Jorge Luis Borges
Como
todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también
he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha
le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago
un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de
luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me
subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de
Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra
negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible:
gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo
que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el
pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río
de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que
Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal;
para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a
la impostura.
Debo
esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que
obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su
historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos
propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología.
Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad:
hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los
dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus
queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas
blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi
padre refería que antiguamente ¿cuestión de siglos, de años? la lotería en
Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que
los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de
pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los
agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de
plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente,
esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas
las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia
pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder
el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes
adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los
compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y
de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta
números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el
interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría
suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén
justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran
despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a
llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los
premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló
una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y
las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar
a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía:
su valor eclesiástico, metafísico.
Poco
después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se
limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese
laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la
primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue
grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los
números adversos.
Nadie
ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la
simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas
monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas
razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras
formas de la dicha son quizá más directas.
Otra
inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal
multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la
esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos
de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y
ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación,
cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron
(o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa
histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo
hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para
el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro
candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía
aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo
efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su
voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud
sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma
del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y
complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la
lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de
suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente
participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del
dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio.
Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su
elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o
el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a
inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la
variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el tabernario asesinato de
C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o cuarenta
sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos
casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar,
hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la
Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran
secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada
cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra,
había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento
acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas
malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo
alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente,
no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó
directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un
argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza
doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden
del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no
desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos),
funcionaban sin garantía oficial.
Esa
declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos,
acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las
operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está
por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por
inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de
los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar,
les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre
investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan.
Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas
discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la
conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una
periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar
interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio
que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte
-la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén
sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable
reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no
entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de
modo simbólico.
Imaginemos
un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se
procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De
esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo,
dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un
tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la
enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema
simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es
final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos
sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea
infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con
la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números
del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los
platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el
Tíber: Ello Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este
emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de
manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones,
diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre
los sacerdotes del dios epónimo.
También
hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a
las aguas del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una
torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo
de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a
veces, terribles.
Bajo
el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar.
El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si
una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un
contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta
apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá,
también, alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más
perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama
que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque,
naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan
contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento
paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un
sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de
los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de
interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La
Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es
natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá
incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién
podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato
absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer
que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía?
Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de
conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la
Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario,
tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche,
cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es
omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un
pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del
alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no
existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la
realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un
infinito juego de azares.
FIN
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por Sadrac 2000