sofocada por el
estruendo como si no. Pero tenía un amigo con el que le gustaba mantener largas
conversaciones, un hombre llamado Pete, y en ocasiones los marcianos
estropeaban aquel inocente recreo.
Todos los
veranos Pete vivía en la Bughouse Square, y siempre que era posible, en el
cuarto banco de la izquierda en el caminito que salía en diagonal de la
plazoleta interior hacia la esquina del sur. En el otoño Pete siempre
desaparecía; Oberdorffer creía, y posiblemente tenía razón, que volaba hacia el
sur con los pájaros migratorios,. Pero a la primavera siguiente Pete volvía a
estar allí, y Oberdorffer reemprendía la conversación en el punto en que la
habían dejado.
Sin embargo, la
suya era una conversación muy particular, porque Pete era mudo. Pero le gustaba
escuchar a Oberdorffer, creyendo que era un gran pensador y un gran científico,
opinión que Oberdorffer compartía por entero. Unas cuantas inclinaciones de cabeza
y unos gestos eran suficientes para que Pete mantuviera viva la conversación;
un gesto de la cabeza para indicar asentimiento, levantar las cejas para pedir
mayores explicaciones. No obstante, ni siquiera esos gestos eran muy
necesarios; una expresión de admiración y una completa atención a las palabras
del otro eran generalmente suficientes. Aún era más raro que necesitasen acudir
al lápiz y el papel que Oberdorffer siempre llevaba encima.
Pero aquel
verano Pete usaba con frecuencia una nueva señal: llevarse la mano a la oreja
para oír mejor. Aquello había sorprendido a Oberdorffer la primera vez, porque
sabía que hablaba con la misma voz de siempre, de manera que pasó el cuadernito
y el lápiz a Pete pidiendo que se explicase, y Pete había escrito:
- No puedo oyr.
Marzianos meten mucho roydo.
De manera que
Oberdorffer se vio obligado a hablar a gritos, lo cual le molestaba. (Aunque no
tanto como a los ocupantes de los bancos vecinos, incluso después de que cesara
la interferencia, ya que él no tenía medio de saber cuándo dejaban de armar
escándalo los marcianos.)
Y aun cuando
Pete no hiciera la señal para que aumentara el volumen, las conversaciones ya
no eran tan satisfactorias como antes. Con mucha frecuencia la expresión en el
rostro de Pete mostraba con claridad que estaba escuchando otra cosa en lugar,
o además, de lo que Oberdorffer le decía. En esas ocasiones, Oberdorffer miraba
a su alrededor y encontraba a uno o a varios marcianos comprendiendo que le
estaban interrumpiendo a expensas de Pete, y por lo tanto le mortificaban a él
indirectamente.
Oberdorffer
empezó a jugar con la idea de hacer algo para resolver el problema de los
marcianos. Pero no se decidió a ello hasta mediados de agosto. Porque a
mediados de agosto Pete desapareció de repente de la Bughouse Square. Durante
varios días Oberdorffer no pudo encontrarle, y empezó a preguntar a los
ocupantes de los otros bancos - aquello a quienes había visto con bastante
frecuencia para considerarlos clientes regulares del parque - para saber que le
había ocurrido a Pete. Al principio no recibió más que movimientos negativos de
cabeza y encogimientos de hombros; luego, un hombre con una barba gris empezó a
explicarle algo, pero Oberdorffer dijo que era sordo y le pasó el cuaderno y el
lápiz. Ahí surgió una dificultad momentánea, porque el de la barba resultó que
no sabía leer ni escribir; no obstante, entre los dos encontraron a un
intermediario que estaba lo bastante sereno como para poder escuchar la
historia del de la barba y traducirla en palabras escritas. Pete estaba en la
cárcel.
Oberdorffer se
apresuró a ir a la comisaría del distrito, y después de algunas dificultades,
ya que había muchos Petes y él no conocía el apellido de su mejor amigo, pudo
saber por fin dónde estaba Pete, y se dirigió hacia allí para ver si podía
ayudarle.
Resultó que
Pete ya había sido juzgado y sentenciado y no necesitaba ninguna ayuda durante
treinta días, aunque aceptó con agradecimiento un préstamo de diez dólares para
comprar cigarrillos durante ese tiempo.
Sin embargo,
Oberdorffer consiguió hablar con Pete, y por medio del papel y el lápiz supo lo
que había ocurrido.
Aparte de las
faltas de ortografía, la historia de Pete era que él no había hecho nada, que
la policía había cometido un error. Además, estaba un poco borracho o nunca se
habría decidido a robar hojas de afeitar en una tienda, a la luz del día y con
los marcianos a su alrededor. Los marcianos le habían convencido de que entrase
en la tienda, prometiéndole que vigilarían por si llegaba algún policía, y luego
le habían traicionado y empezado a gritar en cuanto tuvo los bolsillos llenos.
Todo era culpa de los marcianos.
Aquella
patética historia irritó a Oberdorffer de tal modo que, en aquel mismo
instante, decidió hacer algo para castigar a los marcianos. Aquella misma
noche. Él era un hombre muy pacífico, pero su paciencia se había agotado.
De regreso a su
casa, decidió faltar por una vez a sus hábitos regulares y comer en un
restaurante. Si no tenía que interrumpir sus pensamientos para prepararse la
cena, podría ponerse a trabajar mucho antes.
En el
restaurante pidió salchichas y sauerkraut, y mientras esperaba que le sirvieran
empezó a pensar. Pero en voz baja, para no molestar a las otras personas que
estaban en el mostrador.
Revisó todo lo
que había leído sobre los marcianos en las revistas de divulgación científica y
todo lo que había leído sobre electricidad, electrónica y la teoría de la
relatividad.
La solución
lógica llegó al mismo tiempo que las salchichas y el sauerkraut.
- ¡Se necesita
un supervibrador subatómico antiextraterrestre! - dijo a la camarera -. Es lo
único que puede vencerles.
La respuesta de
la muchacha, si la hubo, no fue escuchada y ha quedado sin registrar.
Tuvo que dejar
de pensar mientras comía, desde luego, pero pensó en voz alta durante todo el
camino a su casa. Una vez llegado a sus habitaciones, desconectó la señal (una
bombilla roja en lugar de la acostumbrada campanilla), de modo que ninguno de
los inquilinos pudiera interrumpirle para darle cuenta de una inoportuna gotera
o de un frigorífico recalcitrante, y empezó a construir un supervibrador
subatómico antiextraterrestre.
- Usaremos este
motor fuera borda para la energía - dijo, llevando las palabras a la acción -.
Sólo que sin la hélice y con una dinamo para producir la corriente directa a...
¿cuántos voltios?.
Y cuando hubo
calculado eso, aumentó el voltaje con un transformador y luego lo derivó a una
bobina de alta tensión y siguió construyendo e inventando.
Sólo una vez se
encontró con una seria dificultad. Y fue cuando comprendió que necesitaba una
membrana vibrátil de unos veinte centímetros de diámetro. No tenía nada en su
taller que pudiera servirle para aquel fin, y como ya eran las ocho de la noche
y todas las tiendas estaban cerradas, estuvo a punto de dejarlo para el día
siguiente.
Sin embargo, el
Ejército de Salvación le salvó, cuando pensó en su existencia. Salió fuera y
caminó arriba y debajo de la calle Clar, hasta que una muchacha del Ejército de
Salvación se acercó para hacer su acostumbrado recorrido por las tabernas. Tuvo
que ofrecer hasta treinta dólares a la causa antes de que ella aceptara
separarse de su tambor; y fue una suerte que ella sucumbiera ante aquella cidra
porque era todo el dinero que tenía. Además, si la muchacha no hubiera aceptado
el trato, Oberdorffer se habría sentido tentado de coger el tambor y echar a
correr, y aquello probablemente le habría llevado a una celda contigua a la de
Pete. Era un hombre grueso, mal corredor y que se quedaba pronto sin aliento.
Pero el tambor
resultó ser exactamente lo que necesitaba. Una vez que cubriera el parche con
una ligera capa de limaduras de hierro magnetizado y lo colocara entre el tubo
catódico y la sartén de aluminio que servía de rejilla, no sólo filtraría todos
los rayos delta que no eran necesarios sino que la vibración de las limaduras
(cuando el motor fuera borda estuviera en marcha) proporcionaría la prevista
fluctuación en la inductancia.
Por fin, una
hora más tarde de la hora en que solía acostarse, Oberdorffer soldó la última
conexión y dio un paso atrás para contemplar su obra maestra. Suspiró con
satisfacción. Estaba bien. Tenía que funcionar.
Se aseguró de
que la ventanilla situada encima de la puerta estuviera abierta por completo.
Las vibraciones subatómicas debían salir al exterior, o sólo tendrían efecto
dentro de la habitación. Pero una vez libres rebotarían en la ionosfera y, al
igual que las ondas de radio, darían la vuelta al mundo en cuestión de
segundos.
Comprobó que
había gasolina en el tanque del motor fuera borda, enrolló la cuerda en el
volante, se preparó para tirar del cordón... y entonces vaciló. Durante toda la
noche había tenido la visita ocasional de los marcianos, pero ahora no había
ninguno presente. Prefería esperar hasta que hubiera uno por allí antes de
poner en marcha la máquina, a fin de poder comprobar en el acto si había tenido
éxito.
Pasó a la otra
habitación y sacó una botella de cerveza de la nevera. La llevó al taller, se
sirvió un vaso y esperó. En alguna parte un reloj dio la hora, pero
Oberdorffer, que era sordo, no lo oyó.
Un marciano se
hallaba ahora sentado encima del supervibrador subatómico antiextraterrestre.
Oberdorffer dejó el vaso, extendió la mano y tiró de la cuerda. El motor giró y
se puso en marcha; la máquina empezó a funcionar.
Al marciano no
pareció ocurrirle nada.
- Hacen falta
unos minutos para que suba el potencial - explicó Oberdorffer, más a sí mismo
que al marciano.
Se volvió a
sentar y cogió el vaso de cerveza. Bebió un sorbo y miró a la máquina,
esperando que pasaran aquellos minutos.
Eran
aproximadamente las once y cinco, hora de Chicago, de la noche del 19 de
agosto, un miércoles.
2
En la tarde del
19 de agosto de 1964, en Long Beach, California, sobre las cuatro (lo que
significaba que serían las seis de la tarde en Chicago, es decir la hora en que
Oberdorffer llegaba a su casa, repleto de salchichas y sauerkraut, dispuesto a
empezar a trabajar en su supervibrador), Margie Deveraux se detuvo en el
lumbral del despacho del doctor Snyder y preguntó:
- ¿Está
ocupado, doctor?
- Nada de eso,
Margie - dijo el doctor Snyder, que tenía más trabajo del que podía hacer en
una semana -. Pase y siéntese.
Ella se sentó.
- Doctor - dijo
un poco excitada -, por fin he tenido una idea sobre el paradero de Luke.
- Espero que
sea válida, Margie. Ya han pasado dos semanas.
En realidad
había pasado un día más. Eran quince días y cuatro horas los que habían
transcurrido desde que Margie subiera a su habitación para despertar a Luke y
encontrarse la nota en lugar de a su marido.
Había corrido
con la nota al doctor Snyder, y su primera idea, ya que sabían que Luke no
tenía dinero, excepto unos cuantos dólares en el bolso de Margie, había sido
llamar al banco. Allí les dijeron que acababa de sacar quinientos dólares de la
cuenta conjunta.
Sólo tuvieron
otra noticia del paradero de Luke después de aquello. La policía se enteró al
día siguiente de que, cosa de una hora después de la vista de Luke al banco, un
hombre que respondía a sus señas particulares, pero que dio un nombre distinto,
había comprado un coche de segunda mano en un garaje y lo había pagado con cien
dólares en efectivo.
El doctor
Snyder tenía cierta influencia en la jefatura, y todas las comisarías del
Sudoeste recibieron la descripción de Luke y de su coche, un viejo Mercury de
1957, amarillo. El doctor Snyder también avisó a todas las instituciones
mentales de la zona.
- Estábamos de
acuerdo - decía Margie - en que el sitio adonde probablemente se dirigiría
sería aquella cabaña del desierto donde se encontraba la noche en que llegaron
los marcianos. ¿Sigue pensando lo mismo?
- Desde luego.
Él cree que inventó a los marcianos, así lo dice en esa nota que le dejó. Por
lo tanto es lógico pensar que ha debido volver al mismo sitio para tratar de
reconstruir las mismas circunstancias, a fin de deshacer lo que cree que hizo.
Pero dijo que no tenía la menor idea de dónde se encontraba esa cabaña.
- Y aún no la
tengo; sólo sé que se encuentra cerca de Los Ángeles. Pero acabo de recordar
algo, doctor. Recuerdo que Luke me dijo, hace varios años, que Carter Benson
había comprado una cabaña en alguna parte, creo que dijo cerca de Indio. Ése
podría ser el lugar. Apostaría cualquier cosa a que no me equivoco.
- Pero habló
con ese Benson, ¿no?
- Le llamé por
teléfono, sí. Pero sólo le pregunté si había visto u oído algo de Luke desde
que se marchó de aquí. Me dijo que no, pero me prometió avisarme si se enteraba
de su paradero. Sin embargo, no pensé en preguntarle si Luke había usado su
cabaña en marzo. Y él no me habló de eso, porque yo no le conté toda la historia
ni que pensábamos que Luke podía estar donde se encontraba en marzo pasado.
Porque..., bueno, no se me ocurrió decírselo.
- Ya - dijo el
doctor Snyder -. Bien, es una posibilidad Pero ¿cree que Luke usaría la cabaña
sin el permiso de Carter?
- Probablemente
tenía permiso en marzo. Y no se olvide que esta vez se esconde de nosotros. No
querrá que Carter sepa dónde se encuentra. Y debía de estar seguro de que
Carter no usaría la cabaña en agosto.
- Es cierto.
¿Quiere volver a telefonear a Benson entonces? Aquí tiene el teléfono.
- Usaré el que
está en el hall, doctor. Es posible que tarde algún tiempo en localizarle y
usted está ocupado, aunque diga lo contrario.
Pero no le
costó mucho tiempo encontrar a Carter Benson, después de todo. Margie regresó
al cabo de unos minutos, con los ojos brillantes.
- Doctor, fue
en la cabaña de Carter donde estuvo Luke en marzo. Y me ha dado las
instrucciones necesarias para llegar hasta allí.
Agitó en el
aire un trozo de papel.
- ¡Buena chica!
¿Qué debemos hacer ahora? ¿Telefonear a la policía de Indio o...?
- Nada de
policía. Yo iré a buscarle. Tan pronto como termine mi turno.
- No necesita
esperar, querida. Pero ¿está segura que quiere ir sola? No sabemos cómo habrá
progresado su enfermedad y es posible que le encuentre... perturbado.
- Si no lo
está, seré yo quién le perturbe. En serio, doctor, no se preocupe. Puedo
manejarle, cualquiera que sea su estado. - Margie miró su reloj de pulsera -.
Las cuatro y cuarto. Si realmente no le importa que me marche ahora, puedo llegar
allí a las nueve o las diez de la noche.
- ¿Está segura
de que no quiere que la acompañe uno de los enfermeros?
- Completamente
segura.
- Muy bien,
querida. Tenga cuidado con el tráfico.
3
En la tarde del
tercer día de la tercera luna de la estación del Kudus (aproximadamente en el
mismo instante en que Hiram Oberdorffer, en Chicago, preguntaba en la Bughouse
Square por su desaparecido amigo), un hechicero llamado Bugassi, de la tribu
moparobi, en el África ecuatorial, se presentaba al jefe de la tribu. El nombre
del jefe era M’Carthi, aunque no era pariente de un antiguo senador de Estados
Unidos que llevaba el mismo nombre.
- Haz magia
contra los marcianos - ordenó M’Carthi a Bugassi.
Hay que hacer
notar que en realidad no les llamó «marcianos». Usó la palabra gnajamkata, cuya
derivación es la siguiente: gna, que significa «pigmeo», más jam, que significa
«verde», y kat que significa «cielo». La última vocal indica el plural, y el
conjunto puede traducirse por «los pigmeos verdes del cielo».
Bugassi se
inclinó.
- Haré un gran
hechizo - dijo.
Sería mejor que
fuese un verdadero y gran hechizo, pensó Bugassi. La posición de un hechicero
entre los moparobi siempre había sido precaria. A menos que realmente fuese un
hechicero muy bueno, la posibilidad de que llegase a viejo era muy remota. Y
aún sería más corta de no ser porque el jefe rara vez exigía oficialmente los
servicios del hechicero, ya que la ley tribal decretaba que el hechicero que
fracasaba en su empeño debía contribuir con carne a la despensa de la tribu. Y
los moparobi eran caníbales.
Cuando llegaron
los marcianos había seis hechiceros ente los moparobi; ahora Bugassi era el
último sobreviviente. A intervalos de una luna (porque el tabú prohíbe que el
jefe pida un hechizo antes de que pasa una luna de veintiocho días desde el
anterior), los otros cinco hechiceros habían probado y fracasado y hecho sus
contribuciones.
Ahora le tocaba
el turno a Bugassi, y por la expresión hambrienta con que M’Carthi y el resto
de la tribu le miraban, parecía que estarían tan satisfechos si fracasaba como
si alcanzaba el éxito.
En toda África
había hambre de carne. Algunas de las tribus, que habían vivido casi
exclusivamente de la caza, estaban ya al borde de la inanición. Otras tribus se
habían visto forzadas a emigrar a vastas distancias en otros territorios donde
existían alimentos vegetales, como frutos y raíces.
La caza
resultaba sencillamente imposible. Casi todas las criaturas que el hombre caza
para su alimento tienen alas o pies más rápidos que los suyos. El hombre debe
acercarse contra el viento, mantenerse oculto hasta que está a una distancia
desde la que puede herir.
Pero con los
marcianos por allí ya no había ninguna posibilidad de mantenerse oculto e
invisible. Les gustaba acompañar a los cazadores nativos. Sus métodos para
ayudarles era correr - o kwimmar - delante de ellos, despertando y ahuyentando
a la caza con gritos de alegría.
Lo cual tenía
por resultado que las presas huyeran como perseguidas por el demonio, y que el
cazador volviera al poblado con las manos vacías, noventa y nueve veces de cada
cien, sin haber tenido la oportunidad de disparar una flecha o lanzar una
lanza. Y mucho menos cazar algo con alguna de las dos cosas.
Era una
depresión para salvajes. De tipo distinto, pero de efectos tan terrible como
los tipos más civilizados de depresión que amenazaban a los países civilizados.
Las tribus
propietarias de rebaños también sentían el castigo. A los marcianos les gustaba
saltar a la grupa del ganado y hacerlos huir despavoridos. Desde luego, dado
que un marciano no tiene sustancia o peso, una vaca no puede sentir a un
marciano sobre el lomo, pero cuando el marciano se inclinaba y gritaba:
Iwrigo’m N’gari («¡Arre, Blanquita!», en masai) al oído de la vaca, mientras
una docena de marcianos aullaba Iwrigo’m N’gari en los oídos de otra docena de
vacas, la estampida estaba en marcha.
Desde luego, a
los africanos no les gustaban las bromas marcianas. Pero volvamos a Bugassi.
- Haré un gran
hechizo - había dicho a M’Carthi.
Y sería un gran
hechizo, literalmente y como figura retórica. Poco después de que los pigmeos
verdes cayeran del cielo, M’Carthi llamó a sus seis hechiceros y conferenció
largo y tendido con ellos. Había hecho todo lo posible para convencerles de que
reunieran sus conocimientos mágicos de manera que uno de ellos, usando la
sabiduría de los seis, pudiera hacer el mayor hechizo nunca visto.
Sin embargo,
los hechiceros rechazaron la propuesta y ni siquiera las amenazas de tortura y
muerte les hicieron cambiar de idea. Sus secretos eran sagrados y más
importantes para ellos que sus propias vidas.
No obstante,
llegaron a un compromiso. Echarían a suertes el orden en que debían proceder a
hacer sus respectivos encantamientos, con intervalos de una luna. Y todos se
mostraron conformes en que si fracasaban confiarían todos sus secretos, en
particular los ingredientes y conjuros que componían su hechizo especial, al
hechicero que le siguiera en turno, antes de hacer su contribución al estómago
de la tribu.
Bugassi había
retirado la ramita más larga, y ahora, cinco lunas más tarde, poseía la
sabiduría combinada de todos los demás aparte de la propia, y los hechiceros
moparobi tienen fama de ser los más sabios de toda África. Además, conocía
exactamente todos los elementos y cada una de las palabras que habían compuesto
los cinco hechizos anteriores.
Con ese vasto
depósito de conocimientos en sus manos, había estado planeando su propio
encantamiento durante más de una luna, desde el día en que Nariboto, el quinto
de los hechiceros que habían fracasado, había seguido el camino de toda la
carne pecadora. (La parte de Bugassi, a petición propia, había sido el hígado,
del que había conservado un pequeño trozo: ahora, ya bien podrido, se hallaba
en excelentes condiciones para formar parte de su supremo hechizo.)
Bugassi sabía
que no podía fallar, no sólo porque las consecuencias para su propia persona,
si fracasaba, era algo en lo que no quería pensar, sino sencillamente porque la
sabiduría combinada de todos los hechiceros moparobi no podía fallar.
Sería un
hechizo para terminar con todos los hechizos, al tiempo que con todos los
marcianos. Un hechizo monstruo, que incluiría todos los ingredientes y todos
los conjuros usados en los otros cinco, y además once ingredientes y diecinueve
encantamientos (siete de los cuales eran pasos de danza) que habían sido sus
propios y muy especiales secretos, desconocidos de los otros cinco hechiceros.
Todos los
ingredientes estaban preparados, y cuando estuvieran reunidos, aunque por
separado fueran cantidades mínimas, llenarían la vejiga de un elefante macho,
que iba a ser el recipiente. (El elefante, desde luego, había sido muerto seis
meses atrás; no se había cazado ninguno desde que llegaron los marcianos.) La
preparación del encantamiento le llevaría toda la noche, ya que cada
ingrediente debía ser añadido con su propio conjuro o danza mágica.
Durante toda la
noche nadie puedo dormir en Moparobi. Sentados en un respetuoso círculo
alrededor de la gran hoguera, que las mujeres alimentaban de vez en cuando,
contemplaron cómo trabajaba Bugassi, bailando y lanzando conjuros Era un
trabajo agotador, estaba perdiendo mucho peso, observaron tristemente.
Poco antes del
amanecer, Bugassi cayó de rodillas delante de M’Carthi, y hundió la frente en
el polvo.
- Hechizo
terminado - dijo desde el suelo.
- Gnajamkata
todavía aquí - dijo M’Carthi, sombrío.
Era cierto.
Durante toda la noche, los marcianos se habían mostrado muy activos,
contemplando los preparativos y haciendo ver alegremente que ayudaban a
Bugassi; varias veces le hicieron tropezar en sus bailes y una vez le hicieron
caer al suelo metiéndose de repente entre sus piernas en medio de una danza
mágica. Pero cada vez Bugassi repitió con paciencia sus conjuros, de modo que
ni un solo paso pudiera faltarle al encantamiento.
Bugassi se
incorporó sobre un codo desde el suelo. Con el otro brazo señaló a un alto
árbol que se hallaba cerca.
- Hechizo debe
estar colgado y separado del suelo - dijo.
M’Carthi ladró
una orden y tres guerreros se lanzaron a obedecerla. Ataron una cuerda de liana
alrededor del hechizo y uno de ellos subió al árbol y pasó la cuerda por una
rama; los otros dos tiraron de ella y cuando el hechizo estuvo a unos diez
pasos del suelo, Bugassi, que mientras tanto se había incorporado, les dijo que
ya estaba bien. Ataron la cuerda al tronco del árbol y dejaron al hechizo
colgando. El que estaba en el árbol descendió y se reunió con los otros.
Bugassi se
acercó al árbol; caminando como si le dolieran los pies (lo cual era cierto), y
quedó inmóvil debajo del hechizo. Se puso mirando al este donde el cielo
empezaba a tomar un color grisáceo con el sol todavía debajo del horizonte, y
se cruzó de brazos.
- Cuando sol
toca hechizo - dijo solemne, aunque un poco ronco -, gnajamkata marcha a casa.
El borde
superior del sol apareció por encima del horizonte; sus primeros rayos
iluminaron la copa del árbol del que colgaba el hechizo y empezaron a
descender.
Dentro de muy
pocos minutos, los rayos del sol tocarían el hechizo.
Por pura
coincidencia, o por cualquier otra razón, era el mismo instante en el que un
hombre llamado Hiram Oberdorffer, de Chicago, Illionis, Estados Unidos, se
hallaba sentado bebiendo cerveza y esperando que su supervibrador subatómico
antiextraterrestre subiera de potencial.
4
Aproximadamente
tres cuartos de hora antes de aquel instante, a las 9,15, hora del Pacífico, en
una cabaña en el desierto, cerca de Indio, California, Luke Deveraux se
preparaba su tercer vaso de la noche.
Había pasado
catorce días de desesperación en la cabaña. Era la quinceava noche desde que se
escapó, si es que uno puede llamar huida a su sencilla marcha del sanatorio.
La primera
noche también había sido mortificante, aunque por una razón distinta. Su coche,
el viejo Mercury que compró por cien dólares, se estropeó en Riverside, a medio
camino entre Long Beach e Indio. Hizo que lo remolcaran a un garaje, donde le
dijeron que no podría estar listo hasta el día siguiente. Pasó una tarde
aburrida y una mala noche (le parecía muy extraño y desolador tener que volver
a dormir solo) en un hotel de Riverside.
La mañana
siguiente la invirtió en hacer varias compras y en llevar sus compras al garaje
para cargarlas en el coche mientras un mecánico reparaba la avería. Había
comprado una máquina de escribir de segunda mano, y papel. (Estaba escogiendo
la máquina cuando a las diez de la mañana, hora del Pacífico, la radio emitió
el discurso de Yato Ishurti, y todo quedó suspendido mientras el propietario de
la tienda abría una radio y todos los que se encontraban en el establecimientos
se reunían alrededor de ella. Sabiendo que la premisa fundamental de Ishurti -
que los marcianos realmente existían - era completamente equivocada, Luke se
sintió un poco irritado ante la pérdida de tiempo, pero se había divertido
bastante con los ridículos argumentos de Ishurti.)
Compró una
maleta y varias prendas de vestir, una máquina de afeitar, jabón y peine y
bastante comida y licor para que no le hiciera falta hacer otro viaje a Indio
por lo menos durante unos cuantos días. Esperaba poder realizar su propósito
dentro de un tiempo prudencial.
Le entregaron
su coche - con una factura por la reparación que era casi la mitad del coste
original - a media tarde y llegó a su destino poco después de anochecer. Estaba
demasiado cansado para hacer nada aquella noche, y de todos modos había pensado
que le faltaba algo. Solo, no tendría ningún medio de saber si había alcanzado
el éxito o no.
A la mañana
siguiente volvió a Indio y se compró un aparato de radio que podía captar los
programas de todo el país, y en el cual podría escuchar las noticias de una u
otra parte casi a cualquier hora del día o de la noche. Cualquier programa de
noticias le diría lo que quería saber.
La única
dificultad consistía en que durante dos semanas, hasta aquella noche, los
noticiarios habían insistido en que todavía había marcianos en la Tierra. No es
que los programas empezasen con las palabras: «Los marcianos aún están entre
nosotros», pero casi todas las noticias se referían a ellos, por lo menos
indirectamente, o hablaban de la depresión y los otros problemas que causaban.
Luke intentaba
todo lo que se le ocurría, y casi se estaba volviendo loco en el intento. Sabía
que los marcianos eran imaginarios, el producto de su propia imaginación (como
todo lo demás) que los había inventado aquella noche, cinco meses atrás, en que
intentaba forjar un argumento para una novela de ciencia ficción. Él los había
inventado. No obstante, también inventó cientos de otros argumentos y ninguno
de ellos se convirtió en realidad (o pareció convertirse en realidad), de
manera que aquella noche ocurrió algo distinto, y ahora Luke hacía todo lo
posible para reconstruir las mismas circunstancias, el mismo estado de ánimo,
todo exactamente igual.
Incluyendo,
desde luego, la misma cantidad de bebida, el mismo grado de ebriedad, ya que
aquello también pudo ser un factor vital. Tal como había hecho cuando estuvo
allí en el período precedente, se mantenía sobrio durante el día, por más
desanimado que se levantase, caminando sin cesar por la habitación y
sintiéndose presa de la desesperación (entonces, por un argumento; ahora, por
una solución). Al igual que entonces, sólo se permitía empezar a beber después
de tomar una sencilla cena, y luego espaciaba las copas para que le durasen
toda la noche, o hasta que se marchaba a la cama enfurecido.
¿Dónde estaba
el fallo? Él había inventado a los marcianos, imaginando su existencia, ¿no?
Entonces, ¿por qué no podía anularlos ahora que había dejado de imaginar que
realmente existían, ahora que había aprendido la verdad? Lo había conseguido,
desde luego, en lo que a él se refería. ¿Pero por qué las demás personas no
dejaban de verlos y oírlos? Debía de ser una barrera mental, se dijo. Pero el
saber de qué se trataba no le sirvió de nada.
Bebió un sorbo
de la bebida que tenía en el vaso y se lo quedó mirando, tratando de recordar
exactamente - por milésima vez desde que llegó a la cabaña - cuantas copas
bebió aquella noche de marzo. Sabía que no eran muchas; no había sentido sus
efectos, como tampoco ahora sentía los efectos de las dos que había bebido
antes de la que tenía en la mano. ¿O quizá la bebida no tenía nada que ver con
aquello después de todos?
Bebió otro
trago, dejó el vaso y empezó a pasear por la habitación «ya no hay marcianos -
pensó -. Nunca los hubo; existieron, como todo lo demás, sólo mientras yo los
mantenía en mi imaginación. Y ahora ya no creo en ellos. Por lo tanto...»
Quizás aquello
había surtido efecto. Se acercó a la radio y la puso, esperando para que las
lámparas se calentasen. Escuchó varias noticias desalentadoras, comprendiendo
que, si había logrado el éxito, pasarían algunos minutos, antes de que alguien
se diese cuenta de que habían desparecido, ya que los marcianos no estaban
continuamente presentes en todas partes. Hasta que el locutor dijo: «En este
instante, aquí, en el estudio, un marciano está intentando...»
Luke apagó la
radio y maldijo en voz baja. Bebió otro trago y caminó un poco más. Se sentó,
terminó lo que quedaba en el vaso y se preparó otro.
De repente tuvo
una idea. Quizá podría vencer aquella barrera psíquica dando un rodeo en vez de
intentar un ataque frontal. La barrera debía de existir porque, aunque sabía
que estaba en lo cierto, le faltaba la suficiente fe en sí mismo. Quizá debería
imaginar alguna otra cosa, algo completamente distinto, y cuando su imaginación
lo convirtiera en realidad, ni siquiera su maldito subconsciente podría negar
el hecho, y en aquel momento de suprema evidencia... Valía la pena intentarlo.
No podía perder nada.
Pero imaginaría
algo que realmente deseara. ¿Y qué es lo que deseaba con más anhelo - aparte de
librarse de los marcianos - en aquel instante? A Margie, desde luego.
Se sentía
solitario como un condenado después de aquellas dos semanas de aislamiento. Y
si podía imaginar que llegaba Margie, y al imaginarlo hacer que apareciera,
entonces sabría que podía destruir aquella barrera psíquica. Lo haría con un
brazo atado a la espalda, o con los brazos rodeando la cintura de Margie.
«Vamos a ver -
pensó -. Imaginaré que ella viene hacia aquí en su coche, que ya ha pasado de
Indio y que se encuentra a un kilómetro de distancia. No tardaré en oír el
coche.»
No tardó en oír
el coche. Consiguió ir hasta la puerta caminando, sin correr, y la abrió. Podía
ver el reflejo de los faros.
¿Debería...,
ahora...? No; esperaría hasta que estuviera seguro. Ni siquiera cuando el coche
estuviera lo bastante cerca para pensar que podía reconocerlo; muchos coches
parecen iguales. Esperaría hasta que el coche se detuviera y Margie
descendiera; él, entonces sabría. Y en aquel momentos supremo, pensaría: «Ya no
hay marcianos». Y no los habría.
Dentro de unos
minutos, el coche llegaría a la cabaña.
Eran
aproximadamente las nueve y cinco de la noche, hora del Pacífico. En Chicago
eran las once y cinco, y Oberdorffer bebía su cerveza y esperaba que su
supervibrador subiera de potencia; en el África ecuatorial amanecía, y un
hechicero llamado Bugassi estaba de pie, con los brazos cruzados, debajo del
mayor hechizo nunca realizado, esperando que los rayos del sol lo tocasen.
Cuatro minutos
más tarde, ciento cuarenta y seis días y cincuenta minutos después de su
llegada, los marcianos desparecieron. Al mismo tiempo y en todas partes a la
vez. En toda la Tierra.
Dondequiera que
se marchasen no existe ningún caso demostrado de que alguien volviera a verlos
a partir de aquel momento. El ver a los marcianos en las pesadillas y en las
garras del delirium tremens es aún algo común, pero tales visiones no deben
tomarse en cuenta.
Hasta hoy...
Epílogo
Hasta hoy,
nadie sabe por qué vinieron ni por que se marcharon. Aunque hay muchas personas
que creen saberlo, o por lo menos mantienen una vigorosa opinión sobre el
asunto. Millones de personas creen aún, como creían entonces, que no eran
marcianos sino demonios, y que volvieron al infierno y no a Marte. Porque el
Dios que los envío para castigarnos por nuestros pecados, se hizo de nuevo un
Dios benevolente como resultado de nuestras oraciones.
Aún hay muchos
más millones que creen que vinieron de Marte y que regresaron allí. Muchos,
pero no todos, atribuyen a Ishurti el que se marchasen; sostienen que aunque
los razonamientos de Ishurti fuesen acertados y su proposición a los marcianos
respaldada por aquella tremenda afirmación global, no se podía esperar que los
marcianos reaccionasen instantáneamente; en alguna parte, un consejo de
marcianos debió de reunirse para considerar su decisión y convencerse de que ya
estábamos bastante castigados y éramos lo bastante sinceros. Los marcianos sólo
se quedaron dos semanas después del discurso de Ishurti, lo cual ciertamente no
es un tiempo exagerado para llegar a semejante decisión.
De cualquier
modo, ninguna nación ha vuelto a organizar sus ejércitos, y nadie piensa en
enviar naves espaciales a Marte, por si acaso Ishurti tenía toda la razón o
parte de ella.
Pero no todo el
mundo cree que Dios o Ishurti tuvieran nada que ver con la marcha de los
marcianos.
Toda una tribu
africana, por ejemplo, sabe que fue el hechicero Bugassi quien lanzó a los
gnajamkata de vuelta al kat.
Hay un portero
de Chicago que sabe con exactitud que él hizo huir a los marcianos con su
supervibrador subatómico extraterrestre.
Naturalmente,
estos dos últimos son, y como tales se citan, ejemplos tomados al azar entre
los cientos de miles de otros científicos y místicos que, cada uno a su modo,
trataron con todas sus fuerzas de conseguir el mismo resultado. Todos y cado
uno de ellos pensó, naturalmente, que había alcanzado el éxito.
Y por supuesto,
también Luke sabe que todos están equivocados. Pero eso no tiene importancia,
ni tampoco lo que los demás piensen, porque todos ellos sólo existen en su
mente. Y como ahora es un célebre escritor de novelas del Oeste, con cuatro
bestseller en su haber durante los últimos cuatros años, una hermosa mansión en
Beverly Hills, dos Cadillacs, una esposa amante y amada y dos hijitos gemelos
que ya cuentan dos años, Luke tiene mucho cuidado con lo que ordena a su
imaginación. Se encuentra muy satisfecho con el universo tal y como ahora se lo
imagina y no quiere arriesgarse a cambiarlo.
Y en una cosa,
respecto a los marcianos, Luke Deveraux está de acuerdo con todos lo demás,
incluyendo a Oberdorffer y a Bugassi.
Nadie, nadie
absolutamente, los echa de menos ni quiere que regresen.
Posdata del
autor
Mis editores me
escriben:
«Antes de
enviar el original de Marciano, vete a casa a la imprenta, quisiéramos pedirle
que escribiera una posdata a la novela para contarnos a nosotros y a sus otros
lectores la verdad sobre esos marcianos.
»Ya que
escribió el libro, usted, mejor que nadie, debe saber si realmente venían de
Marte o del infierno, o si ese Luke Deveraux tenía razón al pensar que los
marcianos, junto con todo lo demás existente en el universo, eran sólo producto
de su imaginación.
»Creemos que
sería injusto para sus lectores el no darles esta explicación.»
Muchas cosas
son injustas, incluyendo particularmente esta petición de mis editores.
Quise evitar el
mostrarme explícito en esa cuestión, porque la verdad a veces puede ser
horrible, y en este caso es horrible si usted cree en ella. Pero ahí va:
Luke tiene
razón; el universo y todo lo que contiene sólo existe en su imaginación. Él lo
inventó, como también a los marcianos.
Pero entonces,
yo inventé a Luke. De manera que, ¿dónde quedan él o los marcianos?
¿O cualquiera
de ustedes?
Fredric Brown Tucson, Arizona.