La daga bailó entre
los dedos, impaciente, diríase, de escapar a las manos de su dueño
y lanzarse al mundo, en sangrientas aventuras. El hombre la observó
un momento y acabó por sepultarla en su vaina, entre los pliegues
de la capa.
Durante una hora entera
permaneció inmóvil, la espalda contra la pared, sentado en
cuclillas. Las gruesas cortinas vedaban el paso a la luz de la luna, vestían
en sombras la lujosa estancia. En la oscuridad sólo sus ojos, brillantes
como piezas de plata, destacaban bajo la capucha, fijos siempre en la puerta,
que ahora, al fin, empezaba a abrirse...
En un extremo de la plaza
alejado de cambalaches, regateos y reyertas la hermandad de cómicos
se ganaba el sustento del día con sus juegos malabares. A su alrededor
se agrupaba una multitud boquiabierta de campesinos, que vendida ya la
mercancía buscaban su ración de ocio.
Un «¡Oh!»
se abrió paso en todas las gargantas cuando, en un peligroso ejercicio,
uno de los artistas mantuvo siete espadas a un tiempo en el aire. El tambor
redobló con más fuerza, si cabe.
Mezclado con el gentío
Jaleck hizo una mueca burlona y se vio tentado de practicar otras habilidades
en aquellas bolsas repletas. A pesar suyo se contuvo. Trabajo de mayor
calibre le traía a Ashâr.
Se agenció con disimulo
una manzana, sentando a continuación sus reales a la sombra de un
olmo. Dos soldados, que paseaban orgullosos las largas picas y los yelmos
de bronce, cruzaron ante él. Jaleck ignoró su mirada suspicaz
y dio otro mordisco a la fruta. Uno parecía pensativo; el otro se
encogió de hombros. Acabaron por volverse y continuar su ronda,
ajenos a que alguien estaba mentando a toda su genealogía.
Jaleck sentía una
razonada aversión por la milicia, que tanto dificultaba su labor.
¿Acaso les había robado nunca? ¿Asaltaba sus cuarteles
codicioso de sus cubiertos de latón? ¡Que le persiguieran
sus víctimas, no ellos, que en nada les atañía!
Hasta dos semanas antes
desvalijaba caravanas y hostigaba aldeas al sur del Anzasa. La actividad
era lucrativa y descansa-da; pero cuando mejor andaba el negocio se vio
perseguido por las cuadrillas del rey Shalîk, en mala hora nacido,
que le obligaron a huir dejando atrás el botín. De todos
modos no tardó en olvidar su desgracia y considerando un lado ventajoso
en el cambio de aires dirigió sus pasos hacia Ashâr. No había
mejor escondite que sus anárquicas callejuelas.
Arrojó al suelo lo
que quedaba de su manzana. Llamó al aguador y le entregó
un cobre.
—¿A quién
pertenece este palacio? —preguntó, señalándole un
edificio de torres bermejas, situado en lugar de excelencia.
—Veo que sois forastero.
No es otra que la casa de Deron, el joyero del regente. Y usurero, por
añadidura.
—Eso es lo que estoy buscando.
Un amo rico al que ofrecer mis servicios. ¿Sabéis, quizá,
si necesita criados?
El aguador le alargó
la taza que había pagado.
—Olvidadlo, amigo. Deron
es demasiado celoso de sus riquezas como para admitir a extraños.
—¿Sólo de
sus riquezas? ¿Y de su mujer no? —preguntó, sabedor de que
las esposas son un buen medio de acceder a los maridos.
—Murió hace años;
pero guarda otra alhaja de más valor que el oro. Mirad —dijo señalándole
uno de los balcones—. Es su hija Alia.
Jaleck contempló
a la muchacha. Apoyada en la barandilla entretenía las horas con
el ir y venir de los labriegos. Su talle era elegante, delgado, aunque
no libre de oportunas convexidades; la piel clara, el cabello bruno, los
labios prometedores de íntimas delicias. Un lunar, más que
manchar, resaltaba la perfección de su tez, rara perla ante la cual
el ladrón quedó extasiado.
Ni aun entre las rubias
princesas del norte vio jamás mujer más bella. Había
deseado a muchas y —la luna era testigo— pocas le ofrecieron resistencia;
sin embargo toda su arrogancia se desvanecía ante la hija de Deron.
Con la fascinación
de un pajarillo ante Ayss, la serpiente, no pudo moverse hasta que Alia
abandonó el balcón para entrar en casa. Miró a su
entorno. El aguador se había marchado hacía rato y los buhoneros
cargaban ya en las mulas los restos de sus baratijas. La plaza estaba vacía.
Caviloso se encaminó
a la posada. Comió con desgana y empleó el resto del día
en afinar su plan. Cuando la noche llegó a Ashâr las gemas
del joyero nada eran, a su apreciación, junto a los ojos de la hermosa
Alia.
El balcón quedaba
a diez metros del suelo. Ni un solo asidero ofrecía la pared. No
obstante, en una concesión a la estética, dos águilas
de piedra flanqueaban la balaustrada.
Jaleck esperó que
un guardia soñoliento desapareciera en la angostura de un callejón.
Cruzó la plaza a vivo paso y tras mirar a un lado y a otro desenrolló
la cuerda e hizo un lazo. Lo arrojó sobre su cabeza; se elevó.
Con un golpe sordo chocó contra el barandal y volvió abajo.
Intentó de nuevo el lanzamiento. Con satisfacción vio prenderse
la lazada en una de las alas de las estatuas.
Tiró con todas sus
fuerzas, temiendo por un momento que el pedestal del águila no estuviera
fijado al balcón y cediera bajo su peso. La prueba fue satisfactoria;
empezó a trepar.
Apenas había ascendido
la mitad del trayecto oyó unos pasos que se aproximaban. Parecía
tratarse de varias personas. Se balanceó prendido de la cuerda,
sin atreverse a mover. De pronto aparecieron tres hombres, que entre risas
y canciones llenaron la plaza de ruido.
Estaban ebrios, no cabía
duda; andaban cabizbajos, prestándose mutuamente ayuda. Jaleck respiró
aliviado al verlos pasar a sus pies sin advertir, siquiera, el cabo colgante;
pero temiendo que tal bullicio atrajera a la ronda apuró a sus brazos
para que le llevaran arriba.
Se encaramó al balcón
y atisbó por la puerta entornada. No acertó a descubrir nada,
salvo una sombra más densa que las demás. Podía pertenecer
a la cama. Abrió poco a poco y entró. Fiado de las suaves
suelas de sus botas avanzó lentamente, en el más absoluto
silencio. Los ojos, que habían empezado a adaptarse a la oscuridad,
descubrieron el lecho. Apartó las cortinas.
Alia yacía semidesnuda
entre las sábanas, las mejillas ruborosas, los labios entreabiertos,
como invitando a ser besados. Alargó su mano, cubriéndolos,
con un gesto que tenía más de caricia que de amenaza.
La muchacha se despertó.
Abrió sus ojos espantada y luchó un instante contra la presa.
Luego, relajándose, dejó que Jaleck la soltara. Tras el primer
momento de sorpresa el miedo había desapare-cido de su rostro. Casi
se diría que recibía con cierta compla-cencia al intruso.
«Bien —pensó
el ladrón—. Siempre será más sabrosa la fruta madura
que la que hay que arrancar a la fuerza del árbol».
Tras una breve lucha la noche
vencía al día, ganando Ashâr. En su habitación
de mármoles rosados Alia se dejaba desvestir por un ama afanosa
y gordezuela. Con un mohín impaciente la hizo a un lado y se desprendió
por sí misma de las sandalias, sustitu-yéndolas por unas
babuchas de terciopelo.
La criada plegó los
ropajes, los suspendió de su brazo izquierdo y se deslizó
hasta la puerta. En el umbral aún se detuvo un instante, volviéndose
hacia la muchacha que remoloneaba por la estancia.
—Que pases una buena noche.
Acuéstate pronto, no vayas a enfriarte.
—Sí, ama.
La puerta se cerró
y no tardó en oírse el celoso chasquido de la cerradura aprisionándola
hasta el amanecer. Alia miró hacia el balcón, se mordió
impaciente las uñas. El cielo, de un tono malva que iba tiznándose
poco a poco, lucía una única joya de fría luz. En
la lejanía una trompa marcó la hora queda.
Un crujido, un breve raspar.
En la balaustrada se alzó, de pronto una silueta.
—¡Al fin! Creí
que nunca anochecería.
Alia corrió hacia
el hombre que saltaba al interior del balcón. Unos brazos fuertes
la acogieron. Los labios se buscaron, para acabar encontrándose
en un beso.
—Cada día son más
difíciles nuestras citas —explicó Jaleck—. Sobre todo desde
que decidí reanudar mis actividades. Los guardias rondan como halcones
por las calles de Ashâr.
Apartando un segundo a la
muchacha rebuscó en su jubón. Una cadena, de la que colgaba
una gran gema, brilló en sus manos. Alia gritó de placer:
—¡Es magnífica!
Jaleck la abrazó
de nuevo y besó su cuello.
—¿Qué mejor
que una piedra preciosa para una preciosa mujer?
—Desearía pagar tanto
amor —musitó melosa.
—Sabes bien como hacerlo.
Cásate conmigo.
Alia bajó la cabeza.
Palideció.
—No puedo. Te quiero, te
he dado todas las pruebas que una mujer puede proporcionar. Pero hay cosas
situadas por encima de mis deseos.
Jaleck comprendió.
No era la primera vez que discutían sobre ello.
—¿Tu padre?
—Sí, mi padre. Es
un hombre rico y poderoso... Y su orgullo es mayor que sus riquezas. Jamás
consentiría en entregarme a un bandido.
—¡Escápate!
—La sujetaba con fuerza de los hombros, forzándola a encararse con
él—. Marcharemos al sur, a Shajalâr. Allí nunca nos
encontrará.
—Le mataría. No me
pidas eso, por favor.
—¿Entonces?
Alzó al fin la vista,
mirándole. Jaleck quedó prisionero de aquellos ojos verdes,
verdes y crueles como el olvido de la absenta. Tras un titubeo ella respondió:
—Entrégate... Entrégate
a la justicia. Haré que mi padre interceda por ti, que rebajen la
condena... En cuatro o cinco años puedes estar libre. Entonces seré
tuya.
—Saltaría a un foso
ardiendo si tú me lo pidieras.
—Sólo quiero que
esperes un poco. Será duro, no lo niego; pero puedes estar seguro
de que mi corazón siempre será tuyo.
Alia se estrechó
contra su pecho. Sus manos, bálsamo de todos los dolores, le acariciaron.
Jaleck la condujo hasta el lecho.
Aquella noche aprendió
qué fácil es ceñirse una cadena. Puedes reírte
de las mujeres, decir que las sabes manejar, que el amor no es más
que un juego. Ellas callarán y acaso se permitan una sonrisa. En
este juego peligroso ¿quién es el juguete?
Apenas amaneció Jaleck
se entregó a la guardia. Satisfechos lo condujeron sin dilación
a los calabozos, donde aguardó confiada-mente por dos días.
Al tercero compareció ante los jueces de Ashâr.
Los letrados leyeron en
voz alta sus pliegos, enumeraron cada uno de los delitos y presentaron,
a continuación, sus testigos. El ladrón casi no atendió
al proceso, perdido en vagas ensoñacio-nes. Por último se
le ordenó arrodillarse ante el estrado para escuchar la sentencia.
Casi cayó desmayado.
No fueron cuatro ni cinco,
sino diez los años de su condena; diez años de arrastrar
los grilletes por las galerías de las Montañas Rojas, violando
la roca por unos gramos de plata.
Cargado de cadenas y acompañado
por otros siete desgraciados le obligaron a andar por caminos polvorientos
las más de treinta leguas que separan Ashâr del mar. En Pilia,
puerto antaño próspero y hoy poco más que asilo de
viejos filibusteros y mercaderes de esclavos, se les embarcó en
una galera trirreme, adjudicándoles el dudoso honor de contribuir
a su locomoción.
De este modo los llevaron
—o mejor se llevaron— hasta la isla de Agas. Se les concedió unas
jornadas de descanso y desde aquel lugar, que se alza a la entrada del
Golfo de Shajalâr como último baluarte de la civilización,
pudieron contemplar melancólicamente la cercana costa del Desierto
Austral.
El sol, gigantesco y candente,
parecía agitar el aire con un extraño tremor que desdibujaba
a ratos el perfil afilado de las montañas. Era una tierra de demonios,
sin duda, pues ningún otro ser podía sobrevivir allí.
Si alguna vez no comprendió la verdadera magnitud de diez años
de trabajos forzados entonces Jaleck supo qué era lo que le aguardaba.
Cruzaron el estrecho brazo
de mar y se les condujo a las minas. No tardó en añorar aquel
hirviente sol que tanto le había empavorecido.
Entre las sombras, medio
asfixiado por el resinoso humo de las antorchas, acarreó día
tras día pesadas espuertas de tierra, desmenuzó roca, profundizó
túneles que descendían en busca de nuevos tesoros. Un año
puede ser muy largo cuando el miedo infundido por el crujir de las vigas
apenas te deja dormir, cuando la piel excoriada por el látigo late
de dolor a cada instante, cuando en vez de cargar los capachos has de llevar,
a tus hombros, el cuerpo muerto de fatiga de un compañero. Un año
puede ser muy largo. Diez pueden no tener fin.
Sin embargo Jaleck aguantó,
fortalecido por el recuerdo, soñándola cada noche... Y desesperando
al despertar, creyendo perderla.
Diez años.
Sus cabellos se volvieron
blancos. Enflaqueció. Sus manos, que una vez fueron hermosas y diestras,
se hincharon y encallecieron, permitiéndole, apenas, cerrarlas.
Sus pies, envueltos en harapos, llagados, perdieron su velocidad, adoptando
el andar bamboleante dictado por los grilletes.
Diez años.
Salió en libertad.
Una alforja con comida y
un jamelgo medio lisiado y huésped de garrapatas fue la paga recibida
por tanto sudor, por tantas libras de plata arrancadas a la montaña.
No sintió despecho. Era demasiado feliz. Podía decidir sin
trabas cada uno de sus pasos, alzar la voz, dirigir sus quejas a los mismos
dioses. Y Alia le aguardaba.
Tomó el camino del
norte. Dejó atrás las estériles arenas, cruzando los
marjales del Anzasa, y se adentró en las llanuras que jalonan las
siete Ciudades-Estado. No se entretuvo en ninguna de ellas.
Por las noches durmió
en bosques o praderas, bajo el auspicio de estrellas blancas y amables;
por el día comía de lo que la propicia naturaleza le ofrecía.
Y cierta mañana,
tras cruzar el camino de Fyor y ascender la cuesta de una loma, se levantaron
ante él las augustas torres de Ashâr.
Pese a la larga ausencia
la ciudad no había sufrido ningún cambio apreciable. En su
plaza seguían amontonándose comerciantes y titiriteros, los
chiquillos corrían entre las patas de los caballos y los soldados,
con sus corazas recién pulidas, se pavoneaban ante las doncellas.
Allí mismo seguía el palacio en cuyos balcones vio, por primera
vez, a Alia.
Aguardó durante toda
la jornada. Nadie asomó; las ventanas permanecían cerradas.
Al atardecer, cuando ya se preguntaba cual sería su siguiente paso,
una criada salió por la puerta lateral.
Resoplaba y en sus inmensas
caderas llevaba, precariamente apoyado, un cántaro. Jaleck la reconoció.
Era el ama de Alia.
Abandonó su escondite
para cruzarse en su camino. La mujer se sobresaltó al verlo aparecer
tan de súbito. Se hizo a un lado, esperando dejar atrás al
desconocido. Jaleck la retuvo por el brazo.
—¡Esperad, por favor!
—¿Qué queréis?
Sólo soy una pobre criada.
Jaleck probó a aplacar
el temblor de sus carnes con una de las monedas obtenidas con la venta
del caballo.
—No temas. Vengo desde muy
lejos, donde un amigo mío arde en deseos de saber algo de cierta
doncella a la que conoció en Ashâr hace años. Tal vez
podáis ayudarme.
La mujer suavizó
la mirada, un poco por el regalo y aún más por el deseo de
comadrear.
—Conozco mucha gente aquí.
¿Cómo se llama?
—Alia, la hija de Deron,
el joyero.
—¿Alia? ¿Qué
puede querer de Alia?
—Guarda un dulce recuerdo
de cierta noche... Se encontraron en un baile y ella le hizo algunas promesas.
—¡Qué atolondrada
es la juventud! —exclamó el ama—. La noche y el vino hacen decir
muchas tonterías. Lo que me sorprende es que vuestro amigo tomara
en serio palabras pronunciadas en tal ocasión. Alia es hermosa y
su dote generosa. No necesita buscar amores en tierras lejanas.
—¿Qué debo
decirle, entonces, a mi amigo? —Había palidecido. Se sentía
repentinamente mareado y herido por la noche.
—Decidle que Alia le olvidó
pronto y ahora es la esposa de Vanar-tel-Akâr, Proveedor Mayor de
la Corte.
Quizá esperara el
ama algún comentario a su revelación; pero sólo le
contestó el silencio. Resignadamente continuó su camino.
Nada más había dado dos pasos cuando se volvió de
nuevo. Jaleck no se había movido, como helado por una maldición.
El ama, curiosa, se atrevió a preguntar:
—¿Como fue el baile
del que habéis hablado? Me supongo que magnífico, si atrajo
a ese amigo hasta nuestra ciudad.
Jaleck sonrió al
fin. Nada había de alegre, sin embargo, en su mueca.
—Sí, fue un magnífico
baile... de máscaras.
Mientras jugueteaba en la
oscuridad con su daga, Jaleck meditó, no sin cierto sarcasmo, sobre
lo sucedido. En efecto, como se había repetido muchas veces, el
amor era un juego peligroso. No siempre se puede ganar y él era
un mal perdedor. Sonaba la hora, pues, de abandonar los naipes y cobrar
lo que se debía. Ya vendrían luego manos más afortunadas.
De pronto se tensó
al ver abrirse la puerta de la estancia. Allí estaba Alia, seguida
de un hombrecillo sudoroso y retaco, portador de un candil de aceite.
—Ha sido una reunión
estupenda, ¿verdad, querida?
Una hoja de acero se apoyó
en su cuello. Enmudeció.
—Y el final todavía
lo será más, amigo.
Jaleck presionó levemente
con su daga en la piel del hombreci-llo, que se contrajo como dotada de
voluntad propia. Alia, reconociéndole, no pudo contener un grito
de sorpresa:
—¡Tú!
—¡Vaya! ¡Me
reconoces! ¡Cuánto honor!
Tomando al prisionero por
la pechera de su camisa lo arrojó contra una de las paredes, donde
quedó inmóvil, paralizado por el terror. Jaleck, de pie en
el centro de la habitación, se regodeó en su dominio.
La muchacha, de nervios
más templados, acertó a abrir la boca:
—Procura entenderlo, yo...
—¡Oh, no te preocupes!
Lo comprendo perfectamente. Han pasado muchos años y los anhelos
románticos de la jovencita que soñaba con amores prohibidos
acaban por desvanecerse —El ladrón se acercó al encogido
Vanar—. Un hombre con una buena renta siempre es atractivo... —Arrugó
la nariz—, incluso cuando le hiede el aliento.
El comerciante, avergonzado
ante Alia, intentó agarrar inútilmente a Jaleck.
—¡Usted conoce a mi
esposa! ¿Qué quiere de ella, criminal?
Un puño machacó
su cara gordezuela. Varios dientes saltaron por los aires.
—Cállate un rato,
¿quieres? Ahora —dijo Jaleck dirigiéndose a la mujer, que
por primera vez pareció inquietarse— hablemos del pasado, hermosa
mía. ¿Recuerdas una promesa que me hiciste?
Una sombra saltó las
murallas de Ashâr, para ir a perderse en los bosques. Anduvo una
hora y luego se sentó sobre un tronco. El sol empezaba a emerger
en el horizonte. La sombra, se vio entonces, era en realidad un hombre,
embozado en una amplia capa y sujetando en su mano un paquete.
Jaleck, el ladrón,
enjugó el sudor de su cara. Estaba agotado e invadido de un cierto
desánimo. Aquellos diez años en las minas pesaban más
que nunca. Había dejado de ser, para siempre, aquel joven que un
día fue fuerte, un día en el que amó a una mujer y
ella le juró que también.
Y ese día se besaron
y él le hizo graves promesas y ella le dijo que su corazón
sería siempre suyo.
Jaleck contempló
amargamente, en su mano ensangrentada, aquel pedazo de carne que aún
palpitaba un instante antes.