Mario Benedetti - Ni Corruptos Ni Contentos




     El innegable talento demostrado por Mario Vargas Llosa en sus siete
     novelas, los premios y honores acumulados en más de veinte años, así como
     la extraordinaria difusión alcanzada por sus libros, han generado y
     generan una razonable expectativa ante cada uno de sus comentarios y
     opiniones, aun cuando no se limiten al campo específico de la literatura.
     En los últimos años, el autor de La casa verde ha mostrado cierta
     preocupación por explicar sus preferencias y desencantos políticos. Entre
     las primeras figura, por ejemplo, el Gobierno de su país, encabezado por
     Fernando Belaúnde Terry; entre los segundos están la revolución cubana y,
     de un tiempo a esta parte, la revolución sandinista. Desde 1960 a la
     fecha, Vargas Llosa ha efectuado un viraje espectacular en sus
     predilecciones políticas, y si bien siempre se ha esforzado por demostrar
     que su desvelo especial es la libertad, lo cierto es que hace quince años
     era entusiastamente apoyado por las izquierdas latinoamericanas, y hoy en
     cambio es halagado y arropado por las derechas. Es claro que en aquel
     apoyo y en este sostén caben anchas franjas de malentendidos que no
     corresponden al autor en cuestión, pero de todas maneras son señales a
     tener en cuenta. Las izquierdas suelen equivocarse en sus fervores; las
     derechas, casi nunca.
     Me parece absolutamente legítimo que un escritor, y más si es alguien
     conocido y admirado como Vargas Llosa, se sienta tan presionado por la
     realidad como para pronunciarse frecuentemente sobre ella. La
     circunstancia de que muchos intelectuales latinoamericanos, a pesar de no
     practicar la obsecuencia ni la obediencia ciega que suele atribuirnos
     Vargas Llosa, mantengamos nuestra adhesión a las revoluciones de Cuba y
     Nicaragua no nos impide comprender que vanos aspectos de esas realidades
     hieran, vulneren o incluso descalabren ciertas pautas y arquetipos de
     otros intelectuales. De modo que mientras Vargas Llosa se limitó a
     expresar su visión personal de lo que consideraba un sistema político
     ideal (modelo que, con los años, se fue desplazando de Cuba a Israel), así
     como sus implacables juicios ante los arduos procesos revolucionanos, la
     distancia entre sus posiciones y las de la mayoría de los intelectuales
     latinoamericanos sigue creciendo, pero el respeto mutuo se mantuvo. Hoy
     Vargas Llosa reconoce de manera explícita (véase la entrevista concedida a
     Valeno Riva en Panorama, Roma, 2 de enero de 1984) que su postura es
     francamente rninoritana entre los intelectuales de nuestros países.
     Esa comprobación no sólo lo sacude y lo irrita, sino que lo lleva a un
     nivel de agravios que no suele ser moneda corriente en el mundo cultural
     latinoamericano, donde siempre han existido y coexistido enfoques diversos
     y hasta contradictorios.
     Frecuentemente leo artículos de Vargas Llosa y entrevistas que concede a
     los medios de comunicación; sin embargo, en el reportaje de Panorama antes
     mencionado encuentro por vez primera algunas tajantes afirmaciones que
     nunca vi reflejadas en sus colaboraciones latinoamericanas. Pude leer esa
     nota porque unos amigos me la enviaron desde Italia debido a que yo era
     allí directamente aludido. Corruptos y contentos titula Valerio Riva a
     toda página el artículo en cuestión, sintetizando así el diagnóstico de su
     ilustre interlocutor acerca de sus colegas latinoamericanos. Sólo menciona
     tres excepciones (aclara que «hay que buscarlas con linterna»); Octavio
     Paz, Jorge Edwards y Ernesto Sábato, pero tengo mis dudas de que este
     último se sienta halagado por integrar la terna. Según declara Vargas
     Llosa, el llamado caso Padilla le restituyó la soberanía individual, y
     desde entonces ya no se siente «una suerte de zombi, de robot, de
     instrumento», como sugiere que todavía han de sentirse muchos de sus
     colegas. Traza una línea divisoria entre los intelectuales de Europa y los
     de América Latina: «Entre los intelectuales europeos de izquierda ha
     tenido lugar un saludable replanteamiento, pero en América Latina la
     mayoría baila aún obedeciendo a reflejos condicionados, como el perro de
     Pavlov». Cuando Valerio Riva le pregunta cuántos y quiénes son esos
     «intelectuales condicionados», Vargas Llosa responde: «Gabriel García
     Márquez, Mario Benedetti y Julio Cortázar. Éstos son los más ilustres,
     pero luego hay un número infinito de intelectuales medianos y menores,
     todos perfectamente manipulados, subordinados, corruptos. Corruptos por el
     reflejo condicionado del miedo de afrontar el mecanismo de satanización
     que posee la extrema izquierda. (...) Intelectuales respetabilísimos
     tragan las mentiras más infames simplemente para no ser triturados por ese
     mecanismo de difamación».
     Entiendo que el propio Vargas Llosa no es una aceptable prueba de su
     teoría, ya que desde hace años se viene despachando a gusto sobre algunas
     de nuestras más firmes convicciones, y sin embargo no parece haber sido
     muy triturado: no sólo no recuerdo que nadie lo haya tratado de «corrupto
     y contento», ni siquiera de «perro de Pavlov», sino que más bien ha sido
     promocionado, elogiado, editado, premiado y traducido como pocos
     escritores de este mundo. Tal vez su caso podría ser ejemplo del
     extraordinario apoyo que puede lograr un escritor cuando, además de
     producir excelentes obras, ataca las posiciones y actitudes de izquierda.
     Realmente, Vargas Llosa no es demasiado convincente como modelo de
     intelectual triturado.
     Pero no se detiene allí: «En los países del Tercer Mundo y sobre todo en
     América Latina, el intelectual es un elemento fundamental del
     subdesarrollo. No es alguien que lucha contra el subdesarrollo, sino que
     él mismo es un factor de subdesarrollo, ya que es un gran propagador de
     estereotipos y crea reflejos intelectuales condicionados. Al repetir todos
     los lugares comunes de la propaganda, termina por obstruir cualquier
     posibilidad de creación de nuevas fórmulas de liberación», Tengo la
     impresión de que la teoría de los reflejos condicionados ha ido
     condicionando a Vargas Llosa. Gracias a Pavlov sabemos ahora que el
     subdesarrollo no es una consecuencia del desarrollado y subdesarrollante
     imperialismo, ni de las intocables transnacionales, ni del extendido
     analfabetismo, sino del alfabetizado y maligno intelectual. Toda una
     revelación, aunque nos sea difícil imaginar (quizá debido a que somos
     zombis o robots) que Carpentier o Neruda resulten más culpables de
     nuestras miserias que la United Fruit o la Anaconda Copper Mining. Es
     probable que cuando Vargas Llosa menciona el carácter corrupto (y
     contento) de la mayoría de los escritores latinoamericanos esté pensando
     en el oro de Moscú. Lamentamos desilusionarlo. Ni los mejores atornillados
     robots de entre nosotros hemos tenido acceso a esa cuota áurea. Supongo
     que no se referirá a los derechos de autor generados en los países
     socialistas, en primer término porque son harto dificiles de cobrar, y en
     segundo, porque el propio Vargas Llosa ha sido profusamente publicado por
     las editoriales comunistas.
     A un intelectual del alto rango artístico de Vargas Llosa debe exigírsele
     una mínima seriedad en los planteos políticos, particularmente cuando
     éstos ponen en entredicho la probidad de sus colegas. Hablar de «corruptos
     y contentos» en una rejón del mundo en la que hay tantos intelectuales
     perseguidos, prohibidos, exiliados; donde hay por lo menos veintiocho
     poetas (incluido su compatriota Javier Heraud) que perdieron la vida por
     causas políticas; un continente que ha conocido el holocausto de Rodolfo
     Walsh, Haroldo Conti, Paco Urondo; la desaparición de Julio Castro; el
     asesinato de Roque Dalton e Ibero Gutiérrez; la prisión de Carlos Quijano
     y Juan Carlos Onetti; la tortura de Mauricio Rosencof y la muerte heroica
     de Leonel Rugania; hablar de «corruptos y contentos» en ese marco de
     discriminación y de riesgo, de amenazas y de crimen es, por lo menos, una
     actitud insoportablemente frívola.
     Ni corruptos ni contentos. El segundo calificativo es casi tan grave como
     el primero, y revela el mismo desconocimiento del material humano que hoy
     sostiene y profundiza la cultura de América Latina. ¿Cómo podremos estar
     contentos si en cada minuto muere un niño en América Latina debido a
     hambre o a enfermedad; si cada cinco minutos ocurre un asesinato político
     en Guatemala; si hay treinta mil desaparecidos en Argentina?
     Confieso que, en el fondo, ésta ráfaga de agravios, esta virulenta
     ofensiva que Vargas Llosa dedica a aquellos intelectuales que no comparten
     sus ideas, me decepciona bastante. Precisamente por haber disfrutado
     tanto, como lector, de la obra de Vargas Llosa, me entristece
     particularmente esta injusta diatriba, esta falta de mínimo respeto a
     quienes, como él, aunque probablemente no tan bien como él, luchamos a
     diario con la palabra y tratamos de convertirla en literatura, es decir,
     en patrimonio de todos. Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté
     con nosotros, en nuestra trinchera, sino con ellos, en la de enfrente,
     pero en cambio no podemos resignarnos a que, por diferencias ideológicas o
     amparado quizá en las dispensas de la fama, recurra al golpe bajo, al
     juego ilícito, para reforzar sus respetables argumentos.
     Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la
     izquierda de su autor, y seguirá siendo leída con fruición por los zombis,
     los robots y los perros de Pavlov.