Fredric Brown
Bill Wheeler
estaba, el día de autos, asomado a la ventana de su piso de soltero, situado en
la quinta planta del edificio que se alzaba en la esquina de la Calle 83 y
Central Park, cuando la astronave de Algún Lugar aterrizó.
Descendió
suavemente, como si flotase, surgida del cielo, y por último se detuvo en
Central Park, sobre la extensión cubierta de césped que hay entre el monumento
a Simón Bolívar y el paseo, apenas a un centenar de metros de la ventana de
Bill Wheeler.
Bill dejó de
acariciar con la mano la suave pelambrera de la gata siamesa tendida sobre el
alféizar y preguntó, extrañado:
- ¿Qué es eso,
Bonita?
Pero la gata
siamesa no respondió. Sin embargo, dejó de ronronear cuando Bill dejó de
acariciarla. Debió de notar algo diferente en Bill... posiblemente a causa de
la súbita rigidez que adquirieron sus dedos o tal vez porque los gatos son muy
sensibles y advierten los cambios de humor de sus dueños. De todos modos se
puso panza arriba y lanzó un quejumbroso maullido. Pero esta vez Bill no le
hizo caso. Se hallaba demasiado absorto contemplando el increíble objeto que se
había posado en el parque, al otro lado de la calle.
Tenía forma
ahusada, de poco más de dos metros de largo por unos sesenta centímetros de
diámetro en su parte más gruesa. En cuanto a sus dimensiones, podía haberse
tomado por un gran dirigible de juguete, pero ni por un momento se le ocurrió a
Bill pensar que pudiese ser un juguete o un modelo a escala reducida... ni
cuando lo vio por primera vez cuando se encontraba aún a quince metros de
altura, frente a su ventana.
Había algo en
aquel objeto que, incluso para el observador más indiferente, producía una
impresión de algo que no era de este mundo. Costaba definir qué era. De todos
modos, terrestre o extraterrestre no tenía medios visibles de apoyo. No tenía
alas, ni hélices, ni toberas de eyección ni nada parecido... a pesar de que
estaba construido de metal y era más pesado que el aire, evidentemente.
A pesar de
ello, descendió flotando como una pluma a unos treinta centímetros sobre la
hierba. Se detuvo allí y de pronto, por uno de sus extremos (ambos eran tan
parecidos que no se podía saber cuál era la parte delantera y cuál la
posterior) brotó un chorro de fuego cegador. El chorro fue acompañado de un silbido
y la gata, sobre la cual estaba posada todavía la mano de Bill Wheeler, dio la
vuelta y se incorporó en un movimiento suave y felino. Inmediatamente se puso a
mirar por la ventana. Entonces lanzó un bufido suave, y los pelos de su lomo y
de su cogote se enderezaron, como los de su cola, que en aquellos momentos
tenía más de cinco centímetros de grueso.
Bill no la
tocó; quien conozca a los gatos sabrá que cuando están así es peligroso
tocarlos. Pero le dijo:
-
Tranquilízate, Bonita. No pasa nada. No es más que una astronave que viene de
Marte para conquistar la Tierra. No es un ratón.
Hasta cierto
punto, tenía razón en la primera parte de la frase. Pero hasta cierto punto
también, se equivocaba en la segunda. Pero no nos adelantemos a los
acontecimientos.
Después de
aquel único chorro que soltó su tubo de escape o lo que fuese, la astronave
terminó de descender los últimos treinta centímetros y se quedó tendida sobre
la hierba, sin moverse. De uno de sus extremos brotaba ahora un abanico de
tierra ennegrecida que se extendía en un radio de unos nueve metros.
Entonces nada
sucedió... es decir, sí; vino gente corriendo desde varias direcciones; también
acudieron corriendo unos guardias, tres para ser exactos, e impidieron que los
curiosos se aproximasen demasiado al extraño objeto. Demasiado, según la idea
de la distancia que tenían los guardias, era menos de tres metros. Lo cual era
una estupidez, se dijo Bill Wheeler. Si aquel artefacto hiciese explosión,
probablemente mataría a todos los que vivían en varias manzanas a la redonda.
Pero no hizo
explosión. Siguió tendido allí, y no pasó nada. Nada, excepto aquel chorro de
fuego que asustó a Bill y a la gata. En cuanto al minino, parecía haber perdido
todo interés por el asunto y volvió a tenderse sobre el alféizar. Ya no tenía
el pelo erizado.
Bill se puso a
acariciar de nuevo su suave piel de color canela, con expresión ausente. Luego
dijo:
- Hoy es un día memorable, Bonita. Esa cosa
de ahí fuera es interplanetaria, o yo soy el sobrino de una araña. Voy a bajar
a echarle un vistazo.
Tomó el
ascensor para bajar. Llegó hasta la puerta de entrada de la casa, trató de
abrirla pero no pudo. Lo único que podía ver a través del vidrio eran las
espaldas de la gente, apretada contra la puerta. Poniéndose de puntillas y
estirando el cuello, consiguió distinguir un mar de cabezas que se extendía
desde la casa hasta allí.
Volvió al
ascensor. El ascensorista le dijo:
- Parece que
pasa algo ahí fuera. ¿Es un desfile, u otra cosa?
- Es otra cosa
- repuso Bill -. Acaba de aterrizar una astronave en Central Park.
Probablemente procede de Marte.
- Un cuerno -
dijo el ascensorista -. ¿Y qué hace?
- Nada.
El ascensorista
sonrió.
- Es usted un
guasón, Mr. Wheeler. ¿Cómo está su gatita?
- Muy bien -
respondió Bill -. ¿Y la suya?
- Cada vez
peor. Anoche me tiró un libro a la cabeza cuando volví a casa con unas copitas
de más, y me estuvo sermoneando toda la noche porque gasté tres pavos y medio.
Su gata es mejor.
- Así parece -
dijo Bill.
Cuando
consiguió volver a la ventana, abajo se había reunido ya una verdadera
multitud. Central Park West estaba abarrotado de gente a partir de media
manzana por cada lado y en el fondo del parque se distinguía también una
muralla humana. La única zona despejada era un círculo en torno a la astronave,
que a la sazón tenía ya unos seis metros de radio, y en el que se hallaba un
buen número de guardias que mantenían el espacio despejado.
Bill Wheeler
levantó suavemente a la gata siamesa para depositarla en un lado del alféizar,
y luego fue a sentarse, mientras decía:
- Tenemos
asiento de palco, Bonita. He cometido una estupidez al querer salir a la calle.
Abajo, las
fuerzas de orden público luchaban para contener a la multitud. Pero venían
varios camiones con más guardias. Se abrieron paso hasta el interior del
círculo y luego empujaron para ampliarlo. Por lo visto, alguna autoridad había
decidido que cuanto más amplio fuese el círculo, menos personas resultarían
muertas. En el interior del círculo se veían ya algunos uniformes de caqui.
- Militares - dijo
Bill a la gata -. De alta graduación. Desde aquí no veo bien los galones, pero
hay uno que por lo menos lleva tres estrellas, se conoce por su manera de
caminar.
Por último
consiguieron hacer retroceder a la gente hasta la acera. A la sazón ya había muchos
militares en el interior del círculo. Y media docena de hombres, algunos
uniformados y otros no, empezaron a manipular cuidadosamente la nave. Primero
la fotografiaron, luego la midieron y después un hombre que llevaba una gran
maleta llena de herramientas empezó a rascar cuidadosamente el metal y a
realizar pruebas.
- Un
metalúrgico, Bonita - explicó Bill Wheeler a la gata siamesa, la cual no hacía
el menor caso de lo que estaba sucediendo -. Y te apuesto cinco kilos de hígado
contra un maullido a que descubrirá que se trata de una aleación desconocida y
que tiene en ella algún metal que él no puede identificar.
»¿Por qué no
miras afuera, Bonita, en vez de estar tendida ahí como una poltrona? Te digo
que hoy es un día memorable, Bonita. Puede ser el principió del fin... o de
algo nuevo. Querría que se diesen prisa en abrirla.
Varios camiones
del ejército penetraron en el círculo. Por el aire volaban media docena de
grandes aviones, que hacían un estrépito espantoso. Bill los miró con
desconcierto.
- Aseguraría
que son bombarderos. No sé qué se proponen, como no sea bombardear el parque
con gente y todo, en el caso de que de ese puro salgan hombrecillos verdes con
pistolas de rayos y se pongan a disparar a diestro y siniestro. Entonces los
bombarderos se encargarían de liquidar a los supervivientes.
Pero del
cilindro no salían hombrecillos verdes. Al parecer, los técnicos que trabajaban
en él no conseguían encontrar una abertura que les permitiese examinar su
interior. Le dieron la vuelta, pero su parte inferior era como la superior. En
realidad, nada distinguía a la una de la otra.
Y entonces Bill
Wheeler no pudo contener un juramento. Los soldados descargaban los camiones
militares, y de ellos sacaban las diversas secciones de una gran tienda de
campaña. Entre tanto, otros hombres vestidos de caqui clavaban estacas en el
suelo y desenrollaban la lona.
- Ya me
esperaba que hiciesen algo así, Bonita - se quejó Bill con amargura -. Sería
una lástima que se lo llevasen, pero dejarlo aquí para seguir trabajando en él
sin que nosotros lo veamos...
Los soldados
levantaron la tienda. Bill Wheeler observó su parte superior, pero ésta no se
movía. Fuera lo que fuese lo que ocurría en su interior, él no podía verlo. Los
camiones iban y venían, los militares de alta graduación y los técnicos de
paisano iban y venían también.
Al poco tiempo
sonó el teléfono. Bill acarició por última vez a la gata y fue a responder a la
llamada.
- ¿Bill
Wheeler? - oyó una voz que decía -. El general Kelly al habla. Me han
proporcionado su nombre como el de un eminente biólogo e investigador. ¿Me
equivoco?
- Sí - contestó
Bill - en efecto, me dedico a la investigación biológica. En cuanto a eso de
eminente, sería una falta de modestia por mi parte reconocer que lo soy. ¿Qué
desea usted?
- Una astronave
acaba de aterrizar en Central Park.
- ¿De veras, mi
general?
- Le llamo
desde el campo de operaciones; hemos instalado teléfonos de campaña y llamamos
a todos los especialistas. Le agradecería que usted y otros biólogos examinasen
algo que hemos encontrado dentro de... la astronave. Grimm, de Harvard, se
halla en la ciudad y pronto estará aquí. Winslow, de la Universidad de Nueva
York, ya ha llegado. El lugar se encuentra frente a la calle 83. ¿Cuánto
tardará usted en llegar aquí?
- Cosa de diez
segundos si tuviese un paracaídas. Les he estado observando a ustedes desde la
ventana de mi casa.
Le facilitó sus
señas y el número de su apartamento.
- Si puede
disponer de un par de muchachos fuertotes cubiertos con uniformes imponentes
para hacerme atravesar la multitud, llegaré antes que si intento hacerlo por
mis propios medios. ¿Le parece bien, mi general?
-
Perfectamente. Se los envío volando. No les haga esperar.
- Descuide -
dijo Bill -. ¿Qué encontraron dentro del cilindro?
El general tuvo
una momentánea vacilación. Luego dijo:
- Espere a
verlo usted mismo.
- Lo digo por
mis instrumentos. Quiero saber qué tengo que llevar. ¿Equipo de disección?
¿Productos químicos? ¿Reactivos? ¿Es un hombrecillo verde?
- No - dijo la
voz del general. Tras una nueva y brevísima vacilación, añadió -: Parece ser un
ratón. Un ratón muerto.
- Gracias -
dijo Bill. Colgó el teléfono y volvió junto a la ventana. Se puso a mirar a la
gata siamesa con expresión acusadora.
- Oye, Bonita -
dijo - alguien me está fastidiando, o...
Frunció el ceño
con desconcierto, mientras observaba lo que ocurría al otro lado de la calle.
Dos policías militares salieron a toda prisa de la tienda para lanzarse en
derechura hacia la entrada de su casa, abriéndose paso entre la muchedumbre a
codazos.
- Abrásame con
un soplete, Bonita - dijo Bill -. Es McCoy.
Fue a un armarito y tomó un maletín.
Dirigiéndose luego a su laboratorio, empezó a meter instrumentos y frascos en
el maletín. Cuando llamaron a la puerta ya estaba preparado.
- Tú defiende
entre tanto la plaza, Bonita - dijo a la gata -. Tengo que ver a un hombre para
hablar de un ratón.
Se unió a los
dos policías que esperaban frente a la puerta, y éstos le escoltaron a través
de la muchedumbre y, después de atravesar el círculo de los elegidos, penetró
en la tienda.
Había un grupo
muy numeroso reunido en torno al cilindro. Bill atisbó por encima de los
hombros de los presentes y vio que el cilindro estaba limpiamente partido en
dos mitades. Su interior era hueco y estaba almohadillado con algo que parecía
cuero suave, pero más blando. Un hombre, arrodillado junto a un extremo, estaba
dirigiendo la palabra a los reunidos:
-...ni trazas
de motor ni de cualquier clase de mecanismo. Ni un solo alambre, ni un gramo ni
una gota de carburante. Sólo un cilindro hueco, con el interior acolchado.
Señores, es imposible que este chisme haya viajado por sus propios medios por
el espacio. Pero la verdad es que ha llegado hasta aquí, y desde fuera de la
Tierra. Gravesend afirma que la materia de que está compuesto es extraterrestre
sin lugar a dudas. Señores, no sé qué decirles.
Se elevó otra
voz:
- Tengo una
idea, comandante.
La voz
pertenecía al sujeto sobre cuyo hombro Bill Wheeler estaba atisbando... y
apoyándose. Bill reconoció la voz y su dueño con sobresalto. Era el Presidente
de los Estados Unidos en persona. Inmediatamente, Bill dejó de apoyarse en él.
- Yo no soy un
hombre de ciencia - dijo el primer magistrado de la nación -. Y lo que voy a
decir no es más que una simple hipótesis. ¿Recuerdan ustedes el chorro de fuego
que lanzó por aquel único orificio de escape? Eso pudiera haber significado la
destrucción, la desaparición del mecanismo o el combustible de este aparato.
Quienquiera que fuese que le envió aquí, tal vez no quería que averiguásemos cuál
era su medio de propulsión. Fue construido de tal modo que, al aterrizar, el
mecanismo se destruyese sin remedio. Coronel Roberts, usted que ha examinado la
zona chamuscada. ¿Ha encontrado en ella algo en apoyo de esta teoría?
- Desde luego,
señor - dijo otra voz -. Trazas de metal, sílice y carbono, como si todo ello
hubiese sido vaporizado por un calor espantoso, para condensarse luego y
extenderse de manera uniforme. No se puede encontrar el menor resto de metal,
pero los instrumentos indican su presencia. Otra cosa...
Alguien se
apoyaba en el hombro de Bill.
- ¿No me diga
que es usted, Wheeler?
Bill dio media
vuelta.
- ¡Profesor
Winslow! - exclamó -. Le conozco de fotografía, profesor, y he leído sus
artículos en el Diario. Me siento orgulloso de poder saludarle y de...
- Déjese de
cumplidos - le atajó el profesor Winslow - y eche una mirada a esto.
Tomó a Bill
Wheeler por el brazo y le condujo junto a una mesita situada en un ángulo de la
tienda.
- A primera
vista, parece un ratón muerto - dijo - pero no lo es. ¡Qué va a serlo! Todavía
no lo he disecado; les esperaba a usted y a Grimm. Pero he realizado pruebas de
temperatura, he examinado algunos pelos al microscopio y he estudiado la
musculatura. Es... bien, véalo usted mismo.
Bill Wheeler
obedeció. A primera vista, desde luego, parecía un ratón, un ratoncito
diminuto, hasta que se le examinaba más atentamente. Entonces se distinguían
ciertas diferencias... pero había que ser un biólogo para verlo.
Grimm llegó
entonces y entre los tres, con el mayor cuidado, casi con reverencia, disecaron
el pequeño ser. Las diferencias dejaron de ser insignificantes para convertirse
en grandes diferencias. En primer lugar, los huesos no parecían estar hechos de
sustancia ósea, y eran de un amarillo brillante en lugar de ser blancos. El
sistema digestivo no era muy anormal, y poseía un sistema circulatorio en cuyo
interior se observó la presencia de un fluido blanco y lechoso, pero no se
encontró corazón. En cambio, se constató la presencia de unos nódulos a intervalos
regulares en los vasos de mayor diámetro.
- Estaciones
intermedias - observó Grimm -. No hay una bomba central. Pudiéramos decir que
son una serie de pequeños corazones en lugar de un solo corazón grande. Muy
práctico. Un ser construido como éste no puede sufrir dolencias cardíacas. Un
momento, voy a poner un poco de este fluido en un portaobjetos.
Alguien se
apoyaba sobre el hombro de Bill, causándole gran incomodidad. Se volvió para
decir a quien se apoyaba que se fuese al infierno, y vio que era el Presidente
de los Estados Unidos.
- ¿Es de fuera
de este mundo? - preguntó el presidente con voz tranquila.
- Absolutamente
- contestó Bill. Un segundo después añadió -: Señor...
El presidente
sonrió. Luego hizo una segunda pregunta:
- ¿Creen
ustedes que llevaba mucho tiempo muerto, o murió en el momento de la llegada?
Esta vez,
Winslow se encargó de responder:
- Es una simple
conjetura, señor presidente, porque desconocemos la composición química de este
ser y su temperatura normal. Pero la temperatura rectal de hace veinte minutos,
tomada así que llegué, era de treinta y cinco grados centígrados y hace un
minuto era de poco más de treinta y dos. Ello indica que no podía llevar mucho
tiempo muerto.
- ¿Creen
ustedes que este ser estaba dotado de inteligencia?
- No me atrevería a asegurarlo, señor. Es
demasiado distinto a nosotros. Pero creo que... no. No debía de tener más
inteligencia que un ratón terrestre. El tamaño de su cerebro y sus
circunvoluciones son muy similares.
- ¿Por lo
tanto, no cree usted que hubiese construido esa nave?
- Apostaría un
millón contra uno a que no, señor.
La astronave
había aterrizado a media tarde; era casi media noche cuando Bill Wheeler
regresó a su casa. No venía del otro lado de la calle, sino del laboratorio de
la Universidad de Nueva York, donde había continuado la disección y el examen
microscópico.
Regresó a su casa a pie, hecho un mar de
confusiones, pero se acordó consternado de que no había dado de comer a la
gata, y casi echó a correr para cubrir la última manzana de casas.
La gata le
dirigió una mirada de reproche y dijo: «Miau; miau, miau, miau» tan deprisa,
que él no pudo decir una palabra hasta que Bonita empezó a comer un sabroso
hígado que guardaba para ella en la nevera.
- Perdóname,
Bonita - le dijo entonces -. También siento no haberte podido traer aquel
ratón, pero no me lo hubieran permitido aunque se lo hubiese pedido, y no lo
hice porque probablemente te hubiera causado una indigestión.
Se hallaba tan
excitado, que aquella noche no pudo conciliar el sueño. Cuando se levantó,
bastante temprano, salió corriendo en busca de las diarios de la mañana, para
ver si habían hecho nuevos descubrimientos o si había ocurrido algo inesperado.
No había
ocurrido nada. El estaba mejor informado que los periódicos. Pero se trataba de
un notición al que la prensa sacaba todo el jugo posible.
Pasó más de
tres días en el laboratorio de la Universidad de Nueva York, interviniendo en
las nuevas pruebas que se realizaron hasta que los sabios ya no supieron qué
hacer más. Entonces el gobierno se apoderó de lo que quedaba y Bill Wheeler dio
por terminada su intervención.
Durante tres
días más se quedó en casa, escuchando todos los noticiarios radiofónicos y de
la televisión y suscribiéndose a todos los periódicos de lengua inglesa que se
publicaban en Nueva York. Pero la emoción popular fue decayendo gradualmente,
al no ocurrir nada nuevo ni realizarse nuevos experimentos. Si algo sucedía, se
desarrollaba entre bastidores.
Al sexto día
una noticia aún más importante cayó como un mazazo sobre el país: el asesinato
del Presidente de los Estados Unidos. Todo el mundo se olvidó de la astronave.
Dos días
después, el primer ministro de la Gran Bretaña fue asesinado por un español y
al día siguiente un empleadillo del Politburó moscovita enloqueció de repente y
pegó un tiro a un importantísimo funcionario soviético, que murió en el acto.
Al día
siguiente se rompieron centenares de vidrios de las ventanas neoyorquinas
cuando buena parte de un condado de Pensylvania saltó por los aires para descender
luego lentamente, convertido en polvo. En varios centenares de kilómetros a la
redonda todo el mundo supo y comprendió que habían sido lanzadas allí varias
bombas atómicas. Afortunadamente, cayeron en una región muy despoblada y sólo
murieron algunos miles de personas... no muchas.
Fue también
durante aquella misma tarde cuando el presidente de la Bolsa se abrió las venas
del cuello y comenzó la bancarrota. Nadie prestó mucha atención a los tumultos
que se produjeron en Lake Success al día siguiente porque coincidieron con el
ataque de una flota submarina no identificada que hundió prácticamente a todos
los barcos surtos en el puerto de Nueva Orleáns.
Al atardecer de
aquel mismo día, Bill Wheeler medía a grandes pasos la estancia delantera de su
piso. De vez en cuando se detenía ante la ventana para hacer una caricia a la
gata siamesa y para mirar a Central Park, que brillaba bajo los reflectores,
acordonado por centinelas con la bayoneta calada, mientras unos operarios
vertían hormigón en el encofrado, en lo que serían los emplazamientos de la
artillería antiaérea.
Bill tenía un
semblante macilento. Volviéndose hacia la gata, dijo:
- Bonita,
nosotros lo vimos empezar, desde esta misma ventana. Tal vez estoy loco, pero
sigo pensando que esa dichosa astronave tiene la culpa de todo. Dios sabe por
qué. Tal vez hubiera debido darte aquel ratón, para que te lo comieses. Las
cosas no podían haber empeorado con tanta rapidez, sin una influencia
determinada de alguien o de algo.
Meneó
lentamente la cabeza.
- Permíteme
esta conjetura, Bonita. Vamos a suponer que en esa nave venía algo más que un
ratón muerto. ¿Qué podía haber sido? ¿Qué pudo haber hecho?... ¿Qué puede estar
haciendo aún?
»Vamos a
suponer que el ratón era un animal de laboratorio, una especie de conejillo de
Indias. Lo enviaron en la nave y consiguió sobrevivir al viaje, para morir
cuando llegó aquí. ¿Por qué? Se me ocurre una idea descabellada, Bonita.
Se dejó caer en
una butaca y se repantigó en ella, para quedarse con la vista fija en el techo.
Dijo:
- Supongamos que las inteligencias
superiores... de dondequiera que fuesen... que construyeron esa nave, vinieron
en ella. Supongamos que no eran el ratón... llamémoslo ratón. Por lo tanto,
puesto que el ratón era el único ser físico que se encontró en la astronave, el
otro ser, el invasor, no era físico. Era un ente que podía vivir separado del
cuerpo que poseyese en el lugar de donde provenía. Pero vamos a suponer que
podía vivir en cualquier cuerpo y que dejó el suyo en un lugar seguro, para venir
aquí ocupando uno que luego abandonó, cuando ya no le servía. Eso explicaría la
presencia del ratón y el hecho de que muriese en el momento en que la nave
aterrizó.
»Entonces dicho
ser, en aquel preciso instante, saltó al interior de otro cuerpo... probablemente
ocupó el cuerpo de alguna de las primeras personas que corrieron hacia la nave
cuando ésta aterrizó. Debe de vivir en el cuerpo de alguien... en un hotel de
Broadway, en una pensión de Bowery o en cualquier otro sitio... fingiendo ser
un hombre. ¿No te parece sensato, Bonita?
Se levantó y
volvió a pasear de nuevo.
- Y como posee
la habilidad de dominar otras mentes, se dispone a convertir al mundo, a
nuestra Tierra, en un lugar apto para ser colonizado por los marcianos, los
venusianos o lo que sean. Tras algunos días de estudio y observación, comprueba
que el mundo está a punto de destruirse a sí mismo y que para ello sólo hace
falta un empujoncito. Y entonces le da ese empujoncito.
»Puede haberse
introducido en la cabeza de un desquiciado para hacerle asesinar a nuestro
Presidente, para que luego le prendan. Puede hacer que un ruso mate al Número
Uno y que un español dispare contra el Primer Ministro inglés. Puede producir
un sangriento motín en la sede de la ONU y hacer que un militar, que está allí
de guardia, haga estallar un depósito de bombas atómicas. Puede... demonios,
Bonita, puede empujar a este mundo a la guerra definitiva antes de una semana.
Prácticamente, ya lo ha hecho.
Se acercó a la
ventana y acarició la sedosa piel de la gata siamesa, mientras contemplaba con
ceño fruncido la construcción de los emplazamientos artilleros, que se
destacaban bajo los potentes focos.
- Y él ha hecho
todo esto y, si lo que presumo es cierto, yo no podré impedirlo porque no podré
descubrirle. Además, nadie me creerá. Preparará al mundo para los marcianos.
Cuando la guerra haya terminado, una flota de navecillas como aquella - o tal
vez naves grandes - aterrizarán en nuestro planeta y serán los amos en menos
tiempo que se tarda en contarlo... cosa que no les sucedería ahora.
Encendió un
cigarrillo con manos ligeramente temblorosas. Prosiguió:
- Cuanto más
pienso en ello, más...
Se dejó caer de
nuevo en la poltrona.
- Bonita - dijo
- tengo que intentarlo. Por descabellada que sea esta idea, tengo que comunicarla
a las autoridades, tanto si éstas la creen como si no la creen. Aquel
comandante que conocí parecía una persona inteligente. Lo mismo puede decirse
del general Kelly. Yo...
Se levantó para
dirigirse hacia el teléfono, pero volvió a sentarse.
- Sí, les
llamaré a los dos, pero antes estudiemos más el asunto, a ver si puedo darles
algunas indicaciones sobre el modo de descubrir al... al ser...
Lanzó un
gruñido.
- Bonita, es
imposible. Ni siquiera tiene porque ser una persona. Podría ser un animal,
cualquiera. Podrías ser tú. Probablemente, se ha introducido en la mente más
próxima que encontró. Si hubiese tenido algo de felino, aunque sólo fuese
remotamente, se hubiera metido en ti.
Levantándose,
miró fijamente a la gata.
- Me estoy
volviendo loco, Bonita. Ahora recuerdo como saltaste y te retorciste después
que la astronave hizo volar su mecanismo y cayó al suelo. Y escucha, Bonita...
desde entonces has dormido el doble de lo acostumbrado. ¿No será que tu
espíritu estaba ausente...?
»Oye, por eso
ayer no pude despertarte fácilmente para darte de comer. Bonita, los gatos
siempre se despiertan con facilidad. Basta con tocarlos un poco.
Con expresión
confundida, Bill Wheeler se levantó de la butaca, diciéndole:
- Gatita, estoy
loco pero...
La gata siamesa
le dirigió una lánguida mirada a través de sus sedosas pestañas. Sus ojos
tenían una expresión soñolienta. Con voz muy clara y distinta, dijo:
- Olvídalo.
Bill Wheeler,
que estaba medio incorporado, pareció más confuso aún durante un segundo.
Volvió la cabeza como si quisiese apartar algo, y dijo:
- ¿De qué
hablaba, Bonita? Me parece que me empieza a perjudicar la falta de sueño.
Se dirigió a la
ventana y miró al exterior con expresión sombría, acariciando el lomo de la
gata hasta que ésta empezó a ronronear.
- ¿Tienes
hambre, Bonita? - dijo -. ¿Quieres un poco de hígado?
La gata saltó
del alféizar y se frotó afectuosamente contra su pierna.
Y dijo:
- ¡Miau!
FIN
Edición
digital: Gustavo y Norma