No. 4, 99

(Artículos completos)

Entrevista a Vicente Revuelta
Entrevista a María Kodama
De algunos símbolos que incorporó a su siglo
Retazos del último conversador


Entrevista a Vicente Revuelta

Monólogo

Confesiones en sus 70 años

Omar Valiño y Maité Hernández-Lorenzo

El actor tiene que ser extraordinario. Alguien que realmente llame la atención, no por el papel que interpreta, sino por lo que hay detrás de ese papel. Me parece que para ser extraordinario hay que ser una gente con mucho riesgo. Creo que el actor tiene la posibilidad de trascender la mayoría de las vidas corrientes. Está bien que el actor tenga el don de imitar, pero eso no es nada, hasta las cotorras lo hacen. El actor fundamentalmente es la expresión y la acción, no es la estética. Me parece que lo más difícil y lo más impresionante que puede tener un actor, no es tanto que se metamorfosee, sino que se dé en su esencia, y no en su personalidad. Que sea capaz de desarrollar su esencia en otras personalidades. Yo no soy un ejemplo de ese actor.

Primeras imágenes teatrales

Siempre tengo el recuerdo especial de sentirme espectador. Fue cuando era muy niño, cuatro o cinco años nada más, parado en el balcón de mi casa, en la calle Acosta, en La Habana Vieja, y parece que sucedía algo de policías, prostitutas, era un barrio malo, y yo sentí, entonces, quizás por el peligro, la conciencia de verme a mí mismo. Eso lo he recordado varias veces, porque me parece que ha sido una situación que, por las circunstancias de mi vida, me ha consumido mucho tiempo. Dirigir, estar viendo la gente cómo se conduce, estarle sugiriendo comportamientos, estar observando. Por eso me gusta tanto la dirección, porque, en cierto modo, voy combinando lo que me gustaría que sucediera.

Yo tengo una relación, por el período histórico que me tocó vivir, que se acerca mucho más a las imágenes cinematográficas. El teatro fue una cosa que me llamó la atención más tarde.

Tuve mis primeras imágenes teatrales, teatrales porque era un escenario, a los seis o siete años. No sé por qué motivo había una gran programación de aficionados en todas partes, entre esos programas había uno en el Teatro Martí, adonde mi papá nos llevaba, a Raquel y a mí, y una vez canté mientras Raquel recitaba. Recuerdo aquello como algo que me creaba mucha expectación, era algo totalmente distinto al cine. La primera vez que fui actor, fue en el Teatro Principal de la Comedia, en cosa de aficionados para niños, imitaba a un español que hacía películas.

También hubo una temporada que seguramente profundizó mucho en mí, como en casi todos los espectadores, que fue cuando empecé a ir al cine desde la una y media hasta la siete de la noche diariamente. Eso creó en mí un estado un poco esquizoide, porque para mí lo que valía la pena era el cine, lo demás era gris. Salía de allí imitando a los actores, a las actrices, pensando totalmente en ello. Se produjo mi adicción absoluta, que todavía me dura. Creo que el teatro como teatro, pasó mucho tiempo para que lo descubriera, porque realmente lo que vi de teatro lo sentía muy alejado de mí, no lo sentía, no me captaba.

De la timidez…Es algo que no he logrado resolver.

Como actor me siento más seguro. Mi timidez más grande es interpersonal. La mayoría de las veces cuando me arriesgo con alguien desconocido, siempre me va mal, porque parece que proyecto algo raro, no soy normal, siempre hay una extrañeza en la gente, no soy espontáneo. Eso para mí ha sido muy malo, porque he perdido oportunidades de vivir cosas, de tener relaciones, experiencias.

Sin embargo, en el aspecto personal a mí la homosexualidad nunca me ha producido nada, no sé por qué, no me toca. En el trabajo no me doy cuenta, posiblemente me afecta más. A veces he notado como un trato distanciado, como de miedo, de alguna gente, porque esa gente piensa que soy maricón. Me cuesta trabajo admitir tal actitud, pero no estoy en eso.

Vicente y El Vedado Ah, yo soy de El Vedado. Yo no me muevo de El Vedado. Para mí es encantador salir a pie, no extraño en absoluto una máquina.

Formación. ADAD. Nuestro Tiempo

Creo que la primera influencia que se puede llamar de un maestro fue con mi papá. Yo estaba seguro de que él tenía sus argumentos extraordinariamente razonables cuando me montaba una canción o un poema, era claro cómo él te decía las entonaciones.

Como Raquel iba adelantada, yo la acompañaba a los ensayos, y los primeros que vi de teatro eran los del Teatro Popular, de Paco Alfonso, que por alguna razón no me interesaban mucho. Recuerdo que en ese momento ya yo estudiaba en San Alejandro y además estaba en un período de adolescencia muy crítico, casi no hablaba con nadie; alguien me hablaba y yo me ponía rojo como un tomate. Lo que hacía era dibujar, y allí me ponía a dibujar a la gente, y eso me daba un cierto diálogo. Pero nunca pensé en esa etapa ser actor, yo solo acompañaba a Raquel.

Una imagen que me captó fue el estreno de Espectros, de Ibsen. Ya eso era la ADAD, y ya ahí había toda una intención diferente, de atmósfera, de vestuario, había una cosa cuidada. Me fascinó porque era como el cine, pero mucho más brillante. A partir de ese momento me sentí muy captado también por el grupo. Allí había una seriedad, toda aquella gente tenía una cultura superior a mí y a todo lo que me había rodeado hasta ese momento.

Entonces dentro de la ADAD empecé a ser asistente de dirección de una obra que dirigía Francisco Morín, Hacia las estrellas, de Andreiev. Morín era un tipo que se paraba en la puerta de su casa y contrataba al primero que pasaba para hacer Otelo. Eso me dio una posibilidad de salir de mi timidez. Como la gente faltaba, porque trabajaban en la radio u otra cosa, yo hacía los papeles. Claro, que ya, de alguna u otra forma, demostré que tenía posibilidades de actuar. Entonces, Julio Martínez Aparicio hizo Prohibido suicidarse en primavera, de Alejandro Casona, en diciembre del 46, y ahí fue el debut dentro de una cosa que pretendía ser más seria.

A partir de entonces empecé a tener un trabajo muy intenso con ADAD. Se inauguró la Academia Municipal de Arte Dramático. Yo, que estaba estudiando pintura, en el cuarto año, la dejé. Estaba convencido de que me gustaba más el teatro porque me sentía más elogiado, estimulado. Y la pintura era una cosa muy académica, y yo no era el primero. Para mí era muy evidente que yo tenía que ser el primero en lo que hiciera, no importaba en lo que fuera, freír papas o ser actor.

En la Academia Municipal de Arte Dramático conocí una serie de gente muy inquieta. Conocí a Leonor Borrero y ella a su vez conoció a Titón, y se creó un triángulo de lo más interesante, porque Titón me fascinaba, él era una gente de El Vedado, tocaba el piano y no era maricón. Y Titón para mí fue como un maestro. El problema de Titón era que su padre quería que estudiara para abogado, y mi tragediaera que no tenía dinero para entrar en la Universidad. Por Titón, entre otras cosas, supe que había una revista que se llamaba Orígenes y empecé a ver las películas neorrealistas.

Al mismo tiempo, mi plataforma económica cambió por completo cuando llegó Eduardo Casado, que me estimuló mucho. Tenía una absoluta confianza en que yo era un galán increíble. Me puso a hacer papeles protagónicos en la radio, y yo no sabía actuar allí. Pero, de repente, tenía una cantidad de dinero tremenda. Trabajaba en programas de televisión, me compré una máquina.

En ese tiempo apareció Andrés Castro, que vino de Nueva York, trajo a Adela Escartín que para mí fue otra maestra. Andrés era un tipo que tenía conocimiento, era interesante como director, empecé a trabajar con él. Eso me alejó de la Academia, pero, en realidad, me fui porque ya no me enseñaba nada. Cambié de situación, me mudé para El Vedado, en un penthouse. Allí estuve viviendo con Adela. Ella, desde luego, me enseñó no solamente lo que era el sistema de Stanislavski, sino a apreciar las artes plásticas, jugar ajedrez. Vivíamos en la cultura.

Como consecuencia, cuando Titón se fue para Cinecittá, tuve un golpe de conciencia, me di cuenta de que estaba demasiado cómodo y que había perdido un poco mis motivaciones. Yo hacía un programa de televisión, por ejemplo, que se llamaba Títeres criollos, que salía todos los días a las doce, títeres que eran Grau, Batista, Prío, y por eso ganaba una millonada, pero eso no era arte. Decidí que ahorraba dinero y al año me iba para Cinecittá. Me fui en el barco Reina del Pacífico, a finales del 50 o principios del 51. Mi idea era tomar un tren hasta París y de ahí otro hasta Roma. Pero cuando estaba montado en el tren hacia París, vi un programa de las actividades que había allí. Yo era un fanático de Gérard Philippe, para mí era una revelación increíble. Y me dije, qué va, tengo que ver a Gerard Philippe en persona. En ese momento estaba ocurriendo un fenómeno importantísimo en el teatro francés, que era el Teatro Nacional Popular, de Jean Vilar, y tuve la suerte de que, guiado por la figura de Gérard Philippe, vine a comprender un montón de cosas viendo aquellas representaciones. Tuve la experiencia de ver El príncipe Don, en el Palacio de Chaillot, fue una experiencia tremenda, el tipo aquel lloraba de verdad, se arrastraba, era una cosa lamentable. Después fui a verlo en unos week-ends que hacían por teatros fuera del centro de París. De repente vi que aquella obra se había convertido en una sátira, sobre todo a partir de que la gente se empezaba a reír. Al principio no entendía nada, me decía, esta gente son tan aficionados como los cubanos. Sin embargo, me di cuenta del sentido ideológico, político muy certero que aquello tenía. Después asistí un domingo donde Jean Vilar explicaba estas cosas, y quedé fascinado con aquel ejemplo.

Me fui para Roma. Nunca fui a Cinecittá. Descubrí Roma, estuve en sus ruinas. Allí llegó Juan Larco, peruano que pasaba mucha hambre y para resolver un poco su hambre y otras cosas, nos daba un ciclo de marxismo, y ahí vine a descubrir por qué había ido a Europa. A mí me cambió todo, la cara, todo, de repente, encontré un sentido. Ahora me puedo dar cuenta de que estaba totalmente dormido en una serie de valoraciones. Me daba cuenta de que estaba en una clase diferente a la de Titón y a la de Julio García Espinosa, eran muy amigos míos hasta un punto, sencillamente, yo no tenía dinero. Decidí volver a París y para eso hice un viaje fabuloso, en autostop, me llevó cinco días, todo era un viaje con un sentido oriental, no lo había comprendido, lo comprendí después. Le encontraba un significado a todo lo que pasaba. Me fui por detrás de San Pedro, y en aquel lugar decidí si era creyente o no, porque a eso también estaba habituado. Y rompí con eso. Estuve como un año y medio en París, y lo que hice fue estudiar por mi cuenta.

Después vinieron Titón y Julio, que ya habían terminado su curso, también Servando Cabrera, y ahí se formó una especie de acuerdo tácito de que todos veníamos a Cuba por la posibilidad de un cambio en este país, que estaba en plena dictadura. Cuando regresamos inmediatamente enlazamos con Nuestro Tiempo.

En Nuestro Tiempo yo tenía una sección de teatro. Decidí estudiar lo mismo, pero con la gente. Recuerdo que había gente que tenía más instrucción que yo, pero no entendían cuál era mi lógica. Y no podía decir: esto es la dialéctica materialista. Eso a mí me llamaba mucho la atención porque evidentemente yo tenía una interpretación, un sentido del mundo, de la filosofía, del pensamiento, que me llevaba a deducciones muy claras. Y aquella gente que tenía mucha información, pero sin centro, no entendían de dónde salía aquella manera de explicar las cosas. Había un trabajo político que estaba por encima de todo, para lograr cierta unidad, traer a Nuestro Tiempo gente que no era muy de izquierda, de derecha. En esa etapa, que duró dos o tres años, lo único que estaba prácticamente sin ser clandestino era Nuestro Tiempo. Ahí no pudieron hacer nada.

Durante la etapa de "las salitas", se produjo la inauguración de la sala Hubert de Blanck. Raquel, que era una estrella de la televisión, la inauguró. Por esa fecha, yo había dirigido muy pocas cosas: La voz humana, que Adela se la dirigió prácticamente sola, una obrita de Tennesse Williams, en Nuestro Tiempo, donde también hice títeres y escribí una obra para títeres. Pero lo del Hubert tenía otra categoría, era una sala grande, bien equipada. Entonces le propuse a la dirección de la sala hacer Juana de Lorena, que fue, en algún sentido, el antecedente de Teatro Estudio.

Empecé a dirigir porque no me satisfacían los directores, pero también me gustaba y me gusta; aunque dejé muchas veces de actuar para dirigir. Ahí dirigí también Mundo de cristal, que fue cuando salió mi mamá a la palestra, en el grupo Arlequín, de Adolfo de Luis.

La experimentación Creo que por su propia esencia, el teatro es un proceso que no termina en una puesta en escena, y no lo digo yo solo, lo he aprendido sólidamente de disímiles maestros. Lo que me parece terrible es precisamente el estaticismo que se puede producir en una representación, que es representación y no tiene la más mínima intención de acto. Esa convención de la inmovilidad de las acciones, de las intenciones, que muchas veces se considera como paradigma del buen teatro, a mí me parece un teatro muerto, como diría Peter Brook. Creo que al lado de la palabra teatro están las palabras proceso y experimentación. A la vez que lo consideras proceso, cada función representa un acto, tiene sus características, está viva.

Teatro Estudio

Yo no quería hacer televisión, porque me llevaba tiempo y consideraba que no valía la pena, por tanto no tenía dinero. Entonces, Olga Andreu me sugirió que me pusiera a dar clases. Yo tenía un pequeño penthouse y aquello se convirtió en una especie de agencia del Actor’s Studio en Cuba. En el Hubert me dieron la posibilidad de hacer Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’ Neill. Estaban Ernestina Linares, Sergio Corrieri, Pedro Alvarez, y había otro tipo de gente que venía de otro lugar, y su calidad era diferente. Siempre me acuerdo que el día que hicimos las improvisaciones para nosotros fue una revelación. Además de Stanislavski, estudiábamos marxismo. Eso también nos daba una cohesión en el grupo.

"Las salitas" no producían grupos, sino producciones, como un pequeño Broadway. Faltaba el sentido de grupo que si no era a partir de un sueldo maravilloso, porque prácticamente no se ganaba nada, tenía que ser a partir de ideas, y ningún grupo tenía ideas. Por ejemplo, Morín, que considero es una figura del teatro cubano, era una figura él solo. Para nosotros no se trataba solamente del teatro, sino de su función social, de su sentido, del sentido de la historia.

Inmediatamente inauguramos, en Neptuno, una academia de arte dramático. Todo eso fue al mismo tiempo que la revolución estaba triunfando. Claro, cuando todo cambió nosotros estábamos caminando con la historia. Tenía un sentido lo que hacíamos. Empezamos a trabajar Brecht, hicimos el segundo manifiesto. De repente, ocupamos un lugar que política y socialmente era muy importante, a pesar de sus errores.

Vicente y Cuba. Vicente y la Revolución. He tenido una suerte extraordinaria, histórica. Me parece que mis pasos fueron guiados para poder hacer todo lo que hice, y si no he hecho más es por vagancia. Siguiendo en esa casualidad positiva histórica, de haber pertenecido a una familia pobre, de haber vivido la niñez en el capitalismo siendo pobre, haber llegado a cambiar totalmente de status dentro de una utopía, podríamos decir, revolucionaria, son cosas que muy poca gente vive. Viví momentos extraordinarios a los 30 años, lo mismo que Fidel en ese sentido. Haber llegado a la Revolución teniendo la comprensión que tenía, también es una suerte. Fuimos un grupo de gente a las que le tocó eso: tener un extraordinario resplandor, adquirir conciencia sobre un mundo mejor.

Yo me he sentido perteneciente a Cuba y cubano a partir de la Revolución. No a partir de que triunfó la Revolución, sino a partir de tener el sentido marxista de las cosas.

Me interesa mucho vivir el resto de mi vida en este proceso, en lo que está pasando ahora, que me resulta muy raro, y no se a dónde vamos a parar, honradamente. Pero me siento muy confiado al mismo tiempo.

La Revolución. Los 60. Los Doce.

Lo primero es la puesta de El alma buena de Se-Chuán. Hacer la obra fue una prueba, por un lado, de las contradicciones que teníamos, de nuestras necesidades ideológicas y políticas. Por otro, de nuestras faltas en cuanto a tradición y desarrollo teatral, quizás una armonía en torno a lo que era Stanislavski. Y, de repente, meterle toda una serie de conceptos no claros que yo podía tener sobre lo que era el distanciamiento. Me faltaba el contacto directo con todo eso. Quizás debimos agotar un poco más la cosa stanislavskiana que se había quedado ahí. Eso fue prueba de hasta donde nosotros estabamos comprometidos en realidad con los problemas sociales. Aunque todo era más claro y fácil con Stanislavski y no con Brecht, y aquel lío de que eran antagónicos, sentíamos la necesidad de Brecht. Fue un trabajo con mucho entusiasmo porque lo que decía la obra me parecía extraordinario y me lo sigue pareciendo, me siento muy bien y muy seguro haciendo Brecht, convencido de que no estoy haciendo un panfleto, sino de que es un poeta.

Viéndolo en la distancia creo que ahí se produjo una cierta rajadura interna, no fue como en Largo viaje... que nos dio una seguridad. Como se expandía a un grupo mucho mayor de gente que estaba empezando a hacer teatro, se creó la inseguridad en que no estabamos haciendo arte. Había mucha gente que no entendía por qué estabamos haciendo aquello.

Después surgió el problema de querer hacer un Conjunto Dramático Nacional en el cual se nuclearan las figuras más destacadas del teatro cubano, y para el cual Mirta Aguirre planteaba que yo fuera el director. Yo estaba en desacuerdo, tenía un grupo donde había gente que no servía, evidentemente después se demostró, había gente que servía un poco y había gente que tenía talento y mucho, pero era un proceso. Pero eso de añadir la figura de fulano y la de mengano, sigo pensando que no hace un grupo, por lo menos el grupo que yo soñaba y el que me interesaba como creador. Un grupo que tuviera una conexión humana y no figurines.

Vino entonces para nosotros la etapa de Marianao. Fue un año o dos, donde se formó Teatro Estudio como grupo.

Llegaron las coproducciones con el Conjunto Dramático Nacional, que fueron muy interesantes, pero también apoyaban la idea de que no era un grupo. En esa etapa Mirta Aguirre era una importante funcionaria de la Dirección de Teatro y Danza — ella y yo siempre estábamos encontrados. Gilda Hernández fue al Berliner, y mandaron a Raimondi, después vino Ugo Ulive. Yo como creador no quedaba satisfecho, sentía que este no sabía nada de Brecht; el otro, Raimondi, sí sabía, pero me molestaba que estaba usando el libro modelo y no lo decía.

Después hice Madre Coraje y sus hijos sobre el libro modelo, que fue una experiencia muy buena. Pero me parece que donde vino a culminar todo aquel período es en Fuenteovejuna. Como era un clásico, yo, por lo menos, pude estar más seguro para darle un sentido con todo lo que podría ser un teatro épico en cuanto a las composiciones, los gestos sociales. Lo sentía muy claro, precisamente por no ser Brecht. Creo que fue una obra hito, el segundo hito de Teatro Estudio. Desde luego, el resultado fue óptimo, hasta Fidel fue a las funciones. Fidel, después de la pelota, dijo que había que ir a ver Fuenteovejuna.

Después de Fuenteovejuna se hizo una especie de congreso con el grupo. Al lado de ese triunfo llegaron una cantidad de problemas inmensos. Al final cuando hicimos Madre Coraje y Fuenteovejuna nos dieron el Hubert y vinimos para El Vedado.

Estando en el Hubert se creó un problema con los alumnos de la ENA, porque había allí una zona libre de homosexualismo tremendo. Se había formado un gran chisme con relación a lo que los alumnos iban a ver. Los alumnos averiguaron que yo era homosexual y otros también, y entonces la consigna en la escuela era que si tú no eras homosexual no servías. El caso fue que botaron a media humanidad de allí. Como consecuencia de eso, fuimos a ver a Dorticós y él nos dijo que no querían que hubiera proselitismo, que ellos iban a estar separados en condiciones especiales, y ahí fue la famosa frase que yo le dije, yo soy homosexual y soy revolucionario, qué es lo que hago.

A los cuatro o cinco días, me cortaron la cabeza a mí y a todos los directores homosexuales, Dumé, González del Valle, Ferrer. Todo paró en que hubo que consentir que viniera un director pantalla a Teatro Estudio, no debí haberlo aceptado, pero lo acepté, como no me importaba mucho. Después vino La noche de los asesinos, la temporada, y, al final, me pusieron de director. Pero todas esas cosas, indiscutiblemente, lastraban mucho el desarrollo de la cultura, en general, y del grupo también.

Siempre me acuerdo de la primera vez que leí La noche de los asesinos. Estaba en el dentista y me produjo risa, me pareció comiquísima y no vi los otros elementos que pueden tener miles de lecturas. Inmediatamente la capté como una ironía, como una gran sátira del hablar mucho y no hacer nada, que es lo que me parece que es la obra. En ese momento tenía un equipo muy bueno. También el reparto fue interesante, y lo fue, a su vez, la idea de crear esos dos repartos. Han pasado muchos años, pero no recuerdo que haya habido mucho trabajo de mesa y de interpretación, sino fue algo que se iba haciendo en la propia dinámica. Los ensayos eran fabulosos. Después me resultaba muy curioso ver la reacción del público. Me parece que si uno toma la obra desde el punto de vista de la familia, quién sabe a lo mejor resulta muy trágica y desagradable, pero yo la veía como una metáfora absoluta de la gente que habla por hablar.

El problema con la obra se inicia desde el Premio Casa. Eso no afectó nunca al montaje. De una manera muy auténtica yo estaba muy satisfecho con lo que estaba pasando. Entonces se me ocurrió darle el Gallo de La Habana a los artistas combatientes de Viet Nam. Eso también favoreció la puesta, se creó un equilibrio entre las partes actuantes y todos estaban muy contentos. Después vino el viaje y las consecuencias del viaje, que para mí fueron muy importantes. Si hubiéramos tenido la picardía que ahora se pretende tener sobre el marketing y todo eso, todavía estaríamos haciendo La noche de los asesinos en Europa.

Fue allí donde vi al Living, que me hizo un efecto brutal. Hasta hoy lamento no haberme ido con el Living, no para siempre, no sé si para siempre, pero sentí que ese era mi sueño del teatro, esa gente era como una tribu. Cuando regresé, de una manera muy anárquica, quise llevar a todo el mundo por ese camino, sin haber tenido las mismas experiencias, y mucha gente se rebeló, y yo me fui.

Después de varios meses de práctica, de seminarios, de búsquedas con algunos actores, vino un grupo, que ya había formado a Los Doce, para ver si quería trabajar con ellos, porque se sentían un poco perdidos. Tuvimos un año y medio de trabajo, hicimos una versión de Peer Gynt, de Ibsen. Ahora me doy cuenta de que era importantísimo, pero yo también lo desbaraté. Era lo mismo que en El alma buena…, tenía que ser el chamán, y yo de chamán no tenía nada.. Fue un espectáculo fabuloso, pero no me satisfacía.

La información de Los Doce estaba en Grotowski y no en el Living. En cierto modo yo traté de ligar ambas experiencias. Lo que podía tener del Living fue lo que menos se dio, un poco el sentido de la unión, de familiaridad, de trascenderse, de quitarse las máscaras. No tuve contradicciones nunca, incluso hasta ahora, pero me parece que eso lo puede hacer Grotowski, no yo. Hice lo que pude, hago lo que puedo, sigo en lo mismo. Aquella experiencia me conectó con los trabajos de Gurdijeff, antes de que se supiera.

Arte y Política He sido muy ingenuo en cuanto a la política. Siempre he estado muy convencido y seguro de que mi obra en relación con la política no hace ningún daño, al contrario.

Me parece que las dos cosas no deben mezclarse, ahí es donde está el problema. Creo que es una corrupción, donde se unen los estados conscientes o inconscientes de oportunismo.

Los políticos tienen que entendérselas con eso. Tienen que ser muy buenos políticos para tener esa idea y no querer tener el poder sobre el arte. A los artistas les pasa igual, a veces quieren ser más poderosos que los políticos.

No sé exactamente si la política tiene que ver con el poder, yo creo que sí. Y yo por desgracia o por fortuna una de las cosas que más odio en la vida es tener poder.

La cubanidad en el teatro Nunca me he preocupado por eso.

Los 70. Las tres hermanas. Galileo Galilei. Milanés.

Para mí los 70 fue la etapa de madurez, porque en esa época hice Las tres hermanas que es lo mejor que he hecho, es lo que más revela mi mundo creativo. Hice también la puesta de La dolorosa y triste historia del amor secreto de Don José Jacinto Milanés. Antes hice Galileo Galilei, pero no es auténticamente mío. Con Las tres hermanas pretendí hacer una cosa muy brechtiana por un lado, y una mezcla de muchas cosas por otro, quizás había un poco de posmodernismo. Se hizo una especie de paralelo entre la Revolución rusa y la cubana. Se hizo lo que hoy se llamaría una instalación. En la primera parte yo aparecía como un director de orquesta y hacía cosas con los actores, les creaba estímulos nuevos, continuamente estaba creando momentos de improvisación que ellos tenían que resolver. En realidad continuaba gozando de la situación cuando ensayaba la obra. No sé si me lo planteé conceptualmente y después lo llevé a escena, sé que me sentía muy bien. Siempre pasa lo mismo, no hago el teatro para el público, lo hago para mí, soy mi propio público, si a los demás no les gusta, allá ellos. Había un letrero enorme cuando empezaba la obra que decía, "nosotros hubiéramos sido como ellos, y ellos hubieran sido como nosotros", que lo había dicho Fidel hacía dos o tres años. Los actores eran los que invitaban al público, eran los espectadores del espectador. Quedé muy satisfecho con esta puesta, para mí fue lo que más auténticamente siento.

El Galileo lo hice muchas veces. La primera vez fue siguiendo el libro modelo, y realmente es una obra gigante, que depende muchísmo, no solamente del director, sino de la capacidad intelectual, sociopolítica de los actores, porque son grandes hombres, grandes científicos, y si tú no tienes los actores que de verdad tienen una cultura, un pensamiento, la obra se te cae. La segunda fue después de un tiempo y lo hice compartiéndolo con José Antonio Rodríguez, porque quería tener más visión para poder trabajar mejor los personajes, y ya la tercera o cuarta vez, en los 80, cuando lo hice con los estudiantes, fue otra química, me pareció más auténtico.

El Milanés fue también una de las mejores cosas que hice. Y aquello se terminó como tenía que terminar, como la fiesta de El Guatao. Pasaron cosas malísimas, prendió algo de brujería, no sé. Se ensayaba en la Casona, en el teatro no se pudo hacer. El espectáculo llegó a hacerse como ensayo general y la gente quedaba fascinada. Lo que pasó fue que la escenografía y la ubicación del espectáculo se fueron haciendo sin pensar en el público, era como para filmarla. Entonces aquello tomó una dimensión… Había que convertir los obstáculos en victoria. Trabajábamos con el sol, había un momento en que Milanés se acercaba a la pared y mientras decía un monólogo estaba calculado que su sombra se proyectara, era mágico.

Hubo otra experiencia interesante, que fue una especie de ritual, se llamaba La conquista, sobre el mito de Quetzatcoatl. Luego tuve mucha información sobre los rituales, pero sin tenerla en ese momento, me di cuenta después de que se cumplían todas las fases del ritual. Llegó un momento en que cristalizó en una estructura mítica muy cerrada, pero antes se produjo una época en que todos los días se hacía una cosa distinta, y había una afinación increíble. Fue lindísimo, pero terminó con aquellas parametraciones. En aquel momento no había ningún favor de los dirigentes para que se hiciera, no les interesaba para nada.

Ser maestro y guía. Peso y precio La mayoría de la gente que ha tenido un cierto diálogo de trabajo conmigo siempre ha dicho que les cambié la vida, algunos dicen para mal y otros para bien. No pretendo cambiarle la vida a nadie, pretendo, en cierto modo, mejorar mi vida, pero esas cosas pasan. Comprendo que a mí, por lo menos, me falta base, formación y asesoría, me siento muy solo en ese plano.

Peso ninguno. Tener el peso de un guía o de un maestro no lo concibo. La mayoría de las veces me dejan los discípulos, yo no dejo a ninguno, tampoco los busco.

El precio puede estar en que a veces el alumno te deja y queda una cierta sensación de soledad. La relación entre maestro y discípulo es una relación amorosa. Le temo mucho a los esquemas en el sentido alumno/discípulo. Te enganchan el esquema de que eres el abuelo, o el papá, el genio, o el loco, y no hay nada que hacer, es como una muerte, cesa la relación real.

A veces creo que el alumno tiene que matar al maestro y el maestro tiene que matar al alumno. Yo, si acaso, estoy buscando a un maestro.

Los 80 y 90. La experiencia pedagógica.

Una de las cosas que pasa en los 80, para mí, es la condición de ser maestro, trabajar con la gente del ISA. Fue una experiencia que no había tenido antes, desde la remota época del 58, cuando tampoco había habido esa distancia generacional.

Con la gente que trabajo en Galileo, en 1985, se produce un enganche interesante. Los muchachos estaban criticando en el escenario a los actores que estaban mecánicos, y éstos les tenían odio a los muchachos. Ahí fue como una especie de liberación, defendiendo el trabajo teatral a nivel de ciencia, de pensamiento. Había un debate generacional que no era tan profundo. La gente común y corriente con la que debatíamos, entendía todo perfectamente, la situación, la fábula. Mientras la gente que sabía un poco de teatro se quedaba espantada de la falta de respeto que había, el público que iba al teatro a ver la obra, recibía aquello con mucha frescura.

Pero después de esa generación, cuando empiezo a trabajar de nuevo en el ISA, existe mucha más distancia, y hoy también. Hoy me cuesta más trabajo, como es lógico y biológico, entender a la gente joven, y me es, sin embargo, de una gran necesidad. Me interesa mucho la juventud, no perderla de vista.

Me parece que los 70 son años de mucha más madurez, y los 80 vienen siendo menos creativos, a pesar de todo. Creo que La duodécima noche, En el parque son más frutos de la experiencia que de la madurez, no hubo esfuerzo, ni dificultad, ni tampoco hay gran goce, fue algo que salió fácil.

Hasta finales de los 70, aunque hay ausencias y poco trabajo algunas veces, tengo una vinculación con el teatro que a mediados de los 80 pierdo, el teatro deja de ser el centro de mi vida, puedo vivir sin el teatro.

Después de En el parque empiezo a tener esas frecuentes depresiones, que algo tienen que ver con todo eso. Empiezo a tener carencias vitales, comienzo a sentir que no estoy viviendo realmente la vida. Creo que esa es la característica que marca esa etapa. Hay trabajos que empiezan y no terminan. Les pierdo el respeto.

Me acuerdo que yo proyectaba un extraordinario respeto por el trabajo, era incapaz de faltar a un ensayo aunque me estuviera muriendo, y, de repente, no. Tal vez por circunstancias externas las cosas perdieron su valor: a quién le interesa el teatro que estamos haciendo. Por otro lado, quizás haya una fatiga por la cual yo no pueda asimilar cosas nuevas, no las entiendo o no me gustan; pero empiezo a tener discrepancias con los jóvenes. No entiendo lo que quieren hacer. Cuando iba a hacer la obra de Joel Cano, Timeball, había un momento en que estaba completamente perdido. Estaba haciendo eso no por una necesidad mía de renovación, sino, quizás, por una necesidad de los otros, y no me detuve a pensar si realmente no hacía falta hacer, primero que todo, un Stanislavski. Hoy les hace falta, aunque sea para desarrollar su propio ser, su propia personalidad.

También en esta última época empieza la influencia barbiana, de la gestualidad, una cantidad enorme de literatura sobre el teatro, de teoría, crítica, y ahí no llego. Mi afán de investigación no está en lo nuevo, sino en profundizar en lo que conozco.

Sobre lo último que hice en ese sentido, el grupo Chispa, las cosas sucedieron por sí mismas. Yo no tenía un centro. Sentí entonces una dificultad muy grande de entendimiento con muchos de ellos. No es un problema de razón, es algo muy raro, es como si fuera la unión de la emoción y el intelecto, no puedo seguir. Eso puede ser resultado también de una nueva vivencia que tengo a los 70 años.

También sigo siendo espectador de mí mismo, tengo ese vicio. Ahora me estoy observando para ver cuáles son las opciones que me da la edad, y es interesante porque te puede producir estados de nostalgia y hasta de cierta desesperación, y por otro lado estás despidiéndote un poco, y me gusta gozar eso.

Ahora voy a Camagüey para intentar el montaje de Aire frío. Es lo que más me motiva porque estoy un poco quemado por la gente de aquí, demasiados prejuicios, ya hay una visión mía un poco de loco.

A los 70. Motivos para recomenzar Es un período bastante extraño el que estoy viviendo. Desde que empezó el año he estado muy ocupado, sobre todo como espectador.

Reflexiono mucho, camino, voy solo. Estoy aprendiendo muchas cosas.

Por debajo de todo eso, evidentemente hay una realidad, que es la muerte cercana. Pero no me siento nada viejo. Podríamos decir que se tiene la muerte que uno ha ido construyendo desde que nació. En cierto modo, estoy como en la película de Bergman, El séptimo sello, jugando al ajedrez con ella.•

De entre los incontables aniversarios que nos asaltan, nunca hubiéramos pasado por alto el centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges: por ser, a no dudarlo, uno de los más grandes creadores de la lengua y uno de los mayores escritores que la humanidad ha dado en este siglo, y por su fecundísima huella en las letras cubanas de las décadas más recientes. Hemos enfatizado en las "lecturas cubanas" de Borges, con textos de Roberto Fernández Retamar (responsable, como se sabe, de la selección y el prólogo de las importantes Páginas escogidas), y de cuatro autores representantes de las últimas promociones: Alfredo Alonso Estenoz, Jorge Fornet, Ismael González Castañer y el periodista Armando Chávez, a los que hemos añadido un breve y medular ensayo del alemán Hermann Herlinghaus.

 


Entrevista a María Kodama

Rumor de Borges

Armando Chávez

Cada mañana, poco antes de que los relojes de Buenos Aires marquen las diez, una mujer de cabello cenizo, ojos semialmendrados y cuello al gusto de Modigliani vuelve al café donde alguna vez se encontró con Jorge Luis Borges, su amigo, amante y cómplice.

En ese establecimiento de French y Bustamante, de piso de lajas negras, y con reproducciones de Van Gogh y fotos de Marilyn Monroe en Times Square colgadas en las paredes de adobe, María Kodama revisa la correspondencia mientras desayuna una medialuna, un jugo y un café, en la segunda mesa de la entrada.

Más tarde, desciende hasta Anchorena 1660, donde resguardó en estantes de madera dura y cristal la descomunal biblioteca de Borges. A pocos pasos, en una mínima estancia, dispuso la cama de hierro y los textos de literatura escandinava y anglosajona que él atesoraba en la celda monacal que le servía de alcoba.

María Kodama tiene allí su cuartel. En ocasiones asciende por las escaleras laberínticas para contemplar desde la azotea el patio de la casa vecina, donde Borges escribió Las ruinas circulares a su regreso de Ginebra, luego de entregarse al latín, el amor y la poesía.

Quizás en ningún otro lugar sea posible encontrar un Borges tan vívido como el que acompaña a esta mujer que adora la música barroca, las danzas griegas, los objetos de formas orientales, que une a su fama de discreta y exquisita anfitriona, cierto misterio, a pesar de las respuestas desenvueltas y de esquivar cualquier pose.

Tenía 12 años cuando conoció a Borges, ciego, famoso y cuatro décadas mayor. Poco después, él fue su profesor de inglés antiguo. Las lecciones prosiguieron con el irlandés. A partir de 1973, ella fue su secretaria. Se encontraban martes, jueves y fines de semana.

Juntos volaron en globo aerostático sobre el campo de California. Ella le describió Mallorca, Venecia, Atenas, Granada, Estambul y Tebas. Bastaba que ella dijera que era el desierto egipcio para que él poblara el horizonte de las huestes de César.

Borges, desenfrenadamente imaginativo, admiró en ella sus ancestros de guerreros japoneses, su cultura formada por un padre liberal y contador de historias éticas, su persistente ambición de adentrarse en ideogramas japoneses y leer en árabe el Corán.

No la contempló nunca, pero le ofrendó el poema "La luna", las dedicatorias de Historia de una noche (1977) y Los conjurados (1985). Junto a ella, escapó de casa un jueves de noviembre de 1985, a las cinco de la tarde, desencantado de Buenos Aires, enfermo sin remedio y pudoroso por la cercana muerte.

Pasaron los últimos días en Ginebra, entre lentos paseos por la ciudad vieja, una o dos horas de dictados, clases de árabe antiguo, despedidas de los íntimos, siestas cada vez más largas. En la ciudad de su juventud esperaba el rencuentro con la nada.

Ahora el recuerdo de Borges se esfuma de la decena de casas y hoteles que habitó en Buenos Aires. En Maipú y Marcelo T. de Alvear, donde vivió cuatro décadas, el apartamento fue completamente remodelado y los vecinos prefieren la reticencia a la evocación.

Un poco de Borges alienta aún en la librería de Alberto Casares, donde pasó la última tarde en la ciudad, en el piso de libros, fotos y espejos de Adolfo Bioy Casares en Recoleta, y donde acudía a las cinco, luego de la siesta, para revisar nuevas ediciones en una mesa de roble.

El recuerdo del anciano con porte de patriarca, cabeza erguida y andar tambaleante aferrado a un bastón de raro puño, queda por momentos opacado por querellas, rivalidades y omisiones. Más allá de las lecturas, es difícil rescatar al ser constante y coyuntural, único y sucesivo, oculto tras los lugares comunes del mito.

Desde hace trece años reposa en el cementerio ginebrino de Plainpalais, al pie de un if, cerca de Juan Calvino. María rehizo su vida en Argentina, a pesar de que el aire a su alrededor quedó cargado de rumores, diatribas, y demandas legales que resucitan en los momentos más inesperados.

Para encontrarla uno pudiera marcar el número telefónico de su apartamento —preferiblemente entre dos y tres de la madrugada—, esperarla en el café de French 3015 —que de tan visitado por ella ya lleva su nombre—, o en el Petit Callao, donde acude a veces a cenar tras las discretas cortinas blancas.

Sin embargo, con su paso presuroso, ella puede escurrirse de todas las rutinas. De muy poco valdría entonces confiar en los relojes de Buenos Aires para hallarla en algunas calles o cafés del barrio norte. Bastará anhelarla y encomendarse al azar para que María Kodama de Borges acuda, ataviada de blanco, y tan fugaz que, sólo por el rastro de palabras, se sabrá después que fue más real que soñada.

 

¿Cómo eran las manos de Borges?

Divinas.

¿Borges era imprevisible incluso para usted?

Sí, uno nunca podía saber. Borges era un ser bastante caprichoso y muy testarudo. Era una persona con ciertas pautas en algunas cosas, ciertos hábitos, en algunos momentos sorpresivo.

¿Descansaría en paz si estuviera enterrado en La Recoleta?

Creo que no. El decía que le daba horror pensar que estaba junto a cuerpos que se conservan como momias. El prefirió estar en Ginebra, él quiso un lugar sereno y sin pompa, sin todo ese boato de La Recoleta. Le dedicó poemas a La Recoleta en los años 20, pero luego, como todo ser humano, su forma de pensar cambió, lo cual es lógico y natural. En Ginebra encontró el lugar que quería para descansar.

¿Alguna vez fue víctima del humor constante y preciso de Borges?

Víctima no, al contrario, partícipe. Nos divertíamos muchísimo. Nadie reía como él.

¿Qué opina del rumbo de la crítica sobre la obra de Borges?

No leo mucho la crítica sobre Borges. No puedo seguirla, son muchos textos. Me gusta imaginar que si alguien escoge la obra de él para estudiarla es porque la prefiere, la distingue. En esa medida ya es importante la crítica, valedera.

¿Existen prejuicios que impiden la valoración objetiva de la vida y obra de Borges?

Hay una idea perversa: querer ver su vida como algo triste, como la de un hombre sólo esforzado, desdichado, sin carácter. No creo que un hombre manipulable o sin carácter pudiera escribir una obra como la suya, de tanta fuerza, que tiene el poder de cantar al alma de tanta gente de tan diversos países, lenguas y religiones. Una obra que pueda lograr eso es de una fuerza impresionante, no es la obra de un desdichado, sino de un ser pleno, que alcanzó una gran sabiduría. Una obra es como el alma. Su obra era como su alma.

¿Hay aspectos de su obra aún por estudiar, por conocer?

Muchísimos, Borges es una cantera inagotable. Estuve en un congreso en Leipzig para especialistas donde se habló de la literatura de Borges desde el punto de vista de la matemática, de la física cuántica, e incluso desde el punto de vista de toda la realidad virtual y la navegación por Internet. Los científicos lo ven como un pionero, al igual que lo fueron Verne o Wells. Lo consideran un adelantado en lo que la ciencia y la comunicación comienzan a ser para los próximos siglos.

¿Cuál era la definición política de Borges?

El decía que era apolítico.

¿Ambicionaba el Nobel?

Jugaba con eso, pero sabía que no lo recibiría.

¿Qué le respondía cuando él pedía que se describiera físicamente?

Le prometía que en la próxima vida iba a ser la mujer más linda de la tierra. En esta, no.

¿Cómo le describía los lugares que visitaban?

Le recordaba las pinturas que vio cuando adolescente y lugares donde vivió.

¿Cómo fue la visita a Japón, un lugar en el que alguna vez, le confesó a Octavio Paz, le hubiera gustado vivir?

Japón fue una conmoción para él. Había escrito del país, conocía sus religiones. Lo conocía mejor que yo. Visitó el jardín de los musgos de Kyoto. Pasó tardes con monjes budistas, con maestros zen.

¿Quedaron viajes por hacer?

China, la India.

¿Lamenta que él nunca la haya contemplado?

No sé, no sé si eso es tan importante. Mi padre, que era un hombre muy especial, me dio, sin darme cuenta, la primera lección de estética de mi vida. Recuerdo que le pregunté cuando muy chica, tendría cinco años, qué era la belleza. Me dijo que la semana siguiente me iba a mostrar la belleza. Pasé la semana con enorme ansiedad. La belleza era, para mí, un misterio. El día señalado me trajo de regalo un libro que todavía conservo. Cuando lo abrió, me mostró la Victoria de Samotracia. Como una criatura le dije: pero no tiene cabeza. Entonces, me preguntó que quién me había dicho que la belleza era una cabeza. Me invitó a que mirara los pliegues de la túnica agitados por la brisa del mar. Me dijo una frase maravillosa: poder conservar para la eternidad la brisa del mar en los pliegues de una túnica, esa es la belleza.

¿Cómo le pidió Borges que se casara con él?

Me lo preguntó de forma muy natural.

¿Sobreprotegía a Borges por ser ciego?

Borges tenía tanta imaginación que yo olvidaba su ceguera. Sólo velaba por su seguridad.

¿Cómo reaccionaba ante la fama?

Era humilde. Se sorprendía de que lo tomaran en serio.

¿Con qué lo compararía?

Con un ser mágico, como un unicornio.

¿Por qué María Kodama no publica sus cuentos?

Me conformo con escribirlos.

Hace años dijo que tenía una novela en preparación.

Sí, no es una novela autobiográfica, tratará sobre las cosas que aprendí durante el tiempo que viví junto a Borges.

¿Cambió la vida de Borges cuando supo que iba a morir?

No. El tenía bien asumido que iba a morir. Desde muchos años antes de estar enfermo lo tenía asumido. Para él no fue una cosa traumática. No dramatizó. Mostró serenidad, naturalidad, templanza. Tuvo una larga vida, muy plena, muy linda. Por tanto, excelente. Trabajó hasta el final, sabía que tenía las horas contadas, corrigió manuscritos, traducciones y esbozó hasta un guión. Trabajó casi hasta el último día. Cuando uno tiene que partir con cosas que ha dejado pendiente, que ha dejado mal, debe ser terrible, pero si la vida estuvo bien hecha, bien armada, da tristeza la partida, pero no es terrible.

¿En qué condiciones pidió morir?

Decía que se nace y se muere en una casa. Quería morir tranquilo. Murió sin sufrimiento.

¿Acariciaron la idea de la inmortalidad?

Somos agnósticos, pero prometimos rencontrarnos en siglos impares. Ya pronto nos veremos.

¿Cómo fue el encuentro final con Marguerite Yourcenar?

Ella fue a despedirse a Ginebra. Tomaron té. Pasaron un día entero juntos. Charlaron largo rato sobre la muerte, y sobre la vida como laberinto. Fue maravilloso. Se conocían y eran amigos desde hacía mucho tiempo. Fue un gesto muy hermoso de parte de ella, también enferma, ir expresamente a despedirse de él.

Hay gente que no la quiere a usted. ¿Quiénes son sus enemigos?

No creo que yo tenga enemigos, en todo caso, Borges los tendría.

¿Sobre qué bases dirige la Fundación Borges?

Borges ansiaba para el hombre razón, tolerancia y valor. Para la Fundación adopté el ideal ético de su relato "Los conjurados": "Hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y hablan diversos idiomas", que "han tomado la extraña resolución de ser razonables", que "han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades".

Usted, que creció inspirada por relatos épicos, ¿deseó escapar alguna vez ante la a veces burda realidad?

No, nunca.

¿Cambiaría su vida por la de Borges, o la de alguno de sus personajes literarios?

No cambio mi vida por la de nadie.

¿Qué le enseñó Borges?

Me enseño a no temer, ni siquiera a la enfermedad y la muerte. Me mostró cómo vivir, la necesidad de ser feliz, de aceptarme y esperar, ser humilde y libre.

¿Qué le enseñó usted a Borges?

Habría que habérselo preguntado a él.

¿Alguna vez se ha sentido tentada a alimentar el mito que los periodistas cultivan con usted?

No creo ser un mito. No, no, para nada.

¿Cómo enfrenta los cuestionarios?

Con respuestas rápidas, como aprendí de mi maestro.

¿Existe algo que de ser conocido cambie la imagen de Borges?

No, creo que no.

¿Qué opina usted de las tantas biografías sobre Borges?

Son formas distintas de alcanzar notoriedad o hacer dinero. Hay algunas hechas desde el punto de vista de la probidad, de la dignidad, otras no son más que intentos destinados a otros propósitos. Algunas son un horror, un horror, ¡madre mía!

¿Ha pensado entablar demandas?

Son muchas, arruinaría mi buen humor.

¿Hay algo que la atemorice?

No.

¿Ha imaginado encontrar a Borges entre la muchedumbre?

No camino entre la muchedumbre.

¿Cómo continúan sus diálogos con él?

Releyendo su obra y a los autores que él quería.

¿Hay algo que le importe más que la literatura?

Creo que no.

¿Que piensa cuando se pagan sumas fabulosas por un manuscrito de Borges?

Pienso que la gente lo admira y quiere mucho. Me parece fascinante que sus manuscritos cuesten tanto como una alhaja, como una joya. Para mí, lo son.

¿Usted cree que Borges fue una especie de sicólogo del alma argentina?

No le hubiera gustado serlo. Yo diría más bien que él era muy argentino, por eso podía entender profundamente al país.

¿A usted le puede quedar algún deseo por satisfacer?

Muchísimos.

¿Qué ritmo tiene su vida ahora?

Vertiginoso.

¿Cuál es su foto preferida de Borges?

La he colocado en el salón de conferencias de la planta baja de la Fundación. Borges aparece con los ojos cerrados, el ceño contraído, mirando hacia lo alto, en silencio. Era su rostro cuando escribía.

¿Cuáles fueron las últimas palabras de Borges para usted?

¡Ah no, eso es sólo mío!

¿Ha terminado su duelo por Borges?

Todavía no lo he comenzado.

¿Cómo quisiera que se recordara su amor con él?

No sé si quisiera que fuera recordado. El fue mío, es mío, será mío.

¿Ha logrado lo que Borges recomendaba: ser feliz?

Ahora no sé si lo soy, o si volveré a serlo, pero junto a él fui inmensamente feliz. Y eso es como un faro, como un gigante.

¿Que le dirá a Borges cuando lo encuentre en el siglo impar?

Le pediré que no se vaya nunca más.•


De algunos símbolos que incorporó a su siglo

Alfredo Alonso Estenoz

En su conocido examen de la obra de Quevedo, Jorge Luis Borges intenta explicar las causas de la "extraña gloria parcial" que le ha tocado a ese autor español. Afirma que ello se debe a que éste no encontró ningún símbolo del cual pudiera apropiarse la imaginación de los hombres, hallazgo que sí realizó la mayoría de los escritores de fama universal. Seguidamente enumera algunos ejemplos afortunados: Cervantes crea al Quijote y éste adquiere tal autonomía que llega a superar a su autor; Dante, los nueve círculos del Infierno y la Rosa paradisíaca; Kafka, su mundo de sórdidos laberintos. No siempre, observa, ese símbolo es "objetivo y externo", puesto que Góngora y Mallarmé devienen el prototipo del escritor que "laboriosamente elabora una obra secreta". Extendiendo ese razonamiento al propio Borges, podríamos preguntarnos cuáles serían los motivos situados tanto en su obra como fuera de ella que aseguran su fama, y por qué hasta los choferes de taxi lo reconocían y se lamentaban de que no le hubieran entregado el Premio Nobel, aun cuando no habían leído una línea suya.1

Borges es uno de los autores que más causas extraliterarias puede reunir para justificar su renombre, pero atribuir éste a aquéllas respondería sólo una parte de la cuestión, con seguridad la menos importante. Algunos de esos factores son bien conocidos: la capacidad de Borges para crear mitos, incluido, por supuesto, el de su propia persona; su ceguera, lo cual invitaba a la asociación con otros grandes ciegos (Homero, Milton); su vejez (cuando Borges saltó a la fama mundial ya era un hombre viejo y esa imagen se correspondía con la sedimentación de su pensamiento literario); sus ideas políticas, que lo hicieron piedra de escándalo y motivo de más de una polémica no sólo en su país sino en gran parte del mundo; su reconocida maledicencia, sobre todo la relativa a sus contemporáneos latinoamericanos; la cantidad de premios que recibió.

Pero a veces él se complacía en la alimentación del mito sólo por hacer más visible la incapacidad de los otros para evaluarlo en su justa medida. Cuando publicó "Pierre Menard, autor del Quijote", mucha gente tomó a su personaje por alguien real: un escritor llegó a decirle que Menard –de quien ya tenía noticia– le parecía un loco. Frente a la eficacia de la trampa que había tendido, Borges no podía menos que contribuir a perfeccionarla. Sin embargo, cuando lo escuchamos en sus innumerables entrevistas, se muestra modesto, abierto permanentemente al diálogo, y dispuesto a destruir los mitos que crecieron en torno a él. Por otra parte, los que pertenecemos a generaciones muy posteriores a la suya no recordamos casi ninguno de los premios que recibió, y sus opiniones políticas no creo que hayan cambiado los acontecimientos a que hicieron referencia. Él entendía que ningún autor debía ser juzgado por sus ideas políticas y trató (con éxito) de que las suyas no influyeran en su obra.

Pasemos ahora a algunas razones literarias: Borges encarna al escritor que rescata para sí toda la literatura precedente y le ofrece continuidad. Luego de su breve experiencia ultraísta, momento en el cual se proponía, junto a sus colegas, renovar la literatura, se dio cuenta de que la eficacia de ésta no residía en la innovación. El afán de originalidad lo veía como propio de los jóvenes autores, quienes, al no sentirse seguros de sus recursos, pretenden impresionar con el estilo o las metáforas. Comprender que todas las cosas están dichas, y que un autor no hace sino volver a redactar, en el lenguaje de su tiempo, las pocas historias e imágenes que existen, fue un acto de humildad que le permitió, sin proponérselo, ofrecer una visión renovada de lo literario.

Otra razón podemos encontrarla en su capacidad de apropiarse de los temas que lo ocuparon. No importa que otros los hayan tratado antes. ¿Hay algo más común, por ejemplo, que una enciclopedia, una biblioteca, un tigre o los juegos con las regresiones, las detenciones y los avances temporales? Hasta el propio Lezama, alguien con una capacidad de absorción también peligrosa para quienes se acercaban a él, admitió que ya no era posible hablar de las bibliotecas sin que pareciera un influjo irremediable de Borges. ¿Por qué, pues, el hecho de que éste haya utilizado determinados símbolos los ha convertido, acaso durante mucho tiempo, en suyos?

Una primera respuesta es sencilla, y está relacionada con lo que Foucault ha llamado instauradores de discursividad. Son aquellos que, por una profundización en una experiencia determinada, emergen de ella con un lenguaje que trasforma lo dicho hasta entonces, reasimilando todos los discursos precedentes. Ese lenguaje no surge por un deseo de originalidad, sino de la esencialidad de la constatación, que no puede menos que ser personal. Por ello, las palabras no son una estructura puesta al servicio de un ansia de innovación, sino la forma que los descubrimientos hallan y exigen. Algo similar ocurre con los poetas fuertes, de Harold Bloom, quienes casi nunca, en su caso, son poetas en el sentido de que compongan poemas. Él cita a tres fundamentales: Marx, Nietzsche y Freud. Marx pudo estar exagerando la determinación de las causas económicas por encima de otras razones más subjetivas, pero ese planteamiento aparece como un obstáculo a desentrañar si queremos aceptarlo, negarlo o complementarlo. Freud, por su parte, pudo sobrevalorar la función del sexo en la conducta humana, pero su descubrimiento continúa desestabilizando toda construcción que pretenda ignorarlo. Pero que el personaje, el estilo, o los temas de Borges hayan logrado imponerse poco prueba en favor de la fuerza de su discurso: lo que prueba es la debilidad de los otros, ya que toda admiración desmedida acaso no sea más que una forma de incapacidad. Incapacidad de reconocer el discurso propio, que no es otro que el de estar en correspondencia con nuestra realidad.

Una segunda respuesta se encuentra en una observación del propio Borges: "para la gloria no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo". A pesar de la frialdad que suele atribuírsele, a pesar de la idea de que su literatura está construida más para el intelecto que para la emoción, percibo en Borges cierto patetismo. Reside en la repetición obsesiva de algunos temas: el temor que le producían los espejos, la visión de los tigres, de Buenos Aires, la creciente ceguera, el destino de sus antepasados, su deseo de ser otro. La repetición va creando un efecto en el lector, que termina relacionándose con esos temas como si fueran inevitables. Conocemos muchos aspectos de su vida personal: todos los que él no teme mostrar abiertamente, como si tuviera conciencia de que su personalidad puede decirle algo a los otros. Resulta curioso que cuando él se refiere a su sintáxis la califica, precisamente, de patética. ¿Cómo una sintaxis puede ser patética? Es que acaso percibía su dependencia con respecto al lenguaje, como si no pudiera establecer la suficiente distancia con respecto a su estilo, no hacer de él una carga angustiosa.

Borges ha hecho de sí un personaje que le sirve como motivo literario y como forma de conducirse ante los demás. Está consciente de esa creación: la manifiesta explícitamente en su famoso texto "Borges y yo". No sabemos claramente cuándo habla el personaje y cuando él. Tanto es así que su narrador, o el que escucha a su narrador, tiene muchas veces su mismo nombre. Es molesto que en un cuento identifiquemos inmediatamente la experiencia del autor. Solemos decir que éste no encontró la distancia necesaria para narrar una situación personal como si no fuera suya, para, en suma, elevar su experiencia a la categoría de ficción. Uno, entonces, acusa al relato de testimonial. Pero la eficacia del juego de Borges reside en que es capaz de conferirle a su persona el interés que merece un personaje. Claro está, este recurso tiene que ver con su deseo de querer anular la construcción relato. A ellos se refiere como nota, noticia, artículo. Al incluirse a sí mismo, y a muchos de sus amigos, quiere acentuar aún más esa anulación.

Volviendo al texto acerca de Quevedo, Borges afirma que rara vez aquél dejó ver su melancolía, pero que algunos de sus versos traslucen ése u otros sentimientos. Rastrear esos momentos en Borges representa una tarea ardua. Creí encontrarlos en algunos pasajes. Al final de "El jardín de senderos que se bifurcan" el narrador dice: "No sabe (nadie puede saber) mi innumerable constricción y cansancio"; y poco antes del más que citado cierre de "Nueva refutación del tiempo", afirma el ensayista: "Nuestro destino [...] no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro." O sea, lo perturba la idea de que uno puede especular con las negaciones temporales, con el fácil ejercicio de la felicidad en el terreno metafísico o en el estético, pero, cuando ambos finalizan, espera el día con sus exigencias irrevocables, que son las que en última instancia determinan la existencia. Aún así, toda afirmación sobre este tema sería riesgosa. Esa ambigüedad contante es uno de los aspectos que le confieren riqueza a su lectura, y lo que le posibilita contradecirse sin temor, ser irreverente con respecto a los temas "sagrados" de la cultura occidental.

¿Es posible justificar también la fortuna literaria de Borges por la naturaleza de los temas que trató? Si ello fuera así, entonces la literatura dependiera de la grandeza de sus temas y él mismo creía que el tema no era importante, que este podía ser, incluso, baladí, palabra que aplica al de las Soledades, de Góngora. Pero tampoco puede negarse el atractivo de la especulación metafísica, más cuando está tratada con la espectacularidad suficiente. Dios, la muerte, los juegos con el tiempo y con el infinito, la inmortalidad, el cumplimiento del destino son asuntos que por sí mismos despiertan la atención. Parecen ser las grandes cuestiones, las dignas de ser tratadas en la literatura, a la que asociamos con lo trascendente.

Es curioso notar cómo los temas literarios han derivado de lo general a lo particular. Cómo de los llamados grandes tópicos se ha llegado al tratamiento minucioso de la cotidianidad, o ésta es el contexto en el que esos temas prefieren expresarse ahora. La épica se transforma hasta convertirse en épica de lo cotidiano. Pero también hay cotidianidad en Homero, aunque muchas veces está situada fuera del relato. Suponemos que Ulises, después de su rencuentro con Penélope, no hizo más que vivir la tranquilidad de su matrimonio y de su familia, su máxima aspiración desde que partió de Troya.

Pero es en el siglo xx donde la cotidianidad se eleva a aspiración estética. Ello tiene que ver también con el predominio, en nuestro tiempo, de lo narrativo sobre lo poético. Por su naturaleza, las formas narrativas se preocupan más por el detalle, por el hecho concreto, no por la abstracción. En Cándido, observa Gerald Prince, Voltaire sitúa al relato por encima de la metafísica, por la afinidad de éste con lo concreto. El relato es una forma de conocimiento sin esfuerzo, a la que pocos se resisten. Bajo el deseo de saber qué sucede después, nos está llegando, con otro lenguaje, todo lo que la metafísica intenta comunicar.

¿Cómo logra Borges entonces esa acertada conjunción entre la metafísica y lo concreto? Él propone, en medio de la visión contemporánea, una reactualización de las cuestiones trascendentes que hemos enumerado. Pero no una reactualización en el sentido estricto del término, porque no le interesa entrar a debatirlas nuevamente, sino dinamizarlas en función de sus intereses literarios. ¿Es Borges un filósofo? ¿Su idea de Dios, por ejemplo, transforma en algo nuestra percepción del hecho religioso? Innumerables veces señaló que observaba en él una tendencia a apreciar las ideas filosóficas o religiosas más por su valor estético que por las ideas en sí. Consideraba la metafísica y la teología como dos formas de la literatura fantástica, y a esta última como la forma maestra de ese género. Según él, son sistemas tan bien construidos, tan llenos de imágenes, que tienen un valor estético por sí mismos, más allá de lo que puedan explicar acerca del fenómeno humano. Lo único que muestran, decía, es la naturaleza de la mente que los construyó. Por eso en Tlön la única disciplina que existe es la sicología.

Quedarnos solamente en el plano metafísico de la lectura de Borges reduciría nuestro acercamiento a su obra, puesto que en ella toda idea tiene su correspondencia con lo concreto. La simbología metafísica no es otra cosa que la forma que eligió para mostrar una experiencia cotidiana, directa. Quizá un ejemplo ilustraría mejor esta idea.

Un relato poco citado, y que, sin embargo, él consideró entre sus mejores textos, es "La otra muerte". En él, el narrador recibe una carta con la noticia de la muerte de Pedro Damián, un gris sobreviviente de la batalla de Masoller y por quien sentía una especie de veneración. La carta también precisaba que Damián, en el delirio que precedió a su muerte, revivió esa batalla. Un día, conversando con el coronel que fue jefe de Damián, el narrador se entera de que en realidad a éste le flaquearon las fuerzas en aquel combate. Siente contrariada su veneración. Pero, en una segunda visita al Coronel, otro excombatiente que se encontraba allí le refiere que Damián se portó como un valiente, mientras que el Coronel no recuerda haber conocido a nadie con ese nombre. Hay aquí una contradicción que ha despertado el interés del narrador. Una carta posterior del Coronel le confirma que, en efecto, cómo pudo olvidarlo, Damián murió con todo el valor con que debe morir un hombre. El narrador conjetura una respuesta a ese dilema: Pedro Damián se portó como un cobarde, pero dedicó el resto de su vida a corregir esa flaqueza, a arrepentirse de ella. Se enfrentó con la tierra (era agricultor) con no menos valor que el que exige una batalla, y pensó que si el destino le deparaba otro combate estaría preparado para él. El destino se lo trajo, pero a la hora de su muerte y en la forma de delirio. Allí, en su mente, Pedro Damián revivió el combate y murió como hubiera querido, como un valiente. El narrador afirma que Damián modificó de alguna manera el pasado y que ello se manifestó en el comportamiento del Coronel, quien primero recordó su cobardía, después lo olvidó y finalmente lo evocó valeroso, al frente de la carga.

Esto es lo concreto, el relato, la sucesión de hechos. Hay una explicación metafísica, que el narrador expone directamente: Dios, contrariamente a lo planteado por Aristóteles y Tomás de Aquino, puede hacer que lo pasado no haya sido, pero una sola modificación de lo ocurrido trasforma toda la serie de hechos siguientes: por eso el Coronel debe olvidar lo que fue. Pero hay otra lectura directa, vital, relacionada con la experiencia cotidiana: no es posible modificar el pasado, pero sí nuestra percepción del pasado. Pedro Damián trató de enmendar la culpa que sentía ante su flaqueza. Al desaparecer aquélla, su percepción del hecho cambió: fue como si volviera a vivirlo, con lo cual se infiere el verdadero sentido del arrepentimiento.

Aquí vemos, perfectamente imbricados, los tres planos a los que nos referíamos. La eficaz combinación de ellos le ha servido a Borges para construir su metáfora, tan accesible como cualquier otra. Aparentemente el relato se distancia de nosotros cuando apela a la metafísica, pero vuelve cuando descubrimos su sentido directo. Si nos quedamos en la primera, vemos a Borges como el creador de intrincados laberintos, ajeno, esotérico. Si advertimos la experiencia vital que se esconde detrás del texto, lo vemos como alguien cercano, más real y, por qué no, más humano en el sentido que le confiere Valéry: aquel que nos hace comprender sin esfuerzo. Desaparece la frecuente acusación de hallarse distante de los conflictos cotidianos. Él mismo admitió que sus relatos se componían de dos elementos: uno intelectual y otro emotivo, y le confirió a éste último la importancia mayor.

Si la reanimación de las ideas filosóficas le ha servido para componer un buen relato, algo similar ocurre con el hecho literario, ya cuando piensa directamente en él, mediante los ensayos, ya cuando lo hace indirectamente, mediante los propios cuentos. Los escritores tienen distintas formas de relación con la literatura: algunos ven en ella un instrumento de sus ideas, políticas, religiosas o filosóficas; otros la conciben como algo instintivo e intuitivo; a otros no le interesa la intelectualización de su oficio: sencillamente escriben. Borges pertenece a la estirpe de aquellos para quienes la conciencia literaria constituye el centro de su trabajo y sus criterios. De Quevedo dijo que era imposible tener vocación de escritor y no gustar de él. Igual afirmación podemos aplicarla a Borges. Es de los autores que viven en la constante reflexión literaria, que no tienen vida fuera de ella. Al escribir revive permanentemente el hecho literario. Sus referencias abarcan toda la literatura, a la que concibe como un todo.

Pero Borges, sobre todo, enseña a leer. Un libro, nos dice, es el modo como las múltiples generaciones de hombres lo leen, y, por otra parte, los escritores inventan, además de sus textos, a sus lectores. Cuando –ejemplifica– leemos un cuento de Poe, somos una invención suya, pues Poe no creó sólo el género policíaco sino la manera de acercarse a ese tipo de obra. Tales concepciones han renovado las formas de lectura, al hacer del campo literario una realidad móvil, en la que incluso es posible que los autores creen a sus precursores. La teoría de la recepción, es sabido, encontró en Borges, quien seguramente la ignoraba, uno de los ilustradores más exactos.

Una característica fundamental de su modo de leer reside en su tendencia a observar los hechos más generales y obvios, y a razonarlos con la mayor brevedad y precisión posibles. Sólo le interesan determinados detalles, pero siempre resultan ser esenciales. Sus ideas literarias parten de una experiencia intensa de lectura y de vida. Mucha de la crítica las lee en su aspecto novedoso: ha hecho de una experiencia vital ideas literarias, y, como toda idea, éstas también son cambiantes y sustituibles por otras.

Si Borges renovó la crítica literaria contemporánea, ello obedeció a un factor que con frecuencia ha sido esgrimido en su contra: el hecho de, pese a ser americano, haberse ocupado de los temas europeos como si le pertenecieran. Nunca se creyó inferior a Europa por ser latinoamericano. Incluso creía que los latinoamericanos teníamos una ventaja sobre los europeos, por el hecho de pertenecer a su cultura y, al mismo tiempo, no sentirnos atados a ella. Al moverse libremente con respecto a la cultura europea, Borges se acercó a ella como un todo, sin la limitante de las diversas estéticas del viejo continente.

A semejanza del mundo de Tlön, que cada vez era más real y se incorporaba progresivamente a éste, el universo de Borges encuentra formas que lo corporizan. En La Habana un grupo literario elabora la novela infinita que él imaginó en "El jardín de senderos que se bifurcan" y que, según ellos, no podía escribir porque sólo era posible en hipertexto. En Copenhague, en la Universidad de Aarhus, se publica una revista, Variaciones Borges, cuyo propósito no resisto de la tentación de reproducir aquí: "explorar un área especial de investigación que, más allá de la exégesis exclusiva de una obra, concierne ese estilo de pensamiento, escritura y lectura tan característico de Borges, que contribuyó a acuñar el epíteto borgesiano: ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías, recuerdos inventados, y, por encima de todo, la filosofía como perplejidad, el pensamiento como conjetura y la poesía como forma última de racionalidad". ¿Tantas cosas incorporó Borges a su siglo? ¿Sobre tantos modos de comprender la realidad desvió la atención? El mundo, en las últimas décadas, comenzó a permearse por sus imágenes, pero aún le espera una ardua asimilación que sin dudas continuará en el próximo siglo.•

1 Una vez entregado este artículo a La Gaceta, Ernesto Sierra, director de la Biblioteca de la Casa de las Américas, me dio a leer varios textos suyos motivados por símbolos borgianos. El razonamiento inicial del que tituló "Borges y él" es casi idéntico al que, con otras palabras, he seguido hasta aquí. Para mi sorpresa, advertí que Ernesto me había mostrado su texto hacía más de un año, antes de que apareciera en Alma Mater (julio-agosto de 1998). No recordaba (seguramente ustedes no me creerán) "Borges y él" cuando escribí este artículo. ¿Qué sucedió? ¿Quedó resonando en mi memoria sin que yo lo supiera? Le he dado a esa coincidencia varias explicaciones, que vienen a corroborar ideas caras a Borges: "lo tosco, lo bajamente policial, es hablar de plagio": lo extraño hubiera sido no hacer, siquiera una vez, ese razonamiento; todo hombre debe llegar por sí mismo a las experiencias de los otros o ser capaz de todas las ideas.


 

Retazos del último conversador

Rufo Caballero

Todas las mañanas amanecía bajo el aura de una desfachatada mujer que exhibía su desnudez con inusual donosura. Y no era exactamente el cuerpo de la mujer que me acompañaba, sino la carnosa ingravidez de una dama de Modigliani que presidía el dormitorio y se entregaba justo sobre el lecho. Estaba flanqueado, mi sueño vigilado, por dos tremendos cuadros: arriba el Modigliani, y de un lado, algún desafiante dibujo de Picasso. Me sentía entonces un profanador, pues había sido invitado a habitar –a habitar no; a vivir— la casa toda de Lya Kostakovsky y Luis Cardoza y Aragón, allí donde se enlazan el Puente San Francisco y el Callejón de las Flores, en el corazón de Coyoacán, un amable pueblo que no sé si afortunadamente absorbió el D.F.

La Fundación Cultural Lya y Luis Cardoza, o para ser preciso, su Comité Técnico, que corona Gabriel García Márquez, tuvo la idea de regalarme, en ocasión de mi Premio de Ensayo Hispanoamericano concedido por la misma institución, el más sensual de los elogios: el permitirme recorrer con celo los pasillos que mil veces transitaran Lya y Luis, devolverme al mundo en un jardín de película (de película no; de novela y del xix), dormir en la misma cama, leer en el escritorio desde donde don Luis cavilara algunas de las páginas más vibrantes que conociera la literatura latinoamericana. Fue un privilegio desmesurado. Soy cualquier cosa menos santurrón: el Premio me lo merecía; lo que no merecía igual era aquella sensación extrañísima de profanar un museo con toda licencia por demás.

La casa es una delicia de arquitectura. No hace parte de la leyenda que suele acompañar a las moradas de los escritores: ni enigmática ni pesarosa, ni fantasmal. Sencilla y sutil, de un gusto impecable. Sin afeite alguno. Gustosa de lo natural (los muebles se proyectaban desde las paredes, los mismos troncos de los árboles sostenían las límpidas lámparas), la casa está preñada de los códigos del arte popular mexicano, y diría que hasta latinoamericano en total. Un soberbio retrato de Lya, por Chávez Morado, y la nada desdeñable colección de pintura de Luis. Pura seducción al sosiego, a la introspección.

Mas yo andaba apremiado por un encargo de otro amigo, que debía cumplir como quien culmina el rito con obsecuente devoción.

Todo el mundo en esta isla sabe ya —y si no, se lo imagina— que Norberto Codina es un revistero nato; que su vida le va en La Gaceta. De modo que días antes de mi partida a México, como quien quiere las cosas sin disimularlo, Norberto me dijo: "Mira a ver si te cuelas en la papelería inédita del viejo y me traes dos o tres cartas".

Fue así que cada noche, previa anuencia de los asesores, entre la culpa de la profanación y la altanería de quien se sabe mimado por los dioses, bajaba yo los severos escalones, me adentraba en la oficina-biblioteca, y rumiaba las únicas palabras relacionadas con Cardoza que permanecen aún inéditas: muchas de sus cartas.

Me di a la impudicia de aquel escrutinio con la avidez que un tesoro muy especial suscita. Recuerdo, por ejemplo, la emocionante lectura de la correspondencia cruzada entre José Clemente Orozco y Luis, muy concentrada en la historia de la pintura mexicana. No perdí un segundo ante aquella mina de apariciones, aquel banquete del espíritu que me permitía, desde la secreta ansiedad del voyeur, inmiscuirme en la intimidad de los pensamientos menos públicos que rondaran una y otra vez a los grandes hombres que uno tanto ha apreciado.

Seleccioné para La Gaceta siete cartas, algunas de Luis, otras a Luis. Son sentidos trenzados de una suprema elocuencia, en donde sale a relucir la causticidad de Pablo Neruda hacia los excesos de Diego Rivera, como igual el altruismo de Diego algunos años después, o las cuidadosas lecturas de Juan Marinello de textos del guatemalteco sobre su país, la agudeza impar de Cardoza para la interpretación del arte (que le obliga a tomar elegante distancia con respecto al cierto dogmatismo que aquejaba a Conversación con nuestros pintores abstractos) y su fijeza de amor para con su Guatemala; o los tempranos señalamientos de Luis a la falta de matices de Lunes de Revolución. ¡Nada menos!

Termino mi escogencia con dos preciosas cartas: una de Cardoza a Carpentier, agradeciéndol(s)e La Habana, La Habana jacarandosa de los primeros años; y la otra de Eliseo Diego a Luis, brevísima pero grande tratándose de Eliseo, colmo de elegancia, pulcritud en el decir y hermosura en el alma.

Es así que comparto mi privilegio con los lectores de La Gaceta. Háganse sin pena a la indiscreción, y agradezcánselo, otra vez la generosidad de los amigos de esta Fundación.