POR SENDAS ESTRELLADAS
Fredric Brown
Titulo
original: The lights in the sky are stars
Traducción: Francisco
Cazorla Olmo
©
1953 By Fredric Brown
©
1968 E.D.H.A.S.A.
Av. Infanta Carlota, 129.
Barcelona
Edición electrónica de
Dragon
Enero de 2002
Primera Parte:
Año 1997
Tenía la
intención de haberme quedado algunos días mas; pero aquella tarde, algo me hizo
cambiar de opinión. Fue mi propia imagen reflejada en el espejo del cuarto de
baño de mi hermano Bill. Viéndome allí desnudo, chorreando de agua y
aguantándome sobre una sola pierna, ya que sólo dispongo de un miembro inferior
en qué sostenerme, decidí marcharme aquella misma noche.
El tiempo se
escapaba de mi vida, como el agua por el grifo de la bañera. La imagen que
contemplé de mí mismo en el espejo grande y situado en la puerta del cuarto, me
lo mostró con cruda realidad.
Un espejo no
miente. Nos avisa fielmente que tenemos el aspecto y la edad que nos
corresponde en la realidad. A mí me reveló claramente mis cincuenta y siete años.
Y si existe todavía algo que hacer, algún lugar a donde ir, algo que realizar,
lo mejor que puede hacerse es hacerlo o marcharse allí donde nos lleva nuestro
destino. Opino que lo mejor que puede hacerse es aprovechar el tiempo que nos
queda de vida y seguir el camino trazado por nuestra pasión o nuestros deseos
de construir, de hacer, de ir a alguna parte. Es fácil detener la salida del
agua en el grifo de una bañera; pero no así respecto a detener el tiempo que
corre implacablemente de nuestras vidas. En cierto modo, es posible hacerlo de
forma más lenta. Viviendo una vida tranquila y sin complicaciones. Dejándose
manosear por los médicos y que ensayen sobre uno sus conocimientos inciertos
sobre la geriatría; pero nada hay que detenga el desolador y fatal paso del
tiempo sobre nuestro organismo. De todas formas se es ya viejo a los setenta
años.
Dentro de trece
años más, yo alcanzaría los setenta. Tal vez me sentiría más viejo, antes de
transcurrido ese plazo y mucho más en mi caso, con una pierna de menos en mi
anatomía.
Creo que es
indecente y hasta inhumano colocar esos grandes espejos en las puertas de los
cuartos de baño. Provocan el narcisismo de los jóvenes y la infelicidad de los
viejos.
Tras haberme
secado y haberme colocado mi pierna artificial, obra maestra de la prótesis, me
pesé en la balanza del cuarto de baño. Ciento veintisiete libras. Pensé que no
estaba mal del todo. Había recuperado siete de las catorce libras de peso
perdidas. Si me cuidaba razonablemente, estaría nuevamente en mi peso en pocas
semanas. Volví a mirarme en el espejo y esta vez no me pareció tan mal mi
propio aspecto. Aún quedaba en él bastante fuerza muscular y suficiente
vitalidad. Y entonces que ya tenía puesta mi pierna de magnelita, parecía,
además, un cuerpo completo, o al menos a mí me dio esa impresión. El rostro que
aparecía en aquel cuerpo reflejado en el espejo, no estaba tampoco tan mal,
todavía se advertía una corriente de energía y de fuerza en él.
Me vestí y
descendí la escalera; pero no dije nada a mi familia. Esperé hasta después de
la cena, en que Merlene subiese al piso de arriba para acostar a Easter y al
pequeño Bill. Sabía que habría una disputa y que los chicos no deberían estar
mezclados en ella. Yo podía arreglármelas bien con Bill y Merlene y estar de
acuerdo con ellos, cuando tuviera que decirles que me iría de nuevo a cualquier
parte. Pero con los niños, al preguntármelo, me situarían en un difícil trance.
Sus primeras palabras serían:
« - Tío Max, no
te vayas por favor...»
Bill se sentó a
presenciar un rato la televisión. Aquél era mi hermano menor, ya con sus
cabellos grises, una calvicie pronunciada y ni un ápice de imaginación. Sin
embargo, era un muchacho excelente. Casado y feliz, aunque lo había hecho
bastante tardíamente. Tenía un trabajo seguro y unas opiniones seguras sobre sí
mismo y su mundo circundante. Pero sin el menor gusto fuera de aquella rutina
por todas las cosas que apasionan a los hombres que aman la aventura y tienen
imaginación. Le gustaba la música de los vaqueros. En aquel momento, estaba
escuchándola.
El programa
provenía del espacio exterior, procedente de un satélite artificial, de una
tele-estación situada a veintidós mil millas de distancia en el vacío espacial
y girando alrededor de la Tierra una vez por día terrestre. Esto suponía que
siempre permanecía prácticamente en Kansas. A todo color. aquel programa
tridimensional transmitía en aquel instante música vaquera. Aparecía un hombre
tocando una guitarra y cantando con acento tejano:
Déjame en mi
solitaria pradera con un garañón libre y salvaje...
Yo le habría
dado mejor un capón que un caballo padre y en cualquier caso le habría dicho
que se callase.
Pero a Bill le
gustaba aquello.
Aparté la vista
del aparato y comencé a mirar de forma errabunda por el magnífico paisaje de la
noche. Desde allí se contemplaba un bello panorama de Seattle. Desde aquella
ventana de la casa de Bill se alcanzaba una distancia de treinta millas a lo
lejos. Un bello panorama en una noche espléndida como aquélla, una de esas
raras noches brillantes y cálidas que de vez en cuando pueden gozarse a finales
de otoño.
Debajo, las
luces de Seattle y por encima, las luminarias del cielo. Tras de mí, un vaquero
cantando. A poco, la canción terminó y Bill operando con un mando a distancia
cortó el sonido porque comenzaba la sección de anuncios comerciales. En aquel
agradable silencio, dije repentinamente a mi hermano:
- Bill, me voy.
Bill hizo lo
que yo esperaba que no hubiera hecho. Se dirigió hacia el aparato y lo apagó.
Seguramente que pretendería discutir conmigo sobre el particular y tratar de
convencerme de que continuase en su casa. Para empeorar las cosas, Merlene
volvía de la habitación de los niños, quienes por rara casualidad se habían ido
a la cama sin discutir. Yo había contado con haber hablado sólo con Bill sin la
presencia de mi cuñada, que habría reforzado su postura hacia mí. Y ahora les
tenía a ambos frente a mí. Y Merlene había oído mis palabras.
- No - dijo
ella firmemente, sentándose en el sofá y mirándome.
- Sí - repuse
yo con más suavidad.
- Max Andrews.
has estado aquí menos de tres semanas. Te encuentras a mitad de tu
convalecencia. Necesitas por lo menos otras dos semanas de reposo y tú lo sabes
bien.
- Creo que no
es preciso. Ya he tomado las cosas con calma durante bastante tiempo y estoy
bien.
Bill se había
sentado en un cómodo butacón.
- Escucha,
Max... - comenzó a decir; pero se volvió hacia su mujer y yo lo hice al mismo
tiempo.
- No te
encuentras bien todavía y bien lo sabes - repitió mi cuñada con tono afectuoso.
- Creo que no
me caeré si salgo andando, querida. Voy a hacerlo y si fracaso, te prometo que
me quedaré. ¿De acuerdo?
Ella me miró
intensamente preocupada. Mi hermano se aclaró la garganta y de nuevo intentó
decirme como anteriormente.
- Escucha,
Max... - pero volvió a quedarse silencioso.
- Esos
condenados pies tuyos, Max - insistió mi cuñada.
- Bueno, es uno
sólo el que me molesta - le dije a Merlene -. Y ahora, muchachos, si esta
discusión va a continuar, me encantaría que os sentarais juntos para no tener
que andar moviendo la cabeza de un lado para otro. Vamos, sed buenos chicos.
Bill ¿quieres sentarte junto a tu mujer?
Mi hermano se
levantó y se dirigió al lugar indicado. Se movía con poca gracia, ya que esta
cualidad no era el punto fuerte de mi hermano. Era todo lo contrario de
Merlene; ella había sido una buena bailarina antes de haberse casado con Bill y
cualquier movimiento que realizaba con todo su cuerpo resultaba gracioso. En
todos sus actos se adivinaba la gracia innata de la bailarina educada en buena
escuela y resultaba encantador observar cualquiera de sus movimientos.
- Por favor,
Max, escucha esto - me dijo ella -. Nos gusta tenerte a nuestro lado. Te
queremos, bien lo sabes. No es nada de que tengas que imponerte como un
compromiso entre nosotros. Además, te obstinas en pagar tus gastos y muy
generosamente. ¿Qué razón hay para que quieras abandonarnos ahora?
- Bah, Merlene,
exageras. Si al menos hubieras consentido en que os hubiera pagado cincuenta
dólares por semana, como te había sugerido...
- Bueno, ¿te
quedarías dos semanas más, si aceptásemos cobrarte ese importe?
Tuve que
sonreírme por la cariñosa insistencia de mi cuñada.
- No, querida,
lo lamento, no puede ser. Escuchad los dos - continué -, vosotros sois dos
contra mí y eso aumenta las posibilidades de quedar derrotado. Vosotros sabéis
que quiero con locura a Easter y a Billy y puede ser que aún no estén dormidos.
¿Por qué no los traéis aquí y les decís que quiero irme para que con sus
lágrimas me suavicen?
Merlene me miró
casi irritada y a punto de llorar.
- Tú... tú...
Le hice una
señal a Bill.
- La razón de
que no hable es que está pensando en hacerlo pero se resiste a hacerlo. Creo
que está imaginando qué pretexto va a tener para hacerlos bajar del piso de
arriba. - Miré a Merlene entonces -. Pero eso no sería jugar limpio, cariño. No
es por lo que a mí respecta, sino más bien por ellos. Esto puede trastornarlos
emocionalmente y creo que no tiene objeto. Porque a pesar de cualquier disgusto
que pueda ocasionarse, yo me marcho esta misma noche. Tengo que hacerlo.
Bill suspiró
resignado. Me miró con tristeza y sentí una inmensa ternura por aquel hermano
mío menor que yo, ya con las sienes plateadas por los años.
- Supongo
entonces que resultará inútil cuanto me he esforzado en darte ese empleo en la
Unión de Transportes. Un buen empleo, Max.
- Querido Bill,
yo soy mecánico de cohetes. La Unión de Transportes no emplea cohetes.
- Sería un
empleo a administrativo, Max. Y desde ese punto de vista ¿qué mas te da que use
o no cohetes en vez de aviones a chorro?
- No me gustan
los aviones a chorro. En eso estriba la diferencia.
- Los cohetes
están quedando de lado, Max. Y además... ¡Dios mío! No pensarás en trabajar
toda tu vida de mecánico de cohetes...
- ¿Por qué no?
Y además, ¡diablos! Los cohetes no pasan de moda. No, hasta que se consiga algo
mejor todavía.
Bill soltó una
carcajada.
- ¿Algo así
como las máquinas de coser?
Le sonreí
evitando el chiste, sintiéndome además divertido por el giro de la
conversación. Pensé que me había costado dos semanas de tiempo y mil dólares en
efectivo; pero una buena broma como aquélla valía la pena. Bill se aclaró
nuevamente la garganta para decir algo. Pero Marlene me salvó esta vez.
- Oh, déjale
ir, Bill. Se va de todas formas y nada hay que le detenga. ¿Para qué vamos a
echar a perder esta velada?
Crucé la
habitación y le di una palmadita en el hombro.
- Eres mi ángel
bueno, Merlene. ¿Podemos beber algo para celebrarlo?
Por unos
instantes ella pareció indecisa. Yo dije con toda la paciencia del mundo.
- Está bien,
querida. No soy un alcohólico, al menos no en el sentido de que no pueda
comportarme convenientemente en sociedad mientras bebo e incluso perder la
cabeza mientras «me pongo a tono». Y ahora en celebración de mi inminente
partida, ¿puedo preparar una ronda de martinis?
Ella se levantó
en el acto.
- Lo haré yo,
Max. - Y se dirigió fuera de la habitación con sus pasos graciosos de
bailarina. Los ojos de Bill y los míos la siguieron.
- Buena chica -
comenté.
- Max, ¿por qué
no te casas y sientas la cabeza?
- ¿A mi edad?
Soy demasiado joven para sentar la cabeza, como tú dices.
- Te hablo en
serio, hermano.
- Y yo también.
Bill sacudió la
cabeza lentamente. Me dejó como cosa perdida; pero así era la forma en que yo
consideraba su vida.
Mi cuñada
volvió a los pocos instantes con las bebidas y chocamos los vasos.
- Mucha suerte,
Max - dijo Merlene -. ¿Has decidido a donde ir?
- A San
Francisco.
- ¿Otra vez de
mecánico de cohetes a la Isla del Tesoro?
-
Probablemente; pero no por el momento. Creo que me tomaré antes algún descanso.
- Pero
entonces, ¿por qué no te quedas aquí mientras vuelves a ese trabajo y descansas
entre nosotros?
- Ha ocurrido
algo por allá que quiero ver cuanto antes y tal vez pueda echar una mano en el
asunto. Anoche vi ciertos detalles y escuché noticias al respecto.
- Apuesto a que
sé de qué se trata - dijo mi hermano -. Esa señora loca que se presenta a
senador y quiere enviar un cohete al planeta Júpiter. ¡Santo Dios, a Júpiter!
¿Qué es lo que nos ha proporcionado el ir a Venus y a Marte?
Aquél era mi
pobre y querido hermano, rico de dinero; pero ciego ante el progreso y falto de
imaginación.
- Escuchad,
muchachos; quiero tomar el avión de las dos de la madrugada. Ahora son las
ocho, así pues, tengo por delante seis horas todavía. Os hago una sugerencia.
Podríais mandar venir a una asistenta para los chicos. ¿Por qué no tomamos el
helicóptero y nos pasamos la noche en Seattle? Iremos a alguna sala de fiestas
o algo parecido. Si estáis de vuelta para la una y media, Bill tendría tiempo
de llevarme al estratopuerto con tiempo suficiente para tomar mi avión.
Merlene me miró
con cierto reproche en los ojos.
- Tu última
noche entre nosotros y piensas que lo pasaríamos mejor en...
- Como queráis
- dije -. Yo que vosotros lo haría. Pero en fin, como os parezca mejor. Tengo
bastantes cosas que planear y asuntos en qué pensar, además de hacer mi
equipaje. Y continuamos hablando sobre aquel particular.
Ya tenía mi
maleta junto a la puerta, dispuesta. No resultaba pesada, yo viajaba siempre
con poco peso, tan ligero como era mi propia vida. Las pertenencias materiales
le atan a uno y Dios sabe que mi forma de pensar no se ajustaba a otra vida
diferente. Volví a subir la escalera hacia la habitación que había ocupado en
la casa de mis hermanos durante las últimas tres semanas, y que por cierto era
la mayor de la casa. Ahora se convertía de nuevo en la habitación para
invitados, al marcharme yo. Esta vez no encendí las luces. Anduve por ella sin
hacer ruido habiendo recogido mis pocas cosas, con objeto de no despertar a los
niños que dormían al lado. Me dirigí hacia la ventana, que caía sobre el porche
de la casa.
Era en verdad
una noche hermosa. El ambiente era suave y el aire claro y puro. Frente a mí
Mount Ranier aparecía como al alcance de la mano.
Sobre mi
cabeza, el cielo cuajado de las luces del cielo, las estrellas. Las estrellas
que nos parecen decir que jamás las alcanzaremos porque están demasiado lejos.
Pero yo tengo fe en que mienten; iremos hasta ellas. Si los cohetes no lo
hacen, algo lo conseguirá.
Era preciso
obtener la respuesta al desafío.
Habíamos ya
llegado a la Luna. Y a Marte y Venus. Gracias a Dios, yo estaba mezclado en
todo aquello, allá atrás en los gloriosos años 60 cuando el hombre surgió
repentinamente en el espacio, dando así el primer paso, los primeros tres pasos
en su camino hacia las estrellas.
Yo estuve allí.
Max Andrews, un hombre del espacio de primera categoría. ¿Y ahora? ¿Qué
estábamos haciendo para llegar hasta las estrellas?
Las
estrellas... Escuchad, ¿saben lo que es una estrella?
Nuestro Sol es
una estrella y todas las estrellas de los cielos son otros tantos soles.
Sabemos ahora que la mayor parte de ellas, tienen un sistema de planetas que
giran a su alrededor, como la Tierra, Marte y Venus del sistema solar giran alrededor
de nuestro Sol.
Y existen
miríadas de estrellas.
Esta afirmación
no es una profanación, como los antiguos pensaron y condenaron, ahora es puro
conocimiento. Existen unos cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia.
Cien mil millones de estrellas, la mayor parte con sus planetas. Si por término
medio, cada estrella tuviese aunque sólo fuera un planeta, eso haría cien mil
millones de planetas. Si uno entre mil de esos planetas corresponde a un tipo
similar a la Tierra - con atmósfera respirable, de un tamaño similar o parecido
y a una distancia de su sol como lo es la Tierra en que vivimos y hemos nacido
-, entonces, cuando menos, tendríamos, sólo en nuestra galaxia, un millón de
planetas que el hombre podría colonizar y en donde vivir una vida normal y
donde podría fructificar su vida y multiplicarse.
Un millón de
mundos por alcanzar y vivir en ellos. Pero eso sólo sería realmente el
comienzo, el principio. Todo esto se refiere a nuestra propia galaxia, tan
diminuta en relación con el Universo, como lo es nuestro sistema solar,
respecto de nuestra galaxia.
Existen
miríadas también de galaxias. Existen más galaxias de estrellas en el Universo,
que estrellas en nuestra galaxia.
(El autor se
refiere aquí a la célebre frase de Sir Arthur Eddington, famoso científico
inglés, astrónomo y matemático, llamada la «tabla celestial de multiplicar»:
Cien mil millones de estrellas una galaxia, cien mil millones de galaxias, el
Universo. «N. del T».)
Por lo menos
mil millones de veces, mil millones de soles.
Un millón de
veces un millón de planetas, habitables para el hombre. ¿Puede cualquiera
imaginarse lo que esto significa? Veinticinco planetas para cada miembro de la
raza humana, sea hombre, mujer o niño.
Y puesto que
ningún planeta puede ser poblado por una sola persona, digamos entonces, que
corresponderían cincuenta planetas por cada pareja humana. Cincuenta planetas y
si se sigue considerando una población de por término medio, de una densidad de
tres mil millones de habitantes por planeta, multiplicada por cincuenta
veces... Primero habría que ir allá, naturalmente, pero las cifras de
multiplicación a realizar en un futuro inconmensurable tendrían el carácter de
lo Infinito. La raza humana siempre ha estado bien en ese particular, ¿no es
cierto? Es muy posible que podríamos encontrar algunos de esos mundos ya
habitados por otras criaturas. Bien, eso tendría un gran interés. ¿De qué
estarán poblados esos mundos, en todo caso?
San Francisco a
las tres y cuarto de la mañana. Aquel condenado estatorreactor iba con retraso.
Casi siempre lo hacen.
Adquirí un
periódico de noticias resumidas en el estratopuerto de la Isla del Angel y tomé
un helitaxi hacia la Unión Square, la única plaza de la ciudad en que permiten
aterrizar a esta clase de aparatos. Para probar fuerzas, subí por Nob Hill
hasta Mark, aquello me fatigó un tanto, aunque no demasiado. El Mark es un
antiguo hotel en bastantes buenas condiciones y no muy caro puede obtenerse una
habitación individual por quince dólares diarios. Cuando yo era un niño era
famoso por sus vistas al puerto y los puentes de la ciudad, ahora existen
enormes edificios a su alrededor que le privan de su viejo encanto. Pero
obteniendo una habitación por encima del séptimo piso y sobre la esquina de
California Mason, todavía puede observarse el nordeste de la ciudad con el
barrio chino y contemplar desde allí la Isla del Tesoro, donde toman tierra los
cohetes. Mirar hacia allí proporciona la visión, para mí fascinante, de ver
salir o entrar alguno de los cohetes del espacio. Yo no había visto ninguno
desde hacia meses y me encontraba deseoso de verlo. Me había apartado de ellos
hacía demasiado tiempo. Por tanto, rogué que me diesen una habitación alta en
el lado derecho del edificio.
El conserje me
dijo que no la tenían en aquel lugar; pero a la vista de un billete de diez
dólares, reconsideró la cuestión, murmuró una excusa y me la proporcionó. Me
apresuré a tomarla.
La habitación
estaba hecha un verdadero revoltijo, la persona que la había alquilado pocas
horas antes y se había marchado, era en realidad una pareja y sin la menor duda
habían bebido a placer, tras haber luchado amorosamente sobre la cama, amén de
haber ensuciado todas las toallas. Pagaron sin duda bien, por haber permanecido
sólo media noche.
Aquello no me
importó lo más mínimo. Me llevé una silla hacia la ventana y me senté allí,
gozando de la contemplación de las luces de la Isla del Tesoro y del cielo,
mientras leía el periódico de noticias condensadas adquirido en Angel. Lo hojeé
por encima, ya que no aprecié nada de especial interés en la publicación.
Lo dejé a un
lado a poco y me dediqué a esperar la llegada de algún cohete, mientras pensé
en muchas cosas. Pensé en mi sobrino, en Billy. A los seis años, aún estaba en
el estado del Sueño, todavía quería ser un hombre del espacio. Anhelaba llegar
a las estrellas. Pensé si debería ayudarle a continuar por aquel camino o
dejarle que continuase su vida a la forma de su padre, terminando por abandonar
tales pensamientos.
Mientras se
mantuviera en el gran Sueño y si persistía en él, podría contarse como otro
loco de las estrellas. Otro chiflado. Pero cada uno de nosotros contaba en el
resultado final del futuro. Una vez que hubiera suficiente número como
nosotros...
La niebla
comenzó a levantarse y a invadir el puerto, al igual que el cielo a ponerse
gris con la próxima aurora. Comprendí que ya no tendría tiempo para ver llegar
a un cohete espacial y decidí dormirme. Pero dormirme allí mismo, en el sillón,
ya que en cierto modo me repelía meterme en aquella cama revuelta. A pesar de
todo, dormí profundamente.
La camarera me
despertó llamando a la puerta. El sol ya lucía en la ventana y mi reloj de
pulsera me indicó que ya eran las once de la mañana y que debí haber dormido
unas siete horas. Me sentí rígido e incómodo cuando me levanté de mi asiento.
Me dirigí a la
puerta de la habitación y le dije a la camarera que saldría por un rato,
agradeciéndole que me arreglase el cuarto. Rígido, sucio y sin afeitar, bajé
las escaleras en busca del desayuno. El lavarse y el afeitado podrían esperar
hasta que el cuarto de baño estuviese limpio y dispusiera de toallas nuevas.
Pensé si la camarera tuvo la idea de que yo era quien había dejado la
habitación en tales condiciones; pero descarté tal idea, importándome un bledo
lo que ella pudiera pensar al respecto.
Cuando volví a
la habitación, la encontré limpia y todo en orden. Me tomé una buena ducha y me
afeité. La rigidez del cuerpo había desaparecido y comprobé que me encontraba
bastante bien.
Telefoneé a la
Isla del Tesoro y pregunté por el jefe de mecánicos Rory Bursteder. Surgió su
voz al otro extremo del cable y oí que me decía:
- Aquí
Bursteder. Dígame.
- Rory, soy
Max.
- Max ¿qué?
- Max, a secas. ¿No me conoces?
Rory soltó un
rugido de león.
- ¡Max Andrews!
¡Viejo zorro, granuja! ¿Dónde has pasado este último año?
- Pues de un
lado a otro. La mayor parte del tiempo en Nueva Orleans.
- ¿Desde dónde
me llamas?
Se lo dije.
- ¡Por todos
los diablos, ven aquí inmediatamente! Puedes comenzar a trabajar en seguida.
- No quiero
comenzar el trabajo en una semana todavía, Rory. Primero quiero ver algo
interesante que hay por aquí.
- Oh... ¿Las
elecciones, tal vez?
- Pues sí, ayer
oí algo de eso, en Seattle. ¿Qué tal va la cosa?
- Ven por aquí
y te lo diré. Oh... espera un momento, ¿tienes algún plan para esta tarde?
- Ninguno.
- Entonces
vendrás a casa a comer conmigo y con la vieja. Todavía seguimos en Berkeley,
así que te queda a medio camino para ti. Yo salgo a las seis, ven a reunirte
conmigo a la puerta y haremos juntos el resto del trayecto.
- Me parece
estupendo. Pero, oye una cosa, ¿cuántas salidas y aterrizajes hay esta tarde?
- Una
solamente. El cohete de París despega a las cinco cincuenta. Está bien, diré
que te dejen pasar a las cinco.
Bess, la esposa
de Rory, era una cocinera estupenda. No es que no me hubieran gustado las
comidas de mi cuñada; pero Merlene se encuentra un tanto en la parte de la
fantasía culinaria, y se preocupa demasiado acerca de qué aspecto tiene
determinado plato y qué sabor tiene. La cocina de Bess Bursteder es algo a la
antigua usanza alemana y se las arregla para preparar comidas magníficas y
tienen un sabor tan rico que sin duda debería provenir de las jóvenes vírgenes
circasianas.
Regamos la cena
con cerveza negra y después nos sentamos a descansar, relajándonos. Creo que no
hubiera podido ponerme en pie, aunque lo hubiese intentado.
- Y bien - le
dije a Rory - cuéntame ahora qué hay sobre las elecciones.
- Bien... creo
que existe una franca posibilidad.
- No me refiero
a eso, aunque quisiera saberlo también. Escucha, todo lo que oí fueron algunas
frases en las noticias radiadas ayer. Y lo poco que sé, es que cierta dama
llamada Gallagher se presenta a Senador por California, y que si lo consigue,
planea el promulgar un decreto para conseguir la necesaria provisión de fondos
que permita enviar una expedición alrededor del planeta Júpiter.
- Así es.
- Pero eso es
muy poco Rory. No conozco los detalles. ¿Cómo se lleva a cabo esa elección?
Creo que el gobernador de un Estado, podría nombrar a alguien que supliese el
plazo sin terminar de un Senador que hubiese fallecido antes de expirar la
duración de su nombramiento.
- Querido amigo
- dijo Rory -, estás diez años atrasado en este aspecto. Los Estatutos
Revisados de 1987, determinan que si la plaza de un Senador queda vacante por
fallecimiento, quedando todavía la mitad de su plazo de nombramiento por
cumplir, se lleva a cabo una elección que se presenta en la nueva y próxima
sesión del Congreso.
- Ah, bien, eso
contesta mi pregunta. Y bien, ¿quién diablos es esa señora Gallagher?
- EIlen
Gallagher, de cuarenta y cinco años, es la viuda de Ralph Gallagher, que murió
siendo Alcalde de Los Angeles hace seis o siete años. Ella irrumpió en el campo
de la política tras la muerte de su esposo. Ha sido un elemento activo y ya lo
era antes, aunque entonces sólo lo hacía en beneficio de los intereses de su
marido. Ya ha participado en dos ocasiones en la Asamblea de California y desde
entonces lucha por un puesto de Senador. La próxima pregunta.
- ¿Cuál es su
postura en todo esto? ¿Es también una enamorada del espacio?
- No. Pero es
amiga de Bradley de Caltech. ¿Le conoces?
- He leído algo
acerca de él. Algo pesado, aunque bueno.
- Es uno de los
nuestros, sin limitaciones. Continúa apegado a la idea de los relativistas,
manteniendo la imposibilidad de que se pueda alcanzar una velocidad superior a
la de la luz. Pero de todas formas, apoya a la señora Gallagher en la carrera
hacia Júpiter. Aunque creo que todo esto debería mantenerse callado hasta que
ella obtuviese su puesto de Senador. California es muy conservadora y podría
costarle su elección.
- Tendremos que
procurar la forma de que no sea así. ¿Quién es su oponente?
- Un tipo
llamado Layton. Dwight Layton, de Sacramento. Fue alcalde de la ciudad y
dispone de grandes medios. Conservador, desde luego.
Yo me encogí de
hombros.
- ¿Y eso es
todo?
- Está
adquiriendo grandes espacios en la televisión y es un buen conferenciante;
habla bastante bien. Afirma que el género humano está perdiendo inútilmente sus
más valiosos recursos, tales como el uranio, gastándolo en prodigiosas
cantidades para mantener pequeñas colonias sin valor, en mundos tan muertos
como la Luna y el planeta Marte. La Tierra se está empobreciendo en un inútil
esfuerzo para hacer que se convierta en realidad un sueño largamente
acariciado. Sólo Marte, ha costado ya cien mil millones de dólares. ¿Y qué
resultado de valor nos ha proporcionado? Arena y líquenes, sin aire que permita
la vida humana y un frío espantoso. Y a pesar de eso, se siguen gastando
millones cada año para ayudar a unas docenas de personas que están lo bastante
locas como para...
- ¡Cállate! Ya
es suficiente, Rory.
- Vamos, calma,
muchachos - intervino entonces Bess -. Voy a quitar la mesa.
Le ayudamos.
Después, tomando café en el cuarto de estar, reanudamos la conversación.
- Bien, creo
que me he hecho cargo de la situación - dije a Rory -. ¿Qué podría hacer para
ayudar en todo esto?
Mi amigo dejó
escapar un suspiro.
- Bien, para
empezar, tienes que votar. Has llegado aquí con el tiempo justo para registrarte
como votante; mañana es el último día. Tendrás que volver a Berkeley para
hacerlo y afirmar que llevas un año de residente en el Estado, para que se te
autorice a emitir el voto. Darás esta dirección; nosotros diremos que has
estado viviendo en casa todo ese tiempo.
- Magnífico.
- Pero me
parece una tontería que tengas que cruzar la bahía esta noche y después volver
para registrarte. Quédate esta noche con nosotros y te registras por la mañana
antes de volver.
- Gracias,
Bess, eres un encanto.
- Tenía que
haber caído en la cuenta por mi mismo - dijo Rory -. Bien, creo que tienes
bastantes amigos en San Francisco para que puedan registrarse en diversos
distritos. Creo que podrías conseguir varios votos para el próximo martes.
- Puedo
hacerlo. Cuando menos cinco o seis.
- Y asegúrate
de que tus amigos se registran convenientemente. No tenemos que preocuparnos en
qué forma lo hagan, pues no serían amigos tuyos. Todos y cada uno de los votos
cuentan, Max.
- Seguro que
sí, cada voto ayudará a nuestra empresa. Yo creo que podré conseguir más, ya me
las arreglaré. ¡Maldita sea!, ¿es que no puede hacerse otra cosa más?
- Pues no sé
cómo, Max. Tú no eres un conferenciante. Si te pusieras delante de la
televisión, parecerías un fanático - que es lo que realmente eres - y
probablemente volverías loca a mucha gente en vez de convencerla.
Tuve que aceptar el hecho como cierto.
Suspiré resignado por la observación de mi buen amigo.
- Temo que
tengas razón en eso. Sin embargo, tiene que haber algo más. Podría intentar ver
a la señora Gallagher... y hablar con ella de algún modo.
- No creas que
está en la ciudad. Pero sí que podrías conseguir una entrevista con su
apoderado, Richard Shearer. Tienen una suite en San Francisco para su campaña
electoral. Ayer hablé con él por teléfono.
- ¿Y qué?
- Me dijo que
iba a enviar a un elemento a la Isla del Tesoro para hablar a los muchachos
durante la hora del almuerzo. Le dije que no hacía ninguna falta; toda la Isla
del Tesoro cuenta con un voto unánime para ella.
- De acuerdo -
le dije -. Lo primero que haré será verle el miércoles y emplearé mañana en
registrarme adecuadamente, y asegurarme de que mis amigos también lo hacen para
votar.
Puse mi reloj
despertador para las tres y media del miércoles. No es que fuese a ver a
Richard Shearer tan temprano, sino porque el cohete de Moscú llegaría a las
tres cuarenta, el primer estratocohete que vería desde mi estancia con mis
amigos en California. Los vuelos nocturnos de los estratocohetes son muy raros,
ya que es inútil correr ningún riesgo cuando en unas pocas horas pueden
recorrer la mitad de la Tierra. Pero un aterrizaje nocturno es algo bello de
contemplar.
Desde la
ventana, con mi habitación a oscuras, lo esperé. Todos han visto en la época
que vivimos un estratocohete cuando pone en ignición sus motores y ha
contemplado el fabuloso chorro de fuego de su cola. Son los más hermosos fuegos
de artificio que se hayan visto jamás, los fuegos de artificio que nos han
llevado a la Luna y a Marte y que nos llevarán a otros planetas más lejanos.
Bill, mi
hermano, me había dicho que los cohetes estaban quedando de lado. En efecto,
así estaba ocurriendo en cierta medida. Habíamos dado los primeros pasos y
después se perdieron los arrestos para continuar. Temporalmente - tenía que ser
sólo temporalmente - perdimos nuestro buen camino, o al menos, la mayor parte
de nosotros.
No todos,
gracias a Dios. Millones de nosotros, millones además de mí, deseábamos llegar
a las estrellas. Pero ahora existen muchos más millones de personas que han vuelto
la espalda a tal idea, o quienes apenas si dedican un vago recuerdo a esa
maravillosa empresa, pensando que es imposible obtenerlo en toda la duración de
nuestras vidas y que no vale la pena emplear tanto dinero en semejante empresa.
Lo peor de todo
son los reaccionarios, los conservadores, los cortos de vista, miopes a todo lo
que no sea vivir pensando en un inmediato beneficio para sus intereses. Los que
piensan que cuanto se haga es tiempo y dinero perdido, porque no van a tener
tiempo de tocar con sus manos el beneficio inmediato, financieramente hablando.
Por supuesto
que no lo tendrían; pero siempre serían pasos, los primeros pasos y sabemos muy
bien por nuestros astrónomos que lo conseguiríamos un día. Cuando se está
subiendo una escalera - una escalera casi infinita - dirigida hacia una
habitación - una habitación también infinita -, llena, repleta con todos los
tesoros del Universo, ¿se debería uno detener subiendo porque no se tuviese a
la mano inmediatamente un puñado de las riquezas de esos inmensos tesoros en
los primeros dos o tres peldaños?
Los
conservadores, millones de ellos, nos llamaban chiflados, los locos de las
estrellas. Se preocupan por los impuestos, únicamente por su dinero. Se crean
deudas, dicen, ¿y qué provecho va a obtenerse con esa loca aventura? Los
planetas no valen la pena y las estrellas... ¡Ah! si es que se puede llegar
hasta ellas, nos llevaría miles de años...
Pero yo creo,
que aunque cueste miles de años conseguirlo, lo que sería imposible, si no se
intenta con todo el corazón, la voluntad y con cuantas energías se tengan, es
algo factible y hay que intentarlo a toda costa. Sin contar con que súbitamente
podemos tener a la mano el medio que soñamos, de la forma más repentina e
inesperada. Esto puede llegarnos tan inesperadamente como el haber alcanzado el
planeta Marte en 1965, cuatro años antes de lo calculado para alcanzar la Luna.
De repente, obtuvimos la propulsión atómica y los combustibles químicos con los
que se había estado trabajando, quedaron instantáneamente convertidos en piezas
de museo y hechos unas antiguallas. Estábamos en la situación de un hombre que
intentaba cruzar el océano en un bote de madera, cuando sólo a pocas millas de
la orilla del mar surge un avión volando a velocidades supersónicas, de repente.
Tal vez hallemos la solución para ir a las estrellas, y entonces nuestra
propulsión atómica quedaría tan anticuada como el bote de madera para cruzar el
Atlántico.
Podemos hallar
algo nuevo que coloquen a las estrellas tan relativamente próximas como los
planetas para la propulsión atómica, si sólo lo intentamos, todos a una,
poniendo la inteligencia y el corazón en ello. Al igual que intentamos llegar a
la Luna, con cohetes de combustible químico y encontramos la propulsión
atómica.
A las nueve en
punto me dirigí a la suite 1315 del Hotel San Francisco. En la puerta rezaba un
rótulo que decía: Cuartel General de la Campaña Gallagher para Senador. Una
joven rubia, en la recepción, se entretenía esparciendo papeles alrededor de
diversas mesas de trabajo. Alzó la vista cuando entré y como seguramente solía
sonreír a todo el mundo, también me sonrió a mí.
Pensé que lo
mejor era, según me había sugerido Rory, comprobar si la candidata estaba en la
ciudad.
- Por favor,
señorita, ¿está Ellen Gallagher?
- La señora
Gallagher no puede encontrarse aquí porque en estos momentos está dando una
serie de conferencias en la parte norte del Estado. Lo lamento.
- ¿Por qué
tendría usted que lamentarlo? ¿Y el señor Richard Shearer, puede verse?
- Llegará
dentro de un momento. ¿Tiene la bondad de sentarse...? Oh, aquí está. Este
caballero quiere verle Mr. Shearer - dijo al interesado.
El hombre que
acababa de entrar me dio la impresión de una persona con una enorme cabeza
rojiza y una cara de luna llena. Me presenté a mí mismo y tras habernos
estrechado las manos, me dijo:
- ¿En qué puedo
servirle, Mr. Andrews? - La voz de Shearer sonaba a bajo de ópera, hablando con
lentitud.
- Que me diga
de qué forma puedo ayudar a Ellen Gallagher a que sea elegida.
- Venga a mi
oficina - se adelantó para mostrarme el camino, me señaló un sillón junto a una
mesa, un mueble de plásticos automáticos.
- ¿Es tal vez
usted amigo de la señora Gallagher, Mr. Andrews?
- Desde luego -
afirmé -. Nunca la he visto; pero si va a apoyar el envío de un cohete a
Júpiter, soy desde luego su más incondicional amigo.
- Vamos, un
loco de las estrellas. - Shearer hizo un gesto vago -. Bien, pensamos utilizar
todo el apoyo de los entusiastas locos de las estrellas para nuestra campaña, y
más ahora que nuestra candidata se muestra decidida en el sentido de esa
exploración del planeta Júpiter.
- ¿Qué
encuentra usted de reprobable en la cuestión?
- Por mi parte
apruebo lo del cohete espacial. Creo que es llegada la hora de que demos otro
paso hacia adelante en la conquista del espacio. Pero me temo que sus
declaraciones a la Prensa respecto al asunto, precisamente antes de las
elecciones, es un error político que va a costarle más votos de los que va a
ganar.
- ¿Los
bastantes como para perder su elección?
- Eso es algo
que no puedo saber, Mr. Andrews. Pero de lo que estoy cierto es de la adhesión
en bloque de todos los locos de las estrellas, como usted, ahora que estamos
metidos de llenos en el asunto.
- No se
preocupe por la votación de los locos de las estrellas - le dije -. Los tendrán
todos, y muchas veces el mismo en ciertos casos.
Mi interlocutor
sonrió levemente.
- Creo que
debería preguntarle el significado de sus palabras. Bien olvídelo, o mejor
dicho, es como si nada hubiese oído.
- Esta bien, no
dije nada. Pero usted acaba de decir que ignora si va a lograr el triunfo en
las elecciones. ¿Qué piensa, realmente?
Quedó tan
silencioso durante tanto tiempo, que tuve que contestar por él.
- Entonces es
que va a perder, tal como están las cosas.
- Me temo que
así parece. A menos que ocurra algo inesperado...
- ¿Algo así
como algún accidente repentino e inesperado a Dwight Layton?
Shearer había
permanecido apoyado de codos sobre la mesa, mirándome fijamente; pero ante mis
últimas palabras, adoptó una rígida postura como si le hubiesen clavado un
alfiler en alguna parte.
- No irá usted
a sugerir... - y se quedó mirándome fijamente -. ¡Por los clavos de Cristo,
creo que usted sería capaz de hacer algo de eso y arreglarlo así!
- Considérelo
como una cuestión hipotética; pero responda: ¿Podría eso arreglar las
posibilidades de Mrs. Gallagher?
Se levantó y
comenzó a pasear a largas zancadas por la estancia lentamente y sumido en
profunda meditación. Lo hizo cinco veces hasta que finalmente, se detuvo,
mirándome directamente a la cara.
- No, sería la
peor cosa que pudiera ocurrirle a ella, aún en el caso de que Layton sufriese
un verdadero accidente, totalmente fortuito. Porque Layton es un bribón
consumado, aunque nadie sea capaz de probar nada en tal sentido. Pero existe mucha
gente, incluso de su mismo partido, que lo sospecha y va a costarle muchos
votos. No tantos, desgraciadamente, me temo, como a Ellen por su desafortunada
declaración a los periodistas; pero eso le ayudaría. Con cualquier otro
candidato en la oposición, incluso alguien que se presentase en el último
momento, de quien el público no hubiera oído hablar jamás, ella tendría incluso
menos oportunidades. Además, Layton, si tiene un desgraciado accidente de tal
naturaleza que pudiera despertar la más ligera sospecha de que ha sido
arreglado por un fanático loco de las estrellas... Dios mío, amigo, ¿es que no
ve usted el daño que se haría a su propia causa por todo el país, además del
que se le causaría a Ellen?
- Sí, creo que
tiene usted razón - repuse -. Olvídelo, se lo ruego, ¿Y en qué aspecto ese
Layton es un granuja, un bribón? ¿Qué es lo que ha hecho?
- Como alcalde
de la ciudad de Sacramento, se hizo rico de la noche a la mañana. El rumor
corre de que metió las manos hasta el hombro en grandes contratos de
construcciones públicas. Pero está condenadamente bien protegido. Los chicos de
los impuestos fiscales intervinieron a fondo en sus libros el pasado año y sólo
tuvieron que limitarse al final, a extender un certificado de legalidad en sus
negocios y en su fortuna.
- Es preciso
que tenga un gran técnico en su Teneduría de Libros.
- El mismo
Layton es un gran contable. Era una figura destacada en esta línea de trabajo,
antes de irrumpir en el campo de la política. Es muy listo y no hay la menor
cosa contra él, por ningún lado. Si nosotros intentásemos darlo a entender,
utilizaría tal arma contra nosotros en el acto.
- ¿Y qué tal le
parece la idea de que sea yo quien lo dé a entender? Yo podría alquilar un
espacio en la televisión con mi propio dinero sin la menor conexión con la
campaña electoral de la señora Gallagher. ¿Qué le parece si le ataco
públicamente, sin importarme que pudiera denunciarme judicialmente por tal
causa?
Shearer denegó
firmemente con la cabeza.
- Ello haría
que la reacción fuese igual contra Ellen. Usted no puede atacar a ningún
candidato en una elección, sin que automáticamente se asocie a sí mismo con el
oponente. No, me temo que no haya nada que pueda usted hacer en todo esto,
mister Andrews; y que nos causase más daño que beneficio. Nada en gran escala.
Por supuesto, agradeceríamos muchísimo su voto y cuantos pueda aportar de sus
amigos.
Y me tendió la
mano, mostrándome que nuestra entrevista había terminado.
Permanecí
deambulando un rato y pensando en todo aquello. Deseaba pensar y pensar mucho,
antes de decidirme por algo tan débil como votar varías veces por mí mismo y
ver la forma de aportar otra docena de votos. Incluso un centenar no habría
ayudado gran cosa, en la forma en que Shearer llevaba la campaña de Mrs.
Gallagher y tal y como me lo había manifestado abiertamente.
Me hallé a mí
mismo pasando la Unión Square. Allí existía una plataforma en el centro y sobre
ella, un tipo hablando con su voz amplificada por un buen sistema de altavoces
que hacía posible escucharlo desde cualquier lugar de la gran plaza.
«Júpiter,
decía, como si esgrimiera la espada de la Justicia. ¡Esta mujer propone que
gastemos nuestro dinero - que al menos supondría mil millones de dólares, para
enviar un cohete a las proximidades de ese planeta! ¡Mil millones de dólares
que tendríamos que pagar, dinero a sacar de nuestros bolsillos, pan de nuestras
bocas. ¡Un millar de millones de dólares! ¿Y qué vamos a adquirir con eso?
¿Otro planeta sin valor alguno? Ni siquiera eso. Sólo un ligero vistazo a otro
planeta sin valor alguno para la raza humana. El cohete, ni siquiera podría
aterrizar. No puede hacerlo.»
Alrededor de la
plataforma existía una pequeña muchedumbre, mientras a que a todo lo largo y
ancho de la gran plaza, la gente pasaba escuchando, incluso yendo dedicada a
sus propios negocios.
Pensé en
haberme subido en aquella plataforma y haber abofeteado a aquel imbécil. Se me
crisparon las manos, dispuestas a entrar en acción. Pero aquello, en fin de
cuentas, no resolvería nada y me habría enviado a la cárcel, donde por lo
demás, tampoco podría votar.
Y desistí de
hacerlo. Por una vez me mostré sensato. El individuo continuó:
«El planeta
Júpiter. A cuatrocientos millones de millas de distancia, a más de ocho veces
más lejos que Marte, un planeta en donde el hombre ni siquiera puede aterrizar.
Tiene una atmósfera venenosa de metano y amoníaco, tan espesa, que en el fondo
se halla en estado líquido bajo una presión tan gigantesca que el más poderoso
de los cohetes construidos por el hombre quedaría aplastado como un cascarón de
huevo. Una atmósfera, además de miles de millas de profundidad en constante
turbulencia. ¿Y bajo semejante atmósfera? Un lecho de centenares de millas de
espesor, bajo presiones terroríficas. Nuestros telescopios nos dicen todo eso
respecto a Júpiter, y que sin duda alguna, no está hecho de ningún modo para el
hombre. Todos sabemos que este gigantesco planeta tiene una atracción
gravitacional tan espantosa que ninguna espacionave puede aproximarse, sin ser
aplastada o destruida. Ya sabemos con certeza, que sus lunas están desiertas,
muertas y que son más frías e inhóspitas que la nuestra propia. Y con todo, la
señora Gallagher desea desperdiciar mil millones de dólares de nuestro dinero
en...»
Con los puños
apretados dentro de los bolsillos, hice lo posible por aguantar todo aquello y
seguir escuchando, sin volverme loco y romperle la crisma a aquel cretino.
Había decidido que proporcionaría a Ellen Gallagher su única oportunidad de
ganar la elección de Senador.
Fue hacia el
mediodía cuando llegué a Sacramento. El estratopuerto estaba colmado de un
enorme gentío, creo que a causa de cierta convención que iba a celebrarse, y
tuve verdaderas dificultades en encontrar taxi helicóptero para llegar a la
ciudad. A la una y media me encontraba frente al edificio en donde Dwight
Layton tenía instalada su oficina electoral, en la calle K.
Un minuto
después, me encontraba en la antesala de la oficina.
El
recepcionista era un tipo duro, aunque no demasiado como para asustarme. Con
rapidez le expuse que mi caso era de mucha urgencia y estrictamente personal y
que concernía de forma muy importante a la campaña de Mr. Layton y a sus
oportunidades de victoria y que no podía entrevistarme con ningún secretario ni
ayudante, debería ser con el propio Mr. Layton
Estaba muy
ocupado Tuve que esperar veintisiete minutos, pero conseguí entrar finalmente.
Le di un nombre falso y comencé a hablar excitadamente; le dejé escucharme
durante un minuto.
Pude haberme
mantenido más tiempo en tal postura; pero un minuto fue suficiente para
aprenderme de memoria las entradas y salidas de su oficina, la clase de
cerraduras allí utilizadas y del tamaño de su caja de seguridad. Era grande;
pero un modelo de antiguo diseño ya pasado de moda; algo que un buen mecánico
podría abrir en diez minutos utilizando las herramientas adecuadas.
Compre las
cosas que me hacían falta y una cartera no muy grande en qué llevarlas
encerradas Maté el tiempo hasta las nueve en punto y después, me dirigí hacia
la oficina de Layton.
No tropecé con
alarmas especiales contra ladrones; aquélla era una posibilidad que debí tomar
en consideración. No me dirigí a la caja, sino que comencé por los cajones de
su despacho en primer término. Dentro de un cajón, y convenientemente
encerrado, había un libro mayor, como único objeto, con las pastas en rojo. Las
anotaciones de aquel libro estaban hechas por la propia mano de Layton, cosa de
la que me aseguré por los demás papeles escritos de la mesa del despacho, y que
comparé cuidadosamente para estar bien seguro. Nombres, fechas y cantidades,
incluso anotaciones de ventas realizadas a la ciudad de Sacramento y los
porcentajes que representaban suficientes pruebas para enviarle por una docena
de veces a la cárcel.
La mente de un
contable es extraña y sistemática. En la caja fuerte debería, sin duda existir
bastante dinero; pero no quise manchar mi conciencia con haberlo tomado. Tenía
lo que necesitaba que era mucho más importante que el dinero. No quería
estropear mi buena suerte.
Envié por
correo el libro convenientemente envuelto a Richard Shearer a San Francisco
Hotel.
Y yo volví a la
ciudad y me acosté tranquilamente.
Poco antes del
mediodía telefoneé a Shearer
- ¿Ha recibido
usted un paquete? - le pregunté.
- Sí. ¿De qué
se trata? ¿Quién llama?
- El hombre que
lo envió. Dejémonos de dar nombres, sobre todo por teléfono. ¿Ha hecho usted ya
algo con ese paquete?
- Todavía estoy
decidiendo la mejor forma de utilizarlo, Estoy sudando, ésta es la verdad,
amigo.
- Deje de sudar
- le dije -. Llévelo a la policía del Estado, eso es todo. Pero que enfrente
del edificio de la policía, se encuentren unos cuantos chicos de la prensa y
unos cuantos fotógrafos que tomen copias de las páginas más jugosas.
- Pero, ¿como
puedo explicar la forma de haberlo conseguido?
- ¿De dónde lo
recibió? Ha sido enviado a usted por correo envuelto desde la ciudad de
Sacramento. Puede usted mostrar a la Policía la envoltura y los sellos de
Correo. No tiene ninguna huella digital y la dirección está hecha con letras de
block. Su gran argumento debe ser que alguien, que aborrece a Layton
profundamente, dentro de su misma organización, lo ha enviado para que se
aclaren muchas cosas que interesen a la opinión pública. Y eso es lo que sin
duda alguna, debe creer el propio Layton. No se hallará ninguna evidencia de
robo.
- Escúcheme,
¿qué es lo que quiere por este servicio? ¿Qué podemos hacer por usted?
- Usted hace
dos cosas por mí. La primera, invitarme a un trago, y mientras lo tomamos, le
diré la segunda. Estaré en el Bar de la Osa Mayor dentro de quince minutos. Le
conoceré a usted si usted no me reconoce a mí.
- Creo que le
conoceré ¿No dio usted a entender ayer en mi oficina que iba a votar varias
veces?
- Calma amigo -
le dije -. ¿Ignora usted que votar más de una vez es contrario a la Ley?
Yo tenía idea
del Bar de la Osa Mayor por el nombre; pasé muchas veces ante él, sin haber
entrado. Me resultó un lugar encantador y tranquilo. Me senté en uno de los
apartados laterales y a los pocos minutos, Shearer entró.
Tenía el
aspecto de un hombre excitado y preocupado a la vez.
- Imagino que
su sugerencia de la policía del Estado con periodistas a la caza de noticias es
lo mejor que puede hacerse - me dijo -. Lo he pensado también. Pero esto tendrá
que esperar hasta mañana sábado, a última hora del día; para que las noticias
exploten como una bomba el domingo por la mañana en toda la prensa y se procure
la mejor cobertura posible de propaganda. Será algo fenomenal.
- ¿Cómo
explicará usted el retraso? Los matasellos demuestran que lo recibió usted hoy.
- Vamos, calma,
amigo. Todavía no sé si es de Mac Coy o no. ¿Cómo estar seguro de que la
escritura de Layton es verdadera o si es que alguien ha tratado de gastarme una
broma de tomo y lomo?
Yo fruncí el
entrecejo.
- No irá usted
a creer que yo intenté jugarle a usted ninguna mala pasada, ¿verdad?
- Diablo, no,
de ningún modo. Pero es cosa de pensarlo bien, sin que me vea rodeado de
sospechas. De todas formas, me llevará tiempo hasta mañana por la tarde para
estar seguro del concurso de algunos fotógrafos que tomen parte en el proceso.
Bien, y ahora, ¿cuál es la otra cosa que deseaba de mí?
- Eso puede
esperar hasta que Ellen Gallagher haya sido elegida. Estará demasiado ocupada
hasta entonces. Pero deseo que le diga quién ha sido realmente la persona que
hizo llegar a sus manos ese libro mayor y que deje una cita para mí. ¿Cree que
hablará conmigo?
- ¿Hablar con
usted? Pero, hombre, lo que debería sería hacer el amor con usted. Está bien,
¿y qué otra cosa más?
- Nada que
pueda usted prometerme. Tendré que pedir un favor a la Gallagher. Por eso
quiero tantear el terreno.
Shearer, tomó
un trago de su bebida y me miró fijamente.
- Usted no
podrá pilotar ese cohete, incluso aunque Ellen le prefiriese especialmente.
Sabe usted muy bien cual es la edad límite para los pilotos, y...
Yo levanté una
mano para detenerle en su perorata.
- ¿Cree que
estoy loco? Sé mejor que usted cuál es la edad tope para los hombres del
espacio. Treinta años. Y yo tengo cincuenta y siete. No, no podré pilotarlo.
Pero sí que podré ayudar mucho a su puesta a punto, y eso realmente es todo lo
que deseo.
Shearer aprobó
con un gesto.
- Conozco a
Ellen lo bastante bien para decir que le proporcionará el mejor empleo en el
proyecto, para el cual está usted altamente calificado. Eso se llevará a cabo,
desde luego. Personalmente no me atrevería a apostar a una posibilidad contra
diez.
- ¿Y qué
posibilidades calcula usted para Ellen Gallagher de ser elegida, a partir del
momento en que descubra usted el escándalo de ese libro mayor de Layton?
- Creo que todas.
Pero conseguir un decreto del Congreso es algo distinto. No es posible dar la
mano a torcer de todos los miembros del Congreso ni asaltar sus oficinas una
por una, de cuantos vayan o piensen votar en contra...
Yo le hice un
guiño. Y le dije:
- Puedo intentarlo.
La elección fue
una verdadera explosión totalmente inesperada. La famosa historia del escándalo
financiero de Layton se extendió como un reguero de pólvora y tanto la
televisión como la prensa se encargaron de difundirlo hasta el último rincón del
Estado. El partido de Layton hizo un último y desesperado esfuerzo; el propio
Layton se presentó ante las cámaras de televisión afirmando su inocencia,
aunque presentando su retirada de las elecciones hasta poder justificar
dignamente los cargos que se hacían contra él, en favor de alguien que le
reemplazaría y cuyo nombre nadie se molestó en tomar en consideración. El
candidato sustituto de última hora obtuvo los votos de seis distritos de
Sacramento y Ellen Gallagher todos los demás.
A las ocho en
punto de aquella tarde, Bess, Rory y yo, aguardábamos en la televisión el
anuncio del reconocimiento de la derrota de los oponentes de Mrs. Gallagher.
Dejamos el aparato funcionar, porque todos deseábamos ver y oír la presencia de
Ellen Gallagher y lo que tuviera que decir. Se había anunciado que estaba
saliendo de Los Angeles y que volaba a San Francisco por estratorreactor y que
sería entrevistada por los chicos de la prensa y la televisión a su llegada a
la Isla del Angel a las ocho treinta.
Bess sacó una
botella de champaña del refrigerador y esperamos para descorcharla el momento
en que se confirmase su amplia victoria en las elecciones.
Llenamos
nuestras copas y brindamos por aquella victoria.
Bebimos y
charlamos animadamente. A las ocho y treinta y cinco apareció en la televisión
un locutor en el aeropuerto, por lo que di volumen al aparato para oír lo que
decía.
- «...una
espesa niebla - estaba diciendo en aquel momento -. La visibilidad es casi cero
en el aeropuerto y así esperaremos hasta que la Senador Gallagher se encuentre
aquí para entrevistarla. No les será posible, señoras y señores, presenciar el
aterrizaje del aparato; porque está volando mediante instrumentos. Pero ya se
aproxima, puedo oírlo en este momento. Llega a la hora exacta...»
- Dios Santo,
Rory - dije a mi amigo -, esos condenados reactores son una porquería volando
por medio de instrumentos. Qué tal que...
Y pudimos oír
la catástrofe.
Salté de mi
asiento para salir corriendo de la estancia; pero Rory me detuvo.
- Calma - me
dijo -. Desde aquí tendremos noticias con mucha mayor rapidez.
Y en efecto,
fueron llegando, poco a poco. El avión se había estrellado; la mayor parte de
los pasajeros habían resultado muertos y ninguno había escapado ileso, todos,
en más o menos, de los supervivientes, se encontraba herido de cuidado. El
copiloto había sobrevivido y aún se hallaba consciente cuando fue extraído de
entre los restos del estatorreactor. Había manifestado que tanto el radar como
la radio habían quedado fuera de control simultáneamente cuando sólo se
encontraban a cuestión de yardas del terreno del aeropuerto; demasiado tarde
para levantar nuevamente el avión e intentar el aterrizaje.
Poco a poco
siguieron otras noticias. Richard Shearer, el director de la campaña electoral
de Ellen Gallagher, había resultado muerto. El Dr. Emmett Bradly of Caltech,
muerto también.
- ¡Maldito
estratorreactor! - comentó sombríamente Rory.
La Gallagher se
hallaba con vida. Inconsciente y gravemente herida pero viva. Se la habían
llevado con urgencia al hospital de la Isla del Angel y posteriores informes
demostraban que su condición era regularmente satisfactoria, dadas las graves
circunstancias del trágico accidente. Se darían noticias suyas, tan pronto como
fuese posible. Ahora sólo quedaba esperar.
En la niebla,
el ulular de las sirenas. Maldita ciudad de San Francisco, maldita la niebla,
malditos estatorreactores y maldito todo...
Nos sentamos y
continuamos esperando. El champaña se puso caliente e inútil. En su lugar
tomamos una cerveza fresca para calmar nuestros nervios. Yo ni siquiera toque
la mía.
No fue sino
hasta después de las once, que se volvió a tener noticias de la señora
Gallagher. Estaba viva y se tenían esperanzas en su supervivencia; aunque
estaba gravemente herida. Había sido preciso hacerle dos operaciones de
urgencia. Permanecería hospitalizada por meses, seguramente. Pero la esperanza
de su recuperación, aparecía casi totalmente cierta.
Se me ocurrió
pensar si Richard Shearer le habría contado la realidad de cómo llegó a sus
manos el famoso libro de las pastas rojas de la contabilidad privada de su
enemigo político. Tendría que haberlo hecho. Ella habría tenido que
preguntárselo y no existiendo razones para silenciarlo, excepto el hecho de que
sólo se lo hubiera dicho cuando no estuviesen delante de otras personas, podría
confiar en que así ocurrió.
Sí, aquello
pudo haber ocurrido fácilmente. Pudo haber tenido una reunión con algunas otras
personas, incluido Bradly. Shearer había volado junto a ella para compartir su
triunfo. Tal vez no hubiese tenido ocasión de haberse encontrado a solas con
Shearer.
Finalmente me
bebí el vaso de cerveza que Rory se obstinó en ofrecerme. Estaba ya tan
caliente como el champaña lo había estado antes.
A la mañana
siguiente, comencé a trabajar en la Isla del Tesoro a las órdenes de Rory.
Segunda Parte:
Año 1998
Trabajaba en
los cohetes. Trabajaba en los cohetes que según había dicho mi hermano Bill
estaban quedando de lado; aunque no tanto como él suponía. Sólo salían a unos
cuantos cientos de millas de distancia para volver de nuevo a la Tierra. Eran
los cohetes para New York, París, Moscú, Tokio, Brisbane y Johannesburg y Rio
de Janeiro. Aquellos cohetes de San Francisco no iban a la Luna ni a Marte.
Aquellos cohetes, los verdaderos cohetes espaciales tenían su base en Méjico y
en Arizona. El Gobierno los regulaba; pero seguía manteniendo las ideas más
absurdas acerca de los mecánicos y técnicos de cohetes. El Gobierno tenía la
idea de que los mecánicos en cohetes no podían tener más de cincuenta años, además
de sostener que deberían conservar su anatomía completa especialmente
sostenerse sobre dos piernas de carne y hueso. Pero yo había trabajado en los
cohetes interplanetarios a despecho de tales disposiciones, en los tiempos en
que los amigos no tenían en cuenta para nada que me faltaba una pierna. Pero no
era posible al sobrepasar la marca de los cincuenta años, cosa que ya hacía
siete años que había pasado para mí; aquella medida fue fuertemente ratificada,
según las bases actuales del Gobierno. Unas cuantas veces pasados los
cincuenta, yo había trabajado en cortos períodos en los cohetes si no
simplemente estando cerca de ellos, viéndolos, tocándolos ocasionalmente y
contemplando sus despegues y aterrizajes. Pero nunca largos períodos porque no
había futuro para ellos, no había un sendero hacia las estrellas, trabajando
como un vulgar comerciante se dedica a su negocio de plumas o de cualquier otra
cosa. Ahora de todas formas, es mucho mejor; trabajar con ellos, aunque solo
sea en los de aplicación terrestre que salen de la Tierra para volver pronto a
ella.
Y así, estaba
en San Francisco, donde además, la Senador Gallagher se encontraba. Todavía en
el hospital, aunque ahora recuperándose poco a poco de la catástrofe aérea
sufrida. Vivía y mejoraba, aquella maravillosa mujer a quien nunca había tenido
ocasión de ver y hablar en persona. Viviría y se hallaría totalmente bien en
pocos meses más, sólo cuestión de tiempo. Cuestión de tiempo para pensar en ir
a Júpiter, el próximo paso hacia el cielo estrellado. Una cuestión de tiempo;
pero el tiempo pasaba velozmente.
Yo hice algo
interesante en aquel mes de enero de 1998. Concebí un diseño que ahorraba
ligeramente el peso del giro-estabilizador. Conseguí por ello un premio de mil
dólares, ya que suponía para los cohetes de Tierra el ahorro de muchos millares
de dólares al año. Aquello no era demasiado importante; la cosa realmente
importante era que la mejora podía ser utilizada y se utilizaría en los vuelos
del espacio también. Una diminuta disminución de la razón de masa, era una
pulgada más cerca de la conquista de las estrellas. Aquello era lo que de veras
importaba. Rory, Bess y yo gastamos un centenar de aquellos mil dólares en
corrernos una pequeña y decente juerga familiar.
Las buenas
noticias, las grandes noticias, llegaron algunas semanas más tarde, en febrero.
Por fin, una carta de la Senador Gallagher. Yo estaba buscando alojamiento y
mientras tanto la correspondencia se me enviaba a la casa de los Busteders.
Bess me llamó
un día para decirme que aquella carta había llegado. Por supuesto, le dije que
la abriese y me la leyese por teléfono y rápidamente. Aguardé emocionado la
pausa que mediaba entre la rotura del sobre y la lectura de la misiva. Bess me
leyó lo siguiente:
«Querido señor
Andrews: Tras mucho tiempo, por fin se me permite dictar cartas y corresponder
así a tantas como he recibido, entre las cuales, la suya, merece el primer
lugar.
»Sí, amigo mío,
Richard Shearer me dijo que fue usted quien suministró la bomba definitiva que
hizo ganar mi elección y para qué expresarle cuán profundamente agradecida me
siento hacia usted. Lo que me dijo al respecto, fue prácticamente el último
acto de su vida. Estábamos sentados uno junto a otro en el avión donde tantos,
y entre ellos, el pobre Ricky encontró la muerte. Me lo explicó cuando
estábamos a punto de aterrizar en Angel.
»Todavía no es
cierto, aunque los médicos se muestran optimistas, que yo pueda tomar parte en
la sesión corriente del Congreso, que puede ser diferida hasta mayo próximo,
pero creo estar completamente cierta de que me encontraré totalmente recuperada
para mediados del verano y más que dispuesta para la sesión 1999 que tendrá
lugar en el próximo enero.
»Mientras y
mucho antes de todo eso, espero verle personalmente y estar en condiciones de
discutir el proyecto Júpiter con usted. Sí, conozco mucho su interés por el
proyecto y no en mi mente. Yo haré cuanto esté en mis manos para dar empuje a
tal proyecto y hacer todo lo posible para su éxito, dándole, por supuesto, una
activa parte en el, si se aprueban los correspondientes presupuestos. Sé que es
cuanto usted desea y sé también que es el camino más adecuado para mostrarle mi
agradecimiento por cuanto hizo en la campaña de mi elección.
»Le prometo
volver a escribirle, probablemente antes de un mes. En el ínterin, estaré en
condiciones de recibir visitas y espero sea tan amable de que la suya sea una
de las más gratas.»
-
¡Maravilloso!... grité a Bess por teléfono.
Sí, era
maravilloso. Ya me encontraba otra vez sobre el camino de mis sueños. Richard
Shearer, Ricky para sus amigos, vivió lo bastante para decir a Mrs. Gallagher
lo sucedido con el libro de las pastas rojas. «Querido Ricky, conservo de ti
una cariñosa impresión y un grato recuerdo.» Entonces, me sentí que amaba a
todo el mundo. Sí, me sentía nacer de nuevo a la vida.
Los cohetes
continuaron funcionando y yo trabajando en ellos. Continuaban surcando los
espacios aunque volviesen pronto a la superficie terrestre, aunque sólo volasen
unas cuantas miles de millas. Es la distancia mínima a la que puede ser enviado
un cohete de tipo local. Un larguísimo viaje en cualquier tipo de avión,
quedaba prácticamente reducido a despegar y aterrizar momentos después.
Incluso en
pequeños viajes como de New York a Méjico, el ahorro de tiempo se contaba por
horas. Era justo comprender que el ahorro no era tan apreciable en cortos
trayectos como el viaje a París, por ejemplo. El viaje se llevaba dieciocho
horas por estratorreactor con dos escalas para aprovisionamiento, y menos de
cuatro por cohete. Catorce horas es un gran ahorro de tiempo; pero aún así,
sólo los ricos se podían permitir el lujo de tal ahorro, porque las tarifas del
cohete son casi diez veces superiores. Gracias a Dios que existían los ricos.
Gracias a Dios, porque ellos permitían que continuasen los cohetes terrestres
todavía. Y era importante que continuasen porque los interplanetarios, los
únicos que realmente importaban, iban mejorándose con los pequeños pero
continuados progresos técnicos que conseguíamos entre todos los enamorados de
los cohetes. Se consiguieron incontables mejoras de ese tipo. No grandes en su
mayor parte; pero cada uno de ellos suponía el añadir un poquito al gran sueño
de los viajes interplanetarios, nuestro loco sueño. Ahorro de tiempo, cada vez
mayor, mayor seguridad en los vuelos. Para no mencionar que los cohetes
terrestres daban empleo a los mecánicos especializados en cohetes, quienes a
causa de su edad y de la estupidez técnico burocrática no podían tener empleo
en los trabajos del Gobierno al respecto. Todo lo que importaba entonces, era
si uno se hallaba técnicamente calificado y físicamente capaz para hacer el
trabajo.
Sí, gracias a
Dios que existían los ricos.
La senadora
Gallagher no llegó a escribir la segunda carta. En su lugar, me llamó por
teléfono, una tarde a últimos del mes de marzo. Ella tenía aún la dirección de
Rory y llamó allí; por fortuna yo me encontraba pasando la tarde con ellos, por
lo que la respuesta no sufrió demora alguna.
Bess contestó
al teléfono.
- Es para ti,
Max - me dijo -. Me parece una extraña mujer. Tal vez sea...
Y en efecto, lo
era.
- ¿Mr. Andrews?
Soy Ellen Gallagher. Estoy ahora en casa y me encuentro mucho mejor. Se me
permite recibir visitas con un tiempo límite de media hora. ¿No tendría
inconveniente en venir pronto?
- En cualquier
momento, desde luego - le repuse -. Ahora mismo; pero un momento... dice usted
que se encuentra en casa. ¿Quiere decir que me llama desde Los Angeles?
- No, continúo
todavía en San Francisco. Por «casa» quiero decir y referirme a un apartamento
que he alquilado aquí por uno o dos meses y de esa forma estoy en contacto con
el médico que está tratándome. Se encuentra en Telegraph Hill.
- Si le parece
bien esta noche, puedo estar ahí dentro de media hora.
Ella rió al
otro extremo del teléfono. Era una risa deliciosa, creo que me gustaría al
verla. ¿Gustarme? ¡Diablos, ya la amaba!
- Tiene usted
demasiada prisa, Mr. Andrews - me dijo entonces -. Habla usted y se comporta en
la forma en que lo describió el pobre Ricky. Pero realmente no puedo tener
compañía esta noche. ¿Está libre de compromiso mañana? ¿Qué tal le parece
alrededor de las dos de la tarde?
Le dije que no
tenía compromiso alguno y que la vería a la hora indicada por ella. Me las
arreglé con Rory a efectos del horario con objeto de permitirme el asearme
convenientemente después del almuerzo, vestirme con mi mejor traje y acudir a
la cita.
Una enfermera
privada me introdujo en el apartamento y me llevó hasta la habitación en que
Ellen Gallagher permanecía sentada en la cama, esperándome.
Aparecía un
poco pálida; pero mucho más bella que en las fotografías en que yo la había
visto; tal vez porque aquellas fotografías en blanco y negro no permitían
apreciar el hermoso color de sus cabellos castaños, casi rojos, resultando
mucho más sorprendente y atractiva que fotografiada. Además, tampoco tenía el
aspecto de sus cuarenta y cinco años, hubiera podido pasar muy bien por una
mujer de poco más de treinta. Tenía unos hermosos ojos oscuros y una boca
amplia de hermosos labios y magnífica y resplandeciente dentadura. Viéndola mas
despacio no era en realidad bonita. Más bien resultaba atractiva y todo
femineidad.
- No está mal -
dije.
Ella sonrió
graciosamente.
- Gracias, Mr. Andrews.
- Max para
usted, Ellen.
- Está bien,
Max. Siéntese y deje de dar paseos de un lado a otro. El cohete no está
dispuesto todavía para despegar.
No me había
dado cuenta de que estaba moviéndome de un lado a otro de la estancia. Tomé
asiento.
- ¿Cuándo? -
pregunté.
- Ya sabe usted
el tiempo que se lleva un proyecto del Gobierno.
Sí, lo sabía,
por desgracia. Sabía que se llevaría por lo menos un año, una vez tomada la
resolución por el Congreso y aprobados los trámites y presupuestos del
proyecto. Y tal vez más tiempo aún, a menos que alguien no lo empujase
vigorosamente, y continuara presionando sin cesar. Y como un asunto del
Gobierno, otros dos años, por lo menos de la mitad de tal tiempo.
- Dígame,
honestamente, Ellen, ¿qué posibilidades considera usted que hay de que triunfe
ese proyecto? - pregunté.
- Las mejores,
Max. Puedo presentarlo de la mejor manera posible, proporcionar una excelente
publicidad, conseguir declaraciones de los científicos de primera fila que
demuestren el valor de un examen próximo del planeta Júpiter. Por supuesto, hay
que valerse de medios políticos y de ciertas habilidades. Pondré en práctica la
venta de caballos.
- ¿La venta de
caballos? ¿Qué quiere decir con eso?
Ella me miró y
movió la cabeza con aire comprensivo.
- ¿No sabe
usted la forma que tiene el Congreso de actuar?
- Pues no,
dígamelo, se lo ruego.
- Pues es poco
más o menos así, Max. Cada miembro del Congreso tiene algún decreto que desea
que se lleve a efecto, usualmente en beneficio de algo que beneficie a su
propio Estado, para sus constituyentes, etc., de forma que a la recíproca se
asegurará los votos de sus conciudadanos. El Senador Cornshusker, por ejemplo,
de Iowa, desea una nueva y alta paridad en el precio de los granos. Nosotros
hacemos el cambio de caballos, yo voto por él y él vota por mí.
- Buen Dios -
exclamé -. ¡Hay ciento dos senadores! ¿Quiere usted decir que tendrá que hacer
eso en ciento un casos?
- Max, su idea
no es correcta. La mayoría es sólo de cincuenta y dos votos, yo cuento al menos
con treinta y cinco seguros y habrá siempre otros que votarán igualmente. En realidad
todo lo que tengo que luchar es en buscar de quince a veinte votos.
- Pero la
Cámara de Representantes...
- Sí, eso será
más duro. Pero la camarilla de los enamorados del espacio ayudará mucho. Ellos
sabrán exactamente con cuántos votos se podrá contar y cómo embarcar los que
faltan. De todas formas un voto en el Senado vale por diez de la Cámara.
Además, tampoco tendré que hacer por mí misma todos esos cambalaches, esa
camarilla de locos del espacio que piensan como usted, querido Max, se ganarán
la voluntad de algunos de los miembros representativos y la cosa se llevará a
cabo felizmente.
- De todas
formas, Ellen, eso suena como si llevase tiempo por delante. ¿Existe alguna
posibilidad de pasar por alto tanta dificultad y saltarse esa próxima sesión
del Congreso? Quiero decir si usted pudiese presentar el proyecto con
suficiente tiempo de antelación.
Ellen movió la
cabeza con decisión.
- Max, aunque
yo no hubiese resultado herida en el accidente de aviación, incluso si yo
estuviese allí ahora, no podría en modo alguno pasar por encima de las reglas
establecidas. Este es el año 1998, un año de elecciones presidenciales. El
Presidente Jansen, se presentará para su reelección... y probablemente ganará.
Se encuentra casi de nuestro lado, desde luego no pondrá su veto al proyecto si
triunfa en su nuevo periodo presidencial. Pero antes de ella, casi seguro que
lo haría.
- ¿Y que
ocurrirá si no es reelegido?
- Creo que lo
será; pero no importa demasiado si no ocurre así. Sea quien fuese el que lo
venza, será alguien, como cosa casi cierta que, estará como fuerza mediadora
entre unos y otros y aprobará un decreto prudente en un sentido expansionista,
como el que deseamos, o sea algo así como tratar de colonizar algún nuevo
planeta o tratar de la construcción de un navío estelar.
¿Cómo puede
estar segura? Segura, quiero decir, que será un elemento que se encuentre a
medio camino de las dos fuerzas políticas principales del Congreso.
- Porque
ninguno de ambos partidos se atreverían a presentar una oposición decididamente
conservadora. Afortunadamente la división no está en las líneas de los partidos
y el voto de los enamorados de las estrellas y es suficiente fuerte como para
que ninguno de los dos grandes partidos se atreva a presentar una sólida
oposición. Y dése por contento de que las cosas sean así, querido Max. En caso
contrario, estaríamos en franca minoría.
- Ya comprendo.
Pero hay algo que no veo claro. Puesto que usted es tan lista políticamente en
cuestiones de esta envergadura, ¿cómo estuvo usted para dejar de lado que la
cuestión de Júpiter se convirtiese en algo que pudo haberle costado la
elección, por sus declaraciones a los periodistas?
- Lo sé. Yo la
habría perdido de no haber sido por lo que usted hizo. Pero no fue realmente
equivocación mía. Brad - el Dr. Bradly of Caltech - lo hizo. Dejó escapar
detalles de que trabajaría para el proyecto. Los periodistas vinieron en mi
busca para confirmarlo.., y no pude dejar mal parado al Dr. Brad, ¿no le
parece? No podía llamarle embustero públicamente.
- No, claro que
no. Pero, ¿cómo pudo cometer semejante estupidez ese condenado idiota...
- ¡Max! - me
recriminó Ellen Gallagher, con voz ligeramente alterada -. Brad está muerto,
recuérdelo. Y de todas formas, él fue quien me llevó hacia el proyecto. Fue
idea suya.
- Lamento lo
que he dicho - dije sinceramente contrito.
Ella volvió a
sonreír de nuevo.
- Está bien,
olvidémoslo. Dígame...
En aquel
instante miró hacia el umbral al oír ruido de pasos que se dirigían en tal
dirección. Apareció la enfermera.
- Ha pasado la
media hora, Mrs. Gallagher. Me dijo que se lo recordase.
- Gracias,
Dorothy. - Y me miró a mí -. Max, lo que iba ahora a preguntarle le llevará
algún tiempo para responder. Así que es mejor que acordemos la próxima vez que
nos veamos.
Y acordamos volver
a vernos el viernes siguiente a las siete.
Me compré un
par de lentes ópticos de seis pulgadas, para pulirlas yo mismo y utilizarlas en
un telescopio reflector. Deseaba tener la oportunidad de mirar a mis anchas al
cielo estrellado sin tener que ir a ningún observatorio para ver al gran
Júpiter y su numeroso cortejo de lunas.
(El planeta
Júpiter, el gigante del sistema solar, con volumen de 1.295 mayor que la
Tierra, fue descubierto por Galileo en 1610. El famoso astrónomo italiano del
Renacimiento, descubrió las primeras cuatro lunas que bautizó con los nombres
de Io, Europa, Ganímedes y Calixto. Posteriormente con los grandes telescopios
modernos, se han descubierto hasta un número total de once. «N. del T»).
Tendría mucho
tiempo que malgastar si no teníamos la posibilidad de que el proyecto comenzase
al menos dentro de un año. Y comencé pacientemente a pulirlas. Es un largo y
fastidioso trabajo; pero cuando menos, me ayudaría a ir pasando el tiempo.
El viernes por
la tarde en mi segunda visita a Ellen Gallagher la encontré sentada en un
sillón, vistiendo una elegante bata de casa. Tenía mejor aspecto, menos pálida.
- Siéntese Max
- me dijo -. Bien, comenzaremos por donde terminamos la última vez. Estaba a
punto de llevar la conversación respecto a usted. ¿Qué desea?
- Usted sabe
condenadamente bien qué es realmente lo que quiero. Quiero conducir ese cohete.
Pero por desgracia, ambos conocemos también que no puede ser, eso es todo.
Antes de pensar en tal cosa, deseo ayudarle en cuanto me sea posible para su
proyecto en el Congreso, ayudar a que se construya, vigilar el despegue y
después vivir lo suficiente para poder volverlo a ver cómo toma tierra en
nuestro mundo. Quiero estar cierto de que vamos a dar un paso más hacia donde
queremos ir.
- Así lo suponía.
Sí, podré arreglar lo de que usted pueda trabajar en el cohete espacial. Pero
por lo que respecta a ayudarme en los asuntos del Congreso, debo decirle
definitivamente: no. Eso es algo totalmente aparte de sus posibilidades. Es
trabajo mío y debo hacerlo yo.
- Yo no
recuerdo haberlo hecho tan mal...
- Max, aquello
fue diferente. Usted no ayudó a que fuese elegida, ya lo sabe. Consiguió que mi
oponente fuese derrotado. Desde luego, según se mire, el resultado parece
idéntico. Pero algo así no ayudaría para nada a obtener una decisión del
Congreso. ¿Qué podría hacer usted? ¿Asaltar las oficinas de los miembros del
Congreso para obtener algo con que chantajearlos?
- Podría
argumentar con la gente.
- Max, con eso
haría en Washington más daño que beneficio. Apártese de allí. ¿Me promete que
lo hará?
- Está bien.
Supongo que tiene usted razón.
- Bien, así
está mejor. Y ahora, respecto a la clase de empleo que podremos darle en el
proyecto, una vez comenzado... bien, Ricky Shearer me dijo que usted ha sido
siempre un técnico en cohetes y supuso que había sido un hombre del espacio,
aunque no estaba seguro. ¿Es cierto?
Yo aprobé con
un gesto de la cabeza.
- Bien,
cuénteme su historia, su pasado y sus calificaciones.
- De acuerdo -
repuse. Dejé escapar un suspiro por los bellos recuerdos de mis buenos tiempos
de hombre del espacio -. Yo nací en 1940 en Chicago, Illinois. Era hijo de unos
padres pobres; pero honrados y decentes.
- Al grano,
querido Max. Vaya recto a la cuestión. Puede ser muy importante.
- Está bien, lo
siento. Bien, yo tenía diez y siete años en 1957 cuando empezaron los primeros
trabajos para situar una estación espacial, un proyecto que significaba el
primer paso hacia la Luna y los planetas del sistema solar. Ni que decir tiene
que con aquella edad, ya. estaba chiflado por las cosas del espacio, como
millones de otros chicos de mi edad. Diablos, en aquellos días, existía una
verdadera locura por el espacio... Por supuesto, deseaba ser un astronauta.
Cada muchacho de tal edad soñaba con serlo. Pero yo fui más listo que la mayor
parte de ellos, porque descubrí - o creí descubrir - la forma más recta para
convertirme en un hombre del espacio, yendo adelantado a aquella loca carrera
por conseguirlo. Me alisté en la fuerza aérea, para el entrenamiento de piloto,
precisamente cuando aquella competencia comenzaba. Apenas un mes después, se
corrió la voz de que cuando el cuerpo de las fuerzas aéreas estuviese formado,
los astronautas saldrían de allí haciéndose la elección de entre lo mejor y más
destacado de los mejores pilotos que fuesen escogidos. En el caso, casi un
millón de muchachos de mi edad, trataron de alistarse en las fuerzas aéreas
como una avalancha incontenible.
»Naturalmente,
la fuerza aérea sólo podría tomar a unos cuantos de entre ellos, siendo más
difícil resultar elegido... que un miembro del Congreso. En realidad, sólo
existía la posibilidad de elegir a uno de entre mil de los que lo habían
solicitado.
»Yo fui uno de
ellos, siendo un muchacho todavía. Y obtuve mi graduación. Conseguí ser piloto
de reactores y sabía que eventualmente conseguiría entrar en el cuerpo de
astronautas. Pero no en la primera categoría, porque existían ya varios cientos
de pilotos delante de mí, los que tenían la prioridad por haber pertenecido más
tiempo a la fuerza aérea. Había trescientos en la primera clase de la Escuela
del Espacio, la clase que empezó en 1958, cuando los cohetes que pilotaban se
hallaban aún en sus comienzos. Aquellos enormes ingenios, grandes como
edificios de diez pisos y capaces de llevar sólo unos cuantos cientos de libras
de peso hasta la estación espacial que se estaba montando en órbita sobre la
Tierra.
»Aquella
primera clase, o la mitad de ella, más bien, se graduó en 1962, dispuestos ya a
su debido tiempo para que los cohetes que estaban listos para comenzar el
montaje de la estación espacial, lo hicieran allá arriba, en pleno cielo. Pero
existían más hombres del espacio que cohetes y aquello parecía poco claro
cuando me gradué en la segunda clase en el 63.
»Solamente una
docena de los de primerísima fila habían salido fuera de la Tierra. Yo estaba
casi a la cabeza de mi clase; pero aún así, existían casi un centenar por
delante de mí. Y yo estaba haciéndome viejo... ¡con veintitrés años! En
aquellos antiguos días de los cohetes impulsados por carburantes líquidos, la
vida era tan dura que los veintisiete años constituían el tope máximo de edad
para el servicio activo, y me pareció que los cuatro años que aún me quedaban
por delante, se gastarían inútilmente antes de poder saltar al espacio, aunque
sólo hubiese sido en un viaje de rutina a la estación espacial en órbita. Creo
que iba a volverme loco de preocupación.»
- Lo comprendo
muy bien Max - dijo entonces Ellen -. Pudo haberle ocurrido.
- Seguramente -
continué -, pudo haberme ocurrido. Pero gracias a Dios, ocurrió algo inesperado
entonces. Ocurrió en 1964 y todo cambió de la noche a la mañana, aunque sobre
aquello se estaba trabajando desde hacía años. Los muchachos de Los Alamos
terminaron la micropila atómica y ya disponíamos de energía atómica para los
cohetes.
»Todos aquellos
cohetes impulsados por carburantes líquidos, quedaron pasados de moda de un
golpe, como las carretas tiradas por bueyes. Desde luego resultaban aún
necesarios los tanques de carburante, para ayudar al frenaje de las velocidades
conseguidas por la impulsión atómica y para conducir agua precisa en el
funcionamiento de la micropila atómica. Y así pudimos ir a la Luna en un solo
viaje sin escalas y a Marte y Venus con sólo un repostaje de combustible en el
espacio. La estación espacial también quedó anticuada e innecesaria, antes de
que se terminase la tercera en construcción pudiendo aterrizar en la Luna cinco
años antes de lo calculado.
»Bueno, se
acabó la estación espacial de todos modos, pero en una escala mucho menor de lo
planeado, aprovechándose en su mayor parte como estación al servicio de los
meteorólogos. Después pusimos otra, la de veinticuatro horas de órbita, sólo
para televisión mundial. Y mientras tanto...»
- Max - me
interrumpió Ellen -, he leído la historia de los cohetes. Recuerde que lo que
tiene que explicarme son sus experiencias y su historial.
- Oh, claro que
sí, desde luego. Bien, repentinamente me hallé cerca de mi sueño. Los cohetes
atómicos se construían en cantidad. Funcionaban como una realidad magnífica. Se
terminaron treinta de ellos en 1965, cuarenta más en 1966, lo que requería
especialistas para su utilización y mantenimiento. Y allí estaba yo. Conseguí
llegar a la Luna a últimos de 1966, como copiloto y navegante en un cohete de dos
plazas con cinco toneladas de carga útil para el Observatorio que se estaba
construyendo en nuestro satélite. Al año siguiente, fui a Marte también como
copiloto y entonces fui reconocido como astronauta de primera clase y piloto
jefe. Tenía ya veintiséis años; pero extendieron el servicio activo hasta los
treinta años, como continúa siendo todavía, por lo tanto aún disponía de otros
cuatro años por delante. Pero, ¡maldita sea! Tuve que ser retirado a los
veintisiete, así y todo. Un estúpido accidente de rutina en una exploración de
la superficie de Venus en el octavo viaje que hicimos allá.
- ¿Qué clase de
accidente, Max?
- Habíamos
terminado nuestra misión, estábamos comprobando los cohetes para el despegue.
Yo estaba al exterior, saltando por la escalera que conduce a las pilas
solares; pero el copiloto pensó que yo me encontraba ya en el interior y
disparó un corto chorro de prueba de los reactores de gobierno de la nave. Yo
tenía una pierna frente a uno de ellos y aquello fue el fin y la desaparición de
la pierna que me falta, justo por debajo de la rodilla. Me trajeron a la Tierra
vivo, y sobreviví; pero aquello fue el punto final a mi carrera de astronauta.
Ellen me miró
con tristeza.
- ¡Oh, Max,
cuánto lo siento!
- Yo no -
repuse -. Quiero decir que no desearía que me devolviesen mi pierna a cambio de
no haber hecho aquellos viajes espaciales. Muchos de los pioneros del espacio
pagaron con sus vidas por un solo viaje. Yo fui, después de todo, un hombre
afortunado. Seis viajes por una pierna.
- Sí. sé que es
capaz de pensar en esa forma. Continúe.
- ¿Continuar,
dónde? Eso es todo. Ella se sonrió suavemente.
- Tenía usted
entonces veintisiete años y ahora cincuenta y siete. ¿Qué ha ocurrido en ese
espacio de tiempo?
- Me hice
mecánico de cohetes. Pude haber obtenido una pensión de retiro, pero la cambié
en favor de que me dejasen continuar todos los cursos precisos para imponerme
en las cuestiones atómicas de mi trabajo en mecánica de cohetes nucleares. Y
desde entonces soy un especialista en tal clase de cohetes como mecánico. Eso
es todo Ellen.
Sin embargo me
quedé pensativo un momento.
- Pero no, por
Dios, eso no es todo. Si tengo que proporcionar a usted una verdadera imagen de
la realidad, puedo asegurarle que no apareceré muy modesto. Me hice a mí mismo
un buen mecánico de cohetes nucleares, uno de los mejores de la nación. Seguí
todas las mejoras que fueron introduciéndose en ellos; los conozco en su
interior mejor que nadie, puedo asegurárselo, puedo arreglar cualquier avería
por difícil que sea. No soy ningún físico nuclear, por lo que respecta a la
teoría;. pero tengo un completo dominio de las aplicaciones de las pilas
atómicas: Conozco y he trabajado en cohetes de pasajeros, de tipo comercial, en
los de correo transcontinental e interplanetarios. No he trabajado en los
interplanetarios desde que traspasé la edad fijada por el Gobierno como límite
para los técnicos mecánicos, desde hace siete años; pero sigo estando al día de
cualquier cambio o modificación de ellos, e incluso he patentado y descubierto
ciertas mejoras en los dispositivos que han sido aceptadas y utilizadas.
»Esto suena a
fanfarronada; pero he trabajado en cada uno de los doce aeropuertos de cohetes
comerciales en este país y puedo trabajar de nuevo en ellos, en cualquier
momento que lo desee, tanto si hay escasez de personal como excedente. Y aunque
nunca podré volver a dirigir un cohete de nuevo estoy al corriente de cualquier
nueva técnica en astronavegación, que haya sido intentada o utilizada. Soy
también un gran aficionado a la Astronomía y no un contemplador de objetos
celestes. Sé cómo calcular órbitas, trayectorias espaciales y eclipses.»
- ¿Tiene usted
algún grado de ingeniería?
- No, sólo el
grado de bachiller en Ciencias, que era preciso en la graduación de la Escuela
del Espacio en aquellos días. Pero por lo que respecta al conocimiento
verdadero de los ingenios espaciales puedo considerarme un verdadero ingeniero.
Podría tener alguna dificultad en ciertos estudios que me faltan en la teoría;
pero podría conseguirlo. Nunca me he preocupado; porque me gusta mucho más el
trabajo de la mecánica de los cohetes nucleares. Me gusta trabajar en los
motores, y no en los dibujos y planos trazados sobre el papel.
- Entonces,
¿nunca ha realizado ningún trabajo administrativo.
- No. No me
gusta.
- Pero, ¿lo
haría usted en el Proyecto Júpiter?
- Para formar
parte, de él, barrería y fregaría el suelo. Pero más bien desearía ser un jefe
mecánico.
- ¿Le gustaría
ser un asistente de director?
Respiré hondo
para responder a Ellen.
- Sí.
- Max - me dijo
ella entonces - creo poder prometerle que lo conseguiré para usted; pero con
dos condiciones y eso significaría que usted desempeñaría un importante papel
en el Proyecto Júpiter. El director del Proyecto tendrá que ser una figura
política, en eso no hay discusión posible. Pero el asistente de Director, no es
preciso que lo sea, y será realmente quien lleve las cosas adelante, pero con
el director como figura representativa. ¿Le gustaría eso, Max? ¿Llevar el
Proyecto hacia adelante, construir y enviar el cohete?
- Ellen, no me
haga preguntas locas. Y esas dos condiciones están aceptadas de antemano.
¿Cuales son?
- Creo que no
van a gustarle - me dijo ella -. Y no voy a decírselo ahora, ya que ello nos
conduciría a una larga discusión.
- Me parece bien.
Estaré de acuerdo con todo, aunque tenga que cortarme la otra pierna. Y la
cabeza incluso, si es preciso.
- No necesitaré
la cabeza, desde luego. Y por lo que respecta a cortarse la otra pierna, esté
tranquilo, le haría demasiado daño. Pero Max, ya hemos hablado demasiado y
estoy algo fatigada. ¿Quiere volver mañana noche a esta misma hora?
Estuve de
acuerdo en el acto, me despedí de ella y volví a casa. Allí comencé a seguir
puliendo las lentes de mi telescopio reflector pero el pulimentado de las lentes
es un trabajo pesado y doloroso y lo deje cuando noté que mis manos temblaban.
No es que
pudiera reprocharme nada porque me temblasen. Ahora tenían una oportunidad, una
maravillosa oportunidad, una entre mil de ir a Júpiter, pilotando un cohete a
una distancia ocho veces superior a la del planeta Marte, donde jamás ningún
cohete había llegado todavía.
Una oportunidad
entre mil. Pero ayer era de una entre un millón. Y hace unos cuantos meses, la
de una entre mil millones, o casi ninguna en absoluto.
No, no podía
reprochar a mis manos que estuviesen temblorosas.
- Veamos cuáles
son esas condiciones - pregunté a Ellen Gallagher.
- Primero las
cosas agradables - me contestó -. ¿Puedo ofrecerle un trago, Max, para darle
fuerzas?
- Las
condiciones, mujer. Por favor, menos discutir.
- Bien, la
primera un título de ingeniería en cohetes. Usted me dijo que lo obtendría
proponiéndoselo. ¿Puede obtenerlo antes de que se hagan los nombramientos del
Proyecto Júpiter? Digamos, dentro de un año.
Yo creo que me
expresé un tanto huraño.
- Puedo
hacerlo; pero eso me costará un duro esfuerzo de estudio. Tendré que pasar por
exámenes de diez asignaturas. De seis de ellas puedo examinarme ahora mismo;
pero para las otras cuatro me llevará un duro esfuerzo de estudio. Hay cosas
que conozco desde el punto de vista práctico; pero me es precisa la teoría. Sí,
puedo obtener ese título en un año. Tal vez en menos. ¿Y cuál es la otra
condición?
- La de que
empiece a trabajar ahora en cuestiones administrativas. Y entre este momento y el
de que se hagan los nombramientos, debe trabajar tan duro como pueda.
Volví a
comportarme como un niño mal educado, emitiendo una especie de gruñido. Ellen
continuó:
- He aquí el
por qué, Max. El Proyecto Júpiter se llevará a cabo de forma que el director
nombre a su propio ayudante; pero tiene que estar sujeto a la aprobación del
Presidente y es indispensable que tenga un adecuado aspecto para tal fin.
- Pero si es el
Presidente el que nombra al director, ¿cómo se las arreglará usted para que ese
director me nombre a mí como su ayudante?
Ella sonrió.
- Porque será
una especie de trato de común acuerdo. Yo elegiré a la figura que haya de ser
el director - alguien con un gran nombre pero que esté libre de empleo y que lo
precise - y se lo ofreceré sobre la condición de que le nombre a usted como
ayudante. Si desea esa dirección, tendrá que estar de acuerdo, sin duda alguna.
Pero comprenderá, Max, que no voy a enviarle para tal cargo a un mecánico de
cohetes con grasa en las manos de manejar herramientas. Debe comprenderlo.
Me temo que sí
lo comprendo bien. ¿A qué altura debo llegar?
- Cuanto más,
mejor. Pero cualquier empleo de responsabilidad administrativa en cualquier
gran espaciopuerto debe serlo. Eso y su título de acreditado ingeniero en
cohetes. Para no mencionar su fama de ser un ex - astronauta.
- Y si paso por
todo eso, y el Presidente hace la elección de director por su propia
iniciativa, ¿qué ocurrirá?
- Es un riesgo
que hay que correrse. Pero estoy segura de que mi recomendación será
suficiente, por el simple expediente de elegir a un hombre que sea
completamente aceptable al Presidente. Hay además otro aspecto de la cuestión,
un tanto complicado de explicar... pero que estoy completamente segura de
obtenerlo sin más complicaciones. Si usted puede obtener tal grado de ingeniero
y ostenta un empleo de importancia, es suficiente. ¿Puede hacerlo?
- Sí que puedo.
¿Hay más condiciones?
- No.
- Entonces,
vamos por ese trago que me ofreció antes. Lo necesito. ¿Dónde están las
bebidas?
- En aquel
mueble de la esquina. Prepárese lo que quiera y deme por favor una copa de
jerez.
Yo también tomé
jerez. Algo me vino entonces a la cabeza. Y le dije a Ellen:
- El aeropuerto
de cohetes de Los Angeles creo que sería el mejor sitio. Es el más grande en un
aspecto. Por otro, el Superintedente es amigo mío, el más íntimo amigo que
tengo entre la categoría de este ramo. Se ha hecho a sí mismo con su trabajo
como mecánico y hablamos el mismo lenguaje. Además, ha estado poniéndome
inconvenientes durante un año para que deje la grasa de las manos y ingrese en
sus oficinas. Comenzará por ponerme al frente de algún importante Departamento,
de existir tal oportunidad. De no haberla, me dará lo mejor que tenga a mano.
Con un poco de suerte incluso podría ser su ayudante dentro de un año. De
hecho...
Me quedé
pensando durante unos instantes.
- De hecho -
continué - si queremos proceder algo maquiavélicamente - y por qué no hacerlo -
puedo contarle lo que ocurre y del por qué necesito el título. Probablemente
este amigo solucionará las cosas de forma que aunque temporalmente, me sostenga
hasta que se proclame el Proyecto Júpiter. ¡Diablo, sí, él lo hará por mí! Sí,
creo que Klockerman lo hará por mi.
- Ayudante del
Superintendente estaría muy bien. Incluso el estar al frente de cualquier
Departamento sería suficiente. ¿Cuándo puede empezar?
- Dentro de un
día o dos, supongo. Afortunadamente estamos ahora flojos de trabajo en la Isla
del Tesoro, por lo que no será ningún compromiso para Rory, pero aunque lo
fuese, él comprenderá cuando le refiera el fondo de la cuestión. Seguro, podré
salir mañana de aquí. Visitaré a Klockerman esta noche, después de ir a casa y
hablaré con él. Y veré a Rory esta noche también.
Ella sonrió.
- Lo que más me
gusta de usted, Max, es que no hace las cosas a trozos. Devolviendo favor por
favor, deseo realmente que sea usted quien gobierne el Proyecto Júpiter. Creo
que hará un gran trabajo en él.
- Lo haré lo
mejor que pueda - repuse -. Diablos, Senador, debería odiarla por hacer del
próximo año de mi vida la miserable cosa que voy a ser; pero en su lugar la
amo. ¿Cuándo estará lo suficientemente buena como para salir conmigo?
Elia volvió a
reírse.
- ¿Supone que
eso será también otra oportunidad para gobernar el Proyecto?
- Seguramente
que sí. Pero ahora pospondremos esa discusión. Pero dejemos mis planes aparte
como solucionados y de hablar de mí. Dígame ahora algo del Proyecto Júpiter, y.
del cohete en sí. ¿Lo había calculado ya Bradly?
- Hasta el
último decimal, Max. Un plan perfecto y detallado. Pero el programa está en mi
caja fuerte de Los Angeles y podrá verlo usted cuando vuelva a casa. Podría
decirle unas cuantas cosas respecto a él; pero no tengo ahora mi cabeza para
detalles técnicos y podría darle algunos datos equivocados. Creo que podrá
esperar hasta que lo estudie y lo lea por completo.
- Está bien -
dije entonces -. ¿Cuándo se encontrará usted en Los Angeles?
- Dentro de un
mes, si continúo mejorando con la rapidez que ahora voy y sin que sufra ninguna
recaída. Sobre primeros de marzo, tal vez. Tan pronto como se encuentre usted
acomodado allí, escríbame para que tenga su dirección y teléfono y pueda
avisarle cuando vaya.
- Magnífico.
Así lo haré. Pero, ¿no podría decirme alguna cosa sobre el cohete, ahora, para
que yo tuviera en qué pensar respecto a él?
- Por favor, no
me haga más preguntas, Max. Me estoy fatigando y usted permanece ya aquí
demasiado tiempo. Si comenzamos a hablar ahora del cohete, será muy difícil
detenerse. Además, todo lo relativo al cohete, lo tendrá usted en las manos,
terminado por Bradly. Ha sido su creación, algo así como su propia criatura.
Era como un
hijo de Bradly y ella lo llevaba en sus brazos. Traté de pensar si aquello
significaba algo más que la expresión sencilla de Ellen y decidí que no era
nada que me concerniese. Yo había estado bromeando sobre aquel paso. Pero Ellen
resultaba una mujer terriblemente atractiva.
Me fui derecho
a la casa de Rory en lugar de a mi habitación y tan pronto como conté lo que
sucedía a mi amigo, telefoneé a Klockerman. Todo estaba solucionado. Me
necesitaba. Lo mejor que podía hacer por el momento, era encargarme del almacén
de herramientas pero tenía un par de jefes de departamento que no funcionaban
satisfactoriamente y me dijo que pasados un par de meses, me cambiaría a uno de
ellos. No le dije, por teléfono, mis verdaderas razones de dejar a un lado el
trabajo de mecánico ni de por qué deseaba alcanzar un puesto de importancia.
Tiempo tendría más tarde, mientras tomaría un trago con su grata persona.
Ofrecí a Rory
las grandes lentes ópticas que estaba puliendo; se llevaría con ellas un buen
telescopio reflector, ya que mis noches serían en lo sucesivo algo lleno de
trabajo y preocupaciones durante mucho tiempo. Aún deseaba tener un telescopio
con que mirar a Júpiter en el cielo; pero sería mejor que comprase uno en vez
de construirlo. Rory estuvo encantado con mi regalo y vino a mi habitación para
llevarse las lentes. Esperó a que hiciese mis maletas y después me llevó a la
plaza desde donde podía tomar un helitaxi que me llevaría al estratopuerto del
Angel. Llegué a Los Angeles a medianoche.
Durante febrero
y marzo, trabajaba de día y estudiaba por las noches. Y hacía grandes progresos
en ambos aspectos. En el campo de cohetes, estaba a cargo del departamento de
conservación. Trabajo pesado; pero que me proporcionaría un título. Y yo me
entregué con toda mi mejor voluntad a mi deber y creo que lo hacía bastante
bien; parecía que llevaría a cabo mi misión honestamente, sin tener nada de qué
avergonzarme y dentro del año propuesto. Aún no me había abierto a Klockerman,
y había decidido que si aquel puesto podía llevarlo por mis propios méritos,
sería mejor que pidiendo demasiados favores, que hubieran podido llevarme aún
más lejos. Si tenía que desempeñar mi cargo de ayudante por mis propios méritos
antes de que dijese a Klocky para lo que realmente estaba trabajando él podría
proporcionarme una ayuda importante con un mes de anticipación más o menos, en
el momento crucial, al dejarme ostentar el cargo de Superintendente del tercer
estratopuerto para cohetes más importante del mundo.
Desde el punto
de vista de mis estudios, yo me encontraba sometido a cuatro puntos
importantes, los más fuertes. Sabía que existían solamente nueve asignaturas,
nueve pruebas en donde tendría que sufrir los correspondientes exámenes para
llegar a obtener mi grado de ingeniería y tres de ellos eran tan fáciles que ni
siquiera me tomé la molestia de volver a repasarlas, bastando una simple
ojeada. Lo conseguí para tres en la primera semana. Una semana de estudios más
me proporcionó cuanto necesitaba para otras dos. De las otras cuatro dos eran
materias que conocía; pero que no las había utilizado desde hacía mucho tiempo
y me hallaba francamente en baja forma respecto a ellas. Pero podría realizar
un adecuado esfuerzo y examinarme dentro del mes siguiente.
Aquello me
llevó a considerar lo más difícil para mí, lo más duro de tales estudios. La
metalurgia de las temperaturas extremas y la teoría del campo unificado. Nunca
habla supuesto que cualquier ingeniero de cohetes tuviera necesidad de
aprenderlo. Se podían tomar las características de todos los metales y
aleaciones de las cartas ya calculadas, ya calculadas hasta cifras de diez
decimales, ¿qué ventaja suponía el estar en condiciones de calcularlo por uno
mismo? La teoría del campo unificado era mucho peor aún; nadie todavía ha
calculado una teoría de campo unificado, que sólo era eso, una teoría, para
cualquier aplicación práctica a los cohetes y su ingeniería aplicada. Además,
aquello se encontraba dentro de la Relatividad, y la Relatividad de Einstein me
ponía el cabello de punta, porque en definitiva trata de poner límites al
espacio; y yo no creo en esos límites bajo ningún aspecto.
Sí, cuando
tuviese que entrar de lleno en tales estudios, necesitaría de profesores; pero
había muchos en Caltech, cuyas clases era cuestión de pagar transitoriamente,
según lo necesitara. Con un buen sueldo y sin tiempo libre en qué gastarlo,
dispondría de fondos para quemarlos.
La Senador
Gallagher volvió a primeros de abril. La encontré en el aeropuerto de
reactores; pero había otra mucha gente con ella y no me uní al cortejo que la
acompañó hasta su casa; me las arreglé lo justo para tener una cita con ella la
primera tarde que tuviese libre. Daba la impresión de estar casi completamente
restablecida y me dijo que esperaba volver a Washington dentro del mes
siguiente para ocupar su plaza en el Senado para el último mes de las sesiones
en curso.
Mi cita quedó
fijada para dos días más tarde, al anochecer y me prometió dedicarme toda la
noche, de forma que tuviésemos tiempo de examinar el programa completo del
Proyecto Júpiter.
- ¿Un trago,
Max?
- Por favor -
le dije -. Enséñeme ese programa. Llevo meses esperando verlo.
Ellen sacudió
la cabeza graciosamente.
- Ni los
trabajos administrativos consiguen civilizarte, Max. Eres un salvaje. Y eres de
los hombres que sólo siguen un camino recto en su mente.
- Así es, con
exactitud - repuse honradamente -. Y en este caso, es el programa. Veámoslo.
- No hasta que
hayamos tomado un trago y un mínimo de quince minutos de conversación
civilizada. Has esperado durante meses, y unos minutos no van a matarte.
Preparé unas
bebidas. E hice lo posible por mostrarme cortés y educado además de paciente,
incluso por más tiempo del que ella había fijado. Esperé veintidós minutos
antes de volver a preguntarle por el programa.
Ellen me lo
enseñó, por fin. Eché un rápido vistazo a los diseños del cohete y creo que
solté una exclamación de desesperación. No en voz alta, sino para mis adentros.
Consideré la recapitulación del costo y deseé haberme arrancado los cabellos de
raíz. Mi rostro debió mostrar, sin duda, mis íntimos sentimientos. Ellen me
preguntó, alarmada:
- ¿Qué hay de
particular, Max?
- ¡Un cohete de
pisos! - exclamé -. ¡Son las sombras de un cohete de 1962! Ellen, no será con
uno de estos cohetes como podrá llegarse a Júpiter. No, con poder atómico. Y el
costo... ¡Trescientos diez millones de dólares!.Yo puedo enviar un cohete a
Júpiter de ida y vuelta por un costo de la décima parte, como mucho. Cincuenta
millones como máximo. Esto es una locura...
- ¿Estás seguro
de lo que dices, Max? Brad era también un ingeniero especialista en cohetes...
y uno de los mejores...
- Seguro que
sí... espera unos instantes que yo me acabe de dar cuenta de todo esto.
Me detuve
pensando profundamente y acabé encogiéndome de hombros.
- Primero -
dije -. Va a utilizarse un cohete de dos plazas. ¿Por qué? Con un hombre es
suficiente. Un solo hombre puede hacer todo lo necesario registrando y
observando, disponiendo de tiempo para todo, incluso teniendo que dar la vuelta
completa a Júpiter.
- Brad y yo
hablamos de esto, Max. Brad señaló que un año entero en el espacio es demasiado
para cualquiera...
- ¡Al diablo
con tales ideas! El primer viaje a Marte, incluyendo la llegada, la completa
observación alrededor del planeta y el retorno, sin tomar contacto, lo hizo
Ortman en 1965 y permaneció solitario en el espacio durante 422 días. El
compartimiento en que tuvo que hacer su vida en aquel viaje tenía sólo tres
pies de diámetro por seis y medio de largo, poco más que un ataúd cómodo, y
algo espacioso. Y no quedó un solo cadete de la Escuela del Espacio que no le
envidiase por cada minuto de aquel viaje que hizo. Mujer, este primer viaje a
Júpiter es sólo la repetición de aquella hazaña y el primero en muchos años ya
transcurridos de los que cualquier hombre del espacio haya podido imaginar. Un
millar de hombres calificados para tal empresa lucharían por el privilegio de
llevar a cabo tal viaje, sin importar cuáles sean las condiciones, ni lo duro
que tenga que ser.
Volví a mirar
nuevamente el proyecto.
- Un
compartimiento para vivir de diez pies de diámetro, eso es lo que Brad ha
señalado en este diseño. Esto aunque fuese para un viaje de dos hombres al
efecto de dos plazas, que no lo es, me parece una tontería para el primer
intento. Creo que con un solo hombre y un compartimiento de cuatro pies de
diámetro es suficiente. Incluso un lujo. Y eso rebajaría el peso de esa parte
del cohete en un 70 por ciento.
Ellen se
encogió de hombros.
- Sé que
odiaría la idea de pasar un año en un espacio de semejante tamaño.
- Es natural;
pero tú no eres un hombre del espacio. Los hombres del espacio son duros como
el hierro, mental y físicamente. Deben serlo para ingresar en la Escuela del
Espacio, estudiar en ella y graduarse. Y uno de los primeros tets psíquicos
para ellos, Ellen, es la claustrofobia. Si se sienten tocados de ella en lo más
mínimo deben abandonarla basta estar completamente curados de tal sentimiento
de horror a los espacios cerrados. Se les entrena para estar solos consigo
mismos para largos períodos, si es necesario. Con el psicoanálisis, pueden
realizar este viaje como si fuese el vuelo de una pluma.
E hice un gesto
para continuar:
- Ellen, cuando
entré en la Escuela del Espacio, el psicoanálisis no era entonces lo que hoy
es. ¿Sabes cómo nos probaban para la claustrofobia, en la primera semana? Cada
uno de nosotros era encerrado en un espacio cerrado de exactamente dos pies
cuadrados donde permanecer, donde ni siquiera podía uno sentarse, y allí había
que permanecer durante cuarenta y ocho horas y despierto, además. Existía un
botón que se presionaba de hora en hora, pues se disponía de un reloj de
pulsera fosforescente para conocer el tiempo, para probar que se estaba despierto
y en forma. Si cualquiera de los alumnos así probados era atacado de pánico o
sentía los menores síntomas de locura, podía dar tres señales rápidas en el
botón y podía salir tanto de su encierro como de la Escuela, a la vez.. Aquel
era uno de los ensayos físicos y mentales que había que soportar y evitar lo
peor con tiempo, antes de un largo viaje espacial.
- Pero Max,
Brad intentó diseñar un cohete para un solo hombre y dijo que tendría que ser
así de todas formas, ya que el costo representaría algo mas que una nave para
dos hombres, por tanto...
- Un momento -
la interrumpí -. Estoy leyendo algo más de este horrible documento. Ajá, aquí
está el nudo de la cuestión. Aquí se ve por qué pensó que necesitaría un cohete
de este tipo incluso para ser conducido por un hombre; se figura aquí el águila
para todo el viaje, ¡un viaje de ida y vuelta!.
- ¿El águila?
- Sí, en
nuestra jerga del espacio llamamos así al E.G.L.
(Águila en
inglés es EAGLE, que viene a resumir las iniciales de E.G.L. esto es: Exhaust
Gas Liquid (Descarga de los gases líquidos). «N. Del T.»)
»Esto es, la
descarga de los gases líquidos. Pero Ellen, tienes que ver que con un cohete
atómico no tiene que acarrear peso alguno de combustible, a menos que se cuente
con la consumición interior de la micropila, lo que es una cantidad
despreciable, en el mismo sentido que un viejo tipo de cohete químico tiene que
llevar combustible. Pero un cohete atómico tiene que llevar tanques de cierto
líquido para el calor de la pila que se convierta en gases, los gases que se
escapan de las toberas de escape y empujan al cohete.
- Creo que lo
comprendo. Pero, ¿por que no tiene que llevar el cohete escape de gases
líquidos para la totalidad del viaje? Es un viaje circular.
Yo paseaba la
estancia de un lado a otro con los papeles en la mano.
- Seguro que
sí, para Júpiter ha de ser un viaje en círculo. Pero el planeta Júpiter tiene
doce lunas y cualquiera de ellas puede ser accesible para tomar tierra y
despegar de nuevo a causa de su baja gravedad. Al menos siete de ellas disponen
de amoníaco sólido por las bajas temperaturas. Así se tiene a la mano recursos
suficiente.
- Pero,
¿serviría el amoníaco?
- Cualquier
líquido razonablemente inerte, sirve. El amoníaco sirve muy bien. Se ha
ensayado ya en los bancos de prueba. La única dificultad en su contra, consiste
en emplearlo a temperaturas ordinarias. En tales condiciones, es un gas, a
menos que se guarde en los tanques a grandes presiones. Y un tanque a presión
tiene que ser un tanque mucho más pesado, le que añade al peso del cohete otro
adicional, rebajando la carga útil.
- Pero en tal
caso, Max...
- La diferencia
en el peso del cohete, sin embargo, a utilizar tanques a presión es ligera,
casi despreciable, comparado a la diferencia de peso de tener que llevar
consigo gas líquido para un viaje de ida y vuelta. Eso sí que es grande para
establecer la diferencia entre un cohete de una fase o una de tres. Entre
cincuenta y trescientos millones de dólares.
Ellen se
inclinó hacia delante.
- Max, eso
supone una tremenda diferencia. Si pudiera hacerse tan económicamente como tú
acabas de decir... ¿estás seguro?
- Te lo
demostraré y enseguida. Volveré mañana tarde a esta misma hora.
Y me levanté
para marcharme.
- No te
precipites...
Pero sí me
precipité. A mi casa. Eché inmediatamente mano de mi regla de cálculo y tras
algunas operaciones preliminares comprobé que no disponía de todos los datos
precisos para calcularlo con toda precisión. Klockerman debería saberlo bien,
bien en su biblioteca o en su excelente memoria de técnico de cohetes. Además,
él lo haría mejor que yo, particularmente en las cifras de los costos, en cuya
materia yo estaba más débilmente preparado que él.
Le llamé y se
lo expliqué, diciéndole que sería mejor que lo calculáramos en su casa, porque
suponía que todos los datos los tendría a la o. Llamé a un heliltaxi.
Y trabajamos
toda la noche.
Lo delineamos y
calculamos, aunque no con absoluta exactitud; pero con bastante aproximación;
lo suficiente para demostrar que funcionaría según mis ideas y bien, además.
Según aquello, incluso yo mismo había ido alto en los costos. Klockerman llegó
a la conclusión de que podría hacerse con veintiséis millones de dólares, menos
de la décima parte del cohete diseñado por Bradly.
Empalmamos el
café que habíamos estado tomando toda la noche con el desayuno de la mañana y
benzedrina que nos permitió estar despejados y seguimos trabajando.
Aquella noche
ya disponía de los resultados para mostrarlos a Ellen. Ella los estudió
asombrada. Especialmente la escala de los costos y su resultado final.
- ¿Me dijiste
que Klockerman trabajó contigo en esto?
- Sí, su
trabajo ha sido más importante que el mío.
- Es bueno,
¿verdad?
- El mejor -
repuse -. El mejor, es decir, fuera de algunos muchachos al servicio del
Gobierno en Los Alamos y en White Sands. Y ni que decir tiene que comprobarán
estas especificaciones más tarde, antes de que el cohete se empiece a
construir. Pero puedo garantizarte, Ellen, que no encontrarán nada
fundamentalmente equivocado. Ellos podrán hacer algunos ligeros cambios o
alteraciones, puede que insistan en instalar algunos factores de seguridad;
pero todo ello no supondrá más del diez por ciento, como mucho, y todo ello no
llegará ni a los treinta millones de dólares.
Ella aprobó con
un gesto lento de su cabeza.
- Entonces,
será el cohete que se empleará. Ahora, Max, prepárame un trago y bebamos por el
cohete.
Bebimos y
brindamos por el futuro del Proyecto Júpiter. Primero tomamos un trago que
sirvió de brindis y después preparé un par de combinados para irlos tomando
sorbo a sorbo. Ellen se fue tomando el suyo, pensativa.
- Max, esto
cambiará muchísimo las cosas. Y me da una idea. Voy a ir a Washington dentro de
dos semanas. Ahora me encuentro bien; pero me tomaré dos semanas más para
descansar un poco y hacer planes. ¿Y sabes qué es lo que voy a hacer cuando
llegue al Senado?
- Seguro.
Puesto que esto representa la décima parte de lo que habías pensado en
solicitar, intentarás ponerlo sobre el tapete en la primera discusión.
¿Acertado?
- No, te has
equivocado. Este año sería vetado sin tener en cuenta el importe, incluso
aunque pudiera ir derechamente al asunto con tanta rapidez y no podría tener
éxito. No, tengo una idea que llevara esto como un disparo en la próxima
sesión, y en sus mismos principios. En cuanto llegue a Washington, voy a
proponer un decreto de asignación basado en el cohete original diseñado por
Bradly.
- ¡Dios mío! -
grité -. ¿Por qué?
- Calma - me
recomendó con un gesto -. Sí, los trescientos millones de dólares. Pero también
me aseguraré de que permanezca en el Comité y que no vaya a votación. En la
próxima sesión, en su primera semana, iré al Comité para ofrecer la retirada de
tal decreto en favor de otra propuesta de sustitución, que será una décima
parte de la anterior. Max. ¡Haré que pase por ambas Cámaras y llegue al
Presidente en un mes!
Yo no tuve
entonces otro remedio que decirle:
- Senador... te
quiero.
Ella se puso a
reír.
- Tú amas al
cohete. Al cohete y al planeta Júpiter.
Repentinamente
sentí que había querido expresar sencillamente lo que había dicho. La amaba,
simplemente porque era una mujer exquisita y no porque estuviese ayudando a
enviar un cohete al espacio.
Me incliné
sobre ella y me senté a su lacto sobre el sofá, puse mi brazo alrededor de sus
hombros y la besé. Volví a besarla y esta vez sus brazos me aceptaron
acercándome a su cuerpo dulcemente.
- Condenado
estúpido, Max... - me dijo -, ¿por qué esperaste tanto tiempo para decirme eso?
Decidí que un
par de semanas dejando los libros de lado en mis estudios me harían más beneficio
que daño, en aquella larga carrera que había emprendido. Me encontraba
adelantado, en mi programa de estudios y me pareció bastante seguro que
obtendría mi grado con tiempo suficiente y que un cierto descanso evitaría que
me enranciase envejeciéndome más de lo que correspondía a mi edad.
Por tanto,
empleé la mayor parte de aquellas noches con Ellen.
La mayor parte
fueron los atardeceres, sólo unas cuantas noches en realidad y de forma muy
discreta. Un escándalo no habría ayudado ciertamente a la carrera política de
Ellen.
Un matrimonio
con ella estaba definitivamente fuera de toda cuestión, si no por otras
razones, porque me habría apartado del Proyecto Júpiter. El nepotismo se había
convertido en una fea expresión en el Gobierno por los años 90, en los viejos
tiempos los miembros del Congreso apoyaban resueltamente a sus parientes en las
nóminas gubernamentales; pero ahora todo ello estaba fuera de lugar. Con Ellen
patrocinando el proyecto Júpiter, le habría resultado imposible apoyar
abiertamente a su esposo en un empleo de categoría en él.
Klockerman
sabía lo de Ellen conmigo; pero podíamos considerarlo como un miembro de la
familia a tales efectos. Tratamos con él respecto a mis reales motivos para
aceptar un cargo administrativo bajo su mando y me prometió que garantizaría mi
intervención como superintendente del aeropuerto cuando llegase el momento de
que se hiciesen los nombramientos del proyecto, asunto que resolvería lo más
pronto posible y que como mucho se llevaría unos seis meses, para dejarme en
servicio activo. Asimismo, me dijo que iba a tomarse unas largas vacaciones y
que recorrería diversas plazas y lugares que deseaba ver y cosas que hacer.
La vida se
había vuelto para mí, repentinamente, buena de vivir siendo como era un viejo
hombre del espacio. Era más feliz de lo que había sido por muchos años de
cuantos podía recordar.
Ellen marchó a
Washington la tercera semana de abril. Se iba cuando menos por un mes,
posiblemente dos, dependiendo de cuán larga fuese la sesión del Congreso.
La eché de
menos terriblemente. Me resultaba increíble de qué forma se podía uno
acostumbrar a la presencia de una mujer. Hacía ya años que apenas si recordaba
de ninguna y ahora, sólo a dos semanas de ausencia, parecía existir en mi vida
un hueco insondable cuando ella estuvo ausente, incluso ante la idea de volver
relativamente pronto.
Volví a mis
estudios. Los estudios habían agudizado mi mente y me habían hecho mucho bien.
Dos semanas me llevaron a través de dos aspectos importantes que refresqué yo
mismo, con sendos exámenes sobre la marcha. Me encontré a mí mismo convertido
en un buen estudiante de Caltech que ya conocía la metalurgia de las extremas
temperaturas, a causa de un buen elemento de la Universidad que conocía muy
bien la materia y que me daba clases especiales cuatro días a la semana, por la
tarde. Las otras dos tardes de la semana, estudiaba solo. Usualmente, el
domingo, me iba con KIackerman a jugar al ajedrez, a beberme unas cervezas con
él y a charlar.
En mis noches
de estudio, bien fuera solo o con la ayuda de mi profesor, continuaba leyendo y
estudiando hasta que se me nublaban los ojos. Entonces, dejaba los libros y si
hacía una noche clara y de buena visión del cielo, daba descanso a mis ojos
mirando a lo lejos durante un buen rato, a través de mi telescopio que me había
comprado y que había montado allí.
Júpiter se
encontraba cerca de su oposición, aproximándose al máximum de la Tierra.
Solamente a cuatrocientos millones de millas se encontraría dentro de pocas
semanas, no mucho más que entonces. El gran Júpiter, el gigante del sistema
solar, once veces mayor en diámetro que la Tierra y con una masa trescientas
veces mayor. Más de dos veces tan grande como todos los demás planetas juntos
del sistema solar.
El gran Júpiter
tiene doce lunas. Cuatro de ellas son visibles con mi telescopio.
(Pueden
observarse claramente con unos buenos prismáticos de campaña de 10 a 15
aumentos. «N. del T.»)
Las demás son
más diminutas con un diámetro de cien millas de diámetro o incluso menos. Es
preciso un gran telescopio para su observación. Pero podía ver cuatro de
aquellas lunas, las cuatro que Galileo descubrió en 1610 con un pequeño y rudo
instrumento salido de sus propias manos.
(Se conserva
todavía en el Museo de Ciencias de Florencia. «N. del T.»)
Cuatro lunas,
cuatro fijas, pero encantadoras lunas que el hombre jamás había alcanzado pero
que intentaba conquistar y poner en ellas sus pies por primera vez. Pronto. Sí,
muy pronto. Eran, Io, Europa, Ganímedes y Calixto.
¿En cuál
aterrizaría primero? ¿O llegaría tal vez a hacerlo alguna vez? Max - me dije a
mí mismo -, Max, loco soñador de las estrellas, eres un tonto, sólo tienes una
posibilidad entre mil. El cohete será pronto una realidad, sí, el cohete será
construido y tú supervisarás su construcción. Pero Max, eres un borrico si
crees que tendrás una oportunidad para viajar en él... Será la obra de un
proyecto del Gobierno, salvaguardado por una guardia especial, con cientos de
personas trabajando en él. Seguro que podrás arreglar algunas cosas de las que tienes
en la mente y que serán útiles, lo podrás cargar y repostar y dejarlo dispuesto
para él despegue veinticuatro o cuarenta y ocho horas antes del momento de
despegue, puedes disponer de alguna forma otros detalles... sí, podrás hacer
todas esas pequeñas cosas; pero de ahí nunca podrás pasar...
Sí, una
posibilidad entre mil. Pero una posibilidad de ir a ocho veces tan lejos como
Marte, diez veces tan lejos en el espacio como un hombre haya podido ir jamás.
Un poco más
cerca de las estrellas que algún día se alcanzarán, esos millones de millones
de estrellas que parpadean en el Universo y que nos esperan.
Ellen volvió a
mediados de julio.
Nos vimos, por
supuesto, la misma noche que volvió de Washington pero entonces no durante una
semana. Yo estaba tan próximo a mis exámenes en metalurgia que convinimos en no
vernos hasta que yo hubiese terminado. Aquello me daba un doble incentivo y
seguí ese camino. Aquella semana el cielo estaba casi siempre encapotado, por
lo que apenas si subí al tejado de la casa y empleaba las pocas horas de asueto
de que disponía en compañía del buen Klocky.
Y así fue como
siete días Ellen, estuve en condiciones de telefonearle informándole de que
había pasado mis exámenes y que sólo me quedaba uno más para obtener el grado.
- Maravilloso,
querido - me respondió -. Y no creas que vas a continuar ahora la última prueba
que te falta, ¿verdad? Creo que vas muy por delante del programa propuesto.
- De acuerdo,
Ellen, así es. Hay además otra serie de buenas noticias. Klocky está mas que satisfecho
con la forma en que estoy llevando el departamento de conservación del
material. Dice que utilizará mi logro de la graduación como ocasión propicia
para hacerme su ayudante supervisor. Eso me dará por lo menos varios meses de
experiencia antes de que él salga de nuevo de vacaciones y me deje actuando
como superintendente.
- Max, las
cosas van viento en popa, cariño, de la misma forma que van en Washington. ¿Vas
a venir esta noche para celebrarlo?
- ¿Es esa una
nueva expresión para ello?
- Vamos, cariño,
no seas vulgar. Tengo unas botellas de champaña, ¿no te tienta eso?
- Claro que sí,
excepto que tengo una idea mejor. Puedo tomar una semana de permiso en el
aeropuerto, y que puede comenzar en este momento. ¿Qué planes tienes?
- Pues... tengo
unas cuantas citas, una aparición en la televisión, una o dos reuniones y...
- ¿Podrías
cancelarlas? Podríamos ir a Méjico capital por una semana. Podríamos estar esta
misma noche allí, a tiempo para cenar.
Y nos fuimos a
Méjico por una semana.
Fue una maravillosa
semana y también un periodo de descanso. Ambos estábamos cansados y pudimos
dormir a placer, dormir hasta mediodía usualmente e incluso hasta más tarde.
Por las tardes, aunque nunca a primeras horas de la noche, recorríamos los
lugares más pintorescos y más atrayentes. Ellen se puso una máscara de piel -
uno de los nuevos modelos de Ravigo, casi imposible de detectar ni a pleno, día
-, siempre que salíamos fuera de nuestra suite. Era el precio de ser un
personaje famoso. En aquella semana llegué realmente a conocer a la Senador
Ellen Gallagher. Me contó cuanto de real importancia le había ocurrido en su
vida.
Los principios
de su vida habían sido realmente duros y difíciles. Había nacido como Ellen
Grabow, sin haber conocido nunca a su padre, muerto en una de aquellas
horribles operaciones militares de la guerra de Corea, precisamente unas
cuantas semanas antes de haber nacido. Su madre había muerto dos años más
tarde, los abuelos de la parte de su padre habían tratado de cuidarla; pero
eran demasiado pobres para tener una gobernanta o una doncella y demasiado
viejos y uno de ellos demasiado enfermo para cuidarla por sí mismos. Terminaron
dejándola en un orfanato.
Había crecido
al principio como una chiquilla fea, poco atractiva y con una afección crónica
de la piel y frecuentes resfriados. Admitía también que era una rapaza
ingobernable por su propia insatisfacción y sus sentimientos de inferioridad
respecto a las demás chicas de su edad. Había sido adoptada tres veces, previo
juicio legal entre los tres y los ocho años y había sido nuevamente devuelta al
orfelinato.
En la cuarta
adopción, cuando tenía diez años, se comportó de tal forma que consternó e
incluso aterró a los futuros padres adoptivos, por lo que permaneció hasta los
quince años, y al cumplir tal edad, fue puesta en libertad, bajo palabra, según
era costumbre, para optar por buscarse un empleo, bajo condición de vivir en un
club de señoritas, hasta la mayoría de edad, mientras continuaba sus estudios
en una escuela nocturna hasta obtener su diploma de Enseñanza Media. Su trabajo
se desenvolvía en el departamento de embalaje de unos grandes almacenes y allí
permaneció dos semanas hasta que recibió su primer cheque por la paga
devengada. Todo esto había sucedido en Wichita, en Kansas.
Había llegado a
odiar tanto el entorno de su ambiente en Wichita que llegó a faltar a la
palabra empeñada y en el primer autobús se marchó a Hollywood. Estaba enamorada
de la idea de trabajar en el cine o en la televisión, que se sintió
irresistiblemente atraída a la famosa ciudad que por entonces se la llamaba «La
Meca del Cine». (Fue el año en que se construyó la segunda estación del
espacio, la teleestación para uso exclusivo de la. televisión.)
Aún continuaba
siendo una joven poco atractiva a los quince años, y ella lo sabía, sin
embargo, en su íntimo ser había una gran capacidad para el teatro y la
televisión y de esa forma pudo comenzar a actuar en papeles secundarios.
Seguramente, según admitía Ellen, su defensa había sido su falta de atractivo
durante su adolescencia. Y en lugar de admirarse narcisistamente en el espejo,
solía poner en práctica el burlarse de sí misma cuando se miraba a su propia
imagen.
- Un descanso -
le dije.
Me levanté y
preparé una bebida para cada uno volviéndome después a la cama. Ellen había
mullido de nuevo las almohadas y volvimos a relajarnos sobre ellas. Nos fuimos
tomando a sorbos las bebidas preparadas.
- ¿Te he estado
aburriendo, Max? - me preguntó.
- Nunca lo has
hecho y jamás lo harás - le repuse -. Continúa.
Ellen continuó.
Y continuó relatándome su vida en California y me habló de sus esperanzas para
verse un día actuando en la televisión.
Pero dos años
en Hollywood trabajando como camarera y convencida de que nunca tendría una
oportunidad, pues ya había tenido dos de poca importancia y había fracasado, la
convencieron de que seria mejor comenzar a pensar en algo más práctico y
verosímil que un nombre y una carrera frente a las cámaras de televisión.
En su vida
apareció un joven un año mayor que ella, Ray Connor que le propuso matrimonio.
A los dieciocho años, él era huérfano también; pero huérfano reciente a quien
le habían dejado algún dinero y una pequeña renta procedente de las fincas de
sus padres. Quería ser abogado y llegar a ser un hombre de Estado y comenzaba
entonces a ingresar en la Facultad de Derecho. Cuando se casaron, él la sugirió
que ella ingresase también en el Colegio y se horrorizó de ver que aún le
faltaba un año y medio para terminar sus estudios secundarios. Ellen comenzó a
darse cuenta por entonces de su escasez de conocimientos y de educación y
pronto estuvo de acuerdo en seguir estudiando en casa asignaturas del
Instituto, con la ayuda de su marido, hasta poder entrar en el Colegio pasados
los correspondientes exámenes. Y se sorprendió de hallar, que gozaba con el
estudio y que aprendía con rapidez. Entonces lo hacía por que de veras lo
deseaba y no por sentirse obligada a ello. Hizo sus exámenes en sólo seis
meses, más pronto de lo que lo hubiera logrado de haber permanecido en Wichita
o habiendo continuado yendo a la escuela nocturna. Entró pues, en la Facultad
tras de su marido y se decidió igualmente a estudiar Leyes. Se interesó
enormemente en ello y comenzó ya a acariciar la idea futura de convertirse en
algún personaje del Estado. Aquello sucedía allá por los años 60, cuando las
mujeres comenzaron a interesarse más y más por la política.
Hizo finalmente
su carrera poco después que Ray y se graduaron juntos en 1975; entonces ella
tenía veintitrés años y su marido veinticuatro. Y sucedió que coincidió precisamente
en la gran Depresión, cuando no existían empleos, ni asociaciones posibles para
jóvenes abogados; pues incluso los más viejos y experimentados apenas si
conseguían vivir, como muchas otras gentes en otras profesiones, excepto los
psiquiatras. Y el dinero de Ray se había terminado. Tuvieron que enfrentarse
con la única solución de trabajar en algo útil, simplemente para seguir
comiendo. Ellen fue la primera que se colocó a causa de su antigua experiencia
como camarera, y la comparativa facilidad que existía de tal empleo, incluso en
aquellos tiempos de la Depresión. A Ray le llevó tres meses el encontrar
cualquier clase de empleo. Tuvo que comenzar a trabajar en la construcción. Al
tercer día cayó desde una grúa desde cuatro pisos de altura y se mató.
- ¿Le amabas,
Ellen? - la pregunté.
- Sí, por
entonces, mucho. Me temo que me casé con él por razones prácticas; pero en
cinco años llegué a quererle profundamente.
- ¿Has amado a
muchos hombres, Ellen?
- Cuatro,
solamente a cuatro. Tres, además de a ti.
Ralph Gallagher
fue el segundo.
Ella le
encontró cuatro años más tarde cuando trabajaba en la firma de «Gallagher,
Reyoll & Willcox». El era mayor que ella, aunque no demasiado, cuarenta y
un años junto a los veintisiete de Ellen. Gallagher ya comenzaba a destacar
como una persona prominente en política y sin duda llegaría a ser un gran
hombre. Se había casado una vez; pero divorciado hacía varios años. Ellen le
había admirado, tras haber comenzado a trabajar para su firma. Gallagher se
fijó en ella y comenzó a galantearle lo que gustó a Ellen, que se sentía
íntimamente complacida. En las pocas ocasiones en que la invitó a salir con él,
Ellen pudo comprender que buscaba más bien a una esposa que a una amiga.
Acabó casándose
con él. Y durante diez años que habían vivido juntos antes de la muerte de
Ralph Gallagher, ella se había dedicado apasionadamente en cuidar las
ambiciones de su marido, convirtiéndose así la política en su nueva carrera
frente a la vida. Aprendió cómo desenvolverse en el intrincado campo de la
política, hizo grandes conocimientos sociales y el uso práctico de tales
conocimientos. Ella le había ayudado a que él triunfase como Alcalde de Los
Angeles y a prepararle como casi seguro vencedor en la próxima elección para
Gobernador del Estado de California.
Pero una
trombosis coronaria dio al traste con la vida de su esposo de la noche a la
mañana.
Ellen volvió a
sufrir un rudo golpe en su vida afectiva. Se encontraba rota de nuevo, deshecha
por completo. Tan familiares como le habían sido hasta entonces los asuntos
políticos, no había prestado atención alguna a las cuestiones financieras y
había cometido la estupidez de colocar todos los huevos en la misma cesta, una
cesta sin fondo. Su capital, tras el pago de todas sus obligaciones, quedó
reducido prácticamente a la nada.
Ellen había
tenido ya una fuerte educación en Leyes; pero nunca la había practicado,
resultaba ya demasiado tarde comenzar a la edad de treinta y siete años. Pero
conocía la política y llevaba un nombre que era respetado en California,
especialmente en Los Angeles.
Se presentó al
Consejo Municipal de la ciudad y ganó fácilmente la elección, volvió a triunfar
por segunda vez y se convirtió en la Presidente del Consejo Municipal. Después,
dos periodos en la Asamblea del Estado. Tras aquello, se le habló por los
lideres de su partido para presentarse a las elecciones que llenarían la
vacante del Senado, reemplazando así el hueco dejado por un hombre que había
muerto en su lugar de trabajo, laborando por su Estado.
- Y habría sido
miserablemente derrotada, Max, si tú no te hubieses sacado un conejo de la
chistera.
- De la propia
oficina de tu oponente, amor mío. Pero has dejado de mencionar al tercer hombre
amado, querida. ¿Fue Bradly?
- Sí, fue Brad.
Durante un año, hace ya dos que esto ocurrió. Aquello terminó por mutuo
acuerdo, una especie de mutuo consentimiento sin la menor querella, por lo que
supongo que no pudo ser nada demasiado serio.
- Pero él
dedicó su esfuerzo al Proyecto Júpiter. ¿O tal vez ya lo estaba con anterioridad?
- Un poco de
ambas cosas. El me había hablado de aquello antes, mientras estuvimos
enamorados; pero sólo en un sentido general. Cuando supo que me presentaba para
el Senado, vino a mí con los planes específicos, los programas y me pidió que
si podría seguir adelante con él si yo triunfaba en las elecciones. Le dije que
lo haría encantada, sin soñar nunca, ni imaginarlo siquiera, que cometiese el
error político de hablar de ello a los periodistas precisamente antes de las
elecciones. Si yo lo hubiera previsto, nunca habría estado de acuerdo.
- Creo que lo
que quieres decir es que le hubieras advertido de que se hubiese callado la
boca. ¿O acaso quieres significar con eso que no estabas realmente entusiasmada
acerca del proyecto en sí mismo? ¿Fue sólo tu amistad con Bradly lo que te hizo
estar de acuerdo?
- Bien, en
parte sí. Oh, me gustaba la idea de un cohete que fuese enviado a explorar el
planeta Júpiter. Deseaba que el hombre diese otro paso hacia el espacio
exterior, en mi propio tiempo. Pero no era ciertamente demasiado importante
para mí, y desde luego no hubiese basado mi carrera política precisamente en el
solo proyecto. ¿Quieres saber, Max, cuándo conseguí estar realmente
entusiasmada acerca de ese cohete espacial? La tarde que te encontré y te
conocí. La luz que había en tus ojos, la forma de hablarme, la forma tuya de
pensar. Comencé entonces a sentirme un poco loca por las estrellas, aquella
misma tarde. Me encontré a mí misma pensando ya en hacer el trato del caballo
con ese Decreto del Congreso como si fuese la cosa mas importante de toda la
legislación del mundo entero... y así fue como sucedió, repentinamente.
- ¿Y supiste
también aquella tarde lo que iría a ocurrir entre nosotros?
- Desde luego
que si, Max. Casi en el instante en que entraste por la puerta.
Yo sacudí la
cabeza, casi asombrado.
- ¿Te gustaría
tomar un trago ahora? - la pregunté.
Aceptó. De
nuevo en la cama, medio recostados, con las bebidas en las manos, continuamos
charlando un rato más.
- Max - me dijo
Ellen -. ¿Crees realmente que conseguiremos llegar a las estrellas? Hay años
luz de distancia y un sólo año luz es algo que da escalofríos de sólo pensarlo.
- Lo es, si
permites el aterrarte por tal cosa.
- A qué
distancia se encuentra la más cercana? Creo que lo he olvidado.
- Es la Próxima
del Centauro, y se encuentra a unos cuatro años luz de distancia. Y seguimos
ignorando todavía dónde está la más lejana porque las galaxias continúan
extendiéndose por miles de millones de años luz, según nos muestran los grandes
telescopios. Tal vez el Universo finito, pero ilimitado, de los relativistas es
un error y el Universo continúe infinitamente. Sí, creo que debe existir el
Infinito.
- ¿Y una
Eternidad?
- Creo que nos
encontramos a medio camino de tales conceptos. Esta charla sobre la edad del
Universo, como cifra específica, dos mil millones de años, cuatro mil millones
de años... es algo que vuelve loco a cualquiera. ¿Puedes imaginarte a algo o a
cualquiera que de repente le dé cuerda a un reloj y comience a marchar y que no
existiese ningún tiempo anterior a determinado momento específico? El tiempo no
puede ser detenido, ni ha debido comenzar nunca. Si este Universo particular,
tiene una edad definida, no es eterno y entonces se renueva a sí mismo
constantemente por algún proceso que nos es totalmente desconocido, por tanto
debe existir otro universo anterior a éste. En la eternidad, existiría una
infinita progresión de universos, un número infinito de ellos que han pasado y
extinguido y otro número infinito que aún no han aparecido.
»Tal vez,
Ellen, existió un universo hace miles de millones de años en donde dos personas
estuviesen sentadas, una junto a otra en una cama, como nosotros ahora, e
incluso con nuestros mismos nombres, bebiendo las mismas bebidas, diciendo las
mismas cosas, excepto de que quizás tales personas vistiesen distintos pijamas
y de diferentes colores, porque se trataba de un universo diferente.
Ellen soltó una
deliciosa carcajada.
- Pero hace
media hora, pues, no vestían ningún pijama en absoluto por lo que no podrías
establecer la diferencia. Pero Max, dejando al Tiempo y a la Eternidad fuera de
toda cuestión, ¿crees de veras que los relativistas están equivocados respecto
al universo finito en volumen en un espacio que se curva sobre sí mismo?
Incluso siendo finito, permiten que sea bastante grande, ya lo sabes.
Tomé un sorbo
de mi bebida.
- Espero que
estén todos equivocados... porque entonces puede que haya otra estrella más
lejana y no me gusta pensar que eso sea así. ¿A dónde iríamos desde allí?
- Pero si el
espacio se curva en sí mismo, ¿no resultaría que la estrella más lejana
resultaría a su vez la más próxima?
- Querida, esto
es realmente una idea aterradora. A mí me vuelve loco de remate el pensarlo.
Rehúso aceptar tal idea, incluso el examinarla. Volvamos al universo finito. Si
éste es finito, podrían existir un infinito número de universos como él, o sea
un infinito de finitos. Como gotas de agua. Tal vez nosotros sólo seamos unos
infusorios dentro de una gota de agua, a la que ha ocurrido separarse de otra
gota de agua, es decir un universo en sí mismo. ¿Supones a esos infusorios que
jamás lleguen a sospechar que hay otras gotas de agua además de la suya?
- Pudiera ser
tal vez que uno lo hiciera. Tú lo has hecho. ¿Qué pasaría si nuestra gota de
agua se encuentra dentro del campo de visión de un microscopio o algo
equivalente a un microscopio y que algo nos está mirando cuidadosamente?
- Dejémosle que
mire - repuse -. Que mire todo el tiempo que quiera. Y si no lo hace, ¡qué más
da!
Y otra vez de
vuelta a Los Angeles, a mi trabajo, al estudio. No es que fuese al régimen tan
estricto en esta ocasión, ahora cuando iba a tomar ya mi graduación. Ellen me
convenció de que trabajar exclusivamente y no divertirse nada, me convertiría
en un tipo adocenado y demasiado serio, y por nada del mundo querría verme así.
Estudiaba cuatro noches por semana, dos solo y otras dos con profesor. Dos días
en la semana las dedicaba a Ellen o a Klocky o a ambos y disponía de una noche
para dormir y descansar. Usualmente mis noches con Ellen solían ser tranquilas
en su apartamento; pero ocasionalmente íbamos a cualquier función o concierto.
No importaba que nos viesen juntos de vez en cuando, ya que por sistema
evitábamos los lugares frecuentados por los columnistas chismosos y los
comentadores de la prensa. Por nada del mundo queríamos ver nuestros nombres
juntos en letras de molde o en la televisión; porque incluso la más leve
sugestión de un idilio entre nosotros, habría sido un mal negocio cuando
llegase el momento para Ellen de utilizar su influencia para mí en el Proyecto
Júpiter.
Y así
transcurrió, julio, agosto y septiembre.
Yo hacía una
nueva amistad, con el hombre que estaba dándome clase en las teorías del campo
unificado de la Relatividad de Einstein. Su nombre resultaba un tanto extraño,
Chang M’bassi; pero en sí mismo, resultaba todavía más sorprendente.
Chang M’bassi,
era el último, o al menos así lo creía de las tribus Masai de África; hasta los
años 60 había vivido en el continente negro. Aquellas gentes habían dejado de
existir porque todos resultaron muertos, excepto M’bassi, cuando menos no
existía otro auténtico ejemplar de su raza superviviente entre ella. Aquellas
gentes habían sido lo más representativo y extraordinario, seguramente, de
todas las tribus africanas, aparte de los más bravos y orgullosos guerreros.
Eran los de más alta estatura, por término medio un Masai tenía más de seis
pies de altura. Su deporte era la caza de leones con lanzas, ningún joven se
convertía en miembro de la comunidad con todos sus derechos de hombre hasta
haber matado a su león. No cazaban otros animales y raramente comían carne;
eran pastores al propio tiempo que guerreros. Tenían grandes rebaños de ganado
y su dieta reducida, casi el único alimento que tomaban era una mezcla de leche
y sangre del ganado que pastoreaban. Aquella dieta demostró ser fatal en la
epidemia, la gran epidemia que se desató en su país y que si no recuerdo mal,
fue por el año 1969, y que mató a quince o dieciséis millones de criaturas en
pocas semanas. La epidemia llegó al año siguiente del intento en gran escala de
exterminar la mosca tsé-tsé, la productora de la encefalitis letárgica (la
enfermedad del sueño), en el área de su hábitat tradicional. El intento no tuvo
el éxito deseado, ya que un cierto número de moscas tsé-tsé se hicieron inmunes
al nuevo producto «maravilloso» que tendría que haberlas exterminado de una vez
y por todas. Volvieron al año siguiente grandemente disminuidas en número pero
llevaban consigo un nuevo virus desconocido que infectó al ganado, sembrando la
mortandad con una rapidez asombrosa por toda la región. El ganado no mostraba
señales exteriores de enfermedad o infección microbiana, como tampoco los seres
humanos que igualmente fueron picados por las nuevas moscas. Pero en la sangre
y en la leche del ganado, el virus se convirtió en algo mutado que resultó
mortal para los humanos. Comer carne, tomar la sangre o beber la leche de una
vaca infectada resultaba mortal de necesidad. Los vómitos comenzaban a las
pocas horas, el enfermo se encontraba perdido al día siguiente y la muerte, sin
remedio, se producía a los tres o cuatro días.
Cuando
estallaron las epidemias, menos de una semana tras haber aparecido las tsé-tsé,
los Masai se encontraron perdidos y sin ninguna oportunidad. Todos estaban
infectados de la terrible epidemia, casi simultáneamente, todos; excepto un
chiquillo llamado M’bassi, murieron antes de haber podido aplicárseles un
adecuado tratamiento por los epidemiólogos que se precipitaron rápidamente a
encararse con aquella terrible enfermedad viriásica. Los especialistas aislaron
pronto el nuevo virus y su origen y esparcieron rápidamente el aviso de la
total prohibición de comer carne y tomar la leche de las vacas. A causa de
tales avisos y porque trabajando frenéticamente, los epidemiólogos hallaron en
pocos días un tratamiento efectivo para la enfermedad, las demás tribus no
tuvieron bajas más considerables, limitándose ya a la pérdida de una mitad de
sus efectivos vivientes. Además, aquellas otras tribus que habían sido
primitivamente pastoras, tuvieron la suerte de que sus rebaños no fueran
infectados tan completa y ampliamente como las de los Masai.
La
supervivencia de M’bassi había sido algo accidental y casi de verdadera
providencia, de cualquier forma que se considerase el hecho. Un médico chino
misionero, llamado Chang Wo Sing, budista, había llegado entre ellos para
tratar de convertirles al Sendero de las Ocho Virtudes, tuvo que haber sufrido
bastante y luchado entre semejante ambiente, porque su secta particular del
budismo, además de ser evangélica, predicaba un estricto régimen vegetariano y
se mostraba totalmente contraria a la muerte de los animales. Para abrazar su
especial filosofía de la vida, es preciso imaginarse el horror de los Masai
ante el pensamiento de comer sólo vegetales y dejar que se abandonase su
tradicional caza del león, deporte para ellos apasionado, viril y que
constituía desde siglos, todo un código de honor para su raza. Seguramente que
pudo haber tenido más éxito al no predicar con tanta violencia el estricto
vegetarianismo y el haber de dejar en paz a los leones.
Pero en cierto
sentido, aunque limitado - limitado a una sola persona -, Chang Wo Sing, había
triunfado en conquistar a los Masai en su forma de pensar. M’bassi, el último
de los Masai, era budista.
M’bassi tenía
entonces once años, hijo de un jefe de un poblado de Masai sobre el cual el
doctor Chang había condescendido con benevolencia. El mismo día de la llegada
del buen doctor, M’bassi había resultado gravemente herido por un león, a media
milla del poblado. Se lo trajeron casi inconsciente, más muerto que vivo,
apenas con un resto de sangre en su organismo y en un estado de extrema
gravedad por anemia aguda. Su padre, el jefe, no dudó en poner el desgarrado
cuerpo de su hijo, dado ya por muerto, en manos del apacible doctor chino, para
que intentase salvarle la vida.
El doctor Chang
lo intentó y triunfó en el empeño. Pero M’bassi, unos días más tarde, era
todavía un pobre muchacho terriblemente enfermo, aunque al fin salvó la vida.
Tenía la garganta seriamente desgarrada y milagrosamente, las garras del león
fallaron en seccionarle la yugular. Fue alimentado intravenosamente con una
nutriente solución que era puramente vegetal en su origen.
Los demás Masai
del poblado y los de los demás poblados de su raza, cayeron enfermos y
comenzaron a morir. El doctor Chang imaginó, al menos en parte, la respuesta a
la epidemia, antes de llegar los epidemiólogos y trató de salvarles; al menos a
cuantos hubiera podido salvar; pero aquella enfermedad era algo nuevo para él y
desgraciadamente no era bacteriólogo. Su advertencia de que dejasen de comer
carne, había sido un excelente aviso; pero llegó demasiado tarde, aunque de
todas formas la habrían ignorado de haber llegado a tiempo. La mayor parte de
las víctimas habían ido demasiado lejos comiendo carne y la totalidad de la
tribu, excepto aquel chico mal herido, fue prontamente infectada y condenada a
morir. Los refuerzos médicos que llegaron, encontraron al doctor Chang en un
poblado repleto de criaturas moribundas o ya muertas.
Pero M’bassi
vivió. Tras de que el último de los Masai del poblado muriera y hubiese sido
enterrado y después de que los otros médicos llegasen hacia donde esperaban
todavía haber sido útiles, el médico budista misionero, continuó allí, sólo con
el pequeño M’bassi todavía dos semanas más, hasta que pudo llevarlo con él.
Primero a Nairobi para un mes de hospitalización y después, ya convaleciente,
por ferrocarril hasta Mombassa y por barco hasta China.
De vuelta a su
país de origen, el buen doctor chino había prosperado. Había criado al muchacho
negro como a un hijo y estuvo en condiciones de enviarle al extranjero para que
se educase. Primero a Londres, después al Tibet y finalmente a Massachussetts,
al Instituto Tecnológico.
Conocí a
M’bassi. Un original tipo de siete pies de altura, esbelto y arrogante, con
todas las características de su raza. Sus ojos tranquilos y contemplativos en
aquel fiero rostro africano, le daban un aspecto singular por las profundas
cicatrices que le produjeran un día las garras del león, unas cicatrices que le
alcanzaban desde el cuero cabelludo hasta la barbilla, habiendo salvado
milagrosamente los dos ojos. Hablaba con una voz melodiosa y suave que hacía
que cualquier idioma que hablara resultara dulce y armonioso. Budista, un gran
místico y matemático; un tipo maravilloso.
Había entrado
en contacto con él por Ellen. Ella le conocía porque había sido amigo de Bradly
y le había sugerido unos meses antes la necesidad de un profesor que me iniciase
en la alta matemática de la teoría del campo unificado. Chang M’bassi, pues,
había tomado el nombre del doctor chino, como el de su padre; era profesor de
altas matemáticas en la Universidad del Sur de California.
Ellen me había
advertido que las lecciones que pudiese darme, las daría sólo si nos
apreciábamos mutuamente por personal simpatía, ya que estaba descartada para él
la cuestión monetaria y personalmente sólo deseaba disponer de tiempo para sus
meditaciones filosófico - religiosas.
- En tal caso -
le dije a Ellen -. ¿Por qué podría tener interés alguno en enseñarme?
- Pudiera muy
bien ser que no, Max. Sólo por pura consideración monetaria, no, desde luego.
Pero si trabas amistad con él y simpatizáis el uno con el otro...
Y en efecto,
simpatizamos recíprocamente.
Dios sabe por
qué. Excepto por una cosa - y eso era algo que no aprendí hasta que conocí a
M’bassi mucho tiempo -, parecía que ambos no teníamos nada, absolutamente nada,
en común. El misticismo me aburría de muerte. La ciencia, excepto en el reino
puro de las altas matemáticas, tampoco tenía interés para mí.
Sin embargo,
ambos llegamos a ser muy buenos amigos.
En octubre me
otorgaron el grado de ingeniero de cohetes. Lo celebramos con una cena y una
fiesta, toda una fiesta, en una suite de Beverly. Rory y Bess Bursteder
vinieron en avión desde Berkeley para la ocasión y mi hermano Bill y mi cuñada
Marlene, desde Seattle. Klockerman y su esposa. Chang M’bassi, solo, como
siempre. Y Ellen, por supuesto. Nueve en total.
Bill se
divirtió en grande, aunque creo que estaba algo mosqueado en la mayor parte de
las conversaciones que sostuvimos. Sin embargo parecía sentirse a gusto y feliz
de encontrarse allí con nosotros, especialmente en mi compañía. Estaba
encantado, no tanto por el título que acababa de obtener, sino más bien porque
con aquel motivo, dejaría de tener las manos llenas de suciedad y de grasa, y
que por fin, podría llegar a alcanzar una posición responsable y aspirar a
cualquier puesto importante en la vida. El breve discurso de Klockerman
anunciando que ya se habían hecho los necesarios arreglos para convertirme en
ayudante del director del aeropuerto de los cohetes, le produjo a mi hermano un
gran placer. Pero me di cuenta de que Marlene me miró con curiosidad y le hice
un guiño para volverla todavía más curiosa sobre el particular. Es bueno
siempre ver a una mujer sentirse curiosa y sirve a su derecho a considerarse lo
bastante lista para comprobar que un leopardo no cambia su sitio en la selva,
sin alguna poderosa razón.
La víspera de
Navidad la pasé solo con Ellen en su apartamento. La sorprendí con un regalo,
un collar de perlas. Había estado durante casi un año, ganando más dinero que
nunca en mi vida. Y dándose la circunstancia de que en tal época, había tenido
menos tiempo que nunca para gastarlo. El amontonarse el dinero en mi cuenta del
Banco había empezado a preocuparme y aquello era una maravillosa oportunidad
para librarme de una buena parte de aquel dinero.
Ellen, por su
parte, me regaló una preciosa pitillera, negra con unos diamantes incrustados
al azar formando un extraño y caprichoso dibujo. ¿Era al azar? La miré
insistentemente y comprendí a poco, que formaba un diseño que me era tan
familiar. Era la Osa Mayor, apuntando hacia la Estrella Polar.
Querido - me
dijo -, ésta es la única forma que tengo de que consigas tener las estrellas al
alcance de tu mano.
Creo que deseé
haber llorado. Tal vez debieron saltárseme las lágrimas, porque me encontré en
un momento determinado, con los ojos nublados, y una visión borrosa de cuanto
me rodeaba.
Tercera Parte:
Año 1999
Carta de Ellen
desde Washington, a últimos del mes de enero.
«Oh, querido,
querido mío. Quisiera que esta noche estuvieses conmigo, aquí conmigo. O que yo
pudiera pasarla en tu compañía.
»Entonces, esta
fatiga y esta constante jaqueca. que sufro se desvanecería. Seria feliz y me
sentiría relajada a tu lado. Pero con dolor de cabeza o sin él, tengo que
contarte lo que hoy he llevado a cabo. He elegido a mi víctima y mi momento a
la perfección. La víctima. La víctima: el caballero de Massachussetts, líder de
los conservadores y cabeza del Comité de asignaciones, el Senador Rand. El
momento: un almuerzo téte-a-téte, en un lugar que he elegido hábilmente donde
nadie nos conoce a ninguno de los dos, con objeto de no sufrir interrupciones.
»Y mientras
comimos, le aburrí según me temo, hablándole de las ventajas para la Ciencia y
para la Humanidad, de enviar en un viaje de inmediata inspección, un cohete al
gran Júpiter. Pero esto era solo la superficie del objeto principal. Bajo
cuerda, yo seguí apretando más y más fuerte en el sentido de que la propuesta
del Senado pasara a despecho de la oposición. Le confesé que ya contaba con
suficientes votos para llevarlo a efecto - cosa que no es cierta; pero creo por
ahora no lo descubrirá -, y que su oposición no haría nada bueno en su favor.
Procuré observarle detenidamente, mientras le mencionaba qué pequeña suma sería
la de trescientos diez millones para llevar a cabo el proyecto, un proyecto de
tal categoría. Para que la retuviera bien en su mente, procuré mencionarla una
docena de veces.
»Esperé hasta
terminar el almuerzo y comenzamos a tomar el coñac. Rand es un hombre que no se
encuentra a gusto tras ninguna comida, si no es frente a una buena copa de
coñac, y así lo hice. Mientras saboreaba el licor, le mencioné que existía otra
forma de conseguir un cohete para Júpiter, incomparablemente mucho más
económica y que además contaba con la ventaja adicional de poder tomar contacto
en cualquiera de las lunas de su sistema planetario. Tomé tu programa, el
creado por ti y Klocky en conjunto, de mi bolso, y se lo mostré. No se molestó
en mirar nada de los planos, excepto las cifras que en total sumaban veintiséis
millones. Y entonces, se me quedó mirando fijamente: Senador Gallagher - me
dijo - si esto puede hacerse tan barato, ¿por qué diablos propuso usted un
decreto basado en cifras casi doce veces mayores?
»Yo esperaba
semejante pregunta, por supuesto, y tenía dispuesta mi contestación, al
explicarle que la técnica de hacerlo más económicamente no había sido
descubierta ni calculada en el momento en que presenté la moción, ahora puesta
sobre el tapete y que el cohete original propuesto inicialmente tenía la
ventaja de ser un vehículo espacial para dos hombres del espacio que quisieran
pilotarlo. Pero que a despecho de tales factores, me habría gustado retirar la
moción original y sustituirlo por este cohete tan poco costoso; pero sólo a
base de que si yo tenía la palabra suya de que los conservadores lo dejasen
pasar, iría adelante sin demora y sin oposición. Le apunté que no querrían
seguramente votar por él, sino que sería suficiente con que se abstuvieran o se
dieran un paseo por cualquier corredor del Senado mientras la moción estuviera
votándose.
»Rand farfulló
algo, tratando de decirme que no podía prometerme nada excepto que él no se
opondría al decreto. Yo insistí en mi parloteo, halagándole un poco y
diciéndole que sabía cuánta era su influencia con los conservadores en ambas
Casas y repitiéndole que se le consideraba como el verdadero líder de la
oposición. Así estuvimos un buen rato. Yo le dije que si íbamos a sostener una
lucha por tal cuestión llevaríamos la lucha a la base del original y más
costoso proyecto y que recularíamos ante la alternativa de que el decreto fuese
a denegarse. Finalmente, propuso la verdadera solución. Prometió hacer lo que
estuviese en sus manos para que no hubiese una activa oposición por parte de
los conservadores y yo a mi vez retiraría la propuesta original e introduciría
la segunda como sustituta. Y el Senador Rand sea lo que de él pueda pensarse,
es un hombre de palabra y un hombre inteligente y de honor.
»La moción y el
decreto pueden ya considerarse aprobados, Max. Los conseguiremos ya votados
para el próximo lunes en el Senado, tras haber pasado a través del Comité. Irá
a la Cámara de Representantes dentro de un mes.
»Y desde luego
no será vetado. Tenemos la seguridad dada privadamente por el Presidente Jansen
acerca del particular, y ofrecida sobre la base del decreto primitivo. Firmará
el proyecto sustituto sin la menor vacilación. Y estará encantado de que sea
tan económico que estoy segura de que estará de acuerdo en nombrar a
quienquiera que yo sugiera, siempre que esté políticamente calificado para
director del Proyecto. Y antes de que sugiera un nombre para su respectivo
nombramiento, querido Max, tendré que sugerir asimismo que me prometa que tú
serás el ayudante del director.
»Por tanto,
dentro de un mes, más o menos, digamos a primeros de marzo, sugeriré a Klocky
que se vaya de vacaciones y que te deje en su puesto mientras tanto. Una
ausencia de tres meses será tiempo y margen suficiente; tu nombramiento será
hecho y confirmado para entonces, aunque el proyecto en sí mismo aún no haya
empezado, incluso ni a ser diseñado y llevado a las mesas de trabajo hasta la
caída del otoño. Los muchachos de White Sands, tendrán que supervisar los
planos y eso se llevará tiempo. Tiene que haber, de lo cual me encargaré, la
forma de que las cosas se pongan en marcha cuanto antes mejor.
»Pero no te anticipo
la seguridad de que nos proporcionen alguna molestia. De hecho, estoy
razonablemente segura de que ellos, no sólo recibirán con entusiasmo estos
planes, sino, que nos prestarán su colaboración. El General Rudge, la cabeza
sobresaliente de allá, estuvo en Washington la semana pasada y de una forma
estrictamente confidencial, le mostré tu programa. Y me dijo, aunque de forma
puramente oficiosa, que le parecía estupendo a él personalmente, aunque desde
luego tendrían que comprobar las cifras repetidas veces. Tengo la sospecha de
que insistirá en añadir al programa algunos pequeños factores de seguridad,
cosa, por otra parte, que ya habíamos previsto.
»Y eso es todo
por ahora, querido. Me gustaría que no tardase tanto tiempo en llevarse todo
esto a cabo, que serán siete largas semanas. Pero para entonces, probablemente
el decreto estará ya aceptado y firmado por el Presidente y con un poco de
suerte, tu nombramiento extendido y confirmado. Entonces podremos celebrarlo.
¿No te parece, amor mío?
»Mientras tanto,
no te olvides escribir a tu miembro del Congreso.»
Y en efecto,
escribí a aquel maravilloso miembro del Congreso, a quien echaba de menos de
una forma angustiosa y desesperante.
Sí, la echaba
de menos angustiosamente. Al estar lejos de ella, me di cuenta de que la amaba
realmente y que entre nosotros existía algo profundo e importante, no sólo un
capricho pasajero, como otros que había tenido en mi vida pasada. A veces,
llegué a maldecir al Proyecto Júpiter, por tenernos separados el uno del otro.
Solo, yo que
jamás me había sentido solo nunca antes en mi vida, encontré que la semana
tenía demasiados días. Tuvimos una estación de lluvias bastante pesada en Los
Angeles; pero yo solía pasear con frecuencia durante horas, a veces casi
navegando en las calles encharcadas. Leí mucho. Tantas veces como podía,
procurando no molestarles, pasaba noches en casa de Klocky o con M’bassi,
hablando o jugando al ajedrez. Escuché un concierto ocasional en diversas
sesiones. Aún así, había demasiados días en cada semana. Siete en cada una de
ellas; pero que a mí me parecían años. ¿Por qué tenía que estar enamorado de
Ellen y amarla apasionadamente? Era como preguntarme por qué razón tenía cinco
dedos en cada mano.
Los días fueron
pasando así y todo, trabajando y soportando las largas noches de soledad.
Otra carta de
Ellen, a principios de febrero:
«Por mi
telegrama de ayer, sabrás que el decreto pasó ya por el Senado, querido. Con
toda probabilidad, si hubieras estado viendo la televisión lo habrías sabido
incluso antes de que mi telegrama llegase a tus manos.
»Seguramente lo
que no has sabido es lo asustada y preocupada que estuve, por lo cercano que
estuvo el peligro. Max, el decreto ha pasado por un margen de sólo tres votos.
Y no ha sido porque Rand se haya mezclado en esto. De los veinticinco votos que
forman el bloque conservador del Senado, unos cuantos se depositaron contra
nosotros; la mayor parte o se abstuvieron o permanecieron ausentes mientras se
efectuaba la votación.
»De nuestra parte teníamos en línea veinticinco
votos como cosa cierta - los quince con que siempre contamos y diez más que
conseguí con el «trato del caballo». Calculamos que los otros cincuenta, los
pertenecientes a los grupos independientes, se dividirían equitativamente. Y si
esto ocurría tendríamos casi una mayoría de dos a uno con la abstención de los
conservadores.
»Pero incluso
sin oposición organizada, sin discursos contra el Proyecto, esos votos de los
grupos independientes, se vinieron duramente en nuestra contra. La actual
votación ha sido de 36-33, lo que significa que entre los 44 votos
independientes sólo conseguimos 11, uno de entre 4 a nuestro favor.
»Desde
entonces, hemos descubierto por qué, por conversaciones con algunos de los
independientes que usualmente votan a nuestro favor, y quiénes corrientemente
desean seguirnos con un proyecto expansionista del espacio, razonablemente
expuesto. Se produjo un sentimiento repentino en contra, por que la última
semana se ha estrellado un cohete enviado a Marte, cohete de tres millones de
dólares de cargo y con seis hombres a bordo, enviado a la colonia marciana del
planeta rojo; deshecho por un meteorito y estrellado contra Deimos.
(Una de las
lunas de Marte. La otra es Fobos. Deimos y Fobos (la Fuga y el Terror) son los
caballos del dios Marte en la mitología griega. Al descubrirse el planeta,
siguiendo la costumbre tradicional, los astrónomos bautizaron a sus dos lunas
con iguales nombres mitológicos. «N del T.»).
»Lo supe a su debido tiempo, por supuesto, y
aunque el hecho despertó una cierta irritación entre la gente, nunca podía
suponer que se llevase ante el Senado con semejante furor político. ¡Como si
fuésemos culpables del fallo del tráfico rodado por haberse descarrilado un
tren de superficie, sin importar el costo ni las víctimas de la catástrofe!
»Así, pues,
gracias a Dios, el decreto pasará, aunque hemos estado asustados, lo que nos ha
demostrado cuánta excesiva confianza habíamos puesto en su éxito. Además, nos
ha enseñado que antes de que el decreto sea informado por el Comité y votado en
la Cámara de Representantes, hemos de proceder con precaución y mucho cuidado.
Será preciso repetir el «cambio de caballo» a gran escala.
»Y ahora
tendremos que esperar, en cualquier caso, al menos hasta después del receso y
posiblemente un mes o algo más aún, hasta que esa catástrofe del cohete
marciano se vaya olvidando de la mente de los Representantes y sus
constituyentes. Si - que Dios no lo quiera -, se produce otra catástrofe de
este tipo con otro cohete dentro del próximo par de meses venideros, no habrá
otro remedio que mantener el decreto en el Comité hasta que podamos tratar de
empujarlo hasta el día de la clausura de la sesión. Y será preciso realizar un
verdadero juego malabar en el asunto.
»Por tanto, si
Klocky no ha hecho arreglos irrevocables para comenzar su ausencia a primeros
de marzo, sería mucho mejor que esperase todavía un mes y lo hiciese a
principios de abril. Te ruego que se lo digas así, teniendo además una razón
egoísta para desear que la cosa ocurra de esa forma. El receso de la sesión en
este año, será el segundo y por dos semanas en marzo, desde el seis hasta el
veintiuno. Si Klocky sale el primero de marzo, tú tendrás que hacerte cargo de
su trabajo y sé que no estarías en condiciones de aguantar esas dos semanas.
Pero si permanece durante todo el mes, ¿podrías posiblemente - aunque me parece
aún así demasiado largo -, repetir la semana que pasamos en Méjico?
»Todavía
continúo sufriendo este horrible dolor de cabeza constante, aunque no me impida
escribirte, cosa que de todos modos, he de realizar con un gran esfuerzo. Ahora
que ha pasado la excitación respecto al decreto, que temporalmente podemos
considerar como cosa concluida, creo que iré a visitar a un buen médico; confío
que se trate de un. caso de jaqueca persistente. Ahora que gracias a Dios se
dispone de tantas nuevas técnicas, creo que no es cosa de preocuparse demasiado
sobre el particular.
»Escríbeme
pronto y cuéntame muchas cosas respecto a estas semanas transcurridas, así
podremos hacer planes para cuando estés libre.»
Hablé con
Klockerman y todo estuvo de acuerdo, preparó las cosas para salir de vacaciones
a primeros de marzo; pero no era del todo demasiado tarde para cambiarlas.
Telefoneé a Ellen aquella noche y sostuvimos una larga conversación. Elegimos
ir a La Habana, en Cuba y dispusimos las cosas para reunimos allá el día seis
de marzo.
El estrecho
margen de votos del Senado y la necesaria demora producida antes de que el
decreto llegase a la Cámara de Representantes, no me preocuparon seriamente. En
cualquier caso, creí sentirme más bien optimista. Las cosas habían ido
produciéndose lentamente y con suavidad, demasiado fáciles tal vez, según yo
creía verlas. Ahora que me parecía verlo todo despejado en nuestro camino,
creía sentirme mucho mejor en todos los aspectos.
Tomé el
almuerzo un domingo con M’bassi; carne de conejo para él y de vaca para mí.
Después y teniendo a la vista un cálido y agradable día de febrero,
razonablemente templado en Los Angeles, nos fuimos a una playa de nudistas para
bronceamos al sol los dos. Me encantaba la idea de quemarme un poco la piel a
la luz del sol. M’bassi porque adoraba el Sol y su calor, ya que bien sabía
Dios que su cuerpo no necesitaba ennegrecerse para nada.
Hablamos de
leones. M’bassi tomó la palabra.
- Ayer por la
tarde - me dijo -, hice una cosa que nunca había hecho antes. Fui a un parque
zoológico. Fui con la sola idea de ver un león. No había visto uno desde hacía
treinta años. Y vi uno.
- ¿Y qué tal te
pareció?
- Pues a un
león. Se parecía mucho realmente a un león. Pero durante un buen rato sospeché
de que no lo era. Tenía un aspecto tan diferente y totalmente distinto, de los
leones que yo había visto en África que me pareció irreal, sobre todo de aquel
que estuvo a punto de matarme y que me dejó con vida al fallar en su zarpazo.
Entonces comprobé, que la diferencia no radicaba en la bestia, sino en mi
perspectiva respecto al animal. Fue una experiencia singular. Me alegro de
haber ido.
- La diferencia
en la perspectiva - le dije yo -, pudo haber sido debida a una de dos cosas. La
diferencia entre un león libre y otro enjaulado o a la diferencia entre el
punto de vista de un niño y la de un hombre. ¿Cuál era, M’bassi?
- No fue
ninguna de esas dos cosas, Max. Era la diferencia, entre el punto de vista de
un salvaje - ya que a los once años yo era un salvaje - y la de un hombre
civilizado. Era algo más que la diferencia entre los puntos de vista de un niño
a un hombre; porque de haber permanecido como un salvaje, y seguido la vida de
la tribu, el punto de vista no hubiese cambiado.
- ¿Cómo
definirías ese punto de vista? El del salvaje, quiero decir.
- Admiración,
respeto y el deseo de matar. La necesidad de conquistar mi derecho a la hombría
contra el león en un combate, para probarme a mí mismo que no tenía miedo de
él.
- Pero yo creía
siempre que los Masai eran tan bravos que nunca tuvieron miedo a los leones...
- Por supuesto
que eran gente valiente y brava. Y desde luego, tenían miedo, ya que de no
tenerlo, no hubiese existido ninguna bravura en su caza del león. Donde no
existe el temor, no hay bravura.
- ¿Y tu actitud
hacia el león, como hombre civilizado?
- Admiración,
respeto y compasión.
- Es fácil
sentir compasión por un león enjaulado. ¿Qué habría pasado si te hubiera
atacado en las selvas de África?
M’bassi
suspiró.
- Habría tenido
que defenderme, de no haber tenido otro remedio, pero lamentándolo. La
filosofía Hsin no es fanática, reconoce que aunque la vida, toda la vida, es
importante, la vida de un ser humano es mucho más importante que la de
cualquier animal.
- Entonces, no
habría sido un pecado matar a un león atacante. Pero, ¿lo habría sido el
cazarlo?
- Bajo ciertas
circunstancias, también hubiera sido necesario. Si, por ejemplo, un león se ha
convertido en un asesino de seres humanos, ¿qué habría de malo en cazarlo o
matarlo por placer? Alegrarse con la muerte de una criatura viviente.
Criaturas
vivientes, tales como las gaviotas que volaban graciosamente sobre nuestras
cabezas. Criaturas vivientes, como un grupo de muchachas, correteando por la
playa, saltando y riendo. Y con todo aquello, el perezoso ritmo de las olas, el
calor del sol y el azul maravilloso del cielo.
Hice un gesto
hacia todo aquello.
- Todo esto,
M’bassi. Todo esto y también las estrellas. ¿No es suficiente sin tener que
inventar una religión y un Dios?
Podría ser,
Max, si pudiésemos tener todo esto y también las estrellas sin religión. Tú
tienes la ciencia. Yo la religión. Tú montas sobre el caballo que te conducirá
seguramente hacia las estrellas, yo montaré el mío.
No pude ni
siquiera soñar, entonces, lo que quería decir con aquello.
Me creí ser
rico y tomé el cohete que, partiendo de Miami me llevó hasta La Habana. El
reactor de Ellen, aterrizó dos horas más tarde y ya había preparado una suite
en un hotel para nosotros, en el momento adecuado.
Ellen había
visitado a un especialista respecto a sus constantes y fuertes dolores de
cabeza; se los curó y se hallaba entonces perfectamente. Pero daba la impresión
de hallarse fatigada los primeros días.
- Mujer, has
trabajado demasiado duramente. Creo que has dado más de ti de cuanto te
pertenecía en este endiablado Proyecto Júpiter. Dejemos que los enamorados de
las estrellas lo lleven felizmente a través de la Cámara de Representantes.
- He tenido que
hacerlo, Max. Y me encontraré perfectamente, ya descansada del todo, para
cuando llegue el momento de que haya de volver. Y mi fatiga no depende en todo
de mis preocupaciones por empujar hacia el Proyecto Júpiter. Ese condenado
decreto de Buckley... tendré que enfrentarme con él en California o no tendré
ni una sombra de posibilidades para ser reelegida.
- ¿Y por qué
ese deseo de ser reelegida? Ellen, fuiste tú quien me llevaste a un trabajo
administrativo; pero tengo que admitir que estoy llevando ese puesto en contra
de mi gusto, aunque me lo paguen bien. Lo bastante bueno como para permitirme
el lujo de tener conmigo a todo un Senador de los Estados Unidos. ¿Por qué no
nos casamos tan pronto como se firme mi nombramiento?
- Hablaremos de
todo eso, querido.
- Lo haremos
pues. Y podemos hacerlo ahora. No hay que pagar por hablar Ellen querida.
Ellen, ¿estás en la política porque de veras lo deseas y porque realmente
deseas tener una carrera propia? ¿O sólo para tener un medio de vida?
- Yo... Max,
honradamente, no lo sé. Es probablemente que haya algo de ambas cosas; pero en
este preciso momento me siento demasiado confusa para. analizar mis
sentimientos, acerca de la política o de casarme. En cualquier caso, no
quisiera casarme hasta que haya finalizado mi período electoral para el que fui
elegida... y eso significan otros dos años. Es mucho tiempo.
- Claro que es
demasiado tiempo, cariño. Y nosotros no somos ya tan jóvenes.
- No, pero no
echamos de menos eso ni tú ni yo, ¿no es cierto? Estamos juntos, casi como si
estuviéramos realmente casados, Max. Incluso si nos hubiéramos casado hace dos
años no dimitiría de mi puesto en el Senado. Así tendré que permanecer en
Washington seis o siete meses de cada año.
- Al menos no
tendrías que ponerte esa máscara cuando estás en público.
- No me
importa. Además, piensa qué deliciosa resulta quitársela cuando estamos en
privado. ¿Quieres preparar un trago?
Se tomó el suyo
a pequeños sorbos y después se dejó caer sobre las mullidas almohadas, cerrando
los ojos.
- Háblame,
cariño.
- ¿De qué? ¿De lo
mucho que te quiero? - Y fruncí el ceño -. Maldita sea, cariño, ¿sabías que
ésta es la primera vez en mis cincuenta y ocho años que pido a una mujer que se
case conmigo? Y no puedo obtener una respuesta concreta a mi petición...
- Te quiero,
Max. Soy tuya. ¿No es suficiente? Además sabes que formas parte de mi vida.
¿Qué significan unas palabras y un trozo de papel?
- No son las
palabras ni el trozo de papel. Es... oh, ¡diablos! Supongo que es algo egoísta
por mi parte, cuando haces que analice mis propios sentimientos. Probablemente
se debe a que deseo mostrarte a todo el mundo como mi esposa, no tener que
mantenerlo siempre en secreto.
- Secreto,
excepto para las pocas personas que te importan de veras. Klocky, los
Bursteder, tu hermano y tu cuñada, M’bassi y algunos otros...
- Está bien -
repuse, pensando en esgrimir otra nueva razón, alguna que tuviese un más sólido
fundamento.
Pero Ellen me
ganó la partida, como siempre. Se sentó y alargó la mano en busca de su bebida
a medio tomar.
- Max, déjame
explicarte. Creo que jamás has pedido a otra mujer que se case contigo; pero no
me digas que crea que jamás hayas amado a otra mujer. Tienes que haberlo hecho,
más de una vez, y al menos tanto como ahora me quieres a mi. Es preciso que lo
admitas.
- Pues sí, es
cierto. He amado a otras mujeres. Pero nunca tanto como a ti, en eso estás
equivocada. Esto es diferente.
- Querido Max,
voy a decirte en qué consiste la diferencia. Tú eres un loco del espacio y lo
has sido siempre, desde que fuiste lo suficiente hombre para saber lo que era
el amor. Cuando llegó ese momento, las estrellas fueron lo primero para ti, las
mujeres ocuparon en tu corazón y en tu mente un segundo lugar. El matrimonio te
habría ligado demasiado a un hogar y te habría dificultado hacer las cosas que
has deseado hacer o ir a donde quieres ir. Ahora y por primera vez, tienes
ambas cosas en el mismo paquete, una mujer que te quiere y la oportunidad de
ayudar a construir un cohete que llegará más lejos en el espacio cósmico de
cuanto se haya conseguido antes.
Tuve que
reconocer para mi interior, que aquello era una verdad impresionante.
- Si lo pones
en duda - continuó Ellen - puedo demostrártelo. Supongamos que aceptas ahora
mismo el matrimonio, aquí en La Habana; pero sólo con la condición de que dejases
de mirar a las estrellas y dejar de soñar con ellas.
- Tú no me
pedirías una cosa semejante. No lo harías. No serías tú si lo hicieras.
- Por supuesto
que no. Pero comprendes mi punto de vista, así y todo. Oh, Max, dejemos de
hablar de matrimonio por esta noche. No hablemos de nada respecto a cualquier
determinado sujeto. Háblame de lo que quieras y déjame escucharte.
- Está bien,
cariño. ¿De qué podría hablarte que te gustase?
- De la única
cosa que te gusta, de las estrellas. ¿Crees realmente que llegaremos algún día
a alcanzarlas?
- Me pones
siempre el cebo, querida. Tú sabes perfectamente bien que creo que se llegará a
las estrellas, y que lo deseamos con todo nuestro corazón. Es sólo cuestión de
tiempo. No puede darse crédito al género humano simplemente porque se diga como
tópico que no hay nada que pueda hacerse nunca en tal sentido. Las estrellas
están en el Cosmos esperando a que el hombre vaya a su encuentro. Algún día, y
tal vez más pronto de lo que podamos figurarnos, el Hombre hará una incursión
en los profundos espacios de igual forma que irrumpió en el sistema solar por
los años 60. Esperemos que esta vez no tenga que esperar hasta que llegue a
sentir el terror de intentarlo.
- ¿Aterrarse
por qué?
- Sí, como los
alemanes y los japoneses nos asustaron cuando comenzaron a desarrollar las
bombas atómicas. Como los comunistas nos asustaron irrumpiendo en el espacio en
su carrera hacia la Luna. A veces, parece como si fuese preciso que nos saquen
de quicio, antes de que deseemos intentar algo grande, en gran escala, algo que
necesite muchos miles de millones de dólares para llevarlo a cabo.
»Los nazis y
los japoneses allá por 1940 - antes de que tú nacieras al mundo - lo hicieron.
¿Y sabes por qué desarrollaron la bomba atómica? Para ahorrar dinero. A los
nazis pudimos vencerlos sin ella, de hecho lo hicimos, porque no estaba todavía
a punto. Pero por lo que respecta a los japoneses, tú sabes que se prepararon
para una guerra larguísima en su propio país donde hubiera sido preciso ir a
matarles uno a uno, isla por isla. Aquello hubiera costado muchos más
centenares de millones de dólares que la bomba atómica, al haber tenido que
derrotarles con armas de menor potencia. Y creo que incluso habiéndolo hecho
con ella. Cuando comenzamos a desarrollar el ingenio nuclear, nosotros no
pensábamos realmente en el ahorro del dinero, sino en la forma de poner a salvo
nuestras vidas, llegamos a sentir tanto miedo que el dinero no importó.
»Y fue por los
años 50 y a principios de los 60 cuando los comunistas nos proporcionaron otro
estado de miedo, poco antes de la ruptura de China y Rusia en 1965 y la
contra-revolución de los otros países satélites del comunismo, lo que acabó por
terminar nuestras preocupaciones al respecto. Pero a últimos de los años 50 -
ya soy lo suficiente viejo como para recordarlo bien -, nos hallamos de nuevo
amedrentados, a despecho de los comunistas. Tenían también la bomba A, por lo
que no era suficiente. Entonces fue cuando realmente se pensó en gastar dinero
en controlar la energía atómica, energía que podía ser utilizada para fuerza y
propulsión al igual que para cualquier eventual destrucción.
»Y antes de que
nos metiéramos en el asunto de lleno, ya llegamos a la Luna, para comenzar los
trabajos de la estación espacial y a poner en el cielo los primeros cohetes
espaciales con carburantes líquidos de tipo químico. Ellen, fueron aquellos
primitivos y terribles proyectiles de tres fases tan grandes como un edificio
de diez pisos y cuya carga útil era sólo una fracción por ciento del peso de
despegue. Nos llevó tres años y cuatro o cinco mil millones de dólares el
conseguir el primer envío de una tonelada de carga para ponerla en órbita. Todo
esto con cohetes impulsados con carburantes líquidos o sólidos antes de que los
muchachos de la energía nuclear, salieran con la micropila, convirtiendo así a
aquellos tremendos cohetes espaciales en algo tan anticuado como el arco y las
flechas. Y así se construyó la estación espacial, para propósitos militares,
antes de haber comenzado la exploración del espacio. Como comprenderás, en vez
de una estación espacial allá arriba en órbita, pudimos haber enviado docenas
de cohetes con cabezas de hidrógeno controlados por radio para hacer saltar en
pedazos todo un continente, de haber sido necesario.
»Sólo que antes
de hacerlo, no existía necesidad de ello. El comunismo siguió un derrotero
aparte y dejamos de estar atemorizados.»
- Pero
continuamos hacia la Luna y Marte así y todo, Max.
- Y a Venus -
repuse yo -. Nuestro momento de entusiasmo nos llevó hasta allá y no más lejos.
Habíamos dejado
de estar atemorizados y los grandes gastos se detuvieron en seco. Un
observatorio en la Luna, una pequeña colonia experimental de Venus. Y nos
detuvimos.
- Puede que
fuese preciso hacerlo para recobrar el aliento, Max. Fue un avance demasiado
repentino e importante.
- Cuarenta años
ya, es demasiado tiempo para recobrar el aliento, querida. Dejamos de lado el
empuje maravilloso de que estuvimos todos tocados. No solamente hacia Júpiter y
los planetas exteriores, sino a las estrellas. Deberíamos haber intentado de
todos modos, llegar hasta la estrella más cercana.
- Pero...
¿podría intentarse eso, Max? Ahora mismo, quiero decir, con lo que tenemos, con
lo que conocemos...
- Podríamos,
sí.. Costaría mucho, tal vez tanto como la bomba atómica y todos nuestros
cohetes planetarios juntos. Tendría que ser una gran nave, ensamblada en el
espacio, como lo fue la estación espacial. Tendría que ser tan grande como para
alojar en su interior a una docena de familias, para ser algo práctico, puesto
que para el tiempo en que la nave llegase a la Próxima Centauri a nuestras
actuales velocidades espaciales, es posible que fuesen los descendientes de
varias generaciones los que estuviesen en condiciones de llegar hasta allá.
- Sí, ahora recuerdo
de cómo podría hacerse. Pero me temo, querido, que la gente no estuviese
dispuesta a nada parecido a semejante aventura. Gastando todo ese dinero, todo
ese esfuerzo y después no conocer jamás cuál hubiese sido el resultado porque
habría transcurrido un siglo hasta conocerse el resultado, si es que se
conociese de algún modo.
- Ya comprendo
- le dije -. Podría lograrse pero sé que no puede hacerse. No por siglos, de
cualquier forma, si habría de hacerse de esa manera. Yo mismo no votaría en su
favor.
Ellen abrió los
ojos asombrada.
- ¿Tú lo harías
así?
- No, yo
preferiría mejor gastar todos esos miles de millones en el desarrollo de la
impulsión iónica. Si el Gobierno pone el dinero y el esfuerzo en esto, como lo
hizo para desarrollar la bomba atómica, estoy seguro que se descubriría en
pocos años. Y tú y yo estaríamos aún vivos cuando la primera nave estelar
volviese de una estrella.
Los ojos de
Ellen me miraron brillantes, contagiados de mi entusiasmo.
- Tal vez, si
se produjese algo espectacular procedente del viaje a Júpiter...
- Pues yo así
lo creo, Ellen. Algo espectacular, en efecto. El uranio; nuestros recursos no
son demasiado elevados en tal aspecto y si encontramos grandes cantidades en
alguna de las lunas de Júpiter... ahí podría estar la clave. O alguna clase de
vida inteligente. Creo que tal vez fuese mejor que el uranio. Saber que existe
vida inteligente que nos espera en la Galaxia... Ellen, eso podría estimular
nuestra curiosidad, nuestra forma de llegar hasta allá, más de lo que cualquier
otra cosa pudiese hacerlo.
- ¿Lo crees
así? ¿No iría mejor la cosa desde el otro punto de vista? ¿Qué pensarías del
horror de conocer que encontrásemos una vida más inteligente que la nuestra?
- No lo creo
así. Los hombres pueden ser cobardes individualmente pero en colectividad, tal
vez sea ése el desafío que necesitan. ¡Dios! ¡Ojalá que encontrásemos canales
en Marte! Eso probaría que otra raza, aparte de nosotros, ha vivido. ¿Sólo
porque ha escaseado el combustible para alimentar nuestro impulso en los pocos
lugares extraterrestres a que hemos llegado, hemos de olvidar nuestro gran
sueño? ¿Y olvidar a dónde debemos seguir yendo? ¿Habremos de esperar hasta que
sea una cuestión de supervivencia para nosotros el tener que hacerlo? ¿Hasta
que nos encontremos de nuevo atemorizados? ¿Hasta que una nave del espacio
procedente de otro sistema solar venga aquí y comience a dispararnos, para que
tengamos que darnos prisa a responder a sus ataques y defendernos? ¿O hasta que
nuestros astrónomos nos digan que nuestro Sol se aproxima al estado de nova y
explote, dándonos un tiempo límite para escapar o convertirnos en átomos? ¿O
que a una docena de millones de años en el futuro, nuestro propio Sol se decida
a volverse frío y que tengamos que buscar otro antes de congelarnos en la
Tierra? Ellen, ¿es preciso que tengamos que esperar por cualquiera de esas
causas?
Ellen no
respondió y entonces la mire fijamente. Respiraba lentamente y con regularidad.
Se había quedado profundamente dormida.
Apagué las
luces y me quedé quieto a su lado sin despertarla de su sueño.
La segunda
semana, Ellen se sintió mucho mejor, mucho menos fatigada. Salimos la mayor
parte de los días, recorriendo la ciudad. A ninguno de los dos nos preocupaba
el baile; pero a ambos nos encantó la música cubana moderna, con el estilo
importado de Norteamérica allá por los años 70 y descartado diez años después;
pero que aún perduraba en La Habana. Nos gustaba el baile cubano; creo que los
dos estábamos un tanto planchados a la antigua.
Hicimos un par
de viajes por mar en días soleados, alquilando un pequeño yate a motor, de esos
delfines mecánicos que vuelan literalmente por la superficie del agua a tanta
velocidad que es preciso ir vestido en traje de baño para no mojarse de pies a
cabeza. Una vez lejos de la orilla, nos deteníamos, dejándolo balancearse en
las olas y nos bañábamos en pleno mar. En Cuba no existen playas nudistas; el
pueblo de origen netamente español, se muestra terriblemente lleno de
prejuicios frente a la desnudez del cuerpo, al igual que los americanos suelen
serlo también.
Fueron unas
maravillosas vacaciones y a ambos nos sentaron magníficamente. Y como todo
termina, Ellen tuvo que volver a Washington y yo al aeropuerto de cohetes de
Los Angeles.
Y sobre la
marcha, a enfrascarme en un trabajo enorme. La última semana antes de salir de
permiso Klockerman, fue un período de tremendo trabajo para mostrarme los
diversos asuntos que yo aún desconocía y de los que había de hacerme cargo en
cuanto se fuera. Trabajamos hasta muy tarde cada noche, teniendo que recordarme
una cosa tras otra de lo que era preciso que yo supiera.
Era una inmensa
tarea, según iba comprendiendo, el gobernar el aeropuerto de Los Angeles, llena
de responsabilidad y con una enorme cantidad de cosas que conocer en cada departamento
de los que dependían de su jefatura. Hasta que Klocky volviera, tendría que
verme obligado a trabajar como un condenado.
Klocky se
marchó a África a primeros de abril. Le vi partir en una gris mañana de
primavera.
- No dejes de
estar en contacto conmigo, Max - me dijo al despedirse -, así estaré al tanto
de cuándo se haga el nombramiento y llegue para mí la hora de volver. Pero que
no sea antes de tres meses, muchacho. Quiero estar ese tiempo fuera, por lo
menos. Y... buena suerte, chico.
Durante algún
tiempo, y hasta que las cosas fueron marchando normalmente, estuve demasiado
preocupado con mi trabajo para preocuparme también por mi suerte. Pero aquello
marchaba.
A fines de
mayo, recibí una carta de mi amada miembro del Congreso:
«Esto va bien,
querido. La moción está pasando a la Cámara de Representantes en esta última
semana, el jueves y viernes. Esto ya es cosa decidida, a menos, naturalmente,
que vuelva a producirse cualquier otra catástrofe con los cohetes, locales o
interplanetarios. Sería preciso entonces posponer nuestras negociaciones si
esto ocurriera, no deseamos en modo alguno que tal cosa ocurriera en el Senado.
Queremos estar seguros, al menos con el sesenta por ciento de la mayoría. Hemos
trabajado de firme y creemos estar seguros, sin esperar más.
»Así, para que
no tengas que estar pendiente de las noticias en la televisión, cuenta con una
llamada telefónica mía en el mismo momento en que lo sepamos como cosa segura.
Te llamaré antes de que las noticias te lleguen por la imagen televisiva, ya
que a los comentadores no les llegan las noticias, sino bastante después que a
nosotros, como debes suponer. Te telefonearé en el preciso instante en que
tengamos el triunfo en la mano.
»El decreto no será votado antes de las diez
de la mañana, ni después de las cinco de la tarde, hora de Washington, lo que
corresponde a las 7 de la mañana y 2 de la tarde de Los Angeles; por lo tanto,
procura estar al alcance de cualquier teléfono entre esas horas del jueves y
viernes si de veras quieres recibir esas noticias con la rapidez con que yo
deseo que las conozcas. Si la llamada es antes de las nueve - hora tuya - lo
haré a tu apartamento primero y después al aeropuerto.
»Creo que vamos
a tener buenas noticias, cariño, puedes creerme. Además tengo también otra
serie de cosas buenas que decirte. Estuve ayer en la Casa Blanca con otros dos
senadores hablando con el Presidente de otras cuestiones; pero me las arreglé
para estar unos minutos con él, tras haber terminado la discusión general. Le
recordé, respecto al Proyecto Júpiter, su promesa de que firmaría el decreto
del Congreso sin pérdida de tiempo. El Presidente se mostró amable y me aseguró
que lo recordaría y que no tuviera, que preocuparme. Me dijo a su vez, que
había oído hablar de él cuando pasó al Senado y que le había sorprendido el
hecho de que la cifra para llevarlo a cabo fuese solamente de veintiséis
millones de dólares, cuando la moción, según se había discutido al principio,
le pareció ser de una cifra muchísimo más elevada.
»Aquello me dio
una perfecta oportunidad para hablarle de tu nombramiento. Le dije algo sobre
tí y me concedió un amplio crédito al respecto y sobre ti, excepto el hecho de
que yo debería tener en cuenta a Klockerman, para tomar en consideración el
programa y las cifras, con objeto de que se llevase a cabo el proyecto en esa
forma actual, menos costosa.
»Y mientras el
ambiente estuvo propicio, yo aproveché la circunstancia para decirle que tú
merecías ser el director del Proyecto Júpiter. Admití, por supuesto, que tal
vez sería más aconsejable y prudente que para tal cargo se contase con un
político de nombre, conocedor del papeleo y su manejo político; pero que
cualquiera que fuese el que ostentase la dirección, debería hacerlo bajo el
entendimiento de que tú serías el más inmediato en el mando del proyecto con el
título de superintendente, dejándote la libertad de manejar y llevar adelante
la construcción del cohete.
»¡Y estuvo de
acuerdo conmigo, querido! Me dijo, que cualquier hombre que hubiera sido capaz
de reducir la cifra de trescientos millones de dólares a una décima parte, se
merecía ciertamente ese nombramiento y el de trabajar en el mismo, si deseaba
hacerlo, y además, ocupando el puesto de máxima categoría inherente al mismo.
»De hecho, en
nuestra rápida charla, casi tuve que hacerle desistir de que te nombrase
director en vez de superintendente, ya que ello no habría ido bien y he aquí
por qué: su nombramiento para la dirección tendrá que ser aprobado por el
Senado y sería demasiada suerte que eso pudiera conseguirse sin echarlo todo a
perder. Tú no eres una figura política conocida, lo cual induciría a cualquier
senador o grupo político a borrarte de la lista, para sustituirte por alguien a
quien se tuviera que complacer por compromisos políticos.
»Y el hecho, hubiera
puesto sobre el tapete, además, tus calificaciones. Ya sabes a donde esto
hubiera conducido. Se habría descubierto el hecho de que no posees el título de
ingeniero y la carencia de estar experimentado en trabajos administrativos de
cierta altura. Y esto habría tenido como consecuencia de que el Senado y
después el Presidente, no concediesen crédito a un hombre que no considerasen
calificado para manejar un proyecto de muchos millones de dólares en juego. De
producirse así las cosas, el haberte hecho después superintendente habría
costado un trabajo ímprobo, si es que se hubiese podido conseguir.
»Por tanto,
dije al Presidente Jansen que no creía que tú descaras la dirección del
Proyecto y que estabas mucho más interesado en el aspecto técnico y de ingeniería
y en su construcción y que te gustaba mucho más el trabajo en los cohetes que
el manejo de los papeles. Le dije, además, que habías sido un hombre del
espacio y un gran mecánico de cohetes y que los conocías desde el último
tornillo hasta su llegada al planeta Marte; por tanto una figura política sería
lo mejor para el cargo de la dirección del proyecto.
»Me preguntó
entonces, si yo tenía en mente a alguien para el cargo de director y le prometí
que pensaría en las diversas posibilidades; pero que no ninguna sugerencia
específica hasta que el decreto hubiera pasado por la Cámara de Representantes,
en su momento oportuno.
»El Presidente
me preguntó si el decreto había pasado ya y cuando le dije que sí, llamó a su
secretario para que tomase nota en su agenda y fijar una cita para verle a las
dos del miércoles de la semana próxima.
»Para ese
momento, ya habré elegido a alguien que resulte conveniente como director,
preparando otro de reserva para el caso de que el Presidente ponga alguna
objeción al primer candidato. Hablaré con ambos, con las cartas sobre la mesa,
y quedará bien claro para cada uno de ellos que si les recomiendo para tal
cargo importante será a cambio de prometerme que el nombre de la persona que yo
sugiera como superintendente, será intangible, pues de lo contrario, no será
nombrado como director del Proyecto Júpiter.
»Ni que decir
que tendré esa promesa; he trabajado en ese decreto mucho y el cargo de
director estará bien pagado. Creo tenerlo todo bien dispuesto y que no surgirá
ningún otro inconveniente. Las cosas van sobre ruedas, cariño y pronto veremos
su resultado. Espero que te alegren estas noticias. Ya sabes lo mucho que te
quiere tu Ellen.»
Y levanté el
corazón al entusiasmo. La carta de Ellen me había llegado por avión cohete con
entrega de urgencia y llegó a mis manos en la tarde del mismo día que la había
escrito, el martes.
Así tuve dos
días de esperanza y de incertidumbre a la vez, de cara al resultado final de la
votación del jueves, o tres, si llegaba al viernes. Me sentía intensamente
preocupado de nuevo, casi aterrado, ahora que todo estaba ya tan próximo.
Porque podían ir mal muchas cosas en la política.
¿Qué pasaría de
suceder otra catástrofe con un cohete? No había vuelto a producirse desde el
que se estrelló en Deimos, una de las dos lunas de Marte, y que tanto problema
causó en el Senado además de la conmoción de la opinión pública. Cada noche
esperaba con los nervios tensos, las últimas noticias de la televisión para
estar seguro. Pero, ¿qué sucedería si aquello se repitiese en aquellos últimos
días antes de que el decreto fuese aprobado? Por seguro que no habría que
pensar en hablar del asunto hasta la próxima sesión del Senado y difícilmente
se olvidarían las consecuencias. Cuando menos, significaba la demora de otro
año entero. Yo no era ya tan joven como para esperar, ya acababa de cumplir los
cincuenta y nueve años. Los sesenta los tenía en perspectiva.
Durante
aquellos días solía tener un aparato de televisión portátil sobre la mesa de mi
despacho, pendiente de cualquier boletín de noticias. Especialmente el jueves,
mientras esperaba la llamada de Ellen. Después de todo, tal vez ella pudo haber
encontrado inconvenientes en conseguir una llamada de larga distancia, y
mediante el aparato pudiera tener las noticias que tan apasionadamente
esperaba. Apenas si me movía de mi oficina, sin asegurarme de que mi secretaria
supiese de qué forma pudiera localizarme exactamente en el caso de recibirse
una llamada desde Washington. Pero no llegó.
Esperé hasta
hallarme de nuevo en mi apartamento para llamarla yo, serían entonces las
nueve, hora local de Washington y debería hallarse en casa. Y allí estaba.
- ¿Todo va
bien, cariño? - la pregunté.
- Muy bien,
Max. El decreto está en la orden del día de mañana, el tercero en la agenda.
Los dos primeros son asuntos de rutina; por tanto espero que llegará sobre las
once de la mañana, es decir, las ocho de tu hora local en esa. ¿Estarás todavía
en tu apartamento, verdad?
- Sí; pero si
llamas más tarde, a lo mejor me llega mientras estoy camino de la oficina. Lo
que haré será irme allí temprano, a las siete. Así, llames cuando llames, podré
recibir tu llamada inmediatamente.
Su graciosa
sonrisa me llegó a través del teléfono.
- Está bien,
cariño, te llamaré entonces a la oficina. Pero no es preciso que vayas hasta
las siete y media, estoy segura que el decreto no se presentará más temprano de
esa hora. Y hay que tener en cuenta que puede producirse algún debate, que
procuraremos evitar.
- De acuerdo.
Estaré en la oficina desde las siete y media hasta hablar contigo. Ellen, te
siento cansada. ¿Te encuentras bien?
- Sí, estoy
cansada. Aparte de esto, me encuentro perfectamente.
- ¿No has
sufrido más jaquecas?
- Tampoco.
Ahora descanso bastante. Me iré temprano esta noche a la cama. Mañana no iré al
Senado. Estaré en las galerías de la Cámara de Representantes, esperando hasta
que te llame al teléfono. Y pasaré fuera el resto del día.
- ¿Descansarás?
- Te lo
prometo. Bueno, puede que a la tarde tenga algún compromiso, que me serviría de
relajamiento, si el decreto pasa en la sesión de la mañana. Te diré lo que voy
a hacer. Iré al Zoológico y me entretendré en mirar los monos. Tras toda una
mañana de observar a la gente de la Cámara de Representantes, eso creo que
calmará mis nervios. Y puede que restaure mi fe en la naturaleza humana. O en
la naturaleza simiesca, si es que hay diferencia. Querido, me gustaría tener tu
fe en el género humano.
- La tienes en
mayor medida que yo. Creo que estás excesivamente fatigada. No quiero
molestarte mas. Buenas noches, amor.
Intenté irme
temprano a la cama aquella noche; pero estaba demasiado preocupado para poder
dormir. Tras un buen rato de fumar cigarrillos y de indecisión, me puse una
bata y me subí al techo del edificio con el telescopio. Júpiter estaba ya bajo
el horizonte pero Saturno aparecía bellísimo aquella noche, en su punto ideal
de ángulo de inclinación para la contemplación de sus anillos. Aquel Saturno
tan espectacular, mucho más alejado de Júpiter, el planeta que debería
constituir nuestro próximo paso en la exploración del sistema solar, tras
Júpiter. Al día siguiente, se sabría si el proyecto Júpiter sería una realidad
o resultaba un fracaso...
(Saturno se
encuentra de la Tierra a 1.428 millones de kilómetros. Tarda en dar una
revolución alrededor del Sol 29 años y 167 días. Lo descubrió Huyghens en
1.655. Lo maravilloso de este planeta unas 800 veces mayor que la Tierra es su
gran cortejo de lunas; pero en especial sus anillos que giran concéntricos al
ecuador del planeta, e independientes de él. Esos anillos tienen tres
divisiones: de Casini, de 3.000 km., la de Encke de 740 km. y el anillo
exterior de 18.000 km. Su masa es una millonésima de la del planeta. Los
anillos, según la órbita del planeta pueden verse con la inclinación parecida a
la de un sombrero de ala ancha o colocarse, en determinados momentos, de canto,
de tal forma que son casi invisibles. A esto se refiere el autor al expresar
que podía verlos en un ángulo interesante. Aparte de los famosos anillos, que
hace que se le llame por los astrónomos «la joya del cielo», las lunas se
llaman Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán, Temis, Hiperión, Febe y
Yapeto. «N. Del T.»)
Pero no se
produjo. Ellen me llamó unos minutos antes de las nueve.
- Todo va bien,
querido. El asunto está en marcha.
- ¡Maravilloso!
- Sí, con un
margen desahogado de votos. La votación aún continúa, sólo han votado las tres
cuartas partes de la Cámara; pero ya contamos con la mayoría, quiero decir con
la mayoría de los votos emitidos. Por tanto podemos contar con el éxito de la
moción. Si estás interesado en el resultado final, podré volver a telefonearte
dentro de veinte minutos.
- No importa -
repuse yo -. Lo que sí me preocupa, querida Ellen es que sigues pareciendo muy
fatigada. Creo que lo mejor será que te vayas a casa y descanses. O hablabas en
serio de ir esta tarde a ver los monos al Zoo?
- Lo decía
medio en serio, medio en broma; pero creo que será mejor que me vaya a casa y
trate de dormir. Tengo una cita para cenar esta noche. Ha llegado el momento de
que emplee mis influencias para tu nombramiento de director.
- ¿Y con quién
vas a cenar?
- Con William J. Whitlow. Es mi primer objetivo como político. ¿No te
recuerda nada ese nombre?
- Pues me suena
algo familiar; pero no consigo localizarlo.
- Se trata de
un ex - miembro del Congreso por el Estado de Wisconsin. Pertenece al mismo
partido del Presidente Jansen. Perdió la última elección, pero no fue por culpa
suya, ya que contaba con más votos que el propio Presidente. Pero ya recordarás
el escándalo que se produjo con los sobornos. El propio Whitlow no estuvo
implicado personalmente, aunque sí muchos de los hombres de su partido, lo que
hizo que al final se perdiesen muchos votos en su favor. Mientras permaneció en
la Cámara, hace dos años, capitaneó el grupo político que defendió el decreto
sobre Alaska y su incorporación a la Unión. Es posible que recuerdes el nombre,
el Acta Burns-Whitlow. Por eso supongo que habrás oído hablar de él.
- ¿Y qué hace
ahora?
- Es uno de los
Subsecretarios de Estado. Fue el mejor puesto que el Presidente Jansen pudo
proporcionarle, tras su elección; pero en realidad no es tan importante como la
dirección del Proyecto Júpiter. Esto le proporcionará mejores ingresos y mayor
publicidad. Es un hombre para llevarlo a cabo políticamente. Y el Presidente
Jansen estará encantado de ofrecerle esa oportunidad, de eso estoy segura.
- ¿Y no
surgirán inconvenientes contra él cuando el Senado tenga que aprobar su
nombramiento?
- No lo creo,
en absoluto. Es un hombre intachable. Es casi molestamente honesto en sus
cosas. No encontrará dificultades en el Senado. Es natural, Max.
- Eso me parece
excelente. Pero, ¿qué pasará con la oposición conservadora?
- He comprobado
su votación cuidadosamente. Es un hombre prudente y si bien es cierto que no ha
hecho nada especialmente en favor de cualquier proyecto expansionista, jamás ha
votado contra cualquier moción en favor de la construcción de un cohete o de
cualquier colonia planetaria. Esto le irá muy bien y en tal puesto, se verá
políticamente más aceptable por la Cámara que si fuese personalmente un
fanático expansionista.
- Magnífico,
Ellen. Y personalmente, ¿qué tal es?
- Bien, tal vez
un poco presuntuoso, según me temo. Pero no te preocupes, te creo capaz de
manejarle y desde luego no se interferirá en tus asuntos. No tiene la menor
idea de la ingeniería sobre los cohetes espaciales y mucho menos de su
construcción. Estará contento con suponer que para él será la gloria de
supervisar todo el papeleo del Proyecto mientras que tú harás el trabajo, en
realidad. Creo que hago un buen negocio con captarlo esta misma noche a nuestra
causa. Conseguiré su promesa irrevocable de que haga de la persona que le
indique su ayudante, en reciprocidad por haberle recomendado para la dirección
del Proyecto Júpiter.
¿Y por qué has
de hacerlo así?
- Me he trazado
un programa para estar doblemente segura del éxito. Realmente maquiavélico
políticamente considerado. Si mantengo secreto tu nombre hasta después de que
haya hablado con Jansen respecto al asunto, lo más natural es que el Presidente
recuerde alguna de las cosas que yo le dije respecto a ti, y le sugiera tu
nombre. Y una recomendación del Presidente significaría para Whitlow tal vez
una situación embarazosa frente a mí, a causa de la promesa que me haya hecho.
Y después, cuando yo le recomiende al mismo hombre que cite el Presidente,
¡figúrate la alegría que le dará y lo que habrás ganado a los ojos de Whitlow!
Se considerará feliz de cumplir la palabra que me ha dado y simultáneamente de
haber aceptado la sugerencia del Presidente, por lo que te dejará absolutamente
libre en todo lo relativo al Proyecto. Y en el caso de que el Presidente no
cite tu nombre, nada se habrá perdido.
- Buena chica -
le dije entonces -. Procura que no te retenga demasiado tiempo esta noche.
- Desde luego
que no lo haré. Voy a ofrecerle una especie de trato que le conviene y no a
empujarle ni a obligarle a nada. No tendré ni siquiera que mostrarme
encantadora con él, sino simplemente seducirle políticamente.
- Creo que es
estupenda tu idea. Pero esto me recuerda... ¿no crees que todo esto se merece
celebrarlo? Hoy es viernes, puedo arreglar las cosas para estar libre el
domingo. Si duermes toda esta tarde y toda esta noche y además, mañana por todo
el día, o al menos descansas bien, estarás en condiciones de que podamos
celebrarlo nosotros solos, digamos mañana noche. ¿Qué te parece? Podría tomar
un estratorreactor mañana tarde y volver domingo por la tarde.
- Eso me parece
maravilloso..., pero Max, esperemos hasta que podamos celebrarlo realmente,
hasta que tu nombramiento sea un hecho real y efectivo. Si yo consigo que las
cosas vayan lo suficientemente bien como para que estén terminadas al final de
la semana próxima, ¿no crees que vale la pena esperar hasta entonces?
Yo dejé escapar
un suspiro de resignación.
- Bien, supongo
que sí. Pero estoy condenadamente solo aquí, faltando además la presencia de
Klocky. Veo a M’bassi de tarde en tarde y este fin de semana creo que no podré
verle tampoco ni celebrarlo con nada. M’bassi apenas si bebe vino y si acaso,
un vasito de compromiso.
Ellen rió al
otro extremo del teléfono.
- No resulta
muy divertida la perspectiva, ¿verdad, querido? ¿Por qué no te marchas mañana
noche a Berkeley y vas con Bess y Rory? Son una gente maravillosa...
- Es cierto,
Ellen y lo haré encantado.
- Bien, cariño.
Ah, y no te pierdas los periódicos de esta noche. Tenemos una excelente
publicidad de un especialista en la materia y está haciéndolo a través de la
mejor prensa del país. Hemos aguantado todo, pero una vez pasado por la Cámara
de Representantes, saldrá a la luz pública esta tarde.
- Los esperaré
con impaciencia. De acuerdo, cariño. Bien, no quiero cansarte más. Espero verte
en el próximo fin de semana y tenme al corriente de todo.
- Te lo diré en
el momento en que ocurra cualquier cosa interesante. Y ahora, hasta la vista,
amor mío.
Intenté
telefonear a Rory aquella noche para estar seguro de que Bess estaría en casa y
libre de compromisos para la noche siguiente y de que me recibirían bien. Pero
Rory me ganó la partida. Antes de abandonar la oficina fue Rory quien me llamó
al teléfono.
- Max, ¿puedes
venir a casa mañana tarde?
Le dije que sí.
- Haremos una
pequeña fiesta para celebrar el Proyecto Júpiter. Estaremos unos cincuenta más
o menos, la mayor parte muchachos de la Isla del Tesoro, aunque puede que haya
más. Vamos a tomar varias habitaciones en el Hotel de las Pléyades y creo que
armaremos una buena juerga. Esto hay que celebrarlo como Dios manda.
Y así fue. La
juerga duró hasta el amanecer. Me encontré siendo el invitado de honor, porque
los periódicos habían difundido por todas partes mi nombre como verdadero
promotor del Proyecto. Tuve que pronunciar un pequeño discurso. Creo que dije
algunas tonterías; pero nadie pareció darse cuenta.
La publicidad
no había dañado mi reputación personal en el Aeropuerto de Cohetes de Los
Angeles. Lo pude comprobar en la mañana del domingo cuando volví al trabajo. Si
había existido algún resentimiento, que yo tenía como cosa segura por la forma
en que Klockerman me había ensalzado por encima de otros personajes, había
desaparecido del ambiente. Era entonces el héroe del día y todo parecía ir como
sobre ruedas. Podía apreciar la diferencia en mi entorno.
Ni la menor
noticia de Ellen, ni lunes ni martes. Por supuesto que no existía tal razón
para que telefonease o escribiese. Un boletín de noticias, difundió el martes
por la tarde que el Presidente Jansen había firmado el decreto del Proyecto
Júpiter, aunque oficialmente no se hubiese dado a conocer. Pero se había anticipado
tan interesante noticia; por lo que comprendí que Ellen tampoco hubiese tenido
que llamarme.
Pero el
miércoles era su cita con el Presidente y sabía que debería llamarme, o al
menos, enviarme un telegrama, en cuanto terminase su entrevista. Si Ellen hubiese
llevado a cabo su convenio con Whitlow y éste iba a conseguir definitivamente
su nombramiento, entonces ya podía considerarme dentro del Proyecto.
Su cita tuvo
lugar a las dos (hora del Pacífico las 11), por tanto a partir de las once me
quedé en mi oficina para, no perder la menor oportunidad de cualquier llamada.
Cuando no llegó al mediodía, envíe a que me trajesen el almuerzo, que tomé
junto al teléfono. Al llegar la una de la tarde, ya comencé a sentirme
preocupado, seguramente su cita con el Presidente pudo haberse retrasado y como
mucho, su llamada me llegaría dentro de un cuarto de hora siguiente. Pensé
también que ella debió darse prisa para volver al Senado y que habría decidido
llamarme más tarde.
Pero a las
cinco, cuando ya tenía que abandonar mi trabajo, eran ya las ocho de la noche
para ella y aún no se había recibido ninguna llamada. Me dije a mí mismo que no
debería estar tan preocupado, ya que el no tener noticias, significaba buenas
noticias. Todo habría ido muy bien y ella seguramente estaría aguardando a
llegar a su apartamento para telefonearme, con objeto de sostener una
conversación más íntima sin que tuviese que interrumpir ningún trabajo u
obligación.
Comí de prisa
por el camino y llegué a mi apartamento a las seis. A las siete telefoneé al
apartamento de Ellen en Washington sin recibir respuesta. Lo intenté de nuevo
de hora en hora, hasta que eran ya las dos para ella, las once para mí. Pensé
que si no estaba a semejante hora en casa, debería haberse quedado en alguna
parte a pasar la noche. Pero, ¿por qué no me habría llamado? Con seguridad que
ella sabía con la impaciencia que yo estaría esperándola y la intranquilidad
que estaría yo sufriendo tras semejante larga espera.
Puse el
despertador a las cinco de la mañana y me fui a la cama. Fui durmiendo y
despertándome constantemente, con los nervios deshechos. Finalmente me levanté
a las cuatro y media de la madrugada y me hice un poco de café. De nuevo llamé
a su apartamento a las cinco de la madrugada. Me supuse que aun habiendo pasado
la noche fuera, debería ya encontrarse de vuelta en su apartamento a aquella
hora. Pero no recibí tampoco la menor respuesta.
Me contuve y
esperé todavía hora y media más para volver a telefonear. Ante el nuevo
fracaso, llamé decididamente al Senado, donde deberían hallarse en plena
sesión. Tuve que hacer resaltar mi categoría de jefe del Aeropuerto de Los
Angeles y que era lo bastante importante para que fuese atendida
inmediatamente. Dije al alto empleado que atendió mi llamada que viese urgentemente
que la Senador Gallagher se pusiera al teléfono y que en caso de que estuviese
muy ocupada, que la transmitiese mi mensaje en el sentido de que me llamase tan
pronto como le fuese posible, permaneciendo mientras al teléfono hasta que no
volviese con una respuesta definitiva a mi requerimiento. Al cabo de diez
minutos, volvió para decirme que la Senador Gallagher no se encontraba en el
Senado; pero que con mucho gusto estaría al cuidado para darle mi recado en
cuanto llegase.
Le dí las
gracias y colgué.
¿Debería llamar
a la policía de Washington? De haber sufrido un accidente cualquiera, tendría
que haber ocurrido en la pasada noche y con toda probabilidad, deberían saberlo
para entonces. Pero si todo eran suposiciones mías y todo se hubiese limitado a
una explicación por su ausencia, aquello podría ser la causa de una encuesta
que tal vez podría poner a Ellen en situación embarazosa, algo que pudiera
tener trascendencia en la prensa o en la televisión.
Me quedé
sentado mirando fijamente al teléfono, ya desesperado. Y por fin, el teléfono
sonó.
Era de
Washington. Respiré aliviado, pensando que por fin Ellen habría llegado al
Senado y que le habría dado el recado el sargento de guardia, por lo que ella
me habría llamado inmediatamente.
Pero se trataba
de una voz de hombre.
- ¿Es Mr. Andrews?
Le repuse
afirmativamente.
- Aquí es el
Dr. Grundleman del Hospital Keny. Le llamo de parte de la Senador Ellen
Gallagher que se encuentra internada como paciente y que me ha rogado llamase a
usted.
- ¿Qué ocurre,
doctor? ¿Se encuentra herida por algún accidente?
- No se trata
de ningún accidente, Mr. Andrews. Tiene que someterse a una operación
quirúrgica, hoy mismo, a últimas horas del día. Se trata de un tumor cerebral.
Me dijo que le llamase a usted y...
- Perdone, doctor,
que le interrumpa. ¿Qué peligros comporta esa operación?
- Es algo
serio, desde luego; pero existen buenas posibilidades. Estas habrían sido mucho
mayores de haberlo hecho hace diez días antes, cuando sus condiciones, al ser
diagnosticado el tumor, eran muchísimo más favorables. Sin embargo, creo que lo
conseguiremos.
- ¿A qué hora
van a operarla? ¿Podría llegar a tiempo para estar presente y verla antes?
- La he
preparado para las dos y media; hemos de prepararla a las dos y ahora son las
nueve cincuenta minutos, tiempo local nuestro, por tanto eso quiere decir que
le quedan cuatro horas y diez minutos. Supongo que tomando alquilado un avión
cohete llegaría usted a tiempo; pero supongo que eso sería enormemente costoso
y...
- Dígale que
estaré ahí a tiempo - repuse interrumpiéndole y colgando el receptor.
Volví a
levantarlo y marqué el número de mi secretaria. A los pocos minutos, me
respondía todavía soñolienta.
- Soy Max,
Dotty - le dije -. Por favor, despiértate inmediatamente. Es un caso de grave
urgencia. ¿Tienes papel y lápiz a mano?
- Sí, Mr. Andrews.
- Bien. Toma lo
que voy a decirte por escrito y comienza a hacer cuanto te diga, desde el mismo
instante que cuelgues el aparato. Primero: llama al aeropuerto y diles que
tengan preparado un avión cohete al instante, dispuesto a salir para el momento
que llegue, que será dentro de veinte minutos. Si hay dispuesto más de un
piloto de guardia, prefiero a Red. Pedir permiso para Washington
inmediatamente. ¿Entendido?
- Sí, Mr.
Andrews.
- Segundo:
cuando hayas terminado esta gestión, consigue un helicóptero para que venga a
recogerme a casa, que el piloto aterrice en el tejado de la casa. Si ocurre
algún incidente yo me hago responsable. Escucha, Dotty, procura que todo esto
esté dispuesto mientras me visto, después telefonéame y te daré nuevas
instrucciones.
Me vestí
rápidamente. Dotty ya me había llamado de nuevo al acabar mi rápido aseo. El
avión cohete estaba ya dispuesto y el helicóptero en camino. Le pasé
instrucciones respecto a asuntos del aeropuerto dejando los mandos en orden y
demás instrucciones pertinentes.
Subí volando la
escalera y dos minutos más tarde, allí estaba el helitaxi que me recogió para
dirigirme por aire al Aeropuerto.
Despegamos del
campo de aviones - cohete a las siete y doce minutos exactamente veintidós
minutos tras haber recibido la llamada de larga distancia de Washington. El
viaje a la capital, con la máxima aceleración y deceleración permitida para un
vuelo de un solo pasajero se llevó dos horas y cuarto. Red, el piloto, no me
consideró como a tal, y le insistí que cada inmuto contaba en aquella tragedia,
por lo que batimos su propia marca de velocidad.
Allí estaba un
helitaxi esperándome en el momento justo de descender del cohete procedente de
Los Angeles. Yo no había pensado en aquel detalle; pero la eficiente Dotty sí.
En tales condiciones, llegué al hospital al mediodía, tiempo de la costa
oriental, dos horas antes de que se preparase a Ellen para la operación.
En la
recepción, no quisieron darme el número de la habitación de Ellen. El Dr.
Grundleman había dejado órdenes de que fuese a su propia oficina a mi llegada.
Y allí me dirigí en el acto.
Era un
hombretón de aspecto sanguíneo, de poca estatura y enérgico, calvo como el
morro de un avión cohete y con más aspecto de un camarero de bar que el de un
médico. Me dio la mano por un instante y procuré ir recto al asunto. Yo no
había ido a verle a él; le rogué con las mejores palabras que hallé a mano, que
me llevase a presencia de Ellen.
- Ha hecho
usted un viaje excepcional, Mr. Andrews. No hay que darse tanta prisa.
- Usted no la
tiene, doctor; pero yo sí. ¿Dónde está?
- Por favor,
siéntese unos momentos, Mr. Andrews - me repuso -. No perderá usted su tiempo
con sentarse conmigo unos momentos. Faltan aún dos horas para que la preparemos
para la operación, y no podré dejarle más de una hora con ella, lamentándolo
mucho. Incluso ese tiempo, es apurar demasiado las cosas, dadas las
circunstancias.
- Está bien,
doctor. Con tal de que le haga saber que me encuentro aquí me doy por
satisfecho.
- Ella ya lo
sabe. Me telefonearon desde la recepción del hospital a su llegada y enseguida
lo hice saber a la Senador Gallagher; ya sabe que está usted aquí y que podrá
permanecer una hora de visita. Bien, y ahora ¿querrá sentarse?
Me senté.
- Lo siento,
doctor. Creo que estoy fuera de mí.
- Lo que es
otra buena razón, para que no vaya a verla inmediatamente. Quiero que se
tranquilice usted y evitar que se excite cuando hable con ella. ¿Cree que podrá
hacerlo?
- Creo que lo
intentaré de la mejor forma, doctor. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cuándo y cómo ha sido
traída aquí? ¿Desde cuándo se sabia esto que ahora le ocurre?
- El tumor
tiene que haber estado desarrollándose desde hace por lo menos un año. El
primer síntoma, las jaquecas, comenzaron a mostrarse con insistencia en enero.
Al principio fueron algo intermitentes; pero nada serio. La señora Gallagher se
dirigió a un médico para un tratamiento adecuado a últimos de marzo, hace ya
casi dos meses.
Yo aprobé con
un gesto. Aquello tuvo que haber ocurrido inmediatamente después de nuestras
vacaciones en La Habana. Seguramente estaba más enferma de lo que dejaba
traslucir a mis ojos. Grundleman continuó:
- El médico a
quien fue a consultar, consideró el caso como una jaqueca y la trató como tal.
No tuvo culpa alguna en esto, la localización del tumor es tal, que los
síntomas en esa época, eran idénticos a los producidos por la migraña. Después,
durante un poco tiempo pareció recuperarse. Hasta que súbitamente, hace unos
diez días, sufrió un súbito retroceso, recayendo y esta vez gravemente enferma.
Esto hizo ya suponer al médico de que pudiera tratarse de un tumor cerebral y
prescribió un examen concienzudo de la paciente. Nosotros descubrimos y
localizamos el tumor y recomendé inmediatamente una operación. Ella, no
obstante, insistió en esperar dos semanas a despecho del incremento constante
del peligro que la demora suponía, aduciendo especiales razones para terminar
determinados negocios propios de su cargo político en el Senado, como senador y
que consideraba extremadamente importantes.
Yo cerré los
ojos. El Proyecto Júpiter. Ella lo había considerado tan importante, como para
arriesgar su vida. ¿Habría sido su amor por mí tanto como el Proyecto en sí
mismo?
- Continúe, por
favor - le dije, instantes después.
El doctor se
encogió de hombros.
- No había nada
que yo pudiera hacer. Dispusimos la operación para éste sábado. Convinimos en
que la hiciera el Dr. Weissach ¿Le conoce usted?
Negué con la
cabeza.
- Es
probablemente el mejor neurocirujano del mundo. Vive en Lisboa. Es muy difícil
sacarle de allí; pero en un caso urgente como éste y por tratarse de la senador
Gallagher, ha venido, aunque a costa de unos honorarios elevadísimos.
- ¿Hay
problemas de dinero, doctor?
- Oh, no. La
senador Gallagher puede hacer frente a todos esos gastos. El doctor Weissach ya
está aquí. Llegó esta mañana y ya ha hecho un examen preliminar y ha dispuesto
lo necesario. Ahora está descansando. ¿Hay algo más que pueda decirle?
- Sí, doctor.
¿Qué posibilidades existen de que se salve?
- Con un
cirujano de cerebro como Weissach, yo diría que muy buenas.
- ¿Cuánto
tiempo después de la operación podrá considerarse fuera de peligro,
completamente fuera de peligro?
- Preferiría
contestar a esa pregunta después de la operación.
- Está bien,
doctor. Gracias. Tendré que telefonear a Los Angeles para decirles el tiempo
que voy a estar ausente; pero eso puede esperar.
Me dirigí a la
habitación de Ellen a la una, exactamente.
Aparecía
pálida, por lo demás, muy poco distinta como yo la había visto la última vez.
Me sonrió dulcemente al verme. No la besé entonces, todavía no, debería
esperar, me limité a mirarla amorosamente con mi vista puesta en los ojos. Sus
cabellos castaños resaltaban en la blanca almohada. Ella debió comprender mis
pensamientos.
- Mira mis
cabellos ahora, querido - me dijo -. Tendrán que afeitármelos ahora, ya sabes.
- Al diablo con
el cabello - le dije tratando de sonreír. Tal vez no fuese una respuesta muy
romántica pero ella comprendió lo que quise decir y me sonrió de nuevo.
- Ellen, ¿por
qué no me dijiste lo que estaba sucediéndote? Sabes desde hace diez días que
tenías que operarte.
- No quería
preocuparte, Max. Oh, deseaba que estuvieras aquí y que pudiese verte al menos
una vez antes de que me operasen... por lo que pueda ocurrir. Pero la operación
se había dispuesto para hoy sábado e iba a telefonearte el viernes en la tarde,
con objeto de que hubieses tomado el avión de la noche y haber llegado aquí por
la mañana para que estuvieses de vuelta el domingo. De esta forma... lamento
que haya sucedido así, querido. Pero estoy muy contenta de que hayas venido, de
todas formas. ¿Es que no vas a besarme?
La besé
dulcemente, procurando evitar toda pasión en la caricia.
- Max - me dijo
-. Acerca esa silla. Siéntate y déjame que te diga muchas cosas, mientras dure
tu visita. El Dr. Grundleman dijo que no le dejaste darte mi recado completo.
- No quería
perder tiempo, eso es todo. Lo que deseaba, era llegar aquí cuanto antes mejor.
¿Qué mensaje querías enviarme?
- Que el Presidente
Jansen nombrará a Whitlow y que Whitlow me ha dado su palabra de cumplir lo que
hice prometerle.
- Mujer, ¿por
qué no te has operado hace diez días, cuando Grundleman indicó la conveniencia
de hacerlo? Ese cohete a Júpiter se llevará todavía dos años en su
construcción, de todas formas. ¿Qué diferencia podían significar dos semanas
más o menos?
- No podía
dejar ningún cabo suelto, Max. No podía permitir que las cosas se hubiesen
torcido de camino, a falta de mi presencia.
- Pero
entonces, ¿por qué no...?
- ¿Es que no te
das cuenta, cariño? Habría estado fuera de circulación, precisamente en el
tiempo más necesario, cuando tenían que firmarse los nombramientos del
Proyecto. Y quería a toda costa que tú te encargases de ese trabajo. Además,
pensé también que Grundleman exageraba un poco, como suele ocurrir con todos
los médicos en casos como éste, y que la operación resultaría un tanto
precipitada. Pensé que dos semanas más no tendrían importancia y que no
implicarían ningún riesgo adicional. Y si de todos modos, esto va a terminar
con mi vida, deseaba estar segura dé que tú tendrías lo que tanto has deseado,
y que después hemos deseado los dos conjuntamente.
- Vamos, Ellen,
deja de hablar de que vas a... ¡Maldita sea! ¡Te pondrás bien y pronto!
- Desde luego
que sí, cariño. Pero tenía que considerar la otra posibilidad contraria. Eso es
lo que pasó ayer. Vi al Presidente a las dos llevando a Whitlow conmigo. Ni que
decir tiene que le dejé en la antesala mientras estaba con Jansen. Fui derecha
al asunto diciéndole al Presidente, quién era la persona en quien había pensado
como el mejor hombre posible para el Proyecto, cosa que, como yo esperaba, le
complació en extremo. Me dijo que Whitlow sería el tipo ideal para la dirección
del Proyecto Júpiter y que se merecía, además, un cargo de más importancia que
el que desempeñaba en el Departamento de Estado. Naturalmente, se alegró de
nombrar a Whitlow como director. Llamó a un secretario, para que citase a
Whitlow y verle personalmente Entonces, le dije que anticipándome a sus deseos,
me había permitido llevarle conmigo y que estaba esperando. Y eso fue todo.
Excepto, querido, en lo mas importante. El Presidente se acordó de ti y sugirió
a Whitlow la conveniencia de nombrarte como supervisor general de todo el proyecto.
Mientras lo decía así, pude ver que Whitlow sudaba, porque como sabes, me había
prometido nombrar a quien yo le hubiese indicado. Entonces, en un momento me
miró y yo le hice un gesto de aprobación con la mirada. ¡Tendrías que haber
visto el gesto de alivio de su rostro, Max!
- Todo eso es
maravilloso, Ellen - le dije entonces -. Pero, ¿por qué no me telefoneaste?
Bueno, no me refiero respecto a esa visita al Presidente, sino al hecho de que
tenías que operarte hoy en vez del sábado.
- No lo había
decidido. Cuando abandonamos la Casa Blanca, Whitlow me ofreció llevarme a casa
en el coche que había alquilado y le acompañé. Debí perder el conocimiento en
el taxi, puesto que lo he recobrado aquí esta misma mañana. Whitlow se dio
prisa en llevarme a una clínica de urgencia, donde le dieron una tarjeta para
el Dr. Grundleman y le telefonearon pidiendo instrucciones. Se ocupó de traerme
aquí y llamar a Lisboa para que viniese a operarme el Dr. Weissach tan
urgentemente como le fuese posible. Cuando desperté esta mañana todo estaba ya
dispuesto. Todo lo que pude hacer, fue rogar a Grundleman que te llamase a Los
Angeles, y así lo ha hecho. Esperaba que pudieras llegar a tiempo; pero en el
caso contrario deseaba que supieras que todo estaba dispuesto para tu puesto en
el Proyecto.
- Gracias a
Dios que recibí el mensaje a tiempo justo para llegar junto a ti.
- Me alegro de
que haya sido así, cariño, aunque de todas formas habríamos podido hablar por
teléfono. Tras saber que venías, caí en la cuenta de que pudo haber pedido una
extensión del teléfono aquí mismo para haberte hablado. Si no hubieras venido,
habría podido llamarte de todas formas.
- Así es mejor
- le dije -. No habría podido besarte por teléfono.
- Ni apretar mi
mano. Hazlo, Max, porque ahora que estás aquí, todavía hay unas cuantas cosas
que quiero decirte.
Aproximé la
silla aún más cerca de su cama y mantuve su mano entre las mías.
- Todo puede
esperar - le dije -. Por el momento, dime tan solo que me quieres...
- Eso ya lo
sabes, cariño. Nunca me sentí tan cerca de nadie como he estado y aún sigo
estando de ti. Es... es como si tú y yo fuésemos una sola persona, creo que
somos ambos parte el uno del otro.
- Sí, Ellen, yo
también lo siento.
- Pero si no...
bien, si no sobrevivo a la operación, no te desesperes, amor mío. Tienes una
misión que cumplir, tanto si yo estoy junto a ti o no.
- Por favor,
Ellen, no bables en ese tono...
- Max, hemos de
enfrentarnos con los hechos y darnos cuenta de que no hay demasiadas
probabilidades de que sobreviva. Tanto si hay una entre diez como entre mil,
hay un par de cosas que deseo que sepas. Déjame decírtelas y después no
volveremos a hablar más de esas probabilidades.
- De acuerdo,
querida. Adelante. Te escucho - y entonces apreté aún más su mano entre las
mías. Primero, respecto a mi última voluntad. Quisiera cambiar mi testamento a
tu favor; pero...
- Dios mío,
Ellen, no quiero oír absolutamente nada respecto a esa cuestión.
- Me dijiste
que me escucharías. Por favor, déjame hablarte, cariño. Quiero que comprendas por
qué no lo cambié, a despecho de que está hecho en favor de dos parientes
lejanos con quienes apenas sostengo relaciones amistosas, aunque son los más
próximos que tengo, y que son parientes por mi matrimonio con Ralph Gallagher.
Son su hermano y su hermana. La principal razón de este hecho es que si yo te
dejo mi dinero, perjudicaría tus oportunidades para el importante cargo que vas
a ostentar. Si cualquier columnista se entera y hace de ello todo un motivo de
propaganda...
- Es natural,
ya comprendo.
- Además, no
creo que me quedase mucho, tras los enormes gastos de esta operación y los
gastos de funeral y...
- ¡Dios mío,
Ellen!
Estamos
discutiendo, querido, en que tal cosa pueda suceder. Si muero, como es posible,
me harán un funeral... Y ésta es la otra de que quería hablarte. De suceder, es
mi deseo de que no vayas a él.
- ¿Por qué no?
Irían centenares de personas. Nadie uniría nuestros nombres, sólo porque...
- Ese no es el
motivo, Max. Es sencillamente. que no quiero que asistas. Odio los funerales,
creo que es una cosa pomposa, tonta y desagradable. Aborrezco incluso la idea
de que yo tuviera uno, aunque no supiera, naturalmente, después de muerta que
hubiese de tenerlo. Puesto que soy una figura pública supongo que lo tendría;
pero deseo que la única persona a quien amo, lo comparta. Si muriera, es mi
absoluta voluntad de que no me veas muerta, ni aquí ni en el funeral que
tuviesen que hacerme. No quiero que recuerdes a un cuerpo muerto ni incluso
fuera de un ataúd. Quiero que tu último recuerdo sea el de que me has visto
ahora, aún viva. No quiero ni que envíes flores para mi entierro. ¿Quieres
prometerme todo esto Max?
- Sí, con tal
de que dejes de hablar de tales cosas.
Está bien, creo
que estoy poniéndome un tanto macabra. De ahora en adelante, quiero aparecer
alegre y agradable para ti. ¿De cuánto tiempo disponemos?
- Casi media
hora todavía - dije consultando mi reloj.
- Bien, cariño.
Y ahora charlemos de cualquier cosa. Cuéntame algo, lo que tú quieras.
- ¿Que te
cuente algo? Soy un mal narrador de cosas.
- Dime y
háblame de algún relato verdadero. Hay uno que me prometiste contar y nunca lo
has hecho. ¿Lo recuerdas?
Yo sacudí la
cabeza negativamente.
- El último
octubre, cuando obtuviste tu diploma de Ingeniería e hicimos aquella fiesta
para celebrarlo, cuando tu hermano y tu cuñada vinieron desde Seattle. ¿Lo
recuerdas? Bill contó con mucha gracia respecto a las máquinas de coser, una
historia que nos hizo reír a todos, especialmente a ti y a tu hermano. Cuando
te pregunté respecto a aquella broma, me dijiste que era una larga y vieja
historia, en relación con algo loco que hiciste una vez, y que alguna vez me lo
contarías, aunque entonces no lo hiciste. No he vuelto a recordártelo después,
hasta esta mañana. Ahora me gustaría que lo hicieses.
Yo sonreí para
agradarla.
- En realidad
no tiene mucho que contar. No iba a referírtelo en medio de una fiesta. Todo
comenzó con un libro que leí cuando tenía unos trece o catorce años, cuando
aparecieron las primeras novelas de ciencia ficción. He olvidado quién la
escribió pero me parece recordar que se titulaba «Locura Universal» o algo
parecido.
(Se refiere a
su propia novela «Universo de locos», escrita en el año 1946, siete años antes.
«Nota de J.M.R.G.»)
»Era de esos
relatos fantásticos a través del tiempo, en que el héroe de la novela se
trasladaba a otro universo distinto, aunque idéntico al nuestro. En determinado
momento, surge un fallo y algo de lo que ocurre en uno de esos dos mundos,
cambia en el otro y la gente marcha en diferentes direcciones.
»En el nuestro,
el cambio empieza a principios del siglo XIX con el descubrimiento accidental
de un método de viaje interestelar por un científico que intentaba montar un
generador de bajo voltaje valiéndose de una vieja máquina de coser. Dispuso un
par de ovillos de forma que el hilo de uno se enrollaba en el otro y aquello
comenzó a funcionar... y la máquina desapareció. Supuso que el error estaba en
el generador; pero así descubrió, al insistir en descubrir dónde estaba el
error y utilizar otra máquina, que también desaparecía como disuelta en el
aire.
»Y siguió
experimentando y perdiendo máquinas de coser, hasta que tuvo en sus manos el
secreto de la conducción instantánea por el espacio y el tiempo. ¿Nunca leíste
ese libro, Ellen?
Ella denegó con
un lento movimiento de su cabeza.
- Creo que te
gustaría leerlo, mientras convaleces de la operación - continué yo -, intentaré
encontrar algún ejemplar de esa novela, aunque supongo que será difícil
encontrarla. Probablemente se imprimió hace cuarenta o cincuenta años y tampoco
estoy muy seguro del título exacto. Sólo, tal vez, podría hallarla a través de
algún coleccionista de novelas de ciencia - ficción. De todas formas, yo la leí
como antes te referí, a los catorce o quince años y no volví a pensar más en
ella hasta que estuve a punto de cumplir los cuarenta, cuando por puro azar me
tropecé con otro ejemplar de la misma novela. Volví a leerla. Y entonces una
cosa me pareció diferente; porque yo también era diferente y las cosas
igualmente distintas. Yo ya era un hombre maduro y en cierta forma amargado de
la vida, Ellen. Yo ya era un ex-astronauta con una sola pierna; jamás podría ya
volver al espacio de nuevo, ni a ninguna parte; pero aún me encontraba más
triste y amargado por el hecho de que ya nadie seguiría yendo al espacio
exterior. Conseguimos, como ya sabes, llegar a la Luna, a Marte y a Venus, y
por el hecho de no haber encontrado llanuras sembradas de oro y diamantes,
aborígenes extraños a nuestro mundo u otras civilizaciones, perdimos todo interés
por el espacio. Ya no iríamos más allá, al menos según me parecía a mí, en el
resto de mi vida y en particular, ya no se intentaría el salto a las estrellas;
abandonando todo estudio sobre un medio de propulsión a escala estelar. Los
conservadores, Ellen, eran entonces peores que ahora. Ahora veo, que
gradualmente, vamos a intentarlo de nuevo. Entonces, el Gobierno y los
científicos parecían incluso decididos a retirarse de los puestos fronterizos
conquistados al espacio. Incluso el uso de los cohetes terrestres parecía
destinado a desaparecer. Un gran crucero cohete, se estrelló en una calle
populosa de París, matando a un centenar de personas, además del pasaje y la
tripulación. Se habló de borrar del mapa la propulsión por avión - cohete para
los transportes terrestres. Aquello fue... creo en 1984.
Yo mismo fruncí
el entrecejo por la forma en que estaba relatando todo aquello a Ellen.
- ¡Diablos,
Ellen! - dije a renglón seguido -. Estoy intentando decirte algo divertido,
algo fantástico; pero creo que lo estoy haciendo mal. Pero ya que comencé a
contarte todo esto, creo que podría acabarlo. Entonces bebía mucho, con
regularidad y en cantidad. Creo que estaba convirtiéndome en un dipsómano. Rory
intentaba disuadirme del camino emprendido, al igual que mi hermano Bill, que
entonces aún permanecía soltero y vivía en San Francisco, pero yo me hallaba
decepcionado, sin moral y ninguno de los dos tuvieron mucha suerte influyendo
en mis acciones.
»Y entonces,
una noche, mientras me emborrachaba en solitario en mi habitación, sucedió que
volví a leer aquel viejo libro de ciencia - ficción con sus famosas máquinas de
coser. Y comencé a pensar..., ¿por qué no? No lo hicimos e incluso aún no lo
hemos hecho, no hemos conseguido la forma básica, en cualquier aspecto de la
propulsión interestelar, excepto el cohete; pero tiene que existir. Y como
ignoramos cómo funcionará, nos hallamos en la situación de que pudiera hallarse
puramente en forma accidental, ¿no es cierto? Sólo que podríamos acelerar el
tiempo de su descubrimiento accidental, intentando mezclar las bobinas de
aquella vieja máquina de coser. Yo me había bebido media botella de whisky
cuando lo decidí. Tiré el resto por el vertedero de la fregadera y me acosté. A
la mañana siguiente, fui al Banco y saqué hasta el último centavo que tenía en
la cuenta, sobre unos mil dólares. Dejé el trabajo que tenía despidiéndome por
teléfono y me cambié a otra habitación en un lugar distinto de la ciudad, para
que ni Rory ni Bill pudiesen dar conmigo.
»Entonces fui y
compré - Dios me ayude, Ellen, pero fue la verdad -, tres máquinas de coser
usadas. Una de ellas era una portátil eléctrica y las otras dos de antiguos
modelos que hallé en tiendas de viejo. Compré además una enorme cantidad de
dispositivos electrónicos, cables, conexiones, bobinas, condensadores, tubos de
vacío, transistores, interruptores, baterías y todo lo que se me ocurrió en mi
alocada fantasía.
»Me escondí en
aquella habitación y me dediqué a intentar como un loco circuitos electrónicos
dispuestos al azar, y a inventar dispositivos durante quince o dieciséis horas
al día. Sólo salía el tiempo justo para comer y tomaba una simple copa de vino
con la comida - entonces hice una mueca sonriente a Ellen -. Tal vez aquello
era lo que estaba equivocado. Seguramente que habría tenido más intuición y más
fortuna de haber combinado aquella francachela de trabajo con otra de licor;
pero no lo hice. Es posible que hubiera descubierto algo entre las mil cosas
locas que hice y de cuanto intenté: pero no fue así. Al final de dos semanas,
todo lo que obtuve fue quemarme con un soldador. Y así fue cómo me encontró mi
hermano Bill. Empecé a explicarle lo que habla estado haciendo o tratando de
hacer, y me puse a reír como un loco, porque de repente, vi todo aquello en su
perspectiva - o tal vez desde el punto de vista en que Bill lo consideraba -, y
comprobé cuán disparatado y vacío de sentido parecía todo aquello. Mi hermano
acabó soltando la carcajada conmigo.
»De cualquier
forma, aquello me curó de la gran depresión sufrida y en la que había estado
sumido durante tanto tiempo. De alguna forma, hizo que Bill estuviese más cerca
de mí de lo que había estado antes. Aquella noche, tras haber arreglado las
cosas para comenzar a trabajar de nuevo y tomar prestado de mi hermano el dinero
suficiente hasta que cobrase mi próxima paga, Bill se emborrachó conmigo, cosa
que rara vez solía hacer. Pero fue una feliz borrachera aquélla, no muy fuerte,
y de ningún modo, las que solía coger como evasión de mi profundo estado de
desaliento.
Volví a hacer
una mueca de simpatía a Ellen que me escuchaba como un niño a quien le refieren
un viejo cuento infantil.
- Bien, cariño,
ésta es la vieja historia de las maquinas de coser. Desde entonces, constituyó
una broma permanente entre mi hermano y yo y rara vez pierde la ocasión de
gastarme bromas sobre la cuestión. Ahora creo que tú también puedes burlarte de
mi.
Ellen sonrió
dulcemente.
- Me gusta esa
historia, querido; pero no porque resulte divertida, aunque creo que lo es. Me
gusta porque la has vivido tú y yo te quiero a ti y cuanto contigo se
relaciona. Sólo estuviste equivocado en una cosa.
- ¿Qué cosa?
- Tenemos que
conseguir una propulsión interestelar. Eso va dentro de ti y la gente te
quiere. Incluso está también dentro de mi misma ahora que he captado ese sueño
de ti. Está en Klockerman, en Rory y casi en todos los que trabajan en los
cohetes. Incluso en M’bassi.
- ¿M’bassi? -
Tuve que aparecer aturdido frente Ellen -. El no es un loco de las estrellas.
Es un místico.
Ella volvió a
sonreír.
- Tal vez nunca
le hayas preguntado respecto a que él es un místico. Inténtalo la próxima vez
que lo veas.
Se produjo
entonces una ligera llamada en la puerta de la habitación y el doctor
Grundleman entró.
- Sólo un
minuto más - dijo -. Creo que ya se lo advertí lo bastante.
Y salió de la
estancia cerrando la puerta.
- Max, querido,
¿quieres prometerme algo?
- Lo que me
pidas.
- Si muero...
sabemos que no será así; pero pongámonos en el caso de que ocurra, prométeme
que no volverás a caer en la desesperación y que no volverás a beber.
- Te lo
prometo.
La puerta
volvió a abrirse; pero esta vez no era el médico, sino una enfermera y un
asistente. Este me dijo:
- Lo lamento;
pero tiene que salir, señor. Vamos a preparar a la paciente.
A prepararla, a
afeitarle aquellos maravillosos cabellos castaños tan bellos sobre la blanca
almohada. Me incliné, sobre ella, y le besé los cabellos y después los labios.
El doctor
Grundleman se me aproximó en la sala de espera de la clínica.
- La están
llevando al quirófano ahora, Mr. Andrews. El doctor Weissachs está dispuesto
para intervenir. Pero la enferma puede permanecer en la mesa de operaciones por
bastante tiempo y usted no estará en condiciones de esperar así veinticuatro
horas después de la operación, e incluso más. Creo que estará mejor en el
hotel. Yo le telefonearé tan pronto como...
- Esperaré -
repuse con firmeza.
Y así lo hice.
Deseé haber
sabido rezar. De todos modos creo que con mi espíritu me dirigí a Dios para
decirle: Dios, no creo que existas, y creo que si así fuese, Tú eres una
entidad impersonal. Si Tú sabes cuándo cae un gorrión del tejado de una casa,
no haces nada para evitarlo, aunque te lo pidamos o de otra forma; y si estoy
en un error, lo lamento. Pero en el caso de que esté equivocado, yo Te ruego...
Por lo que me
parecieron años más tarde, volvió Grundleman. Aparecía sonriente. Gracias a
Dios; sonreía.
- Ha sido una
maravillosa operación - me dijo -. Weissach ha hecho uno de sus milagros de
cirugía. Creo que vivirá.
Me quedé
mirándole fijamente.
- ¡Cree usted
que vivirá! Una maravillosa operación; pero usted sólo piensa que podrá
vivir...
El médico dejó
de sonreír.
- Sí, ella
tiene ahora mejores posibilidades que hace unos días. Pero no estará totalmente
fuera de peligro, hasta pasados tres o cuatro días.
«Jesús - pensé
-, ¿cuáles habrían sido sus posibilidades antes de ser operada? ¿Cuáles habrían
sido, mientras yo hablaba con ella hacía sólo dos horas y media antes? ¿Qué es
lo que un médico quiere decir cuando expresa que un paciente tiene unas probabilidades
excelentes de vivir? ¿Sería una entre ciento o entre un millar?»
- ¿Podré verla
mañana? - pregunté ansiosamente.
- Es posible.
Es demasiado pronto para que pueda prometérselo ahora mismo. Llámeme por
teléfono mañana en la mañana.
- Le llamaré a
usted desde cualquier parte en que me encuentre, para que sepa dónde
encontrarme.
El doctor
Grundleman se limitó a aprobar con un silencioso gesto de cabeza.
Cuando llegué a
mi habitación del hotel, me di cuenta de lo fatigado que estaba. Apenas si
había dormido la noche anterior y la angustia y la preocupación, de todos es
sabido, que fatigan mucho más que el esfuerzo físico.
Antes de
dormirme, llamé al aeropuerto y hablé con la persona responsable a quien dejé
en servicio durante mi ausencia, para darle instrucciones, en el sentido de que
posiblemente estaría fuera una semana. Igualmente tomó nota de dónde podía
encontrarme en cualquier momento de ocurrir alguna emergencia o de necesitar
cualquier consejo. Llamé también al hospital para dejar mis señas y después
traté de dormir. Pero lo hice muy mal, el más pequeño ruido del exterior me
despertaba en el acto, porque subconscientemente tenía el oído puesto en el
teléfono, esperando de todas formas que nadie llamase.
Nadie llamó.
Pero aunque fue
una especie de duermevela, el pequeño descanso hizo que me sintiera mejor y por
la mañana me sentí más reconfortado. Y con un apetito de lobo, porque me di
cuenta de que se me había olvidado comer en todo el día anterior.
Llamé al
hospital y me informaron de que Ellen había pasado una noche tranquila y que
estaba bien. Grundleman no había llegado todavía, por lo que no pude solicitar
permiso para visitar a Ellen. Dejé el recado de que tuvieran la amabilidad de
avisarme en cuanto llegase.
Llamé al
servicio del hotel y ordené un desayuno triple que me fui tomando sin apartarme
del teléfono. Me lo tomé todo.
Grundleman
llamó a las nueve en punto. Me dijo que Ellen estaba «descansando muy bien».
- ¿Es eso algo
de doble sentido o significa que las probabilidades son mayores, doctor? - le
dije.
- Son mucho
mejores. Lo son definitivamente, ahora.
- ¿Podré verla
esta tarde?
- Posiblemente.
¿Quiere llamarme a la una? Puede usted permanecer en su habitación y en todo
caso, yo le avisaría.
- Haré ambas
cosas - repuse -. Estaré aquí si usted tiene la bondad de avisarme y le
telefonearé a la una, si no he tenido noticias suyas con anterioridad.
Tenía el
convencimiento de que no me llamaría tan pronto, por lo que pensé que tendría
tiempo de localizar a Klockerman en África a quien podría poner una conferencia
telefónica con tiempo suficiente. Yo sabía que Klocky desearía estar al
corriente del estado de salud de Ellen, y pensé que lo mejor sería decírselo
inmediatamente y decirle además cómo iban las cosas y darle cuenta de mi
desplazamiento. Incluso es posible que deseara volver por cohete enseguida si
consideraba que la persona a quien yo había dejado en mi puesto en Los Angeles,
no supiese llevar las cosas en debida forma.
Sabía que
estaba en Johannesburg y le dije a la operadora que intentase localizarle,
llamando a la Embajada. Así lo hizo y veinte minutos más tarde, ya estaba
telefoneando con él, contándole lo sucedido.
- Gracias a
Dios - dijo Klockerman, una vez le informé del estado de Ellen -. ¿Así existen
posibilidades de que se salve?
-
Definitivamente. Pero, ¿qué me dices respecto al trabajo? Dejé a Gresham al
frente del aeropuerto. ¿Crees que lo hará bien?
- Sí, no te
preocupes por eso. No voy a volver por esa causa. Lo que te pido es que me
tengas al corriente sobre Ellen. Llámame de nuevo si algo ocurre y en especial
cuando realmente se encuentre fuera de peligro. ¿Cómo van las cosas respecto al
Proyecto Júpiter? Sé que todo ha ido bien hasta ahora, aquí tenemos las
noticias al día. Pero me refiero a tu posición en el Proyecto. ¿Va todo bien?
Le dije que sí
y le expliqué de qué forma se había sacrificado Ellen al retener su operación
cerebral, hasta dejar todas las cosas arregladas en mi favor.
- Es una mujer
maravillosa, Max - me dijo.
Como si me
dijese algo que no supiera.
Grundleman me
ganó por la mano. Había estado esperando junto al teléfono, esperando la hora
de llamarle; pero mi teléfono sonó tres minutos antes.
- Se encuentra
bien y ahora está despierta, Mr. Andrews. Puede usted visitarla una media hora
cuando venga. Pero le ruego que se detenga primero en mi despacho. Deseo hablar
con usted.
- Ya lo está
haciendo ahora, doctor. Dígame lo que sea y ahórreme esa angustiosa espera
hasta entonces. ¿Hay algo que vaya mal?
- No
exactamente. Físicamente está bien, considerando la clase de operación sufrida
y que sólo han transcurrido menos de veinticuatro horas. Pero hay algo que no
va bien en su moral. Por alguna razón se siente deprimida y pesimista, mucho
más que antes de la operación, y bien sabe Dios que había motivo para ello. Por
eso es por lo que sólo puedo permitirle media hora de visita nada más. Quiero
que la anime, que la diga que yo le he dicho a usted que la operación ha sido
un completo éxito y que ha pasado todo el peligro. Ya se lo he dicho a ella por
mí mismo; pero creo que no me cree a mí del todo.
- Se lo diré,
doctor. Pero, ¿está realmente fuera de peligro?
- Casi.
- No sé lo que
significa ese casi. Por favor, dígamelo en cifras.
- Bien, creo
que tiene tres posibilidades entre cuatro, por el momento.
- Está bien,
gracias doctor. Ese es el lenguaje que yo comprendo mejor. Por mi parte haré lo
posible por animarla. Sólo que tengo una sugerencia que quiero que usted
considere.
- ¿De qué se
trata?
- De que usted
me permita decirle la verdad. Si yo trato de engañarla como usted hizo, ella lo
conocerá con toda seguridad, mejor que si se le miente. Permítame decirle
francamente que tiene tres posibilidades entre cuatro de salir de esto. Creo
que es mucho mejor para ella, que cualquier piadosa mentira que pueda decírsele.
- Humm... tal
vez tenga razón. Pero creo que debería decirle que tiene nueve posibilidades
entre diez.
- La verdad, o
nada. Ella sabrá si yo estoy exagerando las cosas.
- Está bien,
dígale la verdad. Pero recuerde, procure no excitarla desde ningún punto de
vista cuando esté con ella, ni usted tampoco se excite por nada. Esto es
demasiado importante. Si desea besarla, hágalo con suavidad y ternura, no
permitiendo que mueva la cabeza. Ella ya lo sabe.
Donde habían
estado aquellos hermosos cabellos castaños, ahora habían unos espesos vendajes.
Pero me sonrió dulcemente.
- Espero que no
te hayas preocupado mucho, querido.
- Sí que me has
preocupado mucho; pero no tienes que pensar en esto. ¿Qué tal te encuentras?
¿Sientes algún dolor?
- No siento
dolores; pero sí terriblemente débil. Creo que deberías hablarme mucho.
Aproximé la
silla a su cama.
- Está bien,
cariño. ¿De qué te hablo?
- En primer
lugar, ¿te han dicho qué posibilidades tengo ahora de sobrevivir y curarme?
- Sí. - Y le
conté la conversación sostenida con Grundleman por teléfono.
Sus ojos
resplandecieron un poco.
- Es estupendo,
Max. Sí, tú tenías razón. Es mucho mejor conocer las posibilidades reales que
existen, que andar especulando a ciegas. Tres posibilidades entre cuatro... es
francamente más de lo que me había imaginado. Ahora que conozco la verdad, creo
sentirme mucho mejor.
- Sabía que
pensarías así, querida. Bien, ¿quieres que te hable de algo en especial?
- Acerca de ti
mismo, querido. Lo que me contaste ayer sobre las máquinas de coser, me hizo
comprender qué poco sabía respecto a ti, excepto que habías sido un astronauta.
Cuéntame algo de ti, cuando eras un niño, antes de los diecisiete años.
- ¿Cómo
transcurrió tu infancia?
- Pues nada
realmente importante. Nací en Chicago, como te dije, en 1940. En un piso de
cuatro habitaciones que había sobre un almacén de pinturas de State Street,
diez bloques al sur del Loop, que entonces era un barrio difícil. Yo fui el
segundo de tres hijos; tenía una hermana dos años mayor que yo que murió hace
veinte años. Y un hermano cinco más joven, Bill. Nuestro padre era un conductor
de autobuses y un bebedor empedernido.
»Crecí como un
chico duro, mezclado con una pandilla que solía cometer de vez en cuando
pequeños delitos y alguno que no era tan pequeño. Muchos de mis compañeros de
niñez, acabaron tras los barrotes de una celda en la cárcel. Creo que fue una
sola cosa la que me defendió de haber seguido el mismo camino.
»Desde el
momento en que pude leer, leí todos los libros de ciencia - ficción que caían
en mis manos. Eran publicaciones infantiles fantásticas, como las del Superman
y otras por el estilo, ¿recuerdas? Después, revistas y novelas. Aquello me
parecía maravilloso. Aventuras que se sucedían en Marte y otros planetas o a
través de la Galaxia e incluso de las más lejanas Galaxias. Aquellos
escritores, eran como profetas que intuían que los viajes por el espacio
llegarían con el tiempo. Ellos estaban poseídos por el hechizo del Sueño y me
inocularon a mí también el Sueño, el gran sueño de la fantasía. En aquellas
lecturas, existía ya la locura por las estrellas y aquello se mezcló en mi
propia sangre.
»Yo también
intuía, sabía, que el viaje por los espacios siderales se aproximaba y tenía la
certeza de que sería un hombre del espacio, un astronauta.
»Aquello fue lo
que me hizo tener un fuerte ideal para vivir, alejándome de cualquier otro mal
deseo. Me juré que mi nombre no se vería nunca escrito en los registros de la
policía y que me mantendría fuera del reformatorio y que un día pertenecería al
Cuerpo del Espacio, cuando ese momento llegase. Eso fue lo que me retuvo en la
escuela y en mis estudios, mientras mis otros amigos permanecían de espaldas a
ellos. Sabía que necesitaba una educación para llegar hasta donde me había
propuesto ir.
»Santo Dios,
las luchas que tuve que sostener con los otros chicos para poder hacerlo,
soportar sus burlas, al decirme que era un marica o cuando me decían que era un
cobarde porque no era capaz de emborracharme y armar algún jaleo en cualquier
taberna. Aquello me endureció el carácter y me enseñó que nada es fácil en esta
vida y que es preciso luchar, cuando se quiere conseguir algo. Yo amaba el
espacio y luché por él.
»Así fui
creciendo y viviendo bajo la aterradora sombra de la bomba atómica, bajo la
amenaza de una guerra nuclear que podía estallar en cualquier instante. Creo
que me alegraba de tal cosa, porque pude darme cuenta de que el miedo a las
catástrofes nucleares forzaron al Gobierno a pensar en la construcción de la
estación espacial, gastándose miles de millones de dólares, consiguiendo llegar
a la Luna y a los planetas que se conquistaron. No me preocupaba del enorme
riesgo que corríamos, ni del miedo, ni de nada, si teniendo temor conseguíamos
comenzar la carrera hacia los espacios estrellados del Universo.
»Ello fue la
causa de que comenzásemos la carrera hacia el espacio y que allá nos conduciría
semejante esfuerzo. Era algo que deberíamos hacer, a menos que no nos
resignásemos a extinguirnos, como el dinosaurio. Y no desaparecimos, porque
somos más inteligentes que lo fueron los dinosaurios. Pasamos el estadio en que
cambiando las condiciones de vida por nuestra inteligencia, todo puede
transformarse y progresar adelante, siempre adelante, como una flecha lanzada
hacia el Infinito. Podemos hacer muchas cosas de la Naturaleza a nuestro favor,
de las que ella puede hacer en nuestro obsequio. Y no podemos sufrir una
retrogradación, porque ya hemos conseguido el dominio de la ciencia de la
genética, dándonos así siglos futuros en que pueda educarse a la gente, para
que la raza no vuelva a caer en un estado de retroceso, ni física ni
mentalmente. Seguiremos siendo más y más fuertes y más y más inteligentes y
cultivados, hasta ser como dioses, O tan cerca como se considera la existencia
de los dioses, conservando en nuestro interior algo de diablo también.
»Ellen,
llegaremos a las estrellas. Si lo hacemos, será en naves que naveguen en el
espacio a velocidades sublumínicas, lo que se llevará generaciones enteras de
criaturas para una travesía interestelar, o enviando colonizadores a otros
mundos en estado de hibernación por siglos de viaje cósmico. Pero yo soy de los
que creen que esto no se hará así. La Relatividad nos dice que es imposible
exceder la velocidad de la luz; pero la Relatividad, en fin de cuentas, no deja
de ser una teoría. En ella pueden producirse fallos o nuevos descubrimientos.
El hiperespacio, el subespacio, sea lo que sea, pueden existir y hacerse
realidad. Y si existe esa probabilidad, la encontraremos. No nos rendiremos
jamás, ni venderemos nuestra vida por un plato de lentejas
Ellen estaba
sonriéndome mientras me escuchaba encantada.
- Tú perteneces
a esa raza de hombres que no la venderían, Max. Y... es tan encantador oírte
decir esas cosas. Sí, creo en ti con toda mi alma. En realidad no lo hice al
principio; pero ahora sí. - Entonces se produjo como una inflexión de voz
infantil en sus palabras -. En realidad, nos estamos dirigiendo hacia las
estrellas.
- Por ahora no,
querida. Pero es sólo cuestión de tiempo, como será el próximo salto en el
sistema solar, a Júpiter. También esto ha sido una cuestión de tiempo. Muy poco
tiempo, por cierto, gracias a ti.
- Gracias a los
dos, cariño. Este es nuestro cohete. Sólo me gustaría una cosa: ir contigo en
él.
- ¿Ir
conmigo...? - Y me quedé mirándola fijamente.
Ella sonrió de
nuevo.
- ¿No crees que
ya te conozco, Max? ¿No crees que te conozco íntimamente y en la forma en que
funciona tu mente? Sé que darías tu otra pierna y tus dos brazos, para no
mencionar toda tu vida, y pilotar ese cohete hacia Júpiter por ti mismo,
sabiendo que tienes suficiente confianza en ti mismo para saber hacerlo. ¿Es
que no sé acaso que harás lo imposible por intentar conseguirlo?
No respondí.
- Está bien,
Max. Yo quiero ir, si tú pudieses hacerlo. Incluso si tuvieras que matarte en
el intento, quisiera tener la oportunidad de morir junto a ti en esa forma.
Apreté su mano.
No había nada que pudiera pensar en decirle, absolutamente nada.
- Max, si yo
muero...
- Por favor,
mujer... no pienses en semejante tontería. Vivirás. Te suplico que no hables de
eso.
- Está bien,
después de esto, no te volveré a hablar más de ello. Pero hay un sobre en
aquella vitrina. Guárdalo en el bolsillo.
Recogí el sobre
y lo deposité en uno de mis bolsillos.
- ¿Qué es? -
pregunté a Ellen.
- Es un poco de
mi cabello que rogué lo conservaran al operarme. No quise explicar a nadie qué
estúpidamente sentimental soy y por tanto les dije que deseaba una muestra para
el caso de que mis cabellos volvieran a crecer grises y entonces poder
teñírmelos del mismo color. Pero los quería para tí, Max. Quiero que los lleves
contigo, cuando hagas ese viaje. Quiero que una parte de mí misma, te acompañe
y que los tengas allí donde desembarques en cualquiera de las lunas de Júpiter.
¿No lo tomarás como una tontería de mi parte, verdad, Max?
Denegué con la
cabeza porque en aquellos instantes no tenía confianza en mi voz, de haber
hablado o dicho algo.
- Querido -
continuó Ellen -, si muero, quiero que pienses en mí cuando te halles en el
espacio, alrededor de Júpiter. Quiero estar siempre contigo, tan cerca como sea
posible.
- Ellen, tú
vivirás. Métete eso en tu cabeza. Pero si lo haces como si no, si yo consigo ir
en ese cohete cósmico, tú estarás conmigo a cada instante, en cada minuto de mi
existencia, despierto o en sueños. Estarás conmigo, Ellen, tú estarás siempre
conmigo, amor mío.
Todavía quería
permanecer a su lado; pero la visita terminó. Quise permanecer al teléfono
constantemente, hasta que Ellen se hallase realmente fuera de peligro. Y así
cené en mi habitación del hotel aquella noche, matando el tiempo con algunas
revistas, hasta que el sueño me venció.
La noche
transcurrió con una espantosa lentitud.
Me desperté
constantemente y una de las veces, el teléfono llamó a las tres y cuarto de la
madrugada.
Por el teléfono
me llegó la espantosa noticia de que Ellen había muerto.
Estaba sentado
en el bar. En mis manos había una bebida y me temblaban tan ostensiblemente que
apenas podía tomármela con la ayuda de las dos. Ni siquiera la había probado.
Sólo había intentado levantarla.
Me quedé
fijamente mirando a través del licor del vaso.
No la probaría,
me dije a mí mismo. Si, tal y como me sentía, tomaba aunque fuese un sorbo,
estaba perdido. Tomaría un segundo y otro y después otra bebida y otra...
No me
conduciría así esta vez. No acudiría a la transitoria muerte del olvido ahogado
en el alcohol, la evasión acostumbrada de los grandes sufrimientos. Esta vez,
no.
Debía
demasiadas cosas.
Ellen me había
dado demasiado. Su amor. Su vida. Nuestro cohete cósmico. El cohete se
construiría ahora. Iría a Júpiter. Ella había deseado que se construyera y
había deseado que yo lo pilotase de ser posible.
No permitiría
dejarme arrastrar por la bebida, porque conociéndome sabía que nadie me sacaría
de tal estado. Además, según recordé súbitamente, había hecho una promesa.
Había prometido específicamente a Ellen, que si ella moría, no dejaría de hacer
lo que ella deseaba que hiciese.
Volvía a poner
el vaso en la barra del bar y me marché. Volví a mi hotel y a mi habitación.
Era ya media mañana, las diez. Creo que anduve deambulando desde las tres y
media de la madrugada, sin saber dónde había estado hasta hallarme frente a un
vaso de licor en el bar.
Desde la
habitación, telefoneé a Klockerman. Se lo conté todo.
- ¡Dios mío,
Max! ¿Qué podría decirte, pobre amigo?
- Nada - repuse
-. No intentes decir nada. Sólo quería que lo supieras.
- Tomaré el
primer avión cohete para volver a Los Angeles.
- No, Klocky.
Si es para asistir al funeral lo que tienes en la mente, debes saber que ella
no lo deseó en absoluto, haciéndome prometer tal cosa. Y si es por el
aeropuerto, no lo hagas, te lo ruego. Permíteme volver inmediatamente y
dirigirlo por una temporada, por tanto tiempo como tú estés de vacaciones.
- ¿Estás seguro
de que eso es lo que deseas hacer, Max?
- Es lo que
tengo que hacer. Lo único que puedo hacer, Klocky. Voy a tomar el primer cohete
de vuelta. Voy a volver y a trabajar como un condenado.
Nunca supe si
el funeral de Ellen tuvo lugar en Washington o en Los Angeles. Me engolfé en mí
trabajo como un maniático, sin leer los periódicos y tomando cada noche
comprimidos ansiolíticos para poder conciliar un poco de sueño, y recomenzar mi
frenético trabajo al día siguiente.
Transcurrió
casi un mes antes de comenzar a darme cuenta y a pensar con claridad en las
cosas, excepto en el trabajo, del que había echado mano como una evasión en vez
de hacerlo con el alcohol. El dolor estaba siempre en el mismo sitio; siempre
quedaría. Pero pude pensar, a pesar de su lacerante agonía. Comencé por desear
volver a ver a la gente de nuevo. M’bassi, Rory y Bill me habían telefoneado;
pero yo no quería saber nada de nada. Klocky telefoneaba semanalmente, para
comentar conmigo qué tal iban las cosas en el espaciopuerto, en apariencia;
pero en el fondo para hablar conmigo y saber cuál era mi estado de ánimo y
saber cuándo volvería de nuevo. La cuarta vez que llamó a mediados de julio, le
dije:
- Está bien,
Klocky. No te des prisa; pero puedes volver cuando quieras.
Me contestó que
le parecía muy bien y que tras otro par de semanas volvería, allá a primeros de
agosto.
M’bassi estaba
fuera de la ciudad cuando le llame al teléfono. La señora donde estaba
hospedado me informó de que se había marchado al Tibet y que estaría de vuelta
dentro de dos o tres semanas más tarde. Rory estaba en casa cuando llamé a
Bekerly aquella noche y creí oírle contento cuando le dije que iría a verle a
él y a Bess el próximo fin de semana.
Mientras tanto
decidí estar al tanto de cuanto pudiera concernir al Proyecto Júpiter. Me
detuve en el centro de la ciudad de vuelta a mi apartamento y compré varios
periódicos, entre ellos The Times y The Herald, procurando unos ejemplares del
mes transcurrido para irlos ojeando. Tras la cena, comencé a leerlos y
repasarlos.
Hacía ya tres
semanas antes que el Presidente había firmado el nombramiento de William J.
Whitlow para la alta dirección del Proyecto Júpiter, y el Senado la confirmó
sin la menor oposición, una semana anterior. Aquéllas eran las noticias,
excepto dos suplementos semanales del domingo con relatos y comentarios
relativos al proyecto, uno con diagramas y diseños del cohete que no estaban
muy lejos de la realidad que yo había imaginado, y el otro con diversas
Opiniones de astrónomos y astrofísicos, respecto a las condiciones que pudieran
hallarse en las lunas de Júpiter y cuál sería la mejor para intentar una toma
de tierra sobre una zona de amoníaco sólido. Leí también algunas fantásticas
opiniones de escritores, sobre las formas de vida inteligente que pudiesen
existir en las lunas del planeta del sistema solar; de existir formas de vida.
Lo usual en tales casos.
Decidí
telefonear a Whitlow y preguntarle cuándo darían comienzo los primeros
trabajos; después reconsideré la cuestión y llegué a la conclusión de que no
debería hacerlo hasta que no hubiese vuelto Klocky y yo me encontrase más
aliviado de mis ocupaciones.
Klocky volvió
dos días antes de lo previsto y tras haber descansado se puso al frente del
espaciopuerto. Yo entonces, ya era de nuevo su ayudante y entonces telefoneé a
Whitlow.
- Aquí William J.. Whitlow - respondió una voz seca y pedante.
- Le habla Max
Andrews - dije -. Le llamaba sólo para tener alguna idea de cómo van las cosas
respecto al Proyecto Júpiter.
Se produjo una
ligera pausa, lo suficiente como para preocuparme. Después añadió:
- No hay prisa,
Mr. Andrews. Los primeros pasos son puramente administrativos y ya se están
tomando aquí en Washington. No se le necesita para eso, puesto que su misión
será la supervisión de su montaje y construcción sobre el campo. Esto no
comenzará hasta el año próximo.
- ¿Por qué no?
- ¿Qué por qué
no? Mr. Andrews, usted parece no darse cuenta de las complejidades de la
organización de un proyecto de tal magnitud. El solo arreglo de las finanzas...
- y su voz pareció difuminarse como si hubiera decidido que su explicación
resultase inútil.
- ¿A qué
arreglos financieros se refiere usted? - quise saber, insistiendo -. El
Congreso ha otorgado veintiséis millones de dólares. El Presidente ha firmado
el decreto y le ha hecho a usted el director. ¿Acaso es el Tesoro el que va a
quedarse con el dinero?
- Se está usted
poniendo gracioso, Mr. Andrews. Usted sabe perfectamente que un proyecto del
Gobierno se lleva su tiempo en llevarlo a efecto.
- Sí, desde
luego que lo sé. Y siempre he querido saber la razón.
- Pude oír cómo
dejaba escapar un suspiro a dos mil millas de distancia.
- Mi querido
Mr. Andrews - dijo entonces Whitlow -, estas cosas implican procedimientos
complicados, muy complicados. Hay que imprimir formularios, y...
- Y continuar con
el papeleo por la eternidad, por lo que veo. Pero en serio, ¿es que no podemos
comenzar su construcción antes del año que viene?
- Me temo que
no. De hecho, si conseguimos su construcción inmediata una vez terminados los
proyectos de ingeniería, cálculos, diseños, etcétera, y empezase a principios
del año próximo, sería un éxito. No olvide que la aprobación de nuestros
planes, tiene que ser obtenida en tres fases antes de que incluso se lleve a
los tableros de dibujo de los técnicos.
Creo que emití
un gruñido de disconformidad y mal humor.
- Está bien,
qué remedio, si es a principios del próximo año, que sea así por lo menos; pero
por favor, procure darle impulso. En cualquier caso, que no se demore más allá
de esa fecha. El trabajo en sí mismo, se llevará más de un año.
- Mucho más
tiempo aún, me temo, Mr. Andrews.
- No podría
llevarse más tiempo que ese sin desbordar la asignación. La estimación del
costo se hizo sobre la base de un año de duración. Escuche, Mr. Whitlow, hay
muchos detalles que quisiera hablar y comentar con usted, y que resultarían
excesivos para expresarlos por teléfono. ¿Qué le parece que vaya a Washington
en cualquier próximo fin de semana? ¿Cuándo podría usted dedicarme una tarde de
su tiempo?
- Bien... no
podrá ser en éste ni en el próximo. El siguiente, ¿no le parece bien?
- Si eso es lo
más pronto, de acuerdo. Bien, consideramos esa cita como definitiva. Para
ahorrarle tiempo y llamadas telefónicas, ¿quiere indicarme lugar y hora?
- No suelo ir a
mi oficina el sábado, pero supongo que en este caso podría.
Yo también
suponía que podría hacerlo, si yo tenía que ir desde Los Angeles, muy bien
podría él ir a su oficina.
- En su
oficina, pues - le dije -. O... espere, si puedo tomar el estratorreactor de la
mañana, llegaría ahí al mediodía. ¿Por qué no podríamos reunirnos a almorzar
juntos y después ir a su oficina tras haber comido?
- Ya tengo un
compromiso para almorzar ese día, Mr. Andrews. ¿Puede venir a mi oficina a las
dos de la tarde?
Estuve de
acuerdo con el lugar y la hora.
Bien, Ellen me
había advertido de que era un tipo estirado. No es que importase un bledo su
carácter y su pose, lo que me estaba preocupando seriamente era la terrible
pérdida de tiempo que se intuía en la puesta en práctica del Proyecto Júpiter.
Bien, discutiría tales extremos con él cuando le viese. Al menos no había
mostrado signo alguno de haber olvidado su promesa de aceptarme como supervisor
de la gran empresa espacial.
Y siempre aquel
dolor íntimo, aún el sentimiento de vacío y soledad como si se hubiera muerto
una parte de mi propio ser que se había ido para siempre. Pero ahora, con
Klocky de vuelta y mi menor trabajo en el espaciopuerto de Los Angeles, comenzó
para mi la búsqueda de compañía en vez de la soledad. A veces con Klocky
durante las veladas, otras jugando al ajedrez, en otras ocasiones charlando.
Calculamos un rudo bosquejo y unos planos preliminares, en esquema, para un
cohete que fuese capaz de rendir viaje cósmico hasta Saturno, el más próximo
planeta del sistema solar, después de Júpiter. Aquel misterioso planeta rodeado
de anillos; apenas si conocíamos mucho sobre la naturaleza de sus maravillosos
anillos girando sobre el ecuador del planeta, cosa que sólo sería posible
cuando pudiésemos aproximarnos a una distancia adecuada. Pero Saturno, al igual
que Júpiter, tiene lunas con amoníaco en ellas y habría de emplearse el mismo
plan de viaje espacial que para Júpiter. Saturno está muchísimo más lejos que
Júpiter.
(Júpiter se
encuentra a 750 millones de kilómetros del Sol y Saturno a 1.432. «N. del T.»)
Nos
sorprendimos al comprobar con satisfacción que un cohete a Saturno costaría
sólo tres veces más que el de Júpiter lo que de todas formas suponía una
bagatela comparado con los trescientos millones de dólares que había calculado
Bradley en sus planes originales para el cohete de Júpiter, su famoso cohete de
una fase. Pero Saturno podía esperar hasta que el cohete de Júpiter hubiera
cumplido su misión y demostrado su éxito.
Al siguiente
fin de semana, anterior a mi cita con Whitlow, volé hacia Seattle para pasar un
día con Merlene y mi hermano Bill. Me hizo mucho bien volver a verles de nuevo.
Ahora, con Ellen muerta, lo más probable es que jamás tuviese hogar propio, y
el de Bill seguiría siéndolo tanto como siempre lo había sido. Si hubiera podido
tener un par de hijos corno Easter y Billy... Pero ya había sido demasiado
tarde cuando encontré a Ellen.
O tal vez no.
Ellen a sus cuarenta y cinco años, puede que no hubiese podido tener hijos;
pero si hubiera vivido y lo hubiera deseado como yo, habríamos podido adoptar
uno, tal vez de la edad de mi sobrino Billy. No éramos a fin de cuentas tan
viejos para eso, por lo menos Ellen, normalmente, podía haberlo visto crecer y
hacerse un hombre.
Pensé en hablar
a mis hermanos sobre la posibilidad de haberse ido a vivir a Los Angeles, así
les habría visto con más frecuencia a ellos y a mis sobrinos; pero era preciso
esperar bastantes meses hasta que el Proyecto Júpiter cobrase forma. Entonces,
situado, la cosa hubiera sido más segura y estable. Tomé nota mentalmente de
hablar del asunto en Washington sobre el particular.
Tras la cena,
Merlene se llevó a la niña a dormir al piso de arriba y yo tomé a Billy por la
mano y salí al porche de la casa. Estaba ya oscureciendo y el cielo comenzaba a
sembrarse de estrellas. Nos sentamos en la escalera del porche y miramos al
cielo.
- Tío, Max.
- Sí, Billy.
- ¿Has estado
ya en alguna estrella?
- No, hijo.
Nadie ha conseguido todavía llegar a ninguna estrella. Pero lo conseguiremos. A
ti te gustaría, ¿no es verdad?
- Pues claro
que sí. Como hace Rock Blake en la televisión. Ha estado en muchas, ha
sostenido muchas luchas y aventuras por las estrellas del cielo. Sólo papá dice
que todo eso es una tontería y que nunca sucede en realidad.
Lo que quiere
decir, Billy, es que todavía no ha ocurrido.
- Además me
dice que es un programa estúpido, aunque me deja que lo vea.
- No lo sé,
Billy, nunca veo esos programas. Pero si es una tontería o no, si al observar
esos programas, te alienta el deseo de ir a las estrellas como Rock Blake,
entonces creo que es un buen programa para que lo veas.
- Si, tío Max,
yo también lo creo. Y además el programa del Capitán del Espacio. Oye, esta
tarde estaba luchando con unos hombres verdes con cabezas de león en un planeta
de Sirio...
- ¿Sirio?
- Eso, es,
Sirio. ¿Crees tú que de verdad hay gente de color verde como ésa en esos
planetas?
Le hice una
mueca al chiquillo.
- Voy a
mostrarte el sitio a donde puedes ir a comprobarlo, Billy.
Y apunté con el
dedo a Sirio, la estrella más brillante del cielo.
(La estrella
Sirio, es la alta de la constelación del Can Mayor. Desde la más remota
antigüedad ha sido objeto de adoración religiosa, incluso, especialmente por
los egipcios. Aparecía en el horizonte este al amanecer coincidiendo con la
crecida del Nilo, la vida de aquel pueblo ya legendario. Es la estrella más
brillante y la más luminosa de las 22 de primera magnitud del cielo visible a
simple vista. Puede contemplarse a partir del tardío otoño y todo el invierno,
bajo Orión y las Pléyades. Es, ciertamente la más hermosa estrella del Universo
visible. Dista de nosotros unos 8 años luz. Es del tipo AO, o sea que tiene su
corona solar una temperatura que va de los 8.000 a los 12.000 grados (nuestro
Sol tiene 6.000). En lugar de emitir una luz amarilla, como nuestro Sol, emite
una luz blanquísima-azulada. Es inmensamente mayor que nuestro Sol y tiene otra
estrella enana que gira a su alrededor, formando con ella un sistema. Por
cierto que la densidad de esta compañera de Sirio es tan extraordinaria, que cada
centímetro cúbico de materia pesa cientos de toneladas, por un misterioso
fenómeno de superconcentración atómica. «N. del T.»)
M’bassi volvió
en la tarde del miércoles siguiente. Fui al aeropuerto a esperarle. Cuando
descendía de su estratorreactor, se hizo visible por la escalerilla,
sobrepasando con su enorme estatura en muchos centímetros a los demás
pasajeros. Al descender y ya próximo al piso, le grité agitando la mano en un
saludo de bienvenida.
Sus
blanquísimos dientes brillaron con un destello y me estrechó la mano
cordialmente.
- Hola, Max. Me
alegro muchísimo de verte.
- Casi en el
acto su rostro se ensombreció -. Ya me enteré de lo sucedido a Ellen. No puedo
decirte de qué forma lo lamento.
Nos tomamos un
trago en el bar del aeropuerto. Un poco de vino para M’bassi; él sólo bebía
vino y con moderación. Después le sugerí que viniese a mi apartamento para
jugar al ajedrez y allí nos encaminamos.
Nos despojamos
de nuestras chaquetas y a través de la transparente camisa de nylon de M’bassi
pude comprobar que había adelgazado, podían apreciarse claramente las costillas
de su caja torácica.
M’bassi trató
de leer mis pensamientos y se sonrió:
- No es nada,
Max. Es el resultado de diez días de ayuno; pero ya acabó. Estoy comenzando a
rehacerme. Tú también has perdido peso, amigo mío.
En efecto, así
era, porque apenas si comía en las primeras semanas que siguieron a la muerte
de Ellen. Yo a mi vez, también comenzaba a rehacerme físicamente.
Dispuse el
tablero y las piezas y le serví un poco de vino para ir tomándolo mientras
jugábamos la partida.
Me hizo la
apertura de P4R (peón cuatro de Rey). Yo le contesté con igual movimiento y
entonces recordé algo.
- M’bassi - le
dije -. Cuando hablé con Ellen en el hospital, me dijo que incluso tú tenías en
la mente una forma de propulsión interestelar y que debería preguntarte por qué
eras un místico. ¿Qué crees que quiso decir?
- Ella habló la
verdad, Max. Nuestras metas son las mismas. Viajamos en rutas diferentes para
tratar de alcanzarlas.
- ¿Quieres
significar con eso que también tú eres un enamorado de las estrellas? ¿Por qué
no me lo dijiste antes?
- Jamás me lo
preguntaste. - Y me sonrió gentilmente -. Tú no comprenderías el camino que yo
sigo, porque tú llamas misticismo a mi conducta espiritual y ese concepto forma
como una cortina a través de la cual no puedes ver. Llamar al estudio del
espíritu y a sus capacidades, misticismo, es decir que el cuerpo de un hombre
es algo que somos capaces de entender, mientras que su mente tiene que ser un
misterio para nosotros. Y eso es incierto, querido Max.
- Pero, ¿qué
tiene eso que ver con ir a las estrellas?
- Tu plan para
ir hacia las estrellas, es enviar tu cuerpo allá, haciendo que tu cuerpo
arrastre al espíritu que en él se encierra, o la mente, ya que no es cuestión
de terminología adecuada, ni materialista amigo. Mi camino, es enviar allí mi
mente y con ella mi cuerpo.
Yo abrí la boca
para decir algo y volví a cerrarla.
M’bassi
continuó:
- La idea no
debería ser nada nuevo para ti. Tú leíste hace tiempo los primeros libros de
ciencia - ficción. Por supuesto, tuviste que haber leído a Edgar Rice
Burroughs, que escribió los relatos de John Carter en Marte, tales como «La
Princesa de Marte» que según creo fue la primera, escribiendo después una
docena más sobre el mismo tema.
- Sí, las leí.
Por cierto que me resultó un revoltijo endiablado.
- De ser así,
¿por qué las leíste?
- Porque lo
hice antes de ser lo suficientemente hombre para darme cuenta de lo malas que
eran. Sólo era un chiquillo. Querido M’bassi, no irás a decirme que consideras
tales relatos como buenos ¿verdad?
- Desde luego
que no. Tu estimación literaria al respecto, debo admitir que resulta correcta.
Pero ¿recuerdas que hay algo que las distinguía de todas las primitivas
historias de los viajes por el espacio?
- Pues no, así
de primer intento. ¿Y qué era?
- El método por
el cual el protagonista de Burroughs, John Carter, llegó hasta el planeta
Marte.¿Lo recuerdas?
Tuve que hacer
un esfuerzo mental para recordarlo. De aquello ya habían transcurrido cuarenta
años, allá por el año 1950 que es cuando leí a Burroughs.
- Lo recuerdo -
dije finalmente a M’bassi -. El héroe se quedaba mirando intensa y fijamente a
Marte, concentrándose y deseando ir hasta allá y de repente, se encontró en el
planeta. De todos los...
Comencé a reír
y tuve que hacer un esfuerzo para. detenerme, por no herir los sentimientos de
M’bassi.
- Ríete si
quieres - dijo mi amigo -, parece una cosa divertida, si lo ves bajo ese punto
de vista. Ciertamente que el método de Burroughs es una supersimplificación;
pero, ¿qué pensarías si un método parecido de supersimplificación, no fuese
algo que lo hiciese algún día? Permíteme traducir a un lenguaje que no ofenda
tu materialismo, que eso puede llamarse teleportación, o sea la capacidad de transportar
un cuerpo físico a través del espacio sin utilizar medios físicos.
- Pero no se
han comprobado realmente casos de teleportación, M’bassi.
- Como tampoco
se han comprobado casos de viajes valiéndose del subespacio o del espacio curvo
de cualquiera de los otros métodos abreviados de los escritores de ciencia -
ficción, cuando han intentado escribir cosas sobre los viajes interestelares.
Pero existe una considerable evidencia en dar por cierto la telekinesis, o sea
la capacidad de la mente para afectar a los cuerpos físicos, sin medios
físicos; control de los dados, por ejemplo. La teleportación es meramente la
extensión de la telekinesis, Max. Si una es posible, también lo es la otra.
- Quizás -
asentí yo, dudoso -. Pero yo emplearé los cohetes. Sé cómo funcionan.
- Es cierto que
los cohetes funcionan. Lo hacen para viajes planetarios. Pero, ¿para las
estrellas, Max?
- Cuando
consigamos la propulsión iónica...
- Con cualquier
medio de propulsión, un cohete puede ni incluso aproximarse a la velocidad de luz.
La teoría del campo unificado lo demuestra, Max, no importa qué mística tu
creas que sea esa teoría del campo unificado. ¿Qué dices de las estrellas que
se encuentran a miles de años luz de distancia? ¿Iremos a emplear cientos de
miles de años en llegar hasta ellas?
Se tomó un
sorbo de vino y volvió a dejar su vaso a un lado.
- El
pensamiento es instantáneo, amigo mío - continuó -. Si pudiésemos, deberíamos
aprender a viajar con el poder del pensamiento y no con la marcha de caracol de
la velocidad de luz o menor. Si resolvemos el secreto de la teleportación,
podríamos viajar hasta la más lejana galaxia en exactamente la misma duración
de tiempo con que podemos ir a una pulgada de distancia.
La partida de
ajedrez, quedó prácticamente olvidada, con un solo peón movido por el resto de
la velada, mientras charlamos. M’bassi me contó después, de su viaje al Tibet.
Había ido a ver a su famoso guru, dedicado al estudio de la teleportación..
Había estudiado mucho y ayunado con su guru.
- ¿Hizo alguna
demostración para ti? - le pregunté.
- Yo...
preferiría no responder a esa pregunta, Max. Ocurrió algo o tal vez yo imaginé
que ocurrió al noveno día de nuestro ayuno conjunto. Es cierto que los ayunos
prolongados suelen producir alucinaciones. La cosa que ocurrió, si es que
realmente se produjo, fue algo que mi guru fue incapaz después de repetir; por
tanto, no tenemos una prueba de lo sucedido, ni yo mismo me hallo realmente
cierto de lo que vi, como realidad. Así que prefiero silenciarlo. ¿Me perdonas,
verdad?
(Guru, es el
maestro lleno de virtudes y de ciencias del espíritu, especie de teólogo de las
religiones de la India, el Tibet y otros países asiáticos. «N. del T.»)
Nada tenía que
perdonarle, porque resultaba inútil hablarle y cambiar sus pensamientos. Los únicos
hechos que se desprendieron de su relato, eran que tras un prolongado ayuno de
casi diez días, el guru se había puesto tan débil, que una mayor prolongada
abstinencia hubiera resultado peligrosa para él y que el experimento se había
dado por concluido.
- Es un
anciano, Max - siguió M’bassi -, tiene ya ciento siete años de edad. Creo que
habría resultado imposible para él haberlo intentado de nuevo en esa forma.
Pero si lo intenta, tendré noticias suyas y volveré a ir inmediatamente, aunque
tenga que gastar y emplear mi vida ahorrando para tener siempre a la mano los
medios para reunirme con él alquilando un avión cohete, con objeto de llegar a
tiempo y verle, si eso sucede.
Me quedé
mirándole fijamente.
- M’bassi,
condenada sea tu piel de azabache, ¿cómo has podido callar y no decirme nunca
todas esas cosas? Fíjate en el tiempo que hemos pasado juntos, perdiéndolo
muchas veces en jugar al ajedrez o hablando de cosas intrascendentes. ¿Por qué
no me lo dijiste?
- Al principio,
Max, existía una razón. Ellen lo sugirió cuando comencé a enseñarte los
fundamentos de la teoría del campo unificado. Ella dijo que si yo me dejaba
arrastrar en argumentos sobre el viaje interestelar y discusiones al respecto,
no aprendería nada. Desde entonces... bien, hemos ido cayendo en la costumbre
de discutir otras cosas y nunca se me ocurrió cambiar el curso de nuestras
charlas. Además, sabía que nunca te atraería a mi forma de pensar, de igual
forma que tú tampoco lo habrías conseguido en el caso contrario. No es que
desapruebe tu camino. Yo puedo estar equivocado, y tu camino de ir en busca de
las estrellas puede que sea el único que jamás lleguemos a saber.
Llegó el
momento de mi cita con William J. Whitlow en Washington en un sábado por la
tarde y en su propia oficina. Aquel individuo aparecía exactamente como su voz
le había delatado por teléfono. Pequeño, apuesto, preciso y estirado. De una
edad media, aunque con apariencia de ser más viejo. Creo que era uno de esos
tipos que ya nacen viejos y que uno puede presentirlo al hablar con ellos.
Comencé sobre
la marcha por mi primera pregunta.
- ¿Cuándo podré
saber el momento de abandonar el aeropuerto?
- A primeros de
año será el momento oportuno, Mr. Andrews - contestó -. Creo que podré
incluirle en la nómina enseguida, posiblemente; pero hay poco que pueda usted
hacer hasta que estemos dispuestos para la construcción del cohete del
Proyecto. Y poniéndole en la nómina antes de tiempo, no creo que le favorezca.
Creo que con el señor Klockerman gana usted por el momento más de lo que
ganaría entonces, siendo ahora, como es, su ayudante.
- Eso es algo
que no me preocupa. Todo lo que deseo es poner manos a la obra en el cohete del
Proyecto Júpiter.
- Estamos
disponiendo las cosas lo más rápidamente que sea posible, se lo aseguro. Y una
vez que comience, tendrá usted trabajo de sobra que hacer. Tal vez... ah, esta
idea le atraerá. Podría ponerle en la nómina, digamos a principios de
noviembre, en cuya fecha podría usted dejar el empleo que ahora tiene en el
aeropuerto. Pero desde esa fecha, habrá poco o casi nada que pueda hacer
durante esos dos meses por lo que podría tomarse unas vacaciones pagadas,
naturalmente, antes de comenzar su trabajo en el Proyecto...
- Yo no quiero
descanso ni vacaciones - le interrumpí -. Tampoco tengo el menor interés de
ingresar en la nómina antes de comenzar la construcción del cohete. ¿Ha elegido
usted ya el sitio?
- No. Intentaba
tomar consejo de usted mismo.
- ¿Tiene usted
alguna recomendación. específica que hacer?
- Ninguna
específicamente; pero le sugeriría o bien Nueva México o Arizona. El
emplazamiento del Proyecto podría estar bien comunicado a distancia y prudente
con alguna buena ciudad, Alburquerque, Phoenix, Tucson, El Paso; una gran
ciudad lo bastante buena como para absorber a todos los trabajadores del
proyecto y que nos provea de alojamiento para ellos, sin construcciones
especiales. Si los construimos en algún lugar perdido de esos estados, o cerca
de cualquier población pequeña, habrá que emplear mucho dinero en la
construcción de alojamientos para cuando menos, doscientas personas, lo que
supondría un buen bocado para el presupuesto.
Whitlow afirmó
con un gesto de cabeza.
- Eso parece
interesante. De las ciudades que ha mencionado usted, Alburquerque tiene una
ventaja sobre las otras. Tiene el mayor de los estratopuertos, con varios
vuelos programados diariamente para Washington recíprocamente. Yo tendré que ir
y venir con frecuencia, y esto supondría una considerable ventaja.
- Me parece muy
bien - asentí yo -. Entonces, consideraremos a Alburquerque en primer lugar.
Además el Gobierno, tiene propiedad sobre una considerable zona de terreno en
sus alrededores, que podríamos utilizar sin comprarlo, aunque no suponga mucho
el adquirirlo. Existe allá también una gran extensión de terreno árido y casi
desértico donde apenas crecen algunos matojos silvestres, que pueden adquirirse
por casi nada. Lo importante es establecer comunicación con una carretera de
primer orden, lo que nos ahorrará el gasto de construir una autopista. Si usted
quiere, yo puedo ocuparme de todo eso, mañana mismo y ver de encontrar el
terreno más adecuado. Si lo consigo, es un problema importante menos que
resolver respecto a la preocupación por el lugar de la construcción del cohete.
- Si quisiera
ocuparse de eso, Mr. Andrews, se lo agradecería. Pero me temo que por ahora no
podamos reembolsarle de los gastos que haga ahora.
- No se
preocupe por eso. Aquello se encuentra en mi camino de vuelta a Los Angeles y
el detenerme allá no me proporcionará demasiados gastos extra para que
constituya motivo de preocupación. De acuerdo, lo haré así y le comunicaré
inmediatamente si encuentro algo. Y diré en el aeropuerto que lo dejaré para
fin de año. ¿Hay algo más sobre lo que tengamos que hablar ahora?
No lo hubo.
Toda aquella conversación pudo muy bien haberse hecho por teléfono y muchísimo
más barato. Pero yo había deseado ver a Whitlow y sopesarle personalmente.
No me sentí
impresionado en absoluto por su presencia; y me sentí complacido. No era el
tipo de individuo que pudiera producirme problemas.
Volé hacia
Alburquerque y llegué al oscurecer. Me instalé en un hotel que disponía de
servicio de helitaxis y un pequeño aeropuerto en el techo y dispuse el alquiler
de uno de ellos para el día siguiente.
Era casi al
mediodía cuando lo hallé. A simple vista, descubrí que era perfecto. Volaba
hacia el sur a lo largo de la autopista 85 a unas veinticinco millas al sur de
Albuquerque, a más o menos cinco millas al norte de Belén.
Se hallaba a la
izquierda de la autopista 85 y no lejos de ella. Una zona plana y desierta como
un paisaje lunar, de casi un cuarto de milla cuadrada, rodeada por todas partes
por unas bajas colinas que la procuraban un refugio de los vientos cargados de
arena.
Un camino de
segundo orden y dos senderos antiguos conducían a la zona desde la autopista, y
al fin del camino en la parte más próxima de la planicie, existía un grupo de
media docena de edificios de los más diversos estilos. Daban la impresión de
estar deshabitados, aunque no en ruinas. Parecía demasiado bueno el lugar si se
conseguía su adquisición, aunque fuesen precisas algunas reparaciones y
pequeñas obras de mejora.
Volé bajo sobre
la zona y di una vuelta completa al perímetro. Estaba vallado, precisamente con
una valla de metal de gran altura, como si en realidad fuese una zona de
aterrizaje de cohetes. Pero no había sido nunca tal cosa, ni existían pistas de
aterrizaje.
Aquellos
edificios, daban el aspecto de ser una especie de graneros o almacenes y uno
parecía haber sido una pequeña central generadora de energía eléctrica.
Aterricé cerca de aquel edificio y me dirigí hacia él. El conjunto de
edificaciones no se hallaba en tan buen estado como había parecido desde el
aire; pero tampoco estaban mal, sólo costaría una fracción del dinero que
pudiera haberse empleado de tener que edificarlos nuevos.
¿Para qué
habría servido aquel lugar?
De repente, me
vino a la memoria. Lo recordé en el acto. ¡La estación G!
¿Recordáis? Si
sois lo suficientemente mayores como para acordarse de los años 1970, os vendrá
a la memoria los planes de la Estación G y la amplia publicidad que se le dio
por entonces.
Una estación en
órbita espacial de setecientas millas de recorrido, llevada a cabo por los
sindicatos más potentes del juego, una fantástica sociedad para millonarios a
quienes no les importaba un bledo gastarse mil dólares, sólo por los gastos de
una noche de recreo.
Los jugadores
habían invertido unos cuantos millones de dólares en el proyecto, adquiriendo
aquel lugar y construyendo aquellos edificios para construir los cohetes enlace
que pusieran a la estación espacial en órbita, pieza a pieza y que después
quedaron convertidos en los eslabones que unían la Tierra con la estación G,
llevando hasta las alturas a los clientes.
Apenas habían
comenzado a construir el primer cohete cuando se produjo la bancarrota, al
publicarse el edicto Harris-Fenlow, disolviendo los sindicatos de juego, lo que
de paso arruinó a muchos de los grandes jugadores del país. El proyecto, pues,
quedó reducido a cenizas antes de que el primer cohete hubiera quedado
concluido.
¡Qué fantástico
lugar para el Proyecto Júpiter! ¿Cómo es que no había pensado en aquello? ¿Por
qué alguien no lo había recordado tampoco? Aquello representaba para nosotros
un ahorro de unos dos millones de dólares, para no mencionar el ahorro de
tiempo en localizar el área, la valla y los edificios construidos ya, que sólo
precisaban de algunas reparaciones de no gran importancia.
También era
cosa segura que el gobierno del Estado de Nuevo México ni siquiera cobrase
impuestos por aquello. Había mil posibilidades contra una a que no se hubiesen
percibido impuestos por la base en veinte años. Era una auténtica suerte para
el Proyecto Júpiter.
Pasé un par de
horas deambulando por la zona, escudriñándolo todo en todas direcciones. Los
edificios estaban cerrados y las ventanas y puertas clavadas; pero me pude
hacer una idea desde el exterior que cada vez me gustó más al ir pensándolo.
Volví por vía
aérea a Alburquerque y aparqué mi helitaxi sobre el techo del hotel. Enseguida
fui a mi habitación y llamé por teléfono. Un operador amable de larga
distancia, consiguió ponerme al habla casi al momento con el gobernador Romero,
en su propio hogar al norte de Santa Fé, en Tesuque. Me dijo, que en efecto, el
estado era propietario de la antigua estación G., y que con gusto charlaría
conmigo sobre el particular.
Le prometí
visitarle inmediatamente y me informó de que existía un pequeño aeropuerto
junto a su casa, donde un helicóptero podría muy bien tomar tierra, dándome
además instrucciones para hallarlo Media hora más tarde me hallaba hablando con
él en persona y tras otra hora y media, estaba de vuelta en el hotel y tenía a
Whitlow al teléfono cambiando impresiones sobre el asunto.
- El gobernador
Romero cree que es una idea maravillosa - le dije -. Haré un acta legal, que
constituya una promesa definitiva, de la legislatura del Estado; pero me dice
que está seguro de que podremos disponer de esos terrenos libremente,
totalmente gratis, o con una renta puramente nominal, tanto tiempo como nos sean
necesarios. El Proyecto Júpiter empleará sin duda varios millones en el Estado
si se hace así, habiéndole hecho notar por mi parte, que de no ser así,
probablemente nos iríamos a otro que estábamos considerando en Arizona, cerca
de Phoenix.
- Un buen tanto
a su favor, Mr. Andrews. Muy bueno, realmente. Le felicito. Puede usted
recordarle, que la propiedad, cuando les sea devuelta, una, vez terminado el
Proyecto, tendrá un valor considerablemente mayor que ahora, a causa de las
reparaciones que se efectuarán, las renovaciones y las construcciones
adicionales que en esos terrenos se hagan.
- Ya se lo
dije. En realidad, la sola nueva construcción que deberemos hacer, será la
plataforma de lanzamiento y tal vez una o dos grúas. Desde luego contamos con
todo el espacio necesario.
- Eso suena de
forma realmente atractiva, Mr. Andrews - me dijo Whitlow al teléfono -. Iré a
verlo. Cualquier día del próximo mes iré en avión hasta allá y haré una
inspección personal. Estando las cosas como usted dice, tendré una entrevista
personal con el gobernador Romero y haré una solicitud formal de arrendamiento.
- ¿Por qué no
hacerlo ahora que la cosa está en caliente? Escríbale mañana por correo aéreo y
haga la petición formal, al objeto de que vaya a la legislatura del estado,
ahora que se siente personalmente entusiasmado. La renta nominal sería de un
dólar por año. Si dejamos el arrendamiento para cuando usted haga su inspección
personal, tal vez cambiaran las cosas. Haciéndolo antes, yo mismo podría
encargarme de hacer un arrendamiento provisional y pagar ese dólar simbólico.
¿Qué tendría usted que perder con eso?
- Quizás tenga
razón en eso, puesto que habrá de transcurrir al menos un mes hasta que haga
personalmente una inspección de los terrenos. Sin embargo, prefiero esperar a
escribir al gobernador, hasta tener un informe completo y la descripción de esa
propiedad que le ruego me envíe usted mismo, de su puño y letra. ¿Sería tan
amable de enviarme ese informe antes de volver a Los Angeles?
Se lo prometí
así; pero hice algo aún mejor.
Quedaban
todavía varias horas del día. Primero, hice que el director del hotel me
recomendase a un buen detective privado y que procurase tenerme al corriente de
las llamadas telefónicas que se me hicieran. Le di instrucciones en el sentido
de que deseaba una descripción legal de aquella propiedad, inmediatamente. Ya
conocía lo bastante a Whitlow para tener la certeza de que no movería un dedo
hasta no tener sobre la mesa de su despacho la descripción legal de la
propiedad. Le encargué que era misión suya y no mía, advirtiéndole que lo
consiguiera por los medios que fuesen. La necesitaba para el domingo en la
tarde a toda costa.
Después alquilé
una magnífica cámara Instaprint y volví al terreno de la futura base en
helicóptero y tomé una enorme cantidad de fotografías desde todos los ángulos
posibles y alturas diferentes. Fotografié los edificios, la carretera de
segundo orden los otros dos accesos, la valla y los terrenos en general.
Estaba ya
anocheciendo cuando estaba de vuelta en el hotel. El detective ya estaba
esperándome. Había hecho algo mejor que copiar los asientos legales del
Registro de la Propiedad; había tomado una colección completa de fotocopias de
todos los documentos. Me trajo además un mapa plano con la propiedad
perfectamente delimitada y unos terrenos extra que rodeaban la futura base del
Proyecto, incluyendo casi una milla de lindero con la autopista. Y lo mejor de
todo, fue el haber conseguido los planos de los edificios, con el equipo
interior de cada uno. Mis fotografías no habían sido en realidad precisas, dado
el excelente trabajo del investigador privado.
Un buen hombre,
aquel detective. No solamente, pagué sus honorarios, sino que le invité a
cenar, ya que con la excitación había olvidado el almuerzo, tomándolo con un hambre
canina. Tras haber cenado, hice llamar a un taquígrafo mecanógrafo y le dicté
un informe amplio y completo, incluyendo los detalles de mi conversación con el
gobernador Romero, para seguir con los documentos y las fotografías. Comprobé
las salidas aéreas para Washington, mientras el taquígrafo trabajaba y cuando
terminó y había hecho con todo ello un impresionante paquete aéreo postal, fui
al aeropuerto a tiempo para depositarlo en el correo y que saliera en el
estratorreactor de las nueve cuarenta, previo su franqueo urgente y de entrega
especial, dirigido al domicilio personal de Whitlow.
Me imaginé qué
pensaría Whitlow de todo aquel documentado informe, cuando tuviesen que
despertarle a medianoche para llevárselo en entrega especial urgente, sólo unas
horas después de habérselo sugerido por teléfono y que naturalmente él pensaría
que lo haría buenamente a mi gusto, tras mi retorno a Los Angeles. Bien, ahora
no habría excusa para que él escribiese a Romero, como primera providencia, en
la misma mañana siguiente.
Yo había
perdido el último reactor para Los Angeles; pero no. importaba. El primero de
la mañana siguiente me haría llegar a tiempo para incorporarme al trabajo en
vez de irme a casa. Antes de volver al hotel y a la cama, me tomé un trago; creo
que me lo había ganado en aquella ocasión.
El Proyecto
Júpiter iba cobrando vida. A menos que Whitlow no echara a perder las cosas, y
no veía razón en tal sentido, el Proyecto Júpiter ya tenía su sitio, y para mí,
otro sitio en donde empezar.
M’bassi vivía
en los barrios humildes de Hollywood, en uno de esos horribles edificios de
doce pisos del Sunset Boulevard y en un pequeño apartamento. Oscuro, con
pasillos sórdidos, a media luz y utilizando el viejo tipo de ascensor
renqueante en lugar de los modernos tubos. La totalidad del tercer piso, con
dieciséis habitaciones independientes ahora, había sido en tiempos una
residencia fastuosa. Ahora lo tenía en alquiler una extraña mujer cuya abuela
había sido una estrella de cine y que vivía inmersa en las glorias del pasado,
cuando Hollywood fue un lugar de maravilla en vez de un barrio cualquiera de
diversiones de una gran ciudad. Pero una vez dentro del edificio y de una de
las cuatro habitaciones conectadas una con otra, al final de las cuales vivía
M’bassi y que aquella mujer había alquilado, se olvidaba uno del lugar en que
se hallaba.
La gran
habitación era completamente oriental, bellamente ornamentada con objetos y
cosas que M’bassi se había traído de sus diversos viajes por la China. Era una
habitación tan exótica, como utilitario su estudio, una habitación de mediano
tamaño, completa en sus cuatro paredes por libros alineados sobre estantes,
desde el suelo al techo. Además, sólo contenía una silla y una mesa de estudio.
Otra habitación combinaba las funciones de cocina y cuarto de baño. La última,
diminuta, no tenía la menor ornamentación ni mobiliario, ni siquiera una
alfombra en el suelo. Era la celda monástica donde M’bassi pensaba y hacía sus
meditaciones.
Teniendo como
suave música de fondo unas grabaciones de Scriabin, que M’bassi gustaba de oír
mientras hablábamos, mi amigo respondía a mis preguntas o al menos lo
intentaba.
- ¿Cómo puede
uno teleportarse a sí mismo? Max, Max, si lo supiera, ¿crees tú que estaría
aquí?
- Pero diablos,
M’bassi, estás intentando aprenderlo, al menos sabrás como conseguirlo, o
intentar hacerlo, al menos.
- Hay mil
caminos distintos. Todo resulta difícil de explicar a cualquiera que no ha
estudiado la materia. ¿Podrías tú explicar a una persona que no tuviese la
menor idea de la Física, cómo funciona un cohete espacial?
- Pues yo creo
que sí podría explicarlo, en un sentido general. La energía atómica convierte
el líquido en un gas que bajo altas presiones, se dispara sobre la popa del
cohete y empuja a éste a grandes velocidades.
- Ahora,
explícame cómo funciona una propulsión en el espacio curvo del Universo.
- Ya sabes,
M’bassi que no hemos conseguido aún esa propulsión para el espacio curvo de que
me hablas, según la Relatividad.
- Y tú sabes,
lo mismo que yo que no puedo teleportarme. Por tanto, ¿cómo puedo explicarte
cómo se hace?
- ¿Qué es lo
que te hace pensar que ello puede hacerse?
- Hay dos
razones por las cuales lo creo así, Max. Una es la lógica extensión ya probada
y aceptada de los poderes telekinéticos de la mente. La otra razón es la de que
yo creo que la teleportación ya ha tenido lugar. Tres personas a quienes
conozco y en las que creo y con las que he estudiado, han tenido esa
experiencia en una u otra forma. Han conseguido teleportarse a sí mismas; pero
solo - ¿cómo te lo diría? - sin un total conocimiento de cómo lo hicieron, sin
hallarse en condiciones de repetir ese acto a voluntad, sin encontrar la clave.
No importa cuán cerca estuvieron de reproducir las mismas y exactas condiciones
físicas y mentales que existieron en el momento de sus teleportaciones
positivas; después fueron totalmente incapaces de repetirlo.
- ¿Y están
realmente ciertos de que lo consiguieron la primera vez?
- ¿Está uno
nunca seguro de cualquier cosa, querido amigo? Siempre existe la posibilidad de
sufrir una alucinación u otra cualquier clase de error. ¿Estás seguro de que yo
estoy aquí, hablando ahora contigo?
- Pero, ¿tú
crees que ellos realmente fueron teleportados?
- Lo creo, Max.
Por ejemplo, el guru con quien he estudiado y he pasado mayor tiempo de
experiencias de mi vida, este verano en el Tibet, me aseguró como cosa cierta
que había conseguido teleportarse dos veces. Es una persona honesta a toda
prueba.
- Dejemos eso
por seguro M’bassi. Dime ahora por qué crees que no sufría un error.
- Porque es un
sabio, lo suficientemente sabio para haber tomado toda clase de precauciones
contra sus propias equivocaciones. Me habló de las precauciones que había
tomado y yo las creo suficientes.
- ¿Sueles tú
tomar precauciones cuando experimentas, M’bassi?
- Por supuesto.
De otra forma, ¿cómo podría saber si tengo éxito? Si estoy experimentando en el
cuarto que tú llamas mi celda de monje, cierro la puerta con. llave por dentro;
el cerrojo sólo puede abrirse desde el exterior. Supongamos que lo consigo y me
encuentro a mí mismo en cualquier otra parte. En esta habitación, por ejemplo.
Puedo así volver y ver si la puerta está todavía cerrada desde el interior. De
ser así, no es posible que haya sufrido ninguna equivocación, ni haber experimentado
ningún fenómeno de sonambulismo, andando en tal estado hasta este cuarto y
despertado aquí.
- Tendrías que
haber echado la puerta abajo para volver a la celda.
- No valdría la
pena, ¿verdad?
- Supongo que
sí. Pero escucha, ¿qué ayuno debes hacer para que se produzca esa
teleportación?
- El cuerpo,
Max, afecta a la mente de varias formas. El alimento, o la carencia de él, el
exceso de debilidad corporal, los estimulantes o depresivos, todas esas cosas y
muchas otras, afectan nuestra capacidad de pensar y nuestra manera de hacerlo.
Por siglos, hombres muy sabios - aunque también algunos estúpidos -, han sabido
que el ayuno aporta la claridad al pensamiento, y a la vez, en determinados
momentos una visión superior a la normal de las causas normales.
- Sí, y a veces
las alucinaciones. Así lo hace el alcohol. Yo he visto..., bien, poco importa
lo que yo mismo he visto una o dos veces. Pero estoy seguro de que no estaban
allí realmente presentes.
- Es cierto.
Con todo, Max, en un determinado estadio de intoxicación, ¿no has experimentado
la sensación de que te hallabas en el umbral de la comprensión de algo de una
vasta importancia de...? Tú sabes a lo que me refiero.
Maldito si sé
lo que quieres decir - le dije -.
Siempre es el
umbral, nunca cruzas ese borde, esa frontera hacia lo desconocido.
- ¿No sería
posible, que bajo determinadas condiciones, pudiera uno conseguirlo? Aunque
creo que hay mas esperanza en las drogas que en el alcohol. Voy a intentar
pronto experimentar con el uso de drogas.
- ¿Has experimentado
ya con el alcohol?
- Si. Y fumando
opio. Creo que iré más cerca de mis propósitos con el opio.
- Esos son unos
experimentos muy peligrosos. M’bassi.
- ¿Son seguros
los cohetes? - y sonrió mientras yo miraba involuntariamente a mi pierna
artificial. Y añadió -: Max, sé que aprovecharás cualquier posibilidad que
tengas a la mano para ir a dónde quieres ir. ¿Por qué no debería hacerlo yo?
Aquella noche
volví a casa con un enorme paquete de libros de la biblioteca de M’bassi,
libros que según mi amigo eran elementales respecto al asunto de que habíamos
tratado.
Para mí no lo
fueron. Resultaron una jerga incomprensible por lo que a mí concernía. A las
tres de la mañana, los dejé de lado y me puse a dormir. M’ bassi intentaría con
sus medios, yo emplearía los míos Yo era ya demasiado perro viejo para intentar
aprender aquellos nuevos trucos de la fantasía y el misterio.
Además, aunque
yo esperaba que M’bassi tuviese algo que conseguir, y yo lo respetaba por su
esfuerzo en tal sentido, no tenía suficiente fe en tales procedimientos.
El Proyecto
Júpiter, el Proyecto Saturno, el Proyecto Plutón... el Proyecto Próxima
Centauri... aquello era lo mío. El sendero directo de las cosas, no el de las
Ocho Vías del budismo.
Al llegar
octubre, el Proyecto Júpiter, estuvo de nuevo en primera fila de las noticias.
Se había alquilado la antigua Estación G de construcción de cohetes espaciales
y sus rampas de lanzamiento en el estado de Nuevo Méjico. En toda la prensa y
demás medios informativos, apareció la vieja historia reviviendo en detalle el
fracaso de la antigua Estación G, antes de haber concluido la construcción del
primer cohete. Aparecieron fotografías con algunos de los relatos y reconocí
dos de ellas, como las que yo mismo tomé desde el helicóptero. Bajo las fotografías
aparecía una línea: Foto: Max Andrews, aunque no me mencionasen en el relato.
Por otra parte, Whitlow sólo era mencionado incidentalmente como director del
Proyecto Júpiter, ni siquiera me había concedido el crédito personal de ser el
autor de la idea de haber localizado y utilizado los terrenos de la vieja
Estación G, aunque tampoco hizo uso de su nombre al respecto. Todo era pura
publicidad. La cuestión más importante, era que Whitlow no había abandonado las
cosas.
El Proyecto
Júpiter ya tenía su lugar preciso.
Ya no se
tardaría mucho y una vez comenzase el proyecto, yo tendría que trabajar
veinticuatro horas diarias, lo que yo consideraba bueno para mi estado de
ánimo; si, era lo mejor para mí.
No es que las
cosas fuesen mal para mí personalmente, excepto para mi impaciencia. Yo ya
estaba aceptando la pérdida de Ellen, como cosa irremediable y encontrando en
ella, en cierto sentido, una forma de aproximarme a su gran amor y hacerla
volver a mi lado. Porque al pensar siempre en ella, ahora con menos dolor que
al principio, ella parecía estar más constantemente junto a mí que antes,
cuando la amargura y el dolor habían nublado mis pensamientos y retorcido mis
ideas. Ahora, a veces, solía sostener conversaciones con ella, en mi interior,
conversaciones imaginarias, no en voz alta. Y aquello me servía de un infinito
consuelo. Me proporcionaba un alivio sin el cual la vida se me habría hecho
imposible. Otras veces, me parecía pensar y creer como si estuviésemos
temporalmente separados, como si ella estuviese en Washington y yo en Los
Angeles; pensando de ella como si en efecto, estuviese viva y esperándome en
alguna parte. Y en cierto modo, así era; ella vivía en mí mente y seguiría
viviendo mientras la vida alentase en mi propio cuerpo.
Incluso su
muerte, y a pesar de ella, según llegué a comprender, no pudo apartarla lejos
de mí nunca más. Y con tal conocimiento, llegó la paz a mi espíritu.
Llegó noviembre
y se aproximaba diciembre. Comencé a sentirme impaciente para entrar de lleno
en el proyecto. Pensé, que seguramente por entonces, las cosas en Washington
estaban tomando forma, discutiéndose los planes, perfilándose los últimos
detalles; pero yo debía estar en todo ello. Mi entrada en la nómina no se
produciría sino a principios de año; pero al diablo con la cuestión monetaria;
todo lo que deseaba locamente, era comenzar el trabajo.
Pregunté a
Klocky si le dejaría en un aprieto si tuviese que dejarle tan pronto como me
avisaran. Klockerman se rió.
- ¿Qué diablos
te hace pensar que resultas indispensable? Ya sé que tienes que irte al
Proyecto Júpiter a primeros de año. Tengo dispuesto a Bannerman para que ocupe
tu plaza en el momento oportuno. Diablos, Max, me estás decepcionando desde
hace un mes o dos. Pensé que tendrías que haberte marchado al Proyecto Júpiter
más pronto. ¿Qué es lo que ocurre?
- Maldito si lo
sé - le repuse a Klocky -. A lo mejor, la idea de que llegue allá y encuentre
que no tenga nada que hacer. Eso sería peor que estar aquí sentado.
- Si ves que no
tienes nada que hacer, vuelve conmigo en seguida. Voy ahora mismo a darte un
permiso. Veamos, hoy es miércoles, puedes marcharte hasta el fin de la semana.
Vete a Washington en avión y saca a Whitlow de su refugio y ve la forma de que
puedas comenzar a hacer algo, ya que ésa es toda tu ilusión. Si tienes éxito,
llámame por teléfono y vete. En caso contrario, vuelve y comienza nuevamente el
lunes próximo aquí, trabaja otro mes o el tiempo que sea necesario.
- Klocky, eres
un tío extraordinario.
Klockerman hizo
una mueca risueña y burlona
- ¿Lo has
descubierto ahora? ¿Qué vas a hacer con tu apartamento, con tus libros y con
todos tus chismes?
Ni siquiera
había pensado en aquello. Dejé escapar un sonido inarticulado al sentirme
repentinamente confuso; de repente caí en la cuenta de que había acumulado
demasiadas cosas en los últimos dos años.
- Maldito si lo
sé, Klocky - dije - respecto a mis cosas y a los libros. No hay problema con el
apartamento; ya he avisado que lo abandono a fin de año y lo tengo pagado hasta
entonces.
- Déjame una
llave, Max. Me cuidaré de él. Puedo enviarte tus cosas a Washington. O a
Albuquerque, si quieres esperar hasta que estés trabajando en el Proyecto
Júpiter.
Yo dejé escapar
un suspiro de alivio.
- Magnífico,
Klocky, gracias. Escucha, no deseo tener nada en Washington. Si no voy a
Albuquerque hasta después de que haya terminado la renta, podrías darle encargo
a una compañía de las que se dedican a almacenar mobiliarios y objetos
personales y que me lo guarden todo.
- ¿Y el
telescopio? ¿Está todavía en la terraza del apartamento?
Asentí con un
movimiento.
- Lo traeré
esta tarde. Mejor será que deje una nota para que los empleados de la mudanza
no lo estropeen. Pudieran perder alguna de sus partes, como aquellas lentes
Bonestell, que tanto aprecio les tengo.
- No tienes que
preocuparte, Max. Ya sé cómo manejarlo y estaré al cuidado de todo. Creo que es
una buena idea bajar el telescopio. ¿Por qué no ir esta noche? Podrías tomar el
último estratorreactor para Washington, así llegarías de forma que pudieras
comenzar tus gestiones por la mañana temprano.
- ¿Quieres
decir que no te importa si me voy ahora mismo?
- Pues claro
que no - consultó su reloj -. Son las doce y veinte. Puedes salir de aquí a
veinte minutos. Tienes tiempo suficiente para tomarte un café conmigo.
Bajó la
palanquita del intercomunicador, que le puso en contacto con su secretaria.
- Dotty -
ordenó a la joven -, no deje usted entrar a nadie aquí en veinte minutos. Vamos
a hacer algo que estará estrictamente en contra del reglamento. Ni siquiera una
llamada telefónica. Si alguien lo hace, dígale que he salido.
Entonces tomó
una botella y un par de vasos del fondo de un cajón de su mesa. Escanció la
bebida y me ofreció una.
- Por Júpiter,
Max.
Bebimos.
Después me miró y estuve seguro de que sus ojos aparecían velados por unas
lágrimas que pugnaban por escaparse de sus ojos. Su voz, sin embargo, sonó
tranquila.
- ¿Crees que lo
harás, Max?
No se lo había
dicho. Lo había imaginado, como Ellen lo hizo. Klockerman me conocía bien.
- Creo que hay
una oportunidad, Klocky.
- Jesús, te
envidio esa oportunidad, Max. No importa qué pequeña pueda ser. Habría dado
cuanto tengo...
Y volvió a
llenar los vasos.
Empaqueté dos
maletas, con lo suficiente como para dos meses, si tenía que permanecer en
Washington tanto tiempo, antes de ir al lugar del Proyecto Júpiter.
Desmonté el
telescopio, lo dispuse cuidadosamente en su caja, desarmado, dejándolo
dispuesto para que se lo llevasen a almacenarlo junto con mis otras
pertenencias. Pensé que había hecho mal con haber reunido tantas cosas a mi
alrededor. Había acumulado demasiado. Un hombre solitario como yo, no debía
tener más cosas que las que pudiera llevar con sus manos. Había hecho mal; pero
no tenía ya remedio.
Tomé el
estratorreactor para Washington. Un helitaxi al hotel y para entonces, ya había
anochecido. Consideré la idea de llamar a Whitlow a su casa; pero renuncié tras
haberlo meditado unos instantes.
Al día
siguiente sería mejor, en su oficina. Y me dispuse a acostarme y tratar de
descansar una buena noche con largo sueño.
El jueves, a
las nueve, Whitlow, William J. Whitlow, mi jefe Whitlow, tras aquella enorme
mesa de caoba, mirándome fijamente. Instantes después, mientras jugueteaba
silenciosamente con un bolígrafo en sus manos, me dijo:
- Lamento que
haya venido, Mr. Andrews.
Vaya, el «amo»
no estaba todavía dispuesto para recibirme, por lo visto.
- No me importa
un bledo la paga - dije -. Tiene que haber algo que yo pueda ir haciendo.
- No es eso. Le
escribí ayer una carta. Créame que lamento que haya venido, sin haberla
recibido, por su propio bien.
»Bien, por mi
propio interés... ¿Qué sería lo que aquel bastardo querría dar a entender?
¿Debería pegarle una paliza hasta dejarle por el suelo, o estrangularlo entre
mis manos?
- Su
nombramiento se hará pronto público - continuó Whitlow -. Naturalmente, Mr.
Andrews, hicimos una investigación de rutina respecto a sus calificaciones. Y
cuando el informe me llegó... Claro está, que en vista de la promesa hecha a la
senador Gallagher y al Presidente Jansen por las recomendaciones que me
hicieron de usted, le consulté y estuvo de acuerdo conmigo en que...
Me pareció que
ya no me encontraba allí, que Whitlow no estaba tampoco, que no había ningún
rostro a quien golpear, ningún cuello que estrangular, sólo una Voz, una voz
gris y monótona que parecía llegar a mis oídos del otro mundo.
Y la Voz
continuó diciendo:
- «...no
sabemos si usted es un embustero psicopático o si pensó en entablar alguna
reclamación fraudulenta con este asunto; pero en cualquier caso...»
Me pareció de
nuevo estar ausente. Instantes después, continué oyendo la Voz que seguía
hablando:
- «...cierto
que se graduó en la Escuela del Espacio como había afirmado en 1963; pero el
accidente que le costó una pierna se produjo en la Tierra, poco después de
haberse graduado, y no en Venus. Y porque usted jamás abandonó la Tierra, ni
siquiera fue a la Luna, ni aún tan poco lejos como una estación espacial. No
puedo entender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, porque hizo
usted tales ridículas afirmaciones frente al hecho que nos ocupa, ya que
resultaban del todo innecesarias. Su título de ingeniería en cohetes, su
posición responsable en el aeropuerto de Los Angeles, a despecho de lo
recientes que son, le habrían calificado suficientemente. para el cargo, lo que
después de todo, es sólo la construcción de un cohete y no su pilotaje. Pero el
Presidente está totalmente de acuerdo conmigo... y por tanto, estoy cierto, que
si la senadora Gallagher hubiese conocido los hechos ciertos tal y como son, y
que ha sido todo una farsa lo de haber viajado por el espacio, hubiera
considerado todo ello como una indicación de básica deshonestidad propia de sus
tendencias psicopáticas, y en cualquiera de los casos...»
Había un bar, y
otros muchos bares, y después me encontré en el hotel con una botella medio
llena y otra ya vacía. El cuarto me parecía gris, como la oficina de Whitlow
había sido gris. Ellen parecía hallarse allí conmigo aunque no podía verla a
través de todo aquel ambiente grisáceo...
- Cariño - le
estaba diciendo -, querida. Es verdad, yo se que es verdad, lo que la Voz dijo
y está diciendo; pero quiero que comprendas que no quería decepcionarte, ni
quise mentirte, no, no fue ésa mi intención. Yo sabía que estaba mintiendo y
con todo parecía no saberlo, porque he estado mintiéndome a mí mismo tanto
tiempo, que...
- «No tienes
nada que explicarme, Max. Lo comprendo.»
- Pero, Ellen,
yo no. ¿Estoy loco, o lo estuve? ¿Cómo puede un hombre llegar a creerse algo
que sabe que es una mentira? Y al propio tiempo no saberlo, porque es una
mentira que ha repetido a otros y a sí mismo durante mucho tiempo hasta haber
olvidado desde cuándo, y que ha aceptado... Ellen, es preciso que haya estado
loco, fuera de mí, tras aquel accidente que me impidió salir al espacio precisamente
cuando me hallaba en el umbral. Fue sólo una hora, cariño, solamente una hora,
antes de emprender mi primer viaje al espacio. Un mes después de salir de la
Escuela y llegó mi primer viaje espacial y tuvo que suceder todo como te lo
dije, excepto que el cohete estaba dispuesto a abandonar la Tierra en vez de
hallarse en Venus de vuelta a la Tierra.
»Hacia Venus,
mi vida, yo iba hacia Venus. No a la Luna como la mayor parte de los primeros
viajes del espacio, sino a otro planeta, a Venus. Y entonces, aquel horrible
accidente... y no fue el dolor ni el daño físico; fue el espantoso dolor moral
de saber que me hallaba para siempre ligado a la Tierra, que jamás podría ya
abandonarla, que nunca sería un verdadero hombre del espacio.
»Y los años,
los largos años y las construcciones que la fantasía hicieron en mi mente. Mi
mente, incapaz de captar el conocimiento y la realidad de que habiendo estado
tan próximo a gozar de la mayor locura y la pasión de mi vida, saliendo al
espacio exterior, se perdió sólo por una simple hora antes, por un sencillo
accidente del que yo no tuve la culpa.
»Yo estaba loco
por el espacio, querida. Significaba demasiado para mí. Todavía no sé si es que
me he convertido en un psicópata o en un fraude de mí mismo. No lo sé; quizás
sean ambas cosas. Pero nunca tuve la intención de mentirte. A mí mismo, a los
demás, eso no importaba. Pero jamás hubiera podido engañarte a ti.
- «Lo
comprendo, Max. También lo hubiera comprendido entonces.»
- Pero puesto
que te mentí, mi pecado era imperdonable... gracias a Dios que nunca
descubriste que estaba mintiendo. No me digas que me habrías amado de haber
sabido que yo era un embustero. Gracias a Dios, no lo supiste nunca en esta
vida.»
Me pareció
sentir su mano en mi rostro. ¿O sería el roce de una cortina al soplo del
viento?
- «Max,
querido, yo te habría querido de todas formas. Habría creído en ti. No fue
culpa tuya, Max, de que no pudieras abandonar la Tierra. Lo intentaste. Deberás
seguir intentándolo, por toda tu vida.»
- No para
siempre, querida. A veces.., siempre en estas veces en que lo he sabido, cuando
lo he recordado claramente, he estado borracho, como ahora estoy
emborrachándome. Por semanas amargas e interminables, por meses enteros, cuando
he estado en mi juicio, cuando la maldición de esta claridad de mi mente ha
caído sobre mí y he sabido bien lo que soy. Docenas de veces, cariño, como
ahora me ocurre. Estaba saliendo de uno de esos estados cuando oí hablar de ti,
cuando oí que ibas a enviar un cohete a los espacios lejanos y vine para
ayudarte a que fuese una realidad.
- «Y lo hemos
conseguido, Max. No lo olvides nunca, éste es nuestro cohete del espacio, y
seguirá adelante, y hará ese viaje cósmico tanto si ayudas a construirlo como
si lo tripulas. Un cohete que irá más lejos, Max, un cohete hacia el planeta
Júpiter, y que no habría ido lo menos en otra década, de no ser por ti. ¿No es
hermoso y suficiente para un hombre haber conseguido eso en su vida?»
- No - repuse
-. El cohete irá al espacio, yo no.
- «Max, rodéame
con tus brazos y consuélame, amor mío...»
La busqué entre
aquel gris que me envolvía por todas partes; pero no estaba allí; ella había
muerto y estaba lejos, jamás volvería a estar conmigo nunca más y yo nunca
podría hallar consuelo a su lado.
«EIlen, amor de
mi vida, tú estás muerta y tu voz está en mi mente... sólo en mi mente.»
Conocí y viví
en otras habitaciones, y en una con unas horribles flores de color púrpura en
el empapelado de las paredes. Y en ella tuve el sueño que siempre conducía a la
pesadilla, el sueño y la pesadilla que no había sufrido desde hacía muchos
años. La pesadilla era la misma, como siempre, el sueño que conducía a ella
variaba un poco en cada ocasión.
Esta vez, por
supuesto, Ellen estaba en ella. Los dos éramos jóvenes, casi de la misma edad,
allá a principios de los años 60, yo me había graduado en la Escuela del
Espacio y era un astronauta presto a cumplir con mi primer viaje cósmico; e
íbamos a casarnos tras de mi regreso de aquel primer viaje. Estaba besando a
Ellen, al despedirme de ella y de pronto, vi que no estaba allí, que había
desaparecido y yo teniéndome que subir a la gran bestia - así llamábamos a los
cohetes espaciales en aquella época - para despegar, me di cuenta de que debía
salir al exterior, al comprobar que algo iba mal en uno de los puestos de
observación. En aquellas condiciones nuestro viaje a Venus podría haber sido
una catástrofe. Salí por la escalera exterior para poner a punto la avería. Y,
de repente, aquel mortífero chorro de fuego y aquel dolor de agonía y sin transición
alguna, la pesadilla. Me encontraba en la blanca habitación de un hospital. Un
médico había levantado las ropas de la cama, a los pies, haciendo algo así como
poniéndome un apósito.
Levanté la
cabeza y miré.
Y caí en aquel
espantoso estado de sentir la muerte invadirme el cuerpo, que duraba como una
eternidad, como siempre ocurría.
Me desperté
temblando, chorreando de sudor por todos los poros de mi cuerpo. Salí de
aquella habitación con aquellas feas flores de color púrpura recubriendo el
ornamento de las paredes empapeladas. Ya era inútil para mí el intentar el
sueño por toda la noche, sabiendo que apenas si dormiría en las noches por
venir. Una vez que la pesadilla comenzaba, estaría esperándome, una vez en el
umbral de la inconsciencia. Aquel momento frío como la muerte que continuaba
hasta el fin de mi vida, siempre esperándome. Sólo la total y completa fatiga,
el embrutecimiento y el caer agotado como un guiñapo, me haría escapar de las
garras de aquella monstruosa pesadilla.
Calles, más
calles y encrucijadas. Gentes por todas partes. Un bar y una pianola automática
que tocaba en aquel momento un ritmo cubano de un cuarteto que Ellen y yo
habíamos gustado tanto cuando estuvimos en La Habana.
Y la Voz,
dominando ha música, la Voz.
- «No puedo
comprender, Mr. Andrews, en vista de sus otras calificaciones, por qué hizo
usted esas ridículas afirmaciones frente a este asunto, ya que habrían
resultado absolutamente innecesarias. Su grado de ingeniero en cohetes, y su
posición responsable...»
Recordaba todas
y cada una de aquellas palabras, palabras que me atravesaban el cerebro junto
con los ritmos del cuarteto cubano del disco.
- Me temo que
no pueda venderle más bebida, amigo. Podría costarme la licencia. Está usted
demasiado borracho...
No estaba
bastante borracho, no lo suficientemente borracho.
Y dominando el
ruido de las calles, la Voz. Sobre las otras voces, sobre el propio ruido de la
Tierra girando en el espacio; la Tierra que sería mi única nave espacial
arrastrándome por el vacío pero sin dirigirse a ninguna parte, hasta algún día
en que se convirtiese en mi ataúd giratorio para siempre.
Nieve, colores
alegres y alguien que decía, «Felices Pascuas» que me invitaba a un trago y su
rostro entrando poco a poco en el foco de mi visión nublada por la borrachera.
Un tipo de unos cincuenta años con una nariz medio rota, de ojos claros que
habían mirado las estrellas, desde el espacio cósmico, inmóviles y sin
centellear. Un astronauta. Y me dijo:
- Es mejor que
se refresque un poco, compañero, antes de que reviente. ¿Puedo hacer algo por
usted?
- No soy su
compañero. Yo no soy un astronauta.
- No me diga.
Usted es Max Andrews.
- Yo soy Max No
Importa. Soy un fantasma. No soy nadie.
- Compañero, le
conozco. Usted es el mejor mecánico de cohetes que se conoce, y por tanto un
hombre del espacio - se aproximó hacia mí y sus ojos, muy claros, se iluminaron
-. Escuche, compañero, las cosas han ido mal durante un tiempo; ahora la cosa
está cambiando favorablemente. Vamos a dar otro gran salto, el mayor de todos. Hacia
Júpiter.
- ¡Al diablo
iremos! Escuche, creo que me ha confundido con cualquier otra persona. Nunca oí
hablar de Max Andrews.
- Si usted lo
prefiere de esa forma...
- No hay otro
camino, ni otra forma.
Desperté de la
pesadilla en el instante más horrible y me senté en la cama, luchando
desesperadamente por alejar de mí aquel maldito influjo de las pesadillas.
De nuevo la
habitación de un hotel; pero esta vez sin flores púrpura. Una habitación más
grande, con dos camas. Y mi amigo de la última noche, el astronauta cuyo nombre
desconocía, durmiendo en otra cama. El fue el que me llevó allí para sacarme
del estado en que me encontraba.
Pero todavía
no, aún no.
La necesidad me
dio la suficiente habilidad para vestirme sin hacer el menor ruido, con objeto
de no despertarle. No quería discutir con él, porque tenía razón. Era un buen
tipo, aquel astronauta que me conocía pero a quien yo no pude recordar. Y me
llevó allí para ayudarme. Tenía razón desde sus puntos de vista sobre las
cosas, y sus puntos de vista eran buenos para él, pero equivocados para mí;
porque yo era un hombre equivocado. Lo estaba hasta que saliera de mí aquella
maldición, si es que ocurría alguna vez.
Pero, ¿cómo
podría explicárselo? ¿Cómo puede uno mostrarle sus pesadillas a los demás?
Hice un
recuento del dinero que llevaba en la cartera. Tenía bastante. Seguramente
habría telegrafiado para que me lo enviasen, y haberlo obtenido de alguna
manera. Saqué lo suficiente para pagar la habitación y me marché de allí
silenciosamente.
Tenía nuevamente
la necesidad de beber, más que otra cosa en el mundo, excepto morirme de una
vez y acabar con todo. Pensé que mi amigo desconocido tendría alguna botella a
la mano; pero los astronautas tienen el sueño muy ligero y le habría despertado
con toda seguridad. Eran las ocho en punto de la mañana. Aún así, encontré
abierto un establecimiento de venta de licores.
Más botellas de
licor, otras habitaciones. Día y noche, con multitudes y después la soledad.
Bares, bebidas y una pelea. Me encontré con los nudillos y la cara
ensangrentada. Espíritus del mal, diablos y un aire helado, fantasmas de la
vida y la muerte. Discutiendo con mi padre, con Bill, defendiéndome con Ellen.
- Amor mío...
¿tú me comprendes, verdad? He tenido que hacer esto. No puedo detenerme ahora.
Aunque sea el más grande, el último, tengo que continuar.
Ellen no
discutió respecto a mi forma de beber; había comprendido. Algunas veces, en las
ocasiones en que estaba semisobrio, traté de imaginar si ella realmente lo
hubiera comprendido en realidad. Pero los muertos tienen que entenderlo todo,
si es que comprenden algo.
Y una noche, la
más inesperada, de nuevo los ruidos callejeros con voces alegres, y voces
felices. Gente riendo, soplando en cuernos, gente que celebraba algo
importante.
Repentinamente,
más ruidos en crescendo.
Sirenas y
silbatos, campanas al vuelo. Campanas que no cesaban en su múltiple y continuo
sonar.
Alguien me
gritó a mí y sus palabras me llegaron claramente al oído:
- ¡Feliz Año
Nuevo!
Y siempre las
sirenas, los silbatos, las campanas y ruidos de todas clases, formando una
barahúnda infernal.
De repente, se
me hizo claro lo que estaba ocurriendo. No era ningún otro año llegado tras las
Navidades, era algo más que eso. Me llegó a través del ruido, a través de la
nieve que caía suave y graciosamente sobre las calles y los árboles; era el fin
de un siglo y el final de un milenio. Dios mío, aquél no era otro año
cualquiera... ¡Era el año 2000!
Cuarta Parte:
Año 2000
¡El año 2000!
¡Algo para celebrar, algo realmente para ser celebrado! Para poder gritar Feliz
Año Nuevo, Feliz Nuevo Milenio. Un bar tan lleno de gente que la clientela se
hallaba de a tres y cuatro personas en fondo para ocupar un lugar en que tomar
algo. Intenté pasar; pero me resultó imposible. Las bebidas las iban pasando
hacia atrás. Alguien tenía una de sobra en las manos, mirando a su alrededor en
busca de otra persona con quien beberla. Se encogió de hombros, me alargó la
bebida y me dijo:
- ¡Buena
suerte, viejo!
Y después,
otras bebidas, compradas o recibidas como obsequio, cogido en medio de una
verdadera locura frenética de alegría propia de un fin de siécle, la locura
maníaca de un fin de milenio. Golpes en la espalda, saludos, gritos, apretones
de manos a tontas y a locas. Poco a poco, la multitud fue disolviéndose en
horas más tardías y al fin quedó reinando la noche, una noche en calma, fría,
clara y hermosa.
Dando traspiés
y alejándome hacia cualquier parte, sin rumbo fijo, bajando y subiendo por
calles desconocidas, acabé atravesando el césped suave de lo que parecía un
parque.
Sobre una
piscina, un puente y bajo él, la extensión oscura de agua en calma como un
espejo.
Me aproximé
dando traspiés siempre hacia el puente y miré hacia abajo a las negras aguas
del estanque, un agua negra y en calma, en donde ver claramente las estrellas
reflejadas en la pulida superficie del tranquilo estanque. Un agua en donde la
vida seguía desarrollándose, bullendo, multiplicándose, el agua de donde
procedía toda la vida del planeta, que había crecido y evolucionado, saliendo
para volar por los aires y arrastrarse por la tierra, provista de ojos que
vieron las luminarias del cielo. Entonces, invadido por la embriaguez y por
algún fatal hechizo, observé más y más cerca las luces del cielo brillando
sobre la superficie líquida del estanque; eran las estrellas allí reflejadas.
Y caí entonces
hacia el cielo, hacia las estrellas.
De nuevo una
blanca habitación; pero esta vez no era ninguna pesadilla; era solamente un
sueño. ¿O lo habría sido? Alguien estaba inclinándose sobre mí, una persona de
cabellos castaños. Pero mis ojos y mi mente enfocaron aquella visión. No era
Ellen. Era una enfermera uniformada de blanco, con los mismos cabellos castaños
de Ellen; pero sin ser ella.
Su voz tampoco
era la de Ellen y no me hablaba a mí.
- Creo que ha
recobrado el conocimiento, Doctor Fell.
El Doctor Fell. Aquello me recordó de pronto, ¡una antigua canción que
decía así: I do not like you, Dr. Fell - the reason why, I cannot tell - But
this I know, and know right well - I do not like you Dr. Fell.
(Una antigua
canción americana cuya rima se produce en inglés según aparece en el original.
La traducción en español es: Usted no me gusta, Dr. Fell - la razón del por qué
no la diré - pero si sé una cosa y la sé bien - que usted me desagrada, Dr.
Fell. «N. del T.»)
La enfermera se
había apartado y pude ver al médico. Un hombretón de cabellos gris acero y unos
ojos claros, una hermosa faz de hombre que a no ser por la nariz rota, se
habría parecido muchísimo al hombre del espacio que me recogió y me llevó al
hotel.
¿Dispuesto a
hablar? - me preguntó. Tenía una voz grave y resonante, la voz del hombre en
quien uno puede confiar.
Creo que me
gusta usted, Dr. Fell.
Me hizo una
mueca simpática.
- Todos mis
pacientes piensan inevitablemente en esa condenada copla de una u otra forma.
Tendría que haber cambiado de nombre - y añadió por encima del hombro -. Puede
usted retirarse, Miss Dean.
Y dirigiéndose
a mí, me dijo:
- ¿Qué tal se
siente?
- Todavía no lo
sé. ¿Me ocurre algo malo, aparte de...?
- Escándalo,
desnutrición, pulmonía y delirium tremens. Creo que es bastante. ¿Recuerda lo
que le ocurrió?
Recuerdo
haberme caído a un estanque. Eso es todo. ¿Salí de allí por mí mismo?
Sí, consiguió
usted salir arrastrándose. Sólo tenia un pie de profundidad. Pero se quedó
usted casi helado, al borde de la ribera del estanque, mojado y casi congelado,
por Dios sabe cuánto tiempo hasta que alguien le encontró. Pero le diré una
cosa; de haber durado tal situación una hora más, jamás se hubiera visto aquí.
Y otra cosa... otra sesión de borrachera como ésta, y será la última para
usted, aunque no se caiga en ningún sitio. ¿Comprendido?
- Sí.
-
Afortunadamente para usted, no es un alcohólico, por tanto no tengo que
prohibirle contra un trago en vida social o de relaciones entre amigos...
siempre, naturalmente, después de que haya salido de ésta. Pero ya lo sabe,
otra borrachera continuada como ésta y...
- Comprendo Dr.
Fell. ¿Cómo sabe usted que no soy un alcohólico?
- Lo sé por su
hermano y un amigo suyo, Mr. Klockerman. Los dos estuvieron aquí a visitarle.
Su hermano aun anda por ahí, volverá a las horas de visita de la tarde.
- ¿Quiere usted
decir que los dos vinieron desde la Costa del Pacífico a verme? O... espere;
¿estoy todavía en Washington?
- No, esto es
Denver. Está usted en el Hospital Carey de Denver.
- ¿Desde cuándo
me encuentro aquí? ¿En qué fecha estamos?
- Lleva usted
aquí once días. Fue traído a las cinco de la madrugada del día de Año Nuevo y
hoy es el once de enero, un martes.
- ¿De qué año?
- deseé oírselo decir al doctor. Me miró de una forma extraña y por la forma de
decírmelo, debió haber captado la idea.
- El 2000. El
año 2000.
El nuevo
milenio, pensé, cuando volví a encontrarme sólo. El siglo XXI, al comienzo del
tercer milenio.
El futuro. Yo
siempre había pensado en el año 2000 como el futuro. Cuando tenía diez u once
años allá por el año 1950, me parecía un distante e inimaginable futuro, una
fecha tan lejana que casi nada significaba para mí entonces.
Y aquí estaba.
Estaba real y presente y yo en él.
Y allí y
entonces, debería por todos los medios hacer las paces conmigo mismo si es que
quería continuar viviendo. Tenía que encararme con la verdad, y hacerlo sin
engañarme y sin amargura. Sin demasiada amargura, de todas formas.
Tenía que darme
cuenta de que me hacía viejo, demasiado viejo como para no pensar jamás en ir
al espacio, ni incluso al más próximo planeta de nuestro sistema solar, de que
había tenido mi oportunidad y la perdí cuando era joven; que había tenido una
segunda oportunidad realmente casi milagrosa - sin importar cuán débil fuese -
en mis últimos años de la cincuentena y también la había perdido
irremisiblemente. Ya tenía prácticamente. sesenta años, y no podría existir
ninguna nueva oportunidad. ¿Y qué? Muchísimas personas también habían sentido
la pasión y la locura del espacio todas sus vidas y ni siquiera llegaron a
aproximarse a la gran aventura. Y seguían viviendo...
Aceptado
aquello, me dije a mí mismo, todo podría discurrir perfectamente en lo
sucesivo. Nada realmente malo podría ocurrirme de nuevo, para sentir ninguna
decepción. Tampoco volvería a amar a ninguna mujer como a Ellen; si nada tan
maravilloso como su amor podía sucederme de nuevo, entonces tampoco podría
ocurrirme nada tan espantoso como su muerte.
Debería recordar
y nunca olvidarlo, que jamás podría abandonar la Tierra, y por tanto hacerme a
la idea de desistir de mi eterna locura. Recordando esto, todos mis
sufrimientos habrían terminado en su aspecto más doloroso.
Había esperado
demasiado, de la vida. Más de lo que muchos hombres se habían atrevido a
esperar. Esperaba del género humano que consiguiera en la duración de mi corta
vida, más de lo que tenía derecho a imaginar. Pero los demás llegarían a las
estrellas y en este mismo milenio en que me hallaba. ¿Dónde estaban los hombres
de este mismo género humano a principios del milenio que acababa de terminar,
en el año 1000? Combatiendo y luchando como fanáticos en guerras absurdas y
cruzadas de locos, con espadas, lanzas, arcos y flechas. Y antes de ese mismo milenio,
el hombre ya había abandonado la Tierra y llegado a los planetas más
próximos...
¿Dónde llegaría
al final de este milenio?
No, yo no lo
vería. Pero formaba parte de él, era una partícula por pequeña que fuese, del
género humano y podría ayudar a los demás; aportaría mi granito de arena, sería
útil. Mientras viviera, podría ayudar a seguir adelante a las naves espaciales,
ya que nunca podría pilotar una. Sí, yo podría ayudar: a que se construyesen
los cohetes espaciales y a los hombres a que alcanzasen las estrellas.
La enfermera de
cabellos castaños me trajo el almuerzo, y descubrí que me encontraba bastante
débil, pero en condiciones de poder tomar algún alimento por mí mismo.
Cuando se llevó
la bandeja, le pregunté por las horas de visita pensando si tal vez pudiera
dormir algo, mientras llegase mi hermano Bill. Pero sólo quedaba una hora y
media, y no lo hice.
Pensé en
M’bassi. En Chang M’bassi.
¿Y si él tenía
la verdadera idea, y no yo? Bien, todo era posible. Nada es imposible. ¿Quién
es capaz de delimitar la mente humana, poniéndole fronteras a las cosas que un
hombre puede hacer con aquel misterioso y sorprendente legado que en sí lleva
en su mente?
¿Quién conoce
la exacta relación existente entre la materia y el espíritu? Un hombre sólo es
un trozo de materia, que tiene aprisionada en su interior una mente y cuando
muere - según creo yo - su cuerpo, el otro componente, muere con él. Pero el
cuerpo puede impulsar a la mente. ¿Quién era yo para poder decir entonces
eventualmente, que el poder de la mente no pudiese arrastrar al cuerpo y con la
velocidad del pensamiento? Si aquél era el camino verdadero y recto, M’bassi
dispondría de más poder que cualquier otra clase de hombre y tal vez fuese el
único capaz de hallar ese camino y emprender, al menos, los primeros pasos por
él.
Pero aquello no
era para mí. Me hubiera burlado de mí mismo, engañándome como un estúpido, si
lo hubiera intentado. Los cohetes eran lo mío, mi pasión y mi solo
conocimiento. Y preparado para hacer que progresaran, que mejoraran, que fueran
más y más lejos por el espacio sin fronteras.
- Hola, Max -
me dijo Bill -. Me alegro de que vuelvas con nosotros.
Le di un
abrazo.
- Sí, vuelvo
definitivamente - y mi hermano supo lo que con aquello quería significar,
pudiendo dejar desde entonces de preocuparse por mí, si es que se estaba
preocupando todavía.
Bill acercó una
silla, y yo le pregunté:
- Dejemos
terminados los detalles primero. ¿En qué situación financiera me encuentro?
¿Quién pagará esto?
- Bien, tienes
razón. Klockerman consiguió todas tus cosas y además se ha preocupado de mirar
en tu cuenta del Banco. Tienes suficiente dinero para pagar la factura del
Hospital y volver a casa.
- ¿Comprobó mi
cuenta en el Banco para ver si...?
- Desde luego
que sí. Tú habías telegrafiado al Banco dos veces pidiendo fondos y te los
enviaron; pero eso ya se ha tenido en cuenta. Bah, para cuando vuelvas al
trabajo puedes todavía contar con un par de cientos de dólares; no tienes nada
de qué preocuparte.
- Está bien -
dije a mi hermano -. Otra cosa. Hablé con el médico, el Dr. Fell, pero olvidé
preguntarle cuánto tiempo tendré aún que estar aquí ¿Te lo ha dicho a ti?
- Sí, acabo de
hablar con él cuando venía a verte. Dice que en unos diez días más estarás en
condiciones de trabajar; pero que no podrás comenzar hasta pasado un mes, por
lo menos. ¿Por qué no te vienes con nosotros a Seattle? Merlene y los niños
están locos porque vuelvas con nosotros, yo igual.
- Yo... ¿es
cosa que deba decidirla ahora Bill?
- Claro, que
no. No quiero empujarte a que lo hagas. Además, debo decirte que tanto M’bassi
y Rory tienen cosas para ti. No sabes que amigos tienes en ellos, Max.
- Y buenos
parientes, Bill - me volví hacia él, para mirarle fijamente -. En caso de que
decida ir a Seattle hay una cosa que quisiera hablar antes contigo y mientras
estemos solos.
- Bien,
adelante.
- Es respecto a
Billy. ¿Te importaría si...? - había comenzado a decir si intento imbuir en él
el gran Sueño pero aquél no era el lenguaje de mi hermano. Y así continué -.
¿Te importaría si hablo con él de cosas del espacio, intentando que él sea
también otro loco de las estrellas?
- Merlene y yo
ya hemos hablado de eso - repuso con calma -. Y la respuesta es no; no nos
importa. Eso es cuestión de Billy, de lo que quiera hacer y ser - e hizo una
mueca rápida -. A menos que cambie cuando crezca, no necesitará ningún empujón
por parte tuya. Es igual que como tú solías ser, Max.
- Bien - repuse
-. En tal caso, Bill, probablemente emplearé la mayor parte de ese mes de
descanso con vosotros. No las dos primeras semanas, porque estaré... bien, las
últimas semanas, cuando me encuentre más fuerte es cuando será mejor para mí el
estar con los chiquillos. Son bastante terribles para un viejo, ¿no crees?
- Magnífico. Le
diré a Merlene que vendrás las últimas dos semanas de ese período de reposo.
Respecto a las otras dos, ¿sabes ya dónde piensas ir primero? Así lo sabríamos,
y te ahorraríamos el escribir.
- No, aún no lo
he decidido. Pero te lo agradeceré mucho Bill. Yo os telegrafiaré o bien
llamaré por teléfono a los tres. ¿De acuerdo?
- Pues claro
que sí.
- Ya me dirás
cuánto gastas en todo eso, así como tu viaje hasta aquí para verme, hermano.
Bill se echó a
reír.
- Está bien,
las llamadas telefónicas sí; pero no seas tonto respecto al viaje. Es un descanso
para mi familia, aparte de que yo siempre tuve deseo de venir a Denver. Max,
esto solía ser una población de vaqueros creo que una de las más importantes.
Tienen museos del Antiguo Oeste, y te apuesto a que no puedes imaginar dónde
estoy alojado...
- ¡Dios mío! -
exclamé -. No me digas que todavía existen esos ranchos de leyenda...
Pues sí,
existían y mi hermano estaba pasándolo en grande, mejor que en toda su vida.
Probablemente lamentando casi que yo me hubiera repuesto, ya que ahora tendría
que pensar en volver con su familia y dar por terminado su viaje.
Mi hermano
menor, montando a caballo, jugando a ser vaquero, viviendo en el pasado. Mi
maravilloso hermano menor...
Llegaron las
cartas. Una de Merlene, diciéndome cuánto se alegraban ella y los chicos de
poder verme pronto y de que Billy, especialmente, estaba ansioso esperando mi
llegada.
Otra, de Bess
Bursteder:
»Te escribo
porque Rory está excesivamente ocupado. Está cambiando de empleo, Max. No ha
sido demasiado feliz en la Isla del Tesoro desde hace algún tiempo. Ha tenido
dificultades con los directores por no estar de acuerdo con ellos en muchas
cosas. Por tanto, ha aceptado otro nuevo empleo y nos iremos allá para fin de
esta semana. Sigue siendo un empleo como jefe mecánico; pero en un espaciopuerto
de cohetes más pequeño y no ganará tanto. Esto no importa mucho, si él se
encuentra más a gusto en su trabajo, y creo que lo será, ya que le dan completa
autoridad sobre las cuestiones mecánicas, sin restricciones en la contratación
o el despido de su gente, ni en la forma en que lleve el trabajo. Este es el
aspecto más importante de la cuestión para él, parece ser que la directiva
desea que se hagan economías en el aeropuerto.
Sé que te
alegrará de saber dónde vamos, porque se trata de Seattle. Desde ahora, podrás
matar dos pájaros de un tiro, cada vez que vengas, ya que así te tendremos con
nosotros y visitarás tu propia familia. Esperamos estrechar por nuestra parte,
una mayor amistad con ellos también. Me gusta tu cuñada desde que la conocí en
aquella fiesta en Los Angeles, ciertamente me gustó muchísimo. ¿Lo recuerdas?
Fue en la reunión que tuvimos para celebrar tu grado de ingeniero en cohetes.
No compraremos
ninguna casa en Seattle hasta que lo hayamos mirado bien; pero ambos fuimos en
avión la semana pasada y alquilamos un apartamento para vivir mientras tanto.
En él hay un cuarto para ti, Max. Nos iremos el sábado próximo y el domingo ya
estaremos colocados y dispuestos a recibirte cuando quieras venir. Tienes que
venir, no discutas sobre el particular. Espera un momento: Rory que me está
mirando por encima del hombro me dice que quiere añadir algo a esta carta. Le
dejo a él. Tuya, amiga. Bess.»
La enérgica
escritura de Rory continuaba en la carta:
«Encantado de
que de nuevo estés entre nosotros, Max, supongo que volverás a tu antiguo
empleo en Los Angeles; pero si no quieres hacerlo, tendrás trabajo conmigo en
Seattle desde el momento que quieras. Ya habrás leído lo que te dice Bess
respecto a mis facultades para emplear o despedir gente. Un abrazo y ánimo. Tu
afectísimo: Rory Bursteder.»
»Sí, aquello me
levantó el ánimo, era bueno recibir una carta como aquélla. Decidí ir a
Seattle.
»Otra carta
recibida al día siguiente, volvió a producirme indecisión. Procedía de M’bassi.
Era muy breve, y estaba casi garrapateada con dificultad. Un párrafo apenas,
donde me expresaba que debería ir con él por todos los medios y permanecer en
su compañía mientras yo convaleciese, y después:
»Max, pienso...
espero... que estoy al borde mismo del éxito. Necesito tu ayuda. Por favor, ven
aquí.»
Aquello puso un
aspecto diferente en las cosas.
¿Qué querría
decir, al expresar que se hallaba al borde mismo del éxito...? ¿Qué podría
teleportarse el mismo o que pensaba poder hacerlo pronto?
¿Y, cómo
diablos podría yo ayudarle?
¡Oh!, condenada
fuese su negra piel, ¿sería sólo un acicate para que fuese a verle por reavivar
mi curiosidad?
Pero, Jesús, ¿y
si...?
Resultaba
difícil decidir, hasta dos días después, en que recibí una carta de Klockerman:
«Max - me decía
en ella -, estoy terriblemente preocupado por lo que le sucede a M’bassi. Está
fuera de sí con sus experimentos místicos. Ha estado ayunando y tomando drogas
y esto resulta una combinación infernal. Está tan delgado, que su cuerpo apenas
si tiene sombra, y se niega a oír nada que tenga sentido cuando trato de hablar
con él. No podrá seguir así por mucho tiempo.
»Si te
encuentras ya bien para decidirte a ir a verle - y no te reprocharé que no lo
hicieras - creo que deberías tomar en cuenta su invitación, aunque solo fuese
por ver si te hace caso a ti. Está como loco intentando hacer algo, sea lo que
fuere. Si no se deja morir de hambre, acabará por ser un adicto a las drogas,
aunque para esto supongo que tiene demasiada voluntad. Pero lo que está
poniendo en practica es peligroso, así y todo.
»Dios sabe por
qué, pero tú tienes mucha influencia sobre él, más que cualquier otro, excepto
Buda, y creo que de veras te necesita. Si te decides a permanecer con él, dime
cuándo regresas, para ir a recogerte en mi helicóptero y así poder charlar un
rato antes de dejarte con M’bassi. Un abrazo.
Klocky.»
Aquello sí tuvo
la virtud de hacerme tomar una decisión inmediata. También hizo que pudiera
abandonar el hospital tres días antes de lo predicho por el Dr. FeIl. Es
posible que yo exagerase lo bien que me encontraba ya; pero pude abandonar el
hospital.
Klocky estaba
igual que la última vez que le había visto. No sé por qué tendría que
sorprenderme de semejante cosa, sólo después de dos meses; fue así. Tal vez
porque aquellos dos meses habían significado para mí como dos veces muchos
años.
Me apretó la
mano hasta hacerme daño.
- Cuánto me
alegro de que hayas vuelto, Max. Te he echado mucho de menos. Vayamos a la
cafetería unos cuantos minutos y hablaremos algo antes de tomar mi helicóptero.
Recordé que
Klocky nunca hablaba mientras pilotaba, incluso aunque condujese cualquier
vehículo de superficie. Estuve de acuerdo con un gesto. Mientras tomábamos una
taza de café, le pregunté por M’bassi.
- Nada nuevo
sobre lo que ya conoces. No lo he visto desde hace dos días... pero escucha,
antes de hablar sobre M’bassi, hablemos un momento sobre ti. ¿Vendrás a
trabajar en tu antiguo empleo conmigo, ¿verdad?
- Pues yo... no
lo sé, Klocky, no lo creo.
- Está
dispuesto para ti. Anoté para ti una ausencia indefinida. Pero te necesito
aquí, Max.
Le hice un
guiño amistoso.
- Esto no es lo
que dijiste el día en que me marché. Pero seriamente, necesito trabajar en la
mecánica de los cohetes de nuevo. Es lo que me hace falta... al menos por una
temporada, de todas formas. Grasa, aceite y mugre en las manos. Trabajo físico.
- Max, no eres
ya tan joven. No puedes ser un mecánico toda tu vida.
- Creo que
puedo aún durante algunos años. Después... ya veré. Pero no conserves ese
trabajo dispuesto para mí, Klocky.
Klockerman se
encogió de hombros.
- Eso es asunto
tuyo. Lo tendré aún vacante para ti, durante algún tiempo, en caso de que
cambies de opinión. Te proporcionaré otro trabajo en mecánica mientras tanto,
pero... ¡maldita sea...!
Sacudí la cabeza.
- No en Los
Angeles, Klocky. Sería muy embarazoso para los dos, el que tuvieras a tu
antiguo ayudante trabajando con un mono grasiento. Sé donde voy a trabajar - y
le conté lo del cambio de empleo de Rory y la oferta que me había hecho.
- De acuerdo,
Max, si eso es lo que deseas - pude darme cuenta de que se sentía aliviado de
que no volviese a trabajar en cosas mecánicas en el aeropuerto de Los Angeles.
- Klocky - le
dije -, no he leído los periódicos mucho. ¿Se ha publicado ya el nombramiento?
El sabía a qué
nombramiento me refería. Asintió con la cabeza.
- Sí, Kreager, Charlie Kreager.
El nombre aquel
no me sonaba; pero aparentemente Klocky sabía quién era.
- ¿Es bueno? -
pregunté.
- Muy bueno,
Max.
Aquello era lo
que deseaba saber y oír. No quise ya saber más respecto a detalles del asunto,
ni lo que pudo haber ocurrido para tal estado de cosas. Dejamos de lado la
cuestión; pero interiormente me preocupó el saber que un buen elemento tuviese
que supervisar la construcción del cohete que iría al planeta Júpiter.
- Bien, ahora
hablemos de M’bassi - le dije.
- La verdad es
que no hay mucho que yo pueda decirte. Lo sabrás todo desde el momento en que
le veas. Mejor será que no te diga nada más.
- Entonces,
estamos perdiendo el tiempo, querido Klocky. Vamos.
Nadie respondió
a nuestra llamada en la puerta. Una esquina de color rosa salía fuera de la
puerta, en el suelo, de un sobre allí depositado por alguien. Lo. saqué y abrí
el sobre rosado. Era el telegrama que le había enviado el día de antes
diciéndole a M’bassi que iba a verle. Tuvo que haber sido entregado y dejado
allí, al menos veinticuatro horas antes.
La puerta no
estaba cerrada y entramos. Sabiendo, los dos, que ya sería demasiado tarde,
teniendo una idea aproximada de lo que debía haber ocurrido.
En el interior,
una ligera capa de polvo sobre las relucientes superficies de su apartamento.
La puerta que daba a la pequeña habitación, el cuarto sin ornamento alguno, la
celda, estaba cerrada por dentro. Llamé con los nudillos sólo una vez, después
lo hizo Klocky y nos miramos después el uno al otro, con un mutuo asentimiento.
Klockerman era cincuenta libras más pesado que yo. Reculó dos pasos y dejó ir
su poderosa fuerza cargando con el hombro. El cerrojo saltó hecho pedazos.
M’bassi
sonreía, yaciendo en el suelo.
Estaba yacente
sobre un trozo de lona, vistiendo. solamente un sencillo pantalón corto. Su
caja torácica tenía el aspecto de una jaula de pájaros. Los ojos, totalmente
abiertos, miraban fijamente a través de sus pupilas a un punto lejano en las
alturas.
Hicimos las
comprobaciones de rutina, antes de hacer las oportunas llamadas telefónicas.
Pero ya sabíamos, desde el momento en que nuestra llamada a la puerta exterior
no obtuvo respuesta, que sería demasiado tarde.
M’bassi no
estaba allí, Su cuerpo estaba presente, pero, ¿M’bassi? Deseé poder creer que
M’bassi hubiera ido a alguna parte, y no que M’bassi había terminado.
Deseé no haber
creído en la muerte, sino en la reencarnación o en la inmortalidad individual;
deseé poder creer el vivir de nuevo en otro cuerpo, o Dios me ayude, incluso
observar algo desde el borde de una nube en los Cielos o fuera, a través de la
sucia abertura de una ventana de cualquier casa encantada, o por los ojos de un
escarabajo, o en cualquier otra situación. De cualquier forma, sí, quisiera
estar observando algo, quiero estar allí, quiero estar en su proximidad, cuando
lleguemos a las estrellas, cuando conquistemos el Universo o los Universos,
cuando nos convirtamos en el Dios en que no creo todavía, porque no creo que
exista aún, ni que existirá hasta que nos hagamos como El..
Pero he estado
equivocado, por tanto, puedo estarlo. Haz que esté equivocado, Tú, muéstrame
que estoy en un error, muéstrame qué es lo que M’bassi tenía en su sonrisa.
Muéstrate a Ti
mismo, Dios... haz que yo vea que estoy equivocado.
Quinta Parte:
Año 2001
- Lo veremos
mejor desde aquí, Billy - dije.
Aparqué el
helicóptero tras la colina y subimos hasta la cima, en una de aquellas bajas
colinas que rodeaban el lugar del Proyecto Júpiter. Eran las cinco en punto de
una clara tarde de octubre, y el sol ya estaba casi en el ocaso. Tres horas
antes del lanzamiento del cohete hacia Júpiter; pero ya había otras muchas más
personas llegadas antes que nosotros, tratando de hallar un buen lugar de
observación en las colinas de los alrededores. Para las ocho y tres minutos,
momento del despegue, aquellas colinas estarían repletas de gente.
- ¿Estás
seguro, tío Max, que allá abajo junto a la valla...?
- No tan cerca,
puedes creerme, hijo - dije a mi sobrino -. Sé que quieres estar más cerca;
pero no te preocupes, estarás más cerca de los cohetes espaciales de lo que
estarías cerca de ése, aunque estuvieses ahora en el mismo borde de la
plataforma de lanzamiento.
Erecto y con
sus cuarenta y tres pies de altura. Bellísimo. ¡Dios, qué hermoso era!
Brillante y esbelto, pulido, reluciente, ¡oh, Dios! no hay palabras para un
cohete del espacio, un nuevo modelo para un sólo tripulante que iría a donde
jamás aún, ningún otro cohete había llegado, dirigido hacia otro mundo, lejos,
mucho más lejos.
Vi la decepción
en los ojos de mi sobrino. Y le dije:
- De acuerdo,
muchacho, queda mucho tiempo aún. Ve hasta la valla y míralo desde allí; pero
vuelve después. El lanzamiento, se verá mejor desde aquí.
Le observé
mientras corría colina abajo. Diez años tenía ya Billy. Dios, con qué rapidez
habían transcurrido aquellos cuatro años, desde la primera vez que oí hablar de
aquel cohete, desde que supe la primera noticia de Ellen Gallagher. Dios, qué
rápidos pasan los años cuando se acerca el fin. «Pronto estaré contigo, Ellen -
pensé -, tanto si es dentro de dos o de treinta años; pasarán como un
relámpago». ¿La velocidad de la luz? No es nada contra la velocidad del paso
del tiempo.
Extendí una
manta y me senté en ella, observando el cohete y esperando a Billy. Aparecía de
pie en aquel momento, como fascinado, junto a la valla de acero, aplastando su
carita contra los barrotes, como si quiera estar aún más cerca.
Me vi a mí
mismo a los diez años, aunque entonces no existían cohetes interplanetarios a
que mirar. Allá por el año 1950. Pero lo habría mirado igual, de haber
existido.
Ahora miraba a
uno de ellos y deseaba llorar porque no estaría allí dentro de su cabina de
pilotaje y subir, subir por los cielos, hasta llegar a Júpiter. Pero sesenta y
un años, es una edad ya demasiado avanzada para llorar o gritar. «Ya eres duro,
muchacho», me dije a mí mismo.
El sol
continuaba descendiendo en el crepúsculo. Aquel hijo subía ya en mi busca,
aunque no era mío propio; era lo más cercano a uno biológicamente mío, dando
traspiés para reunirse conmigo, con los ojos brillantes y encendidos con la
locura de las estrellas. Se sentó en la manta junto a mí.
En sus ojos
advertía la mirada lejana, perdida en los espacios infinitos y propia de un
hombre del espacio que se encuentra ligado, atado a la Tierra. La mirada
enjaulada de un hombre con sed de infinito.
La oscuridad
mortecina del crepúsculo avanzando y más gentes por todas partes. La mayor
parte de ellas, silenciosas. Casi todos estábamos silenciosos. Silenciosos ante
la maravilla que iba a producirse.
La oscuridad a
poco después, y de repente, los brillantes torrentes de luz allá abajo, allí
donde algo comenzaría a suceder pronto, donde un hombre con la luz en sus ojos,
como la luz de los ojos de Billy, se disponía a abandonar la Tierra, a escapar
de esta pobre superficie bidimensional sobre la cual se arrastran unos seres
tridimensionales.
Evadirse,
escapar... ¡Dios, cómo necesitamos todos escapar de este diminuto mundo en que
vivimos! La necesidad de escapar ha sido motivada porque en todas las cosas, el
hombre siempre sólo ha ido en una u otra dirección, a la satisfacción de sus
apetitos físicos; conduciéndole después a lo largo de fantásticos y
maravillosos senderos, llevándole hacia el arte, la religión, el ascetismo o la
astrología, a la danza y a la bebida, a la poesía y la locura. Todas esas
evasiones se han ido produciendo, porque el Hombre sabe desde sólo muy
recientemente, la verdadera dirección del escape hacia fuera, hacia el infinito
y la eternidad, lejos, muy lejos de esta llana superficie pequeña y miserable,
donde hemos nacido y hemos de morir. En esta mota del sistema solar, este átomo
de la Galaxia.
Pensé en el
distante futuro y en las cosas que tendríamos después, y descarté mis fantásticas
suposiciones por inadecuadas. ¿La inmortalidad? Un concepto logrado en un siglo
o en un milenio y descartado otros después por innecesario. ¿Hacer retrogradar
la entropía para volver a poner en marcha el Universo? Se quedaría pasado de
moda por el descubrimiento del nolanismo y el concurrente cognado en el
cuadrado decal. ¿Parece esto fantástico? ¿Qué le habría parecido a un hombre de
Neanderthal la palabra quantum o el concepto de la transformación de materia en
energía? Somos hombres de Neanderthal, para nuestros descendientes de cien mil
años en el futuro. Sería inconcebible suponer qué harán y qué tendrán entonces.
¿Las estrellas?
¡Diablos, sí! Ellos conquistarán las estrellas.
Ya era de
noche.
- ¿Qué hora es,
tío Max?
- Faltan cuatro
minutos, Billy.
Se apagaron
aquellos torrentes de luz. Se produjo un sordo rumor al contener todo el mundo
la respiración. Miles de personas, con el ánimo en suspenso.
«Oh, Dios,
Ellen... si pudieras estar aquí conmigo, para ver cómo nuestro cohete se lanza
al espacio... Nuestro cohete. Pero más tuyo que mío. Diste tu vida por él. Aquí
me tienes con la respiración en suspenso en esta oscuridad, sintiéndome humilde
ante todo esto y ante ti, ante el Hombre y el Futuro. Y ante Dios, si hay un
Dios antes de que el género humano se convierta en Dios.»
FIN