Jorge Luis Borges
...thy rope of sands...
George Herbert
(1593-1623)
La línea consta
de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el
volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el
mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una
convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo,
en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un
golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza
decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí
que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había
engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el
curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las
Orcadas.
Le señalé una
silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
- Vendo biblias
- me dijo.
No sin
pedantería le contesté:
- En esta casa
hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo
la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo
que me falta.
Al cabo de un
silencio me contestó:
- No sólo vendo
biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí
en los confines de Bikanir.
Abrió la valija
y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin
duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
- Será del
siglo diecinueve - observé.
- No sé. No lo
he sabido nunca - fue la respuesta.
Lo abrí al
azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas
y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo
superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la
página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La
volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña
ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma,
como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces
que el desconocido me dijo:
- Mírela bien.
Ya no la verá nunca más.
Había una
amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el
lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del
ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
- Se trata de
una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
- No - me
replicó.
Luego bajó la
voz como para confiarme un secreto:
- Lo adquirí en
un pueblo de la llanura, a cambio de una rupias y de la Biblia. Su poseedor no
sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo
que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena
tienen ni principio ni fin.
Me pidió que
buscara la primera hoja.
Apoyé la mano
izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice.
Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la
mano. Era como si brotaran del libro.
- Ahora busque
el final.
También
fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
- Esto no puede
ser.
Siempre en voz
baja el vendedor de biblias me dijo:
- No puede ser,
pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es
la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita
admiten cualquier número.
Después, como
si pensara en voz alta:
- Si el espacio
es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito
estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus
consideraciones me irritaron. Le pregunté:
- ¿Usted es
religioso, sin duda?
- Sí, soy
presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que
nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras.
Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la
quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
- Y de Robbie
Burns - corrigió.
Mientras
hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
- ¿Usted se
propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
- No. Se lo
ofrezco a usted - me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí,
con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al
cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
- Le propongo
un canje - le dije -. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la
Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de
cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
- A black letter Wiclif - murmuró.
Fui a mi
dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la
carátula con fervor de bibliófilo.
- Trato hecho -
me dijo.
Me asombró que
no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la
decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la
India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche
cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar
el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por
esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.
Me acosté y no
dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo
llevaba una cifra, ya no sé cual, elevada a la novena potencia.
No mostré a
nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y
después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes
agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos.
Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé
que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui
anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se
repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio,
soñaba con el libro.
Declinaba el
verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar
que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez
dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el
fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber
leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme
trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde
están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para
perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a
qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco
de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
FIN
Digitalizado
por Hugo Vega