Fredric Brown
El rey, mi
señor feudal, está desanimado. Nosotros lo comprendemos y no le culpamos, pues
la guerra ha sido larga y amarga y queda un número patéticamente reducido de nosotros,
a pesar de lo cual desearíamos que no fuera así. Nos compadecemos de él por
haber perdido a su reina, a la que todos amábamos; pero como la reina de los
Negros murió con ella, su pérdida no significa la pérdida de la guerra. Pero
nuestro rey, que debería ser la fuerza y la energía personificada, sonríe
débilmente y sus palabras de supuesto estímulo suenan falsas a nuestros oídos
porque detectamos la sombra del temor y la derrota en su voz. Sin embargo, le
amamos y morimos por él, uno tras otro.
Uno tras otro
morimos en su defensa, en este campo ensangrentado y cruel, que los caballeros
han convertido en un barrizal - mientras vivieron; ahora están muertos, tanto
los nuestros como los de los Negros -; ¿acaso habrá un final, una victoria?
Lo único que
podemos hacer es conservar la fe, y no convertirnos jamás en cínicos y herejes,
como mi pobre compañero el obispo Tibault. «Luchamos y morimos, pero no sabemos
por qué», me susurró una vez, al principio de la guerra, un día en qué nos
encontramos uno junto a otro defendiendo a nuestro rey, mientras la batalla
rugía en un lejano extremo del campo.
Pero esto no
fue más que el inicio de su herejía. Había dejado de creer en Dios para creer
en dioses, dioses que jugaban con nosotros y no se preocupaban en absoluto de
nosotros como personas. Lo que es peor, creía que nuestros movimientos no eran
realmente nuestros, y que no éramos más que marionetas que luchaban en una
guerra inútil. Aún peor - ¡y qué absurdo! -, que el Blanco no es necesariamente
bueno y el Negro no es necesariamente malo, que en la escala cósmica no importa
quién gane la guerra.
Claro que sólo
a mí me dijo esas cosas, y sólo en susurros. Era consciente de sus deberes como
obispo. Luchó valientemente. Y murió valientemente, aquel mismo día, atravesado
por la lanza de un caballero Negro. Yo rogué por él: Dios mío, acoge su alma y
dale la paz eterna; no sabía lo que decía.
Sin fe no somos
nada. ¿Cómo podía Tibault haberse equivocado hasta tal punto? Los Blancos
debían vencer. La victoria es lo único que puede salvarnos. Sin la victoria
nuestros compañeros que han muerto, los que sobre este campo de batalla han
dado sus vidas para que nosotros podamos vivir, habrán muerto en vano. Et tu,
Tibault.
Y estaba
equivocado, muy equivocado. Dios existe, y es un Dios tan misericordioso que
perdonará tu herejía, porque en ti no había maldad, Tibault, sino sólo duda;
no, la duda es un error, pero no es maldad.
Sin fe no
somos...
Pero ¡ha
ocurrido algo! Nuestra torre, la que estuvo en el lado del campo de la reina
desde el Principio, se abalanza sobre el malvado Rey Negro, nuestro enemigo. Le
ataca... y no puede defenderse. ¡Hemos vencido! ¡Hemos vencido!
Una voz que
procede del cielo dice serenamente: «Jaque mate»
¡Hemos vencido!
La guerra, este amargo campo, no ha sido en vano. Tibault, estabas equivocado,
estabas...
Pero ¿qué
ocurre ahora? Hasta la misma Tierra se inclina; un lado del campo de batalla se
levanta y nos deslizamos - Blancos y Negros por igual... hacia...
...Hacia una
caja monstruosa, y yo veo que es un enorme ataúd en el cual ya yacen muchos
muertos...
NO ES JUSTO;
¡NOSOTROS HEMOS VENCIDO! DIOS MÍO, ¿ACASO TIBAULT ESTABA EN LO CIERTO? NO ES
JUSTO; ¡NOSOTROS HEMOS VENCIDO!
El rey, mi
señor feudal, también se desliza sobre el tablero...
NO ES JUSTO; NO
ESTÁ BIEN; NO ES...
FIN
Enviado por JR