Fredric Brown
Sir Chauncey
Atherton se despidió de los guías sherpas, que iban a acampar allí y dejarle
continuar solo. Estaban en tierras del Abominable Hombre de las Nieves, varios centenares
de kilómetros al norte del monte Everest, en el Himalaya. Los Abominables
Hombres de las Nieves se habían dejado ver ocasionalmente en el Everest y en
otras montañas tibetanas o nepalesas; pero el monte Oblimov, al pie del cual
dejaba ahora a sus guías nativos, estaba tan lleno de ellos que ni siquiera los
sherpas se atrevían a escalarlo; aunque le aseguraron que esperarían allí su
regreso, en el caso de que regresara. Había que ser muy valiente para
aventurarse más allá de aquel punto, Sir Chauncey era muy valiente.
Además, era un
verdadero perito en cuestión de mujeres, razón por la que se encontraba allí y
a punto de intentar, en solitario, no sólo una peligrosa ascensión sino también
un rescate aún más peligroso. Si Lola Grabaldi aún vivía, se hallaba en poder
de un Abominable Hombre de las Nieves.
Sir Chauncey
nunca había visto a Lola Grabaldi en persona. En realidad, hacía menos de un
mes que se había enterado de su existencia, al ver la única película
cinematográfica que ella había protagonizado, y gracias a la cual se convirtió
súbitamente en un personaje legendario, en la mujer más hermosa de la Tierra,
en la estrella cinematográfica más encantadora que Italia había engendrado
jamás; y sir Chauncey no lograba comprender que siquiera Italia lo hubiera
hecho. En una sola película remplazó a la Bardot, la Lollobrigida y la Ekberg
como la imagen de la perfección femenina en la mente de todos los peritos del
mundo, y sir Chauncey era el mejor perito del mundo. En cuanto la vio en la
pantalla, comprendió que debía verla en persona, o morir en el intento.
Pero, entonces,
Lola Gabraldi ya había desaparecido. A fin de tomarse unas vacaciones después
de su primera película, hizo un viaje a la India y se unió a un grupo de
escaladores que pensaban conquistar el monte Oblimov. El resto del grupo había
regresado, pero Lola no. Uno de ellos testificó haberla visto, a demasiada
distancia para alcanzarla a tiempo, secuestrada, arrastrada a la fuerza por una
peluda criatura, más o menos humana, de casi tres metros de estatura. Un
Abominable Hombre de las Nieves. El grupo la había buscado varios días antes de
darse por vencidos y regresar a la civilización. Todo el mundo coincidía en
afirmar que, ahora, ya no había ninguna posibilidad de encontrarla con vida.
Todo el mundo
menos sir Chauncey, que inmediatamente había volado de Inglaterra a la India.
Nada pudo
detenerle, y ahora ascendía hacia la región de las nieves eternas. Y, además
del equipo de alpinismo, llevaba el pesado rifle con el que, sólo un año antes,
había cazado tigres en Bengala. Si el arma podía matar tigres, razonaba,
también podía matar Hombres de las Nieves.
La nieve se
arremolinaba en torno suyo mientras avanzaba hacia la línea de nubes. De
repente, a unos doce metros de él, que era hasta donde su vista alcanzaba,
divisó una monstruosa figura que no era totalmente humana. Alzó el rifle y
disparó. La figura cayó, y siguió cayendo; se hallaba al borde de un precipicio
de varios miles de metros de altura.
Y, en el mismo
momento del disparo, unos brazos se cerraron en torno a sir Chauncey. Unos
brazos gruesos y peludos. Y después, mientras una mano le inmovilizaba
fácilmente, la otra le arrebató el rifle y lo dobló en forma de L con la misma
facilidad que si se tratara de un palillo, tirándolo después.
Se oyó una voz
procedente de un punto situado a unos sesenta centímetros por encima de su
cabeza.
- Estate quieto
y no te pasará nada.
Sir Chauncey
era un hombre valiente, pero una especie de gemido fue todo lo que pudo
articular, pese a la aparente garantía de las palabras. La criatura situada a
su espalada le mantenía tan fuertemente apretado contra sí, que no pudo alzar
ni volver la mirada para ver que cara tenía.
- Te lo
explicaré - dijo la voz a sus espaldas -. Nosotros, a los que llamáis
Abominables Hombres de las Nieves, somos humanos, pero transmutados. Hace
muchos siglos formábamos una tribu, igual que los sherpas. Por casualidad
descubrimos una droga que nos permitió cambiar físicamente y adaptarnos,
gracias a un aumento de estatura, pilosidad y otros cambios fisiológicos, a un
frío y una altitud extremos, así como trasladarnos a las montañas, a regiones
donde otros no pueden sobrevivir, excepto los pocos días que dura una
expedición de alpinismo. ¿Lo entiendes?.
- S-s-sí -
consiguió articular sir Chauncey. Comenzaba a entrever un rayo de esperanza.
¿Acaso la criatura iba a explicarle estas cosas, si pensara matarle?
- En este caso,
continuaré. Nuestro número es reducido, y cada día lo es más. Por esta razón
ocasionalmente capturamos, tal como te hemos capturado a ti, a un alpinista. Le
damos la droga transmutadora, sufre los cambios fisiológicos y se convierte en
uno de nosotros. De este modo mantenemos nuestro número relativamente
constante.
- P-pero -
balbució sir Chauncey - ¿acaso es eso lo que le ha sucedido a la mujer que
estoy buscando, Lola Grabaldi? ¿Acaso es ahora... peluda, de casi tres metros
de estatura, y...?
- Lo era.
Acabas de matarla. Un miembro de nuestra tribu la había tomado como compañera.
No nos vengaremos de ti por haberla matado; pero ahora debes ocupar su lugar.
- ¿Ocupar su
lugar? Pero... yo soy un hombre.
- Me alegro de
que lo seas - dijo la voz a sus espaldas. Se vio obligado a girar bruscamente,
y se encontró frente a un enorme cuerpo peludo, con la cara al mismo nivel de
dos montañosos senos peludos -. Me alegro de que lo seas... porque yo soy una
Abominable Mujer de la Nieves.
Sir Chauncey se
desmayó, siendo inmediatamente recogido y alzado en brazos, con la misma
facilidad que si de un osito de juguete se tratara, por su nueva compañera.
FIN
Edición digital
de Paul Atreides